Intempesta Nocte
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Pero tras las viejas paredes de la residencia de los Szendrei hay mucho más que fantasmas, y hay secretos que no están hechos para ser contados. Para salvar a los últimos de una estirpe moribunda, la detective Glasgow tendrá que echar mano de todas sus armas. Y es que, cuando hay magia de por medio, ni siquiera los muertos están libres de toda sospecha.
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Intempesta Nocte - Irene García Cabello
No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos sin el permiso y por escrito del Editor y del Autor.
Ilustración de portada: José Antonio González
Corrección: Marina Montes
Maquetación: José Antonio González
©Irene García Cabello
Director de colección: Alejandro Travé
Título: Intempesta Nocte
Noviembre de 2020. Primera Edición
Impreso en España / Printed in Spain
Impresión: Podiprint
©ReaDuck Ediciones
41020-Sevilla
E-mail: ediciones@readuck.es
www.readuck.es
ISBN: 978-84-18406-14-0
ISBN ePub: 978-84-18406-15-7
ISBN Mobi: 978-84-18406-16-4
Depósito Legal: SE-2034-2020
A quienes aún disfrutan del olor a libro nuevo y a libro viejo; a quienes leen por el placer de leer y a los que lo han convertido en vicio.
A mis padres, sobre todo, y a todos los que me han aguantado y seguirán haciéndolo (muy a su pesar). Cuando sea millonaria, acordaos de que me leísteis aquí primero.
Entra en el despacho con decisión, con la actitud de alguien que sabe que ya no hay marcha atrás. Glasgow conoce a gente como ella: la ve a menudo en un trabajo como el suyo. Sabe qué quiere decir aunque no sepa cómo hacerlo; no está segura de que vayan a escucharla. Hay algo agresivo en la postura, en el gesto: lucha o huye; es instinto puro. A cierta parte de Glasgow, de la que no se siente particularmente orgullosa, le fascina.
—Busco al señor Glasgow —declara, y solo entonces se detiene, momentáneamente desorientada.
—Señorita, si no le importa —indica la detective, divertida. La mujer aprieta los labios antes de asentir y se sienta en la silla sin esperar una invitación. Al otro lado del escritorio, Glasgow la estudia.
No es guapa. No en un sentido tradicional, al menos: tiene la nariz demasiado larga y los ojos demasiado juntos, los labios demasiado finos. Viste impecablemente, eso sí, con el cuidado que ponen quienes no están muy habituados a ello. Uñas cortas, sin pintar, pelo recogido en un moño poco afortunado. El conjunto, piensa Glasgow, no está mal.
—Señorita Glasgow —concede, y en el mismo tono de voz añade—. Lo lamento. Me la recomendaron como Ron, Ronald...
No es un buen comienzo.
—Ronnie. Veronica Glasgow, en realidad. —Se aclara la garganta y desliza la mirada, rostro, cuello, escote casi inexistente. Antebrazos fuertes, acostumbrados a trabajar. La ve apretar los puños y devuelve la vista a sus ojos claros; parpadea más de lo normal—. Julia Szendrei, supongo. Recibí su carta.
—Le agradezco que haya accedido a verme. —Aunque por algo en la voz no suena del todo segura de lo que dice. Por un instante, observa Glasgow, la expresión pétrea se tambalea; no dura más que un segundo—. Mi caso es… particular.
—Todos lo son.
—Me refiero…
—Sé a lo que se refiere —interrumpe Glasgow. En parte le gusta la reacción de Szendrei, mezcla de alivio e indignación—. No todo en este oficio es llevar fotos a cornudos, señora Szendrei.
—Señorita.
Sonrisa breve, casi depredadora. La detective baja la mirada un par de centímetros; los labios de Szendrei tiemblan.
—Le aseguro que todo lo que me diga quedará entre nosotras —promete, y sabe que la otra mujer la cree. Hay alivio en su mirada, hay un instante apenas en que parece a punto de derrumbarse, de echarse a llorar. No lo hace—. Así que puede contármelo todo. Desde el principio. Prometo escucharla hasta el final.
Y Julia Szendrei se acomoda en la silla, la estudia. Abre la boca varias veces y se detiene otras tantas; finalmente, habla.
Todos hablan.
—Mi padre está muerto —le dice despacio y como si lo peor ya hubiera pasado, continúa en un tono más ligero, de narradora experimentada—. Mi padre está muerto, y mi madre está a punto de morir. La hemos llevado a los mejores médicos, hemos ido a todas partes, y nada funciona. Se está… apagando. Se muere, señorita Glasgow.
—¿Una enfermedad?
Szendrei niega con la cabeza.
—Eso creíamos. Creía. Mis hermanos… Mi hermano… —Una pausa, un quiebro brusco en el monólogo; hay algo que no quiere decir, ni siquiera aquí, ni siquiera ahora—. Ahora pienso que es otra cosa. Una maldición, un… algo. Algo que les devora, que la está devorando, y estoy empezando a pensar que, bueno, que me estoy volviendo loca. Que tengo razón.
Todo empezó, cuenta, con la muerte de Roof, Rufus, el menor de los hermanos. Un accidente de coche, explica. Su padre estaba débil ya entonces, pero después las cosas se precipitaron. Se levantaba por las noches: a menudo lo encontraban, al amanecer, en la pequeña capilla familiar. Y languidecía, perdía fuerzas a ojos vistas. El dolor, pensaron entonces, de haber perdido a un hijo. Aunque fuera a Rufus.
—¿Ahora no lo creéis? —inquiere Glasgow. Toma notas breves en un cuaderno de tapas negras, pero lo hace sin apartar la vista de Szendrei.
—No sé qué creer. Solo sé que hay algo raro —le asegura—. Mis padres y Roof nunca se llevaron bien. Pero quise pensar que… bueno. Que incluso así habían sentido su pérdida. Que era… su forma de enfrentarla la que…
—¿A qué se refiere?
—Roof fue un niño complicado. Un adulto complicado. Nos odiaba: podías verlo en la forma de, bueno, de mirarnos. —Se detiene. Parpadea con fuerza, sacude la cabeza—. Miento. No nos odiaba a todos. A Markus, no. Pero bueno... No sé cómo explicarlo. Está, por ejemplo, la capilla, ¿sabe? Fue allí donde le encontramos, al final, quiero decir.
Nadie usaba la capilla familiar desde que eran niños. Tampoco entonces, reconoce Julia, llegó a pisarla mucho: era el rincón privado de su