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La epopeya de México, I: De la prehistoria a Santa Anna
La epopeya de México, I: De la prehistoria a Santa Anna
La epopeya de México, I: De la prehistoria a Santa Anna
Libro electrónico875 páginas35 horas

La epopeya de México, I: De la prehistoria a Santa Anna

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Con la perspectiva del historiador moderno y la agudeza el periodista, el autor aborda los sucesos sociales, políticos, económicos y culturales acaecidos en nuestro país desde su pasado más remoto hasta el fin de siglo. Este primer volumen nos acerca a los primeros vestigios de vida en el territorio ahora conocido como México y hace una síntesis de las diferentes culturas prehispánicas, un recuento del periodo colonial novohispano, de la Independencia, del nacimiento de la República y de la llegada de Santa Anna al poder.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 jul 2011
ISBN9786071607034
La epopeya de México, I: De la prehistoria a Santa Anna

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    La epopeya de México, I - Armando Ayala Anguiano

    Mexico

    Primera Parte

    La Prehistoria

    I. El pasado más remoto

    En el principio fue el Big bang, el prodigio ocurrido —según cálculo de la mayoría de los científicos— hace 15 000 millones de años, cuando una porción de algo que pudo haber sido materia estalló con fuerza inconcebible para dar origen a la formación del universo con su número infinito de galaxias, estrellas y planetas…

    Cierto, aquí se pretende narrar lo que ha ocurrido en el lapso de unos cuantos siglos y sólo en una pequeña franja del minúsculo planeta llamado Tierra, pero nunca está de más ver las cosas en perspectiva y para esto hay que pasar una breve revista a los principales sucesos registrados antes de que surgiera el país llamado México.

    Hace unos 4 500 millones de años se solidificó la masa de gases que había dado origen a la Tierra. Primero se formaron los océanos. Mil millones de años después aparecieron en el agua unas bacterias unicelulares que fueron la primera forma de vida, y hace 800 millones de años la evolución había conducido al surgimiento de organismos multicelulares que, 600 millones de años atrás, dieron lugar a la creación de primitivos animalejos dotados de conchas u osamenta, los cuales se convirtieron en fósiles susceptibles de ser estudiados por los científicos.

    Con el paso de los millones de años, las placas tectónicas que forman los continentes experimentaron diversos reacomodos. Primero existió un supercontinente llamado Pangea, que hace unos 200 millones de años se había dividido para formar dos inmensas masas continentales llamadas Gondwana y Laurasia; éstas comenzaron a disgregarse a su vez para dar origen a los continentes actuales (lo que hoy es México formaba parte de Laurasia), pero todavía hace unos 70 millones de años la península de Yucatán y las tierras bajas estaban cubiertas por las aguas al grado de que a través de ellas se unían el Atlántico y el Pacífico. Sólo cuando las tierras del sureste emergieron del océano el territorio de la República mexicana adquirió más o menos su contorno actual.

    Durante un tiempo muy largo, mientras los océanos ya hervían de vida, la superficie de los continentes estuvo desolada. Sólo hace 450 millones de años aparecieron en el terreno continental las primeras yerbas, los primeros arbustos y ciertas especies de insectos. Ochenta millones de años después subieron a terreno firme algunos peces dotados de órganos que los capacitaban para vivir fuera del agua; se reproducían por medio de huevos que ponían las hembras, y de este proceso surgieron al cabo los grandes saurios que llegarían a constituir la forma predominante de vida en el planeta.

    Hasta el primer cuarto del siglo XX los paleontólogos no habían descubierto huesos de dinosaurio en México, mas a partir de entonces, y especialmente después de 1985, los hallazgos se multiplicaron, sobre todo en el estado de Coahuila y, en menor cantidad, en Sonora, Baja California y Tamaulipas, además de que en Michoacán, Puebla, Oaxaca y Guerrero se han descubierto huellas de pisadas de grandes saurios.

    Los primeros mamíferos, minúsculos seres cuyo nacimiento se gestaba en el vientre de sus madres, aparecieron hace 220 millones de años. Luego, hace 65 millones de años, se registró una catástrofe apocalíptica —tal vez el choque con la Tierra de un gran asteroide proveniente del espacio y que aparentemente ocurrió en tierras del moderno pueblo yucateco de Chicxulub— que provocó olas marinas gigantescas, terremotos e incendios, los cuales formaron una nube de polvo y humo tan espesa que obstruyó el paso de la radiación solar durante muchos siglos; este fenómeno determinó quizá la extinción de los grandes saurios y otras especies, aunque los mamíferos sobrevivieron.

    Todo esto se sabe porque, como dicen los geólogos, la Tierra misma parece haber escrito su propia biografía. En los continentes abundan las rocas en cuyo interior se observa la huella de plantas o animales; si en éstas aparece, por ejemplo, la forma de un pez, es razonable deducir que las rocas estuvieron cubiertas por el agua, mientras que el tipo de animal o planta encontrados revela el género de vida existente en la época en que la roca se formó.

    Para calcular la edad de las capas de roca, los geólogos se guían sobre todo por la radiactividad. Los elementos radiactivos se desintegran a un ritmo constante para transformarse en otros elementos. Por ejemplo, la mitad de los átomos radiactivos del uranio se desintegran en 4 500 millones de años, y los del potasio en 1 400 millones de años. Los investigadores analizan muestras de minerales que hay en determinada región, y calculan su edad midiendo el grado de radiactividad que conservan.

    Los homínidos y el hombre

    Del surgimiento y evolución del hombre a partir de los mamíferos primigenios se ocupan los antropólogos y los arqueólogos, y gracias a los esqueletos excavados por estos especialistas se sabe que hace veinte millones de años ya merodeaba en África meridional el Dryopithecus , un primate del que quince millones de años después descenderían dos especies que guardan similitudes entre sí pero que no se pueden cruzar y por lo tanto son distintas: los monos y los homínidos. Estos últimos, de facciones y tamaño similares a los del chimpancé, tenían un cerebro algo más voluminoso que el de los monos, aunque no llegaba ni a la mitad del que posee el hombre moderno. Pero nacían con la ventaja de andar erguidos y no tener que apoyarse en las manos al caminar. Estos seres llamados Australopithecus , o monos del sur, se extinguieron hace un millón de años.

    Para entonces una especie de los Australopithecus ya había evolucionado hasta dar origen, hace un par de millones de años, al primer antecesor directo del género humano, el Homo habilis, que también andaba erguido; sus facciones eran un poco más parecidas a las del hombre moderno, y su cerebro algo más grande que el de su ancestro en la escala evolutiva. Su estatura se acercaba al metro.

    El hecho de no tener que usar las manos para caminar permitió al Homo habilis realizar maravillas. Aparte del hombre, sólo algunos chimpancés y mandriles suelen utilizar elementos extraños a su cuerpo —garrotes, piedras, etc.— para defenderse o llevar a cabo algunos trabajos, y únicamente el género humano ha sido capaz de fabricar objetos para facilitarse la vida. Sacando punta o filo a los guijarros el Homo habilis elaboraba unos utensilios que los especialistas llaman hachas de mano y que seguramente servían para escarbar, cortar ramas y machacar frutos silvestres o quitar trozos de carne a animales muertos. El Homo habilis también construía cobertizos de varas y ramazón, para guarecerse de la lluvia y el sol.

    Del Homo habilis se derivó hace millón y medio de años el Homo erectus , de estatura similar a la del hombre moderno y con un cerebro más desarrollado que el de su antecesor. La hoguera artificial más antigua que han descubierto los arqueólogos data de hace 250 000 años, y apenas cabría dudar que el Homo erectus conoció la forma de producir fuego desde mucho tiempo antes. Surgido también en África, de este ser han aparecido rastros fósiles en Europa y Asia, lo cual demuestra su carácter migratorio.

    El desplazamiento del Homo erectus se facilitó gracias a las glaciaciones, un fenómeno de origen desconocido que empezó a registrarse hace 600 000 años. Consistía en que durante decenas de miles de años la capa de hielo polar se prolongaba hacia los continentes hasta abarcar superficies enormes de terreno en el norte eurasiático y americano: en América, por ejemplo, gran parte de Canadá y de la región septentrional de Estados Unidos quedaban cubiertas por capas de hielo hasta de tres kilómetros de espesor. El agua utilizada para formar los hielos se sustraía del océano, de modo que el nivel del mar bajaba hasta 90 metros y de esta forma emergían a la superficie algunos terrenos que hoy se encuentran sumergidos. El Homo erectus aprovechaba las tierras emergidas para efectuar sus migraciones, y el frío que encontraba en el norte lo obligó a inventar los primeros vestidos, que probablemente fueron simples pieles de animal resecas.

    Tras las glaciaciones, de las cuales ha habido siete, se presentaban periodos interglaciales que también duraban decenas de miles de años; en ellos se derretían los hielos, ascendía el nivel oceánico y subía la temperatura al grado de que en Groenlandia llegaron a crecer palmeras y otras plantas de las que hoy se llaman tropicales. Se ignora si tantos cambios influyeron en la extinción del Homo erectus , quien en todo caso desapareció hace unos 200 000 años.

    Para entonces ya había surgido el Hombre de Neanderthal, así llamado por el toponímico de la aldea alemana en la que fueron hallados sus vestigios por primera vez. Este ser todavía conservaba rasgos simiescos, como la frente estrecha y retraída, la barbilla huidiza y el exterior bucal sobresaliente, pero su cerebro ya tenía una capacidad similar a la del hombre moderno y —aunque era más musculoso, rechoncho y bajo de estatura—, vestido con ropas modernas probablemente habría pasado inadvertido entre las multitudes de una ciudad actual.

    La región del cerebro especializada en el lenguaje ya había alcanzado en el Hombre de Neanderthal un desarrollo que pudo permitirle comunicarse verbalmente con sus congéneres, y esto ha hecho suponer que poseía un lenguaje tal vez rudimentario, aunque más ventajoso que los gritos y chillidos que emiten otros animales para expresar deseos y emociones. Así, el Hombre de Neanderthal pudo haber transmitido a sus descendientes sus conocimientos acerca de cuáles frutos silvestres y cuáles animalejos son comestibles o venenosos.

    Por naturaleza, las palabras son símbolos abstractos, y quien las profiere y entiende necesita pensar en abstracciones, mientras que los demás animales sólo captan lo concreto. De allí pueden surgir las cavilaciones en torno a la razón de que existan seres distintos, cosas, cielos estrellados, la vida y la muerte, lo que lleva a enfrentarse al misterio de la creación y necesariamente produce un sentimiento de insignificancia al que sigue la deducción de que tras el gran misterio se encuentran fuerzas ocultas que podrían llamarse espíritus del universo. En este punto el instinto de conservación impulsa a pretender reincorporarse al todo universal mediante un acercamiento a los espíritus, lo cual constituye la esencia de la religión rudimentaria. Este proceso explica tal vez el hecho —perfectamente comprobado por los arqueólogos— de que el Hombre de Neanderthal hiciera tumbas o incinerara a sus difuntos, indicativo de que creían en la vida después de la muerte.

    Todavía no hay consenso entre los especialistas acerca de si el Hombre de Neanderthal realizó todos o una parte de los avances citados en los párrafos anteriores, pero nadie duda de que éstos eran patrimonio del Homo sapiens u hombre moderno, que desde hace 50 000 o 100 000 años se encontraba ya diseminado por África y todo el continente eurasiático.

    Heredero de la cultura de sus antecesores y dotado de un cerebro más desarrollado, el Homo sapiens aprendió a trabajar la obsidiana y producir cuchillos y puntas de lanza que hacían de él un cazador más eficaz y le facilitaban la tarea de destazar animales, tanto para comer la carne como para hacer agujas con los huesos e hilo con los tendones, algo que le permitía convertir las pieles en ropa o cobijas. También producía cuerdas anudando tiras de piel de animal, tejía redes para cazar y pescar y elaboraba cestería rudimentaria con tallos de yerba.

    Hace decenas de miles de años el Homo sapiens ya pintaba en sus cuevas unos hermosos dibujos de hombres y animales, tratando seguramente de glorificar o influir en el espíritu de los seres representados. (Estas magníficas obras fueron descubiertas por primera vez en las cuevas de Altamira, España.) La primitiva religión lo había impulsado a convertirse en artista y a descubrir los tintes necesarios para producir sus obras.

    Cómo se resucita el pasado

    Los antropólogos y sus colegas los arqueólogos han podido resucitar estas imágenes del pasado remoto gracias a que el hombre siempre deja una infinidad de huellas de su paso por un lugar: basura, ropa y muebles de desecho, instrumentos de trabajo rotos, restos de su comida, heces, sus huesos mismos. Cuando abandona el sitio, las huellas quedan esparcidas por el suelo. Tarde o temprano las cubre el polvo, y no es raro que en un plazo no muy largo desaparezcan bajo una capa de tierra o vegetación. Cuando otros hombres se instalan en el mismo lugar, normalmente ignoran lo que hay bajo sus pies, y en cambio, al abandonar el terreno, dejan sus propias huellas, las que vuelven a ser cubiertas por el polvo o la vegetación, y así sucesivamente.

    Inclusive las ciudades abandonadas llegan a desaparecer. Con el descuido y el paso del tiempo el techo de los edificios cae, y los escombros son cubiertos por el polvo o la vegetación, que en las tierras de régimen apropiado incluye grandes árboles. De este modo ciudades enteras adquieren el aspecto de montículos. En la ciudad de México el fenómeno es más evidente: por lo fangoso del terreno, los edificios pesados se hunden; así, los restos del palacio de Moctezuma y las ruinas de Tlatelolco quedaron varios metros bajo los edificios que rodean el zócalo o el piso del moderno conjunto habitacional que se construyó en los terrenos del segundo de los lugares citados.

    Al excavar en un sitio con varios niveles de ocupación, el arqueólogo puede observar el espectáculo del desarrollo humano. En los niveles inferiores aparecen los toscos utensilios de la edad de piedra, y a medida que asciende observará instrumentos cada vez más refinados, trozos de ropas y de muebles más variados y mejor hechos. Si, por ejemplo, encuentra un fragmento de tela, podrá razonablemente deducir que la cultura encontrada ya conocía la industria textil. El acabado tosco o fino del producto le indicará el grado de adelanto que había alcanzado; los dibujos estampados le revelarán los giros de la moda o el estilo característico de una región.

    Los entierros suelen ser otra magnífica fuente de datos. Al observar la configuración de la dentadura, los antropólogos físicos saben si su propietario era vegetariano o carnívoro. Los huesos de la cadera y de la base del cráneo indican si el muerto caminaba erguido o no. Un fragmento de cráneo permite calcular el tamaño del cerebro. Además, muchos pueblos antiguos acostumbraban enterrar junto a sus muertos ofrendas de cerámica, estatuillas, joyas y alimentos. El estudio de tales objetos suele aportar datos valiosísimos.

    También es útil estudiar un basurero de los que llegan a descubrirse en las excavaciones arqueológicas, pues el tipo de los desperdicios encontrados, su abundancia y otros detalles aportan un caudal de información. Inclusive las heces humanas son valiosas en la arqueología; al analizarlas, el especialista puede averiguar qué alimentos ingería quien las excretó.

    El polen se conserva durante periodos muy largos gracias a que su capa exterior está formada por los materiales más resistentes que se conocen en el mundo orgánico. A menudo, el polen aparece en gran cantidad al realizarse excavaciones arqueológicas. Analizándolo puede averiguarse la vegetación de una comarca en la época correspondiente, y como la vegetación es un reflejo del clima, los análisis aportan una idea clara del régimen climático prevaleciente en la época que se formó el polen.

    La ciencia atómica es otro auxiliar de los arqueólogos. Al nacer, todos los seres vivos absorben isótopos de carbono 14, materia que pierde la mitad de su energía radiactiva cada 5 730 años. Midiendo la carga de carbono radiactivo que queda en huesos o restos de plantas se puede saber su edad y, razonablemente, la de los artefactos inorgánicos —por ejemplo, objetos de barro— que aparecen asociados a ellos.

    Si un lingüista de otro planeta estudiara hoy día a los habitantes de la Tierra encontraría, al ocuparse de los hispanoparlantes, que el idioma español de la península tiene como base el latín y está muy influido en su primera época por el árabe y, en épocas recientes, por el francés y el inglés; de esto podría deducir que los españoles han tenido relaciones muy estrechas con pueblos que hablan tales idiomas.

    En el español de América encontraría asimismo gran cantidad de palabras de origen indígena, reveladoras de los contactos que han tenido los hispanoamericanos con pueblos aborígenes. Parecidas influencias se encuentran entre los diversos idiomas indígenas de América, y los datos que se obtienen de la comparación de las lenguas sirven para establecer los grados de relación que hubo entre una cultura y otra.

    Cada cultura tiene maneras peculiares de hacer sus cosas. Por ejemplo, la cerámica de un lugar suele ser diferente de la que se produce en otro. Si un arqueólogo del futuro encontrara cerámica del primer sitio en una excavación realizada en el segundo, podría deducir que hubo intercambio entre ambas comarcas.

    Apenas se puede exagerar la importancia que tiene la alfarería para el estudio arqueológico de las sociedades prehistóricas. Las ollas, cántaros, cazuelas y otros trastos se rompen fácilmente; sus tiestos o tepalcates no sirven para nada, son prácticamente indestructibles y se les deja regados como basura, por lo que frecuentemente aparecen en las excavaciones arqueológicas. Su análisis puede revelar el tipo de barro usado, las técnicas avanzadas o primitivas de cocción; si el artesano hacía las piezas a mano —como en América— o empleaba el torno del alfarero, como ocurría en el Viejo Mundo. En todos los tiempos ha habido malos artesanos que elaboran productos toscos o feos, pero si una pieza está bellamente pulimentada o decorada con exquisitez, se puede colegir que la sociedad que la produjo ya estaba bastante avanzada. Sobre todo, como los nómadas no pueden andar cargando con cazuelas y tinajas, ni es concebible que hayan sido capaces de elaborarlas, la presencia de cerámica demuestra que el pueblo fabricante se regía por un sistema de vida sedentario.

    En América

    Así se ha determinado que durante las glaciaciones el Homo sapiens se diseminó por Europa, Asia, África e inclusive Oceanía, y sólo hace unos 35 000 años comenzó a instalarse en el continente americano. (De sus antecesores en la escala evolutiva no se han hallado rastros en América, por lo que se supone que permanecieron recluidos en los otros continentes.)

    Durante el último periodo interglacial el nivel del mar bajó 60 metros y como consecuencia afloró un corredor terrestre que unía Siberia con Alaska por el Estrecho de Bering. El hielo cubría las tierras elevadas de Alaska, pero los terrenos bajos estaban relativamente despejados y en ellos vivían hombres y animales que se desplazaban en bandas de un continente a otro.

    Sus movimientos quedaban circunscritos a este corto territorio, pues al sur de Alaska los hielos cubrían nuevamente la tierra. Hace decenas de miles de años se produjo un derretimiento y quedó abierto un corredor que seguía las faldas de las montañas Rocosas; por allí penetraron las manadas de animales, y el hombre, que vivía de cazarlos y de recolectar plantas silvestres, se vio impulsado a emigrar tras su comida. En cierto momento el agua volvió a cubrir el corredor de Bering, y la comunicación se interrumpió, pero el hombre siguió avanzando hacia el sur: hace tal vez 20 000 años ya había llegado a territorio de México y hace unos 10 000 años alcanzó el extremo meridional de América del Sur. El trayecto es largo, pero si se toma en cuenta que se realizó en decenas de siglos no resulta particularmente fatigoso.

    Los descendientes de los hombres que llegaron a América desde Siberia muestran a menudo rasgos mongoles, aunque su tez sea cobriza y no amarilla; pero entre estos individuos existen también grandes diferencias físicas: el indio norteamericano es muy distinto al indígena del altiplano de México, y a su vez ambos son distintos, digamos, de los motilones colombianos. También hay indios de rasgos mongoles, de rasgos negroides y de rostros que sugieren ascendencia árabe o europea meridional. Hay indios gigantes, como los patagones, e indios pigmeos, como los de algunas tribus de Venezuela y Brasil.

    Parece improbable que todas estas diferencias se hayan producido en el tiempo relativamente corto que ha transcurrido desde que el hombre empezó a cruzar el Estrecho de Bering. La diferencia se explica en principio por el hecho de que en aquella remota época el Asia oriental estuvo habitada, además de por los mongoles lampiños de pómulos salientes, por individuos negroides de piel oscura y por gente de piel blanca y velluda. Las bandas de inmigrantes deben de haber estado formadas por individuos de todos estos tipos. Además, la inmigración procedente de Siberia tal vez no fue la única: algunos documentos sugieren que los navegantes chinos llegaron a la costa guerrerense 10 siglos antes que Colón, y en Ecuador fue descubierta una cerámica igual a la que se producía en Japón en un pasado remoto. Los lingüistas han encontrado semejanzas notables entre algunas palabras de dialectos sudamericanos y otras que pertenecen a ciertas lenguas de Oceanía, y ahora se tienen pruebas arqueológicas de que, antes de que llegaran los españoles, los vikingos formaban pequeñas colonias en el noreste de los actuales Estados Unidos.

    Tales contactos marítimos también podrían explicar la aparición de innumerables figurillas de barro y esculturas de individuos con rasgos chinescos, semíticos, negroides y caucásicos encontradas en excavaciones arqueológicas de México y otros países americanos. En general se puede decir que, si bien la rama mongol fue la más extendida y vigorosa, la llamada raza indígena es producto de la mezcla de individuos de orígenes muy diversos.

    El hecho de que los indígenas de América hablen cientos de idiomas distintos —aunque provenientes de unas cuantas familias lingüísticas— se explica tal vez por el aislamiento en que quedaban los grupos inmigrantes, factor que los impulsaba a desarrollar formas de expresión propias. En el caso del México central, donde existe una infinidad de valles y cuencas rodeados por montañas, el aislamiento se acentuaba y con ello se reforzaba el estímulo para la transformación de las lenguas.

    Este trabajo constituye una interpretación periodística de los estudios publicados por un sinfín de arqueólogos, antropólogos e historiadores antiguos y modernos. Mucho menos riguroso que el método científico, el periodístico deja amplio margen para especular en torno a cuestiones sobre las que los especialistas pueden diferir; el periodista sólo debe aprovechar las últimas investigaciones sobre un tema, viajar cuando sea posible a los lugares que se describen y hacer la aclaración de que lo asentado por él está sujeto a ser modificado por los descubrimientos que hagan en el futuro los expertos en la materia. Como ventaja principal, el método periodístico tiene la de permitir el empleo de recursos literarios que suelen hacer la lectura menos tediosa que los textos usualmente áridos de los académicos.

    II. De la cueva a la aldehuela

    No se sabe qué idioma hablaban los primeros individuos que llegaron a lo que hoy es la República mexicana, ni qué nombre daban a su grupo, ni si se organizaban en clanes o en tribus. Es absurdo —como hacen algunos dibujantes de historietas— relacionar al hombre primitivo con los dinosaurios, los cuales se extinguieron millones de años antes de que aparecieran los homínidos; pero los primeros hombres que llegaron al actual México sí encontraron animales antediluvianos que se habían extinguido en el Viejo Mundo, como el mamut y el mastodonte, y otros como el oso, el caballo y el camello primitivos, además de un armadillo gigantesco llamado glyptodonte. Así lo ha demostrado el hallazgo de restos óseos.

    Tal vez algunos valientes se atrevieron a cazar un mamut valiéndose de maniobras como la ideada por los pigmeos africanos, que desde los árboles se descuelgan en gran número sobre el lomo de un elefante y lo matan a lanzadas y mazazos, indiferentes al hecho de que por cada presa que obtienen un elevado número de pigmeos pierde la vida. O tal vez acosaban al gigantesco animal para hacerlo caer en un pantano donde quedaba inmóvil y podían matarlo impunemente. También es posible que lo hicieran caer a barrancos con el fondo erizado de estacas filosas en las cuales se ensartaba.

    Pero está demostrada la falsedad de las versiones circulantes acerca del en un tiempo famoso Hombre de Tepexpan —el cual resultó ser mujer cuando se analizaron sus restos—, de quien se dijo que vivía de cazar mamutes.

    Quizá la mayoría de los que llegaron a comer carne de estos animales se limitaba a aprovechar el cuerpo de algún ejemplar muerto por vejez o enfermedad. Hay indicios de que cazaban caballos primitivos y bisontes, aunque la mayor parte de su dieta habitual de carne consistía en venados y animales pequeños como liebres, tortugas, pájaros, tlacuaches, ratas y culebras. Sobre todo comían plantas silvestres, entre las cuales destacaban el nopal, la tuna, los quelites, etc. De todos modos, las grandes bestias antediluvianas se extinguieron hace 10 000 años por causas aún desconocidas.

    Las investigaciones arqueológicas realizadas en 1960 en el valle de Tehuacán (región semidesértica que abarca la parte sur del estado de Puebla y la faja septentrional de Oaxaca) aportaron muchos datos acerca del sinuoso camino que recorrieron los primitivos inmigrantes para forjar las civilizaciones prehispánicas.

    Hace aproximadamente 12 000 años merodeaban por el valle de Tehuacán unas cuantas decenas de nómadas cazadores y recolectores de plantas silvestres. Utilizaban trampas para cazar y tenían cuchillos, puntas de proyectil y raederas toscamente talladas; en otras palabras, su tecnología seguía siendo casi la misma que trajeron desde Siberia.

    Aunque entonces el clima de la comarca era más frío y húmedo que en la actualidad, el pastizal de mezquites y nopaleras constituía, como ahora, la vegetación predominante. Los hombres habitaban en cuevas o en campamentos establecidos a campo raso. Cambiaban de residencia según las necesidades estacionales, buscando siempre los sitios donde hubiera agua y alimento. Se ignora si andaban vestidos o desnudos; no se han encontrado restos de ropas.

    En el periodo que va de 6800 a 5000 a. C. la población del valle de Tehuacán aumentó hasta contar con un promedio de 15 bandas formadas por cuatro u ocho individuos cada una. Seguían siendo nómadas, pero en la primavera y durante la temporada de lluvias armaban cobertizos de varas y ramazón o se instalaban en cuevas donde acampaban varias familias que hacían vida comunal.

    En sociedades de este tipo nunca falta el brujo que invoca a los espíritus para que proporcionen comida en abundancia o alivien a los enfermos. Suele ataviarse con pieles, cuernos u osamentas de animal, y usualmente aparenta hablar un lenguaje esotérico. Participa en la cacería y recolección de frutos silvestres como cualquier otro de sus congéneres; no es un especialista de tiempo completo en asuntos religiosos, aunque la prestación esporádica de servicios rituales le da prestigio en la comunidad. Estimula las cavilaciones en torno a lo misterioso, y tal vez esto haya tenido relación con dos entierros encontrados en el valle de Tehuacán. En el primero aparecieron dos esqueletos de niño, uno incinerado ceremonialmente (como lo sugiere una hoguera) y el otro con el cerebro extraído y la cabeza separada del cuerpo, tostada y colocada en una canasta que descansaba sobre el tórax. El segundo entierro consta de tres individuos: un hombre adulto, una adolescente y un niño de meses; parece que el hombre fue incinerado intencionalmente, y tanto la muchacha como el niño tenían la cabeza deformada, quizá a propósito.

    ¿Se trata de sacrificios humanos? Aparentemente sí, aunque algunos especialistas lo dudan. En todo caso, los cuerpos aparecieron envueltos en mantas y redes, junto a canastos hábilmente tejidos. Esto indica que la tecnología del valle de Tehuacán había progresado; de esa época proceden diversos trabajos en madera. Los hombres conocen la técnica de pulir la piedra y fabrican un artefacto para moler, antecesor del metate. Probablemente también tejían petates.

    Sobre todo, en esa época se establecieron las primeras bases de un descubrimiento trascendental: la agricultura, actividad mediante la que el hombre abandona la vida nómada, adopta la sedentaria y deja de ser un parásito de la naturaleza al convertirse en agente activo para hacerla producir.

    Con la agricultura la experiencia humana se enriquece porque el hecho de disponer de cosechas relativamente seguras deja al hombre tiempo libre para idear modos de vida mejores, y la necesidad de lograr que las siembras sean más productivas lo induce a inventar utensilios nuevos o perfeccionar los que ya tiene. La agricultura incrementa la cantidad de alimentos disponibles en una comarca y hace posible el crecimiento demográfico.

    No se sabe cómo se descubre la agricultura. Tal vez alguien observa primero que una planta crece mejor cuando se retiran las hierbas parásitas que crecen en su entorno. Antes o después alguien se da cuenta de que al dejar caer al suelo una semilla nace una planta, y alguien más descubre que la humedad adecuada mejora el rendimiento de los cultivos. Es probable que cada descubrimiento se realice en varios sitios a la vez, y que finalmente la suma de conocimientos se difunda en una comarca amplia. De cualquier manera, en las capas de terreno correspondientes a los años 5000 a 4000 a. C. ya aparecen en el valle de Tehuacán semillas de aguacate, de chile y de una variedad de calabaza que los científicos llaman Cucurbita mixta , que según algunos arqueólogos proviene de plantas cultivadas y no silvestres.

    Pero se necesitaba un cultivo que pudiera servir de base a la alimentación. En el valle de Tehuacán, como en otras partes de América, crecía una hierba silvestre con un esbozo de mazorca de dos a tres centímetros de largo, que la gente recolectaba para comer: el maíz. El grano cultivado se distingue del silvestre en que no puede reproducirse sin intervención humana, porque las hojas que cubren la mazorca impiden la germinación de las semillas; se necesita que alguien las siembre, pues si una mazorca cae al suelo por sí sola, los granos quedan atrapados por las hojas y no fructifican. Hacia el año 3000 a. C. los habitantes del valle de Tehuacán ya consumían maíz cultivado, como se aprecia por las mazorcas encontradas en las excavaciones arqueológicas.

    Después de siglos de cosechas, de cruzamientos accidentales y de progresos en la técnica agrícola, el tamaño de la mazorca creció notablemente, así como el rendimiento por planta. Gracias a esto los pobladores del valle de Tehuacán pudieron incrementar su dieta de plantas cultivadas, que para el año 2500 a. C. representaban 30% del total consumido, según lo demostró el análisis de excrementos. La cifra parece muy reducida, pero en el caso del hombre primitivo podía significar la diferencia entre la vida y la muerte.

    La agricultura demanda que los hombres pasen gran parte del año cerca de los campos de cultivo, para atenderlos. Esto lleva al establecimiento de viviendas permanentes y determina la formación de pequeñas aldeas. Por el año 2500 a. C., fecha en que se inicia el periodo que los arqueólogos llaman Preclásico Temprano, ya había aldeas fijas en el valle de Tehuacán. Quedaban cerca de las terrazas de los ríos y constaban de cinco a 10 casas semisubterráneas. Aún no se había inventado el adobe; se cavaba una fosa de tamaño adecuado (a cuyo piso se accedía por una rampa), se le añadían muros de carrizo o varas y finalmente se le ponía techo inclinado de ramas.

    Los hombres seguían saliendo en busca de frutos silvestres y animales de caza, pero siempre regresaban a sus aldeas, donde se estrechaban los lazos de convivencia, se intensificaba el intercambio de conocimientos al imitarse los grupos unos a otros, y el desarrollo cultural se aceleraba.

    Primero se cultivaron más plantas, entre ellas el nutritivo frijol. Fue necesario crear utensilios para el trabajo agrícola —coas, azadones primitivos, etc.— y las cosechas se guardaban en cestas cada vez más grandes y más finamente trabajadas.

    El paso siguiente fue el surgimiento de la alfarería, quizá derivado de la necesidad de contar con recipientes para almacenar agua y semillas. Tal vez alguien observó que al embadurnar de barro las cestas era posible almacenar líquidos; después, uno de estos recipientes quedó cerca del fuego, el barro se coció y lo demás fue fácil. Como quiera que haya sido, hacia el año 2000 a. C. los pobladores del valle de Tehuacán empleaban ya cerámica muy tosca: vasijas de varias formas y una que otra figurilla de rasgos humanos o animales. Luego los utensilios de barro tuvieron mayor uso que los de piedra.

    Las ollas y las vasijas hicieron posible el enriquecimiento de la dieta con alimentos cocidos y no sólo asados, como tenían que ser antes. Esto permitió la creación de antojitos como el tamal. Con el tiempo y la invención de los comales de barro vendría la tortilla. También se empezaron a fabricar telas de algodón y de fibras de yuca o maguey. Por el año 1200 a. C., cuando termina el Preclásico Temprano, el valle de Tehuacán sustentaba una población 40 veces mayor que la de 1 300 años antes.

    Si la historia pudiera comprimirse en un solo día, el Dryopithecus andaría merodeando por las selvas africanas en los primeros instantes de la jornada; hacia las 21:30 horas el Homo habilis estaría en África fabricando sus hachas de mano; el Homo sapiens nacería a las 23:53 horas, a las 23:56 cruzaría el estrecho de Bering para llegar a América y los habitantes del valle de Tehuacán empezarían a cultivar el maíz en los últimos segundos de la jornada. Después, como un relámpago, vendría el surgimiento de las grandes civilizaciones, la conquista española de América y los viajes espaciales.

    Mientras tanto,

    en el resto del mundo

    Después de que desapareció la comunicación terrestre por el Estrecho de Bering, los hombres de todo el mundo llevaron la misma vida azarosa que sufren los nómadas cazadores y recolectores de yerbas silvestres. El gran cambio se inició en tierras del Oriente medio, donde advirtieron lo cómodo que resulta reunir manadas de animales para aprovecharlos cuando se necesita, en vez de andarlos cazando por el bosque o el campo, y hacia el 10000 a. C. ya tenían rebaños de cabras que, con sólo dejarlas comer yerbas silvestres, proporcionaban al hombre leche, mantequilla y queso, además de carne y la piel.

    Pronto vino el descubrimiento de la agricultura —se cultivaba trigo y centeno— y el de la alfarería primitiva. Por el año 8000 a. C. ya funcionaba en el valle del Jordán una población, Jericó, cuyas casas cubrían una superficie de cuatro hectáreas. Hacia el 6000 a. C. el pueblo de Chatal Hoyuk, ubicado en la Turquía actual, ya tenía casas bastante cómodas, decoradas con pinturas murales y agrupadas en manzanas que abarcaban 13 hectáreas.

    En otros sitios del Oriente medio la agricultura también había impulsado a mucha gente a adoptar la vida sedentaria. Los individuos que se presentaban como interlocutores de los espíritus tomaron a su cargo lo que podría llamarse la dirección política y religiosa de sus paisanos; estos hombres llegaban a codiciar los bienes de las aldeas vecinas y para apropiárselos dieron con el recurso de formar ejércitos rudimentarios y lanzarlos a la guerra, según se infiere de los hallazgos arqueológicos.

    Algunos entierros indican que también celebraban sacrificios humanos, sin duda para apaciguar a los espíritus y de paso para afianzar por el terror el dominio sobre su grey.

    La domesticación de vacas y toros silvestres proporcionó por esos años una nueva forma de abastecimiento de carne. (En América sólo serían domesticados el guajolote, en México, y en Perú la llama. Los perros comestibles que había en México eran descendientes, según parece, de ejemplares traídos de Asia, donde se había domesticado el lobo —antecesor de todos los perros— hacia el año 12000 a. C.)

    Por el año 5000 a. C. llegaron a Mesopotamia —el fértil valle que forman los ríos Tigris y Éufrates— unos individuos de origen desconocido: los sumerios, como ahora se designa al pueblo que echó los primeros cimientos de la civilización. Los sumerios adoptaron y perfeccionaron los conocimientos desarrollados por los primitivos habitantes de la comarca y hacia el año 4000 a. C. ya habían fundado Ur, la primera ciudad en toda forma que hubo en el mundo.

    Los sumerios eran gobernados por reyes-sacerdotes con poder suficiente para obligar a sus súbditos a trabajar en la construcción de grandes obras públicas. Mejoraron los sistemas de riego del valle, inventaron el arado primitivo y así obtuvieron cada vez más alimentos. Descubrieron los fundamentos de la metalurgia al desarrollar sistemas para fundir minerales de cobre y hacia el año 3000 a. C. ya mezclaban ese metal con estaño para producir el más duro bronce.

    Por las mismas fechas los sumerios inventaron los remos, que les permitían navegar contra la corriente en sus lanchones. Alguien descubrió la rueda y la manera de usarla en primitivas carretas tiradas por bueyes —aún no se domesticaba el caballo—, lo que llevó a construir caminos para que circularan los vehículos. Sobre todo, los sumerios inventaron la escritura, quizá para llevar mejor las cuentas de las cosechas que almacenaban y de los tributos que debían pagar los vasallos. A esta escritura se le llama cuneiforme porque se grababa en placas de arcilla con un punzón que dejaba unas señales en forma de cuña.

    Ur era una ciudad-Estado; sus reyes-sacerdotes sólo dominaban el área urbana y los campos agrícolas circundantes. El paso siguiente en el desarrollo político, o sea organizar una nación —un conjunto de ciudades y pueblos de similar cultura y lengua y gobernados desde una ciudad capital o centro administrativo—, sería obra de los egipcios, quienes hacia el año 3000 a. C. ya habían unificado a las magníficas ciudades que funcionaban a lo largo del Nilo, las que pasaron a ser gobernadas por un faraón, al que se consideraba como deidad viviente y no sólo un representante de Dios en la Tierra, como los reyes-sacerdotes.

    Los faraones construyeron lujosísimos palacios para vivir en sus dominios y, para el momento en que se reintegraran a la eternidad, mandaron hacer tumbas monumentales, las famosas pirámides, de las cuales la mayor, la de Keops, tiene una altura de 147 metros y una base de 230 metros por lado. La forman 100 000 bloques de piedra que pesan aproximadamente dos toneladas y media cada uno. Los egipcios también inventaron un calendario y desarrollaron su propio sistema de escritura.

    En Mesopotamia, Ur había perdido importancia en favor de Uruk, que rivalizaba con Menfis, la principal ciudad egipcia. El territorio mesopotámico entró en un febril periodo de construcción de zigurats, o sea templos, que aparentemente estaban inspirados en las pirámides egipcias aunque eran menos grandes y sus cuerpos disminuían en tamaño a medida que se avanzaba hacia la cúspide. Estaban hechos de adobe recubierto con ladrillo cocido y se les dotaba de majestuosas escalinatas. Como las pirámides mesoamericanas, los zigurats servían de basamento para un templo que se instalaba en el nivel más elevado.

    En el cementerio real de Ur se localizaron muchas tumbas con esqueletos de sacrificados: en una de ellas aparecieron los restos de un alto personaje junto con los 74 individuos que debían servirle de acompañantes en el viaje al más allá. Todo esto quedó cubierto por las aguas, pues hacia el año 2800 a. C. se desbordaron el Tigris y el Éufrates y la inundación cubrió toda Mesopotamia hasta una altura de ocho metros. Tal vez en ese drama se basa la difundida leyenda del diluvio universal.

    Los sumerios jamás lograron reponerse cabalmente de la catástrofe. Hacia el año 2340 a. C. —poco después de la iniciación del Preclásico Temprano— los acadios, un pueblo de origen semita, terminaron de apoderarse de todo Sumeria y extendieron sus dominios hasta el mar Mediterráneo, el Caspio y el golfo Pérsico. Sus soldados usaban arco y flechas, el gran invento de la época que les permitía atacar a distancia y hacer huir a los sumerios y a otros hombres que sólo conocían la lucha cuerpo a cuerpo con lanzas.

    Los acadios llegaron a dominar muchos pueblos de distintas culturas y lenguas, por lo cual se les considera creadores del primer imperio que registra la historia. La hazaña les costó caro: los sometidos se rebelaban a menudo y no tardaron mucho en adoptar el arco y la flecha; los imperialistas quedaron exhaustos al consumir todos sus recursos para sofocar las sublevaciones y hacia el año 2000 a. C. ya se había desvanecido hasta el recuerdo de sus hazañas.

    Por el año 1800 a. C. los amorreos (un pueblo semita) ocuparon la ciudad acadia de Babel o Babilonia, la de los jardines colgantes que fueron clasificados entre las maravillas del mundo antiguo. Uno de sus reyes, Hammurabi, hizo grabar en piedra el código de leyes más antiguo que se conoce, lo cual constituyó el primer paso para ir forjando el orden jurídico que rige en las sociedades civilizadas.

    Hacia las mismas fechas Asia Menor fue invadida por tribus de habla indoeuropea procedentes de Asia central, a las cuales se conoce por el nombre de hititas. Habían domesticado el caballo y construían plataformas rodantes sobre las que viajaban el conductor y un guerrero armado con arco y flecha. Al ver acercarse una nube de tales vehículos, los defensores de las plazas atacadas se ponían en fuga. Los hititas acabaron conquistando Asia Menor, Mesopotamia y el norte de Egipto. Durante siglo y medio dominaron la parte septentrional del valle del Nilo; adoptaron la cultura egipcia, la más avanzada de la época, pero en el año 1570 a. C. fueron expulsados por los egipcios del sur.

    Desde el año 4000 a. C. hubo ciudades-Estado en tierras del actual Pakistán; la principal de ellas, Mohenjo Daro, fue conquistada hacia el año 1500 a. C. por tribus de habla indoeuropea a las que se conoce por el nombre de arios, mismos que terminaron adueñándose de la parte norte del subcontinente indo. Por las mismas fechas, en las deslumbrantes urbes chinas se inició la Edad de Bronce. En Perú habían surgido sociedades con desarrollo similar al del valle de Tehuacán. Algunos lugares de Europa comenzaban a salir de la barbarie.

    III. De la choza a la pirámide

    El Preclásico Medio es el periodo comprendido entre los años 1200 y 400 a. C. Al iniciarse este lapso, todos los grupos humanos que residían en el territorio de la actual República mexicana mostraban un grado de desarrollo equiparable o ligeramente inferior al de sus contemporáneos del valle de Tehuacán. Posteriormente, en las tierras del centro y el sur del país que los arqueólogos llaman Mesoamérica, se registraron los avances que conducirían al surgimiento de las civilizaciones.

    En el llamado valle de México —en realidad se trata de una cuenca, pues carece de salida natural para las aguas, como sí la tienen los valles auténticos— fue donde los arqueólogos empezaron a estudiar este periodo. Por eso, porque el valle de México es representativo de lo que ocurría en la mayor parte del área cultural y porque llegó a servir de asiento a los grupos rectores de la época posterior —más que por la importancia excepcional que haya tenido esa región durante el Preclásico Medio, que no la tuvo— es por lo que se le dedica este capítulo.

    Nómadas cazadores empezaron a ocupar el valle de México varios milenios antes de que se iniciara la era cristiana, y hacia el año 1500 a. C. ya habían establecido aldehuelas de 100 o 200 agricultores en El Arbolillo y Zacatenco, cuyas huellas arqueológicas se localizan cerca de la actual Villa de Guadalupe, y en Tlatilco, paraje ubicado en las cercanías de Tacuba.

    No se han encontrado restos de las primeras habitaciones, pero como en el rumbo escasean las cuevas y los refugios naturales, se cree que la gente vivía en chozas semisubterráneas.

    El paisaje del valle era muy distinto del actual. Las partes bajas estaban cubiertas por un lago que en sus épocas de mayor caudal medía más de 75 kilómetros de largo por 35 de ancho, y que cubría una superficie de casi 3 000 kilómetros cuadrados. Por el norte llegaba a las estribaciones de la sierra de Pachuca y por el sur hasta las modernas poblaciones de Xochimilco y Chalco; por el oriente se extendía a las proximidades de Teotihuacán y Texcoco, y por el poniente hasta Azcapotzalco y los alrededores de Tlalnepantla. Gran parte de la actual ciudad de México se levanta en terrenos que estuvieron bajo las aguas y hoy son cerros algunas prominencias que en su tiempo fueron islotes: el de la Estrella, el peñón de los Baños, el peñón del Marqués, etcétera.

    El valle de México ofrecía hasta hace poco paisajes que entusiasmaban a los poetas, y cuando se fundaron El Arbolillo, Tlatilco y Zacatenco, su belleza era indudablemente mayor. Las orillas del lago estaban cubiertas de lirios, juncos, carrizos y gran variedad de yerbas acuáticas, y a medida que se ascendía por las montañas aparecían las cactáceas, los encinos, los ahuehuetes, los pinos y los juníperos, formando bosques tupidísimos.

    Gran número de riachuelos vertían sus aguas al lago: Hondo, Tlalnepantla, Cuauhtitlán, Tacubaya, Teotihuacán, etc. Como guardianes, el valle tenía las cumbres nevadas del Popocatépetl y el Ixtaccíhuatl, el primero de los cuales solía producir de vez en cuando fumarolas y pavorosos pero inofensivos ruidos subterráneos.

    Los habitantes de los primitivos caseríos andaban desnudos. Esto puede haberse debido a que el clima templado del valle les permitía prescindir de la ropa, o bien puede indicar que su penuria era tan grande que no alcanzaban a vestirse. Nunca se han encontrado restos de vestidos ni pieles que pudieran haber abrigado a los habitantes del valle de México en esa época.

    La suposición de que no usaban ropa se confirma con las innumerables figurillas que produjeron los alfareros de principios del periodo, que casi siempre representan mujeres desnudas de cara amable, senos pequeños, brazos cortos, piernas gruesas y caderas amplísimas que pueden haber encarnado el ideal voluptuoso de aquellos tiempos, o quizá denotan esteatopigia, el fenómeno biológico que se caracteriza por la acumulación de tejido adiposo en la región glútea, que hoy día se observa de manera especial entre algunas mujeres africanas.

    Es indudable que los alfareros representaban lo que veían, de modo que las figurillas son como retratos de la gente de su época. Por ellas se sabe que las mujeres del valle de México usaban brazaletes, collares, orejeras y narigueras que debieron de haber sido de barro. Se cubrían los pies con sandalias probablemente hechas con fibras de maguey.

    Se adornaban el cuerpo y la cara pintarrajeándose dibujos de variada forma. Usaban peinados complicadísimos; algunas damas preferían rasurarse parte del cabello y hacerse largas trenzas con el restante, mientras otras se dejaban crecer melenas que decoraban con guirnaldas de hojas silvestres o borlas. Otras más se teñían el cabello de rojo; la técnica del caso se conservó hasta años recientes, y consiste en decolorar el cabello con cal y después teñirlo con semillas de achiote.

    Hay millares y millares de estas figurillas no sólo en el valle de México sino también en comunidades como Chupícuaro, Guanajuato, y El Opeño, Michoacán, lo que a primera vista denota una obsesión por representar a la mujer. ¿A qué se debía tal obsesión? Las teorías abundan. Algunos ven en el asunto un claro indicio de matriarcado; la mujer tenía la mayor importancia en la sociedad, y por eso era la única representada. Para otros las figurillas son símbolos de la fertilidad que se enterraban para que el campo rindiera más; todavía otros creen que personifican la figura del maíz o servían de acompañantes a los difuntos, y no falta quienes piensan que sólo reflejan la alegría de crear y la admiración que los hombres sentían por el cuerpo femenino. (Esto último es rechazado por quienes opinan que los alfareros del periodo fueron siempre mujeres.)

    Es difícil que las figurillas representen a una diosa, ya que no hay dos iguales. En cambio, es probable que estuvieran relacionadas con un culto a los muertos, pues habitualmente se les encuentra asociadas a los entierros.

    Además de ser el mejor documento de que se dispone para hacer conjeturas sobre la vida cotidiana de aquellos tiempos, las figurillas revelan mucho acerca de las técnicas. Las de la primera época estaban modeladas a mano, en masas sólidas y con sus detalles dados a base de pellizcos. También las vasijas y los cántaros contemporáneos eran de fabricación muy burda, lo cual demuestra el poco refinamiento de los alfareros.

    La gente era ya muy parecida a los indígenas de nuestros días, según reveló el estudio de sus esqueletos: delgados, de cabello lacio, nariz recta y boca de labios finos. Los hombres tenían una estatura promedio de 1.63 metros y las mujeres de 1.53.

    Al principio las labores agrícolas debieron llevarse a cabo exclusivamente en tierras de aluvión contiguas a los lagos y ríos, pues hay pocas evidencias de hachas u otros instrumentos que permitieran el desmonte de terrenos boscosos. El lago proporcionaba además una gran parte del sustento, y en sus orillas la gente atrapaba tortugas, patos y otras aves acuáticas; ranas, ajolotes y una especie de camarón de agua dulce, el acocil, así como un alga muy nutritiva, la espirulina. En los bosques cazaban jabalíes, venados, tlacuaches, tuzas, tejones y otros animales, y recogían muchas yerbas y frutas silvestres que machacaban en sus piedras de moler —esto es, metates sin patas— y en sus molcajetes.

    En sociedades de este tipo lo común es que la fuerza de trabajo esté constituida por hombres, mujeres y niños, sin excepción ni privilegio. Todos los brazos útiles son indispensables para producir los materiales de existencia y subsistencia. Sin duda la mujer intervenía al lado de los varones en las faenas agrícolas. Y debía atender, igualmente, las tareas de la choza, el cuidado de los hijos y la preparación de la comida, para unirse a los hombres en sus ratos libres y ayudarles a modelar en barro ollas, cántaros, platos y cucharas, jarros, cazuelas y estatuillas, si es que efectivamente no era la única alfarera.

    Apenas cabría dudar de que la mujer también participaba en la recolección de plantas silvestres: buscaba raíces y tubérculos, recogía tunas y nopales, sabía dónde encontrar miel para endulzar los alimentos; cazaba insectos; conocía los lugares donde anidaban las aves y hurtaba sus huevos, sabía distinguir las yerbas comestibles de las dañinas y recoger el aguamiel del corazón del maguey. También recogía leña, fibras vegetales, carrizos, paja y tule para los usos domésticos. Hacía las tortillas —que se conocían desde principios del periodo, según indica la presencia de trozos de comal en los hallazgos arqueológicos— y el atole, sustituto de la leche en aquellos pueblos que no conocieron la vaca ni la cabra. Estas circunstancias parecen reforzar la teoría de que la mujer tenía un rango igual al del hombre, si no es que superior.

    Aparentemente las relaciones entre las primitivas comunidades fueron amistosas; no hay indicios de riñas en gran escala ni de guerras, y las armas usuales —lanzas y atlatl o lanzadardos— se prestan más para la caza que para fines bélicos. (El atlatl es un simple palo largo y ahuecado en el que se aloja un dardo con punta de obsidiana; remata en un tarugo contra el cual se apoya el proyectil para impulsarlo con mayor fuerza que si se lanzara a brazo limpio.) Sin embargo, todos los conglomerados humanos han tenido siempre sus individuos agresivos; cerca de las primitivas aldeas han aparecido entierros de cabezas sueltas, que bien pudieron ser trofeos de guerra o restos de sacrificados.

    El ceramista y el fabricante de utensilios era simultáneamente cazador, agricultor y pescador. Faltaba el artesano especializado, con tiempo suficiente para perfeccionarse en una labor determinada. Sin embargo, eran capaces de fabricar piedras de moler, molcajetes y raspadores de piedra, cuchillos y puntas de proyectil de obsidiana, punzones de hueso, dardos y probablemente canastas, lazos, redes y otros utensilios de material perecedero.

    La vida era dura y breve, como parece indicarlo el hecho de que abundan los esqueletos de niños y adolescentes, y en cambio son escasísimos los huesos de individuos mayores de 50 años.

    Los habitantes de las primitivas aldehuelas no conocieron la tumba ni los cementerios. Los deudos del muerto solían abrir un agujero en los campos de cultivo, cerca del hogar de luto o aun bajo el piso donde dormirían los vivos y allí depositaban los restos, sin orientación fija ni posición precisa: boca abajo, boca arriba, con las piernas tensas o las rodillas flexionadas sobre el pecho y envueltos en petates que, seguramente, igual servían de cama que de mortaja.

    A falta de dioses tuvieron un culto a la muerte, como parecen sugerirlo las ofrendas que depositaban en todos los entierros: alimentos para que el difunto realizara el viaje al más allá y algunas figurillas de barro. En casos especiales rociaban el cadáver con tinta ocre o roja, el color de la muerte entre los pueblos prehispánicos.

    Hacia el año 1000 a. C. continuaban funcionando las aldeas originales de El Arbolillo, Tlatilco y Zacatenco, pero ya no eran las únicas; nuevos vecinos se habían instalado a orillas del lago y habitaban en otras comunidades: Atoto, Coatepec, Xalostoc, Lomas de Becerra, Copilco, Azcapotzalco, Tetelpan y Tlapacoya. Por entonces la población del valle ascendía ya a 4 000 o 5 000 personas.

    Los conocimientos tecnológicos se habían enriquecido. Los agricultores adoptaron el sistema de roza para el desmonte, lo que permitió extender el área de los cultivos e hizo posible el establecimiento de aldeas de mayor tamaño. Los instrumentos de trabajo de la época parecen fabricados con más esmero y mejor material, nativo mucho, de importación otro. Traficantes de espíritu aventurero habían abierto brechas y comerciaban con otros pueblos de los valles vecinos, de la costa del golfo de México y de la del Pacífico.

    Al parecer los pueblos del valle exportaban materias primas como la obsidiana y algunos artículos manufacturados: loza, cerámica funeraria y figurillas de barro, y obtenían a cambio diversos artículos entre los que destaca el algodón, que, con la fibra del maguey, sirvió para hacer las primeras telas. Algunas mujeres siguieron desnudas, pero otras —según se aprecia en las figurillas— comenzaron a vestir faldas y enaguas de tamaño reducido. Las figurillas de la época —que ya representan también personajes del sexo masculino— muestran individuos con grandes cascos, túnicas de piel, mantas, adornos y una especie de chaquetillas.

    Transcurrieron los siglos. Comerciantes iban y comerciantes venían mientras el lago era surcado por canoas y balsas de ramazón y madera, en las que se realizaba el comercio interlacustre.

    Mejor alimentación, mayor conocimiento de la medicina herbolaria, más atención sanitaria alargaron la vida media de los hombres. Los cementerios —en esa época ya formaban lugar aparte— contienen menor proporción de esqueletos de niños y más huesos de ancianos. Aparecen los entierros de hombre y mujer. También hay entierros dobles de mujer y mujer; una de ellas lleva rica ofrenda; la otra, ninguna. Se trata tal vez de una dama influyente a la que se ofreció en sacrificio, como compañera, a su sirvienta o esclava. En la ofrenda de otra señora de Tlatilco hay cráneos de niños.

    También hay osarios donde fueron enterrados cráneos aislados, y se ha descubierto una sepultura en la que aparece un esqueleto desmembrado; hacia la parte del cráneo se encuentran los huesos de las manos y de los pies, sin relación anatómica. En Tlatilco se encontró un cráneo con un corte que hace suponer que se practicaba la trepanación cerebral, sin duda con resultados desastrosos para el paciente. Algunos arqueólogos, basándose en comparaciones con otras sociedades de características similares, han aventurado la suposición de que también se practicaba el canibalismo ritual o endocanibalismo, en que los vivos intentan incorporarse la potencia vital del fallecido inspirando su última exhalación o comiendo alguna parte del cadáver.

    El gran cambio

    Entre los años 800 y 600 a. C. llegaron al valle de México, procedentes de la costa oriental algunos hombres a los que se conoce con el nombre de olmecas. No se sabe si eran misioneros, comerciantes, guerreros o gente que buscaba simplemente una nueva morada. Es posible también que hayan sido artesanos de ronda o sea individuos que venían de la zona olmeca y se establecían en alguna aldea para fabricar sus productos, y cuando se saturaba el mercado, continuaban su viaje a otros pueblos que requirieran sus servicios. El hecho es que su presencia revolucionó la tecnología del valle.

    Los olmecas se establecieron en Tlatilco, y a su llegada algunos de los viejos tlatilquenses trasladaron sus chozas y sus milpas a la vecina loma de Atoto. Pueden haber sido lanzados de sus tierras o quizá simplemente chocaron con el nuevo estilo de los inmigrantes y prefirieron continuar, aislados, la tradición de sus mayores. En Atoto la situación siguió igual que en el pasado, impermeable su gente a las nuevas costumbres y estilos. El Arbolillo y Zacatenco, las otras dos aldeas originales, se encerraron también en el antiguo modo de vida.

    En cambio, bajo el impacto olmeca, Tlatilco realizó notables progresos. Además de la obsidiana, que se trabajaba desde épocas muy remotas, comenzaron a tallarse en el pueblo la serpentina y el jade. La alfarería reflejó los cambios de manera muy particular. Para comenzar, ya no se elaboraron las figurillas sólidas, sino otras huecas de factura más fina, más expresivas y mejor trabajadas.

    Los primitivos cacharros de cocina del valle, de forma inspirada tal vez en la del guaje, eran de base redondeada. Los olmecas introdujeron los vasos, los botellones y los tecomates de fondo plano, así como una gran cantidad de hermosos recipientes con forma de pez y otros animales, y elegantes jarras y jarrones, entre ellos uno que tiene la forma de un extraño cuadrúpedo con máscara humana, cuyas orejas silban cuando el líquido sale por el tubo que forma la cola.

    También introdujeron la cerámica negra gruesa con motivos excavados; negra con bordes o manchas blancas; gris, naranja y otras, mientras que en épocas anteriores la decoración era muy pobre. El arte de pintarse el cuerpo avanzó al ser introducidos los sellos de barro con adornos como grecas, triángulos, barritas, espirales y aun huellas de pie humano, que las damas estampaban en vivos colores sobre los senos, el vientre y el rostro. Las figurillas de barro muestran una fusión de los estilos antiguo y olmeca. Aparecieron también caritas de niños y estatuillas de hombres robustos y de cabeza deformada, talladas en serpentina, obsidiana y jadeíta. Se ignora si eran hechas en Tlatilco o se importaban.

    Los inmigrantes trajeron orejeras, narigueras, collares, ajorcas y brazaletes tallados en piedras semipreciosas; los adornos de concha y hueso y los espejos de hematita, que tal vez algún individuo usó para evitarse la molestia de ir a la vasija, al lago o al río para verse en las aguas.

    En Tlatilco adoraban la figura de una serpiente de agua cuyo culto parece vinculado a la agricultura. Los olmecas le añadieron los atributos del jaguar y le pusieron garras en lugar de cola. Esta deidad es importante sobre todo porque indica que los pobladores del valle de México empezaban a abandonar el animismo de sus ancestros y comenzaban a pasar a una etapa cultural superior, en la que los dioses comienzan a individualizarse.

    Hacia el año 600 a. C. el valle de México ya tenía una población de varias decenas de miles de habitantes. Las primitivas comunidades habían crecido, tanto por la multiplicación natural de los pobladores originales como por la inmigración. Además de los olmecas de Tlatilco, llegaron al valle otros grupos procedentes del área de Chupícuaro y El Opeño, siguiendo tal vez el curso del río Lerma, y se establecieron en Zacatenco, donde los arqueólogos han encontrado sus huellas. Hacia el año 500 a. C. nació un pueblo en el sitio ocupado más tarde por Teotihuacán.

    El transcurso de los siglos había dejado un sedimento de desarrollo cultural. Atrás quedaron los tiempos en que hombres y mujeres, una vez recogida la cosecha, terminada la caza y preparada la carne para el uso común, se congregaban en la puerta de sus casas a modelar loza y figurillas y decantar piedras para fabricar los utensilios de trabajo. Comenzaban a aparecer los especialistas. El alfarero ya no tenía que

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