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Forastero
Forastero
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Libro electrónico335 páginas6 horas

Forastero

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Forastero es un libro en el que dos historias con fuertes voces femeninas se encuentran: Emmy es una joven que vive en el pequeño pueblo canadiense de Astor. A punto de terminar la preparatoria, empieza a preguntarse qué hará con su vida después de la escuela, es entonces cuando tiene un inesperado encuentro con un joven salvaje en el bosque, que cambiará su vida para siempre…
Por otro lado, está Megan quien acaba de pasar por una experiencia muy intensa y, en busca de un nuevo comienzo, se muda a Astor, donde vive su padre. Ahí conocerá a varias personas que la ayudarán a encontrarse consigo misma y a reconstruir su historia, en la que descubrirá a una de las mujeres más valientes que ha conocido: su bisabuela Emmy.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 dic 2019
ISBN9786071662996
Forastero
Autor

Keren David

Keren David’s compelling debut YA novel, When I Was Joe, won six regional awards and was shortlisted for the Branford Boase and UKLA awards. Her books have been nominated for the Carnegie Medal five times. Her Barrington Stoke titles include the critically acclaimed The Liar’s Handbook, True Sisters and The Disconnect. Keren is Features Editor at the Jewish Chronicle.

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    Forastero - Keren David

    recuerdos.

    CAPÍTULO UNO

    1904

    EMMY

    —Pensaba que era mejor ocultarte la verdad, pero ahora estoy dudosa. Sólo trataba de protegerte, sólo trataba de hacer lo mejor posible. Perdóname, mi amor, perdóname.

    Estaba desnudo y ensangrentado como bebé recién nacido, y también igual de feo. Estaba tan flaco que su cabeza parecía peculiarmente grande para su cuerpo y sus rasgos demasiado grandes para su cara. Llevaba el pelo a la altura del hombro y enmarañado, con polvo y ramitas encima. Tenía rasguños y cicatrices en la cara y las extremidades, pudriéndose de suciedad. El lodo y la sangre se habían secado y formado manchas como de óxido en una verja de hierro, salvo por una herida reciente en el costado de la que salía sangre roja a borbotones. Se la apretaba con una mano para tratar de pararla, pero la sangre se le escapaba entre los dedos.

    Sadie fue la primera en verlo, o al menos en ver algo, cierto movimiento entre los árboles en la orilla del bosque que rodeaba nuestra pequeña ciudad. Íbamos caminando de regreso de la escuela, platicando de esto y aquello, cuando se paró en seco a mitad de una oración y me agarró del brazo.

    —¡Emmy! ¿Qué es eso?

    Miré con cautela, pero todo estaba tranquilo y oscuro.

    —¿Era un animal, Sadie?

    Pensé que, por supuesto, un oso o un lobo no se acercarían tanto a la ciudad. El invierno había sido menos frío que de costumbre y seguramente en el bosque habría suficiente comida para los depredadores.

    —No lo… —Sadie titubeó, pestañeó y se quedó viendo cómo las sombras se movían, encarnaban y venían dando traspiés hacia nosotras.

    —¡Sadie! —musité. Había miedo y asco agriándoseme en la boca, pero nunca he sido de las que se dejan llevar por el pánico.

    La criatura dio otro paso hacia nosotras y Sadie me sujetó la mano firmemente. Luego él hizo un ruido gutural, un quejido como de perro aullando, y Sadie pegó un grito. Me soltó la mano y se fue corriendo por el lodo y salpicando sus mejores botines de botones.

    —¡Ven, Emmy! —gritó Sadie, pero no pude moverme.

    Necesita que lo ayuden —pensé—, está herido.

    Me quedé oyendo cómo Sadie chapoteaba mientras corría por el lodazal de la Calle Norte hasta que al final lo único que podía oír era el viento en los árboles, el martilleo de un pájaro carpintero y la respiración irregular del muchacho.

    —¿Hablas inglés? —le pregunté con voz temblorosa—. ¿Entiendes lo que digo?

    Lentamente, asintió con la cabeza, pero no dijo nada: sólo se quedó con la boca abierta, como tonto.

    El brazo que le quedaba libre colgaba a su costado; supuse que tendría alguna herida, pero me equivocaba: tenía una pistola en la mano.

    —¡Suelta la pistola! —ordené, aunque él no había hecho ningún ademán de usarla.

    Se miró la mano, como si yo lo hubiera sorprendido. Hizo un ruido extraño, un llanto ahogado, y arrojó el arma al pasto, como si estuviera ansioso por deshacerse de ella.

    En ese momento me sentí poderosa, y muy superior a Sadie, quien había huido rápidamente.

    —Bien —le dije—; bien hecho.

    Hizo una mueca de dolor y cayó de rodillas. Se aferró a mi zapato y yo retrocedí.

    Me quité el abrigo para cubrirlo, tendido en el suelo.

    —La ayuda viene en camino —le dije.

    Le toqué la frente con cuidado. Aunque el viento estaba helado, él ardía de fiebre.

    —¿Qué te pasó? ¿De dónde eres?

    Movió la boca y me incliné para escuchar sus palabras.

    —¿Qué eres?

    Eso me confundió, pero al mismo tiempo fue un alivio confirmar que hablaba inglés.

    —¿A qué te refieres? —pregunté.

    No respondió. Parecía estar escuchando algo con mucha atención, aunque yo no sabía exactamente qué. Se puso de pie con dificultad, mirando de un lado a otro. Mi abrigo estaba tirado en el suelo, arrugado.

    Yo era terriblemente consciente de su desnudez. Sabía que la mayoría de las muchachas habrían gritado y salido corriendo, pero yo no era ninguna muchacha común y corriente. Además, mi madre me había dicho muchas veces que los cuerpos son cuerpos; no hay nada de qué espantarse.

    —¿Qué haces? Quédate quieto ¡estás herido!

    —Vienen hacia acá… me van a matar —su voz era poco más que un quejido.

    —¿Quiénes? —dije, y en ese mismo momento oí un ruido atrás de mí. Me giré y vi el coche de Adam, que se acercaba entre el lodo con dos hombres conduciendo los caballos. Seguramente Sadie corrió hasta la granja de su familia y mandó a su padre y a su hermano a buscarnos.

    —¡So, Ben, atrás! —la voz del señor Harkness gritándole a su perro retumbaba entre los árboles—. Por Dios santo ¿qué es esto? —vi que llevaba su rifle.

    El cuerpo del muchacho se tensó. Me jaló hacia él y me apretó contra su pecho, como para protegerse. Sus brazos eran delgados y rugosos y su cuerpo ardía de fiebre. Sentí en la nuca su aliento, tembloroso y fétido.

    Me quedé viendo al señor Harkness y luego a Adam. Sus expresiones me decían que yo debía estar aterrorizada, pero por alguna razón no lo estaba. O en todo caso, no por mí: más bien me asustaba lo que pudiera pasarle al muchacho.

    —¡Díganle que no le harán daño! —grité—. ¿No ven que está asustado?

    Adam no me hizo ningún caso; bajó del coche con gesto adusto.

    —¡Quítale las manos de encima! —gruñó.

    Su voz, por lo general amable y tranquilizadora, me impactó. Era una persona que yo ya no reconocía. Otra vez fui presa del miedo, un estado que tenía menos relación con el muchacho que me tenía retenida, que con el cambio en alguien a quien creía conocer.

    —¡Emmy! —rugió el señor Harkness—, ¿qué es esto?

    —Está herido y necesita nuestra ayuda. Está sangrando; necesita ir al hospital, ¡rápido!

    —¡Suéltala! —Adam estaba prácticamente encima de nosotros. De pronto el muchacho dejó de apretarme. Se tambaleó hacia atrás y Adam me apartó con el brazo—. ¡Corre al coche, Emmy! —me ordenó.

    —No, Adam, yo… —dije jadeando, pero Adam no estaba escuchándome. Me soltó, cerró el puño, echó atrás su fuerte brazo—. ¡No, Adam, no! —grité mientras él le daba un fuerte golpe en la cara al muchacho, que cayó al suelo con sangre manándole de la nariz.

    Adam se detuvo.

    —¡Emmy! ¿Estás bien?

    —¡No te preocupes por mí! —chillé—. Está herido, necesita un médico. ¡Llévenlo al coche de inmediato!

    —Pero tú… tienes sangre en la falda y en la blusa.

    —Yo estoy bien —dije, tan enojada que quise darle un puñetazo a Adam—. ¿Por qué le pegaste? —estaba furiosa, con los ojos ardiéndome por el llanto.

    Adam estaba desconcertado. Quizá esperaba que yo cayera en sus brazos y lo llamara héroe.

    —Sadie dijo que era peligroso.

    —Sadie se equivocó —respondí bruscamente. Dios me perdonaría la mentira. Bastantes problemas tenía el muchacho, y la pistola en el pasto ya no representaba un peligro.

    Adam y su padre intercambiaron una mirada. De mala gana subieron al muchacho al coche y lo envolvieron en una cobija. Yo me monté junto a ellos y salimos hacia la ciudad. Mientras las ruedas daban tumbos por el sendero, el muchacho emitía suaves gemidos.

    El señor Harkness movía la cabeza en señal de reprobación. Sólo porque yo no tenía un padre, él pensaba que era su responsabilidad decirme cómo debía portarme.

    —Emmy, no deberías haberte quedado sola con un loco. Era peligroso y lo sabes.

    Nos trataba a Sadie y a mí como si fuéramos unas niñas de doce años, no unas jóvenes de dieciséis a punto de terminar la escuela.

    —¿Qué dirá tu madre? —tenía buenas intenciones, pero a veces su preocupación me agobiaba.

    —Está herido y necesita ayuda. Ella habría hecho lo mismo —dije con firmeza. Ambos sabíamos que yo tenía razón.

    —Puedes estar en lo correcto —concedió—, pero tú no eres tu madre y no tienes su experiencia en estos asuntos. Ten cuidado, Emmy, o acabarás en problemas.

    CAPÍTULO DOS

    1904

    EMMY

    Había un pequeño sendero que empezaba en la carretera principal, un atajo al hospital. Estaba intransitable por coche, pero le pedí al señor Harkness que me dejara bajar para adelantarme corriendo y avisarle a mi madre que había una emergencia en camino.

    Para cuando llegué estaba sin aliento y mis botas, falda y enagua, abundantemente salpicadas de lodo. Irrumpí por la puerta principal del sanatorio y pasé entre los aproximadamente doce pacientes que esperaban su turno gritando en busca de mi madre. Mi voz sonaba brusca en el silencio del corredor. Charlotte, una enfermera, salió precipitadamente de la sala de tratamiento.

    —¿Emmy?

    —¿Dónde está mi madre? —pregunté jadeando.

    —¿Estás herida? ¿Qué pasó? ¡Estás hecha un desastre!

    Mis palabras fueron un torrente de emotividad y pánico:

    —Hay un muchacho en camino; está gravemente herido. Tienen que prepararse para atenderlo: está sangrando.

    —¡Emmy! —por fin llegó mi madre—, no hace falta que grites. Dinos lo que pasó, tranquila y en voz baja, por favor.

    No preguntó si yo estaba herida, a pesar de mi ropa manchada de sangre. Mi madre nunca se dejaba llevar por el pánico, en ninguna circunstancia; por eso algunas personas le decían fría e insensible. Su acento inglés cortado no ayudaba, y ella se empeñaba en verse lo menos atractiva posible: se recogía el cabello rubio en un riguroso chongo, ocultaba sus preciosos ojos verdes tras un par de gafas y casi nunca sonreía. A mi madre no le importaba ser querida o admirada. Lo más importante es que me tomen en serio, solía decirme.

    Hice todo lo posible por serenarme y concentrarme. Le expliqué cómo había aparecido ese muchacho de la nada y había caído a mis pies. Omití la parte de la pistola y que me había usado como escudo. No me regañó como Jonathan Harkness. En vez de eso, me preguntó únicamente sobre lo que ella podía resolver.

    —¿Fiebre, dices, y una herida? ¿Qué tan reciente es la herida? ¿Había señales de que estuviera infectada?

    —Está tan sucio que es difícil saberlo. Tiene los ojos rojos e irritados.

    Mi madre frunció el ceño y se subió las gafas, que se le habían resbalado por la nariz.

    —¿Es un indio?

    Pensé en esos ojos inyectados de sangre.

    —No es indio. Sus ojos son tan grises como el cielo, y la poca piel que alcancé a ver era blanca.

    Más blanca que la mía, de hecho, porque a mí me encantaba estar en exteriores y nunca me ponía sombrero. Entre mis pecas, mi frente amplia, mi cara larga y mi rebelde pelo café rojizo, nadie jamás me consideraba una belleza, pero por suerte esas tonterías a mí nunca me importaron. Tampoco nadie me consideraba fea. De hecho, Adam Harkness me había admirado en secreto por tanto tiempo que yo daba por sentado que seguiría haciéndolo sin necesidad de que yo lo alentara. Pensaba que siempre estaría encantado de llevarme las primeras manzanas de la cosecha, me daría aventones en su coche o caminaría junto a mí siempre que fuera posible. Sentía que mi futuro podía suponer dejar atrás Astor y a Adam, aunque no sabía adónde podría ir o por qué. Pero si me quedaba, entonces tal vez algún día podía decidir casarme con él.

    Creía tener el poder de decidir mi propio destino. Me equivocaba.

    —Probablemente es un fugitivo —dijo mi madre—, trabajador de alguna granja o ayudante de un aserradero. Charlotte, prepara la sala de aislamiento. Emmy, tú también puedes ayudar, pero no con esa ropa sucia. Ven, voy a buscar qué puedes ponerte.

    Me encontró un uniforme de enfermera y me apresuré a ponérmelo. Me quité las botas y las sustituí con unos mocasines de fieltro. Me lavé muy bien las manos y seguí a mi madre por el corredor hasta la sala principal del hospital, donde nos topamos con un alboroto.

    El muchacho había recobrado la conciencia en algún sitio entre el coche y el hospital y estaba tratando de librarse de la custodia de Adam, retorciéndose y emprendiéndola a golpes, gruñendo como animal. La nariz todavía le sangraba y había sangre salpicada en el piso y las paredes.

    A nuestro alrededor, las mujeres gritaban y protegían a sus hijos, mientras que los hombres trataban de ayudar a Adam a contenerlo, pero el muchacho consiguió soltarse y se dirigió a la salida tembloroso y tambaleándose. En pocos minutos estaba de vuelta en el suelo, derribado por el corpulento Jack Greengrass, el hijo del carnicero, que estaba ahí por una cortada en la mano.

    Mi madre dio unas palmadas.

    —¡Silencio! —ordenó—. Todo mundo siéntese.

    Se arrodilló junto al muchacho, medio apachurrado debajo de Jack y se ahogaba con su propia sangre. La venda de Jack se había caído y daba la impresión de que toda la sala de espera era un caos de sangre. Me quedé unos momentos paralizada, pero la voz de mi madre me hizo volver pronto en mí.

    —Charlotte, ayuda a Jack —ordenó, y luego se inclinó para decirle al muchacho—: Estamos aquí para ayudarte. ¿Puedes venir conmigo tranquilamente?

    Sus ojos, irritados y salvajes, se cruzaron con los míos. Vi en ellos una pregunta.

    —Ven tranquilo —repetí—; nosotras te ayudaremos.

    Asintió lentamente con la cabeza. Jack se le quitó de encima y bruscamente lo levantó.

    Mi madre se dio media vuelta para irse y Jack agarró al muchacho para llevarlo medio a rastras detrás de ella. Yo los seguí. Oí que detrás de mí la sala de espera empezaba a animarse con chismorreos y gritos ahogados y el sonido de Minnie, la mujer de la limpieza, que llegó con el trapeador y la cubeta para quitar la sangre. Me sentí mal por el muchacho: herido, confundido y asustado, desnudo y sucio enfrente de toda esa gente.

    Adam estaba esperándome en la puerta de la sala de aislamiento.

    —Emmy ¿estás bien? ¡Podría haberte matado!

    Pobre Adam. Tan amoroso y protector, tan absolutamente perfecto como futuro esposo. Sobre todo, tan paciente. A los dieciséis, aún no me daba cuenta de lo difícil que es encontrar a un hombre tan bueno.

    —No deberías haberlo golpeado —dije—. Ya estaba herido; sabía que no me haría daño.

    —¿Y cómo podías saberlo? Parece muerto de hambre, pero pelea como fiera.

    —Lo sabía y ya. Deberías confiar en mí.

    —Nadie lo sabe y ya. Puedo llevarte a tu casa, ¿o por qué no vienes con nosotros?

    Puse la mano en la puerta.

    —Debo ir a ayudar a mi madre.

    —Voy contigo —dijo, poniendo suavemente su mano sobre la mía—. Emmy, no seas tonta. No sabes nada de esta persona.

    Me detuve. El contacto de su mano no me sentó del todo bien; estaba peligrosamente cerca de recargarme en él y dejar que me consolara, pero recobré la compostura.

    —Confío en mis instintos —dije—, y no soy ninguna tonta.

    Dentro de la sala el muchacho estaba acostado en una cama, sin moverse; había dejado de forcejear. Albert, el camillero, le apretó la nariz y los hábiles dedos de mi madre examinaron la herida del torso, cubierta de algodón pero aún sangrante. El muchacho se le quedaba viendo como si ella fuera el hombre en la luna.

    —Hay que limpiarlo y sedarlo —dijo—. Ha perdido mucha sangre, pero la herida es superficial. Emmy, ya vete; Adam, Albert y yo nos encargaremos. Charlotte ¿puedes quedarte a cargo del dispensario?

    —Puedo ayudar —protesté, pero mi madre me hizo callar y señaló la puerta. Charlotte y yo salimos juntas, ella para ir con sus pacientes y yo a enfurruñarme en el pasillo. Sabía, y también mi madre, que no hay nada de malo en que una enfermera y una doctora atiendan a un paciente, por desnudo que esté. Pero yo no era una enfermera, y media ciudad aún no aceptaba que ella, aun con su título de la Escuela de Medicina para Mujeres de Londres, fuera una verdadera doctora.

    Al muchacho no le hizo gracia que lo limpiaran, eso seguro. A través de la pesada puerta de roble alcanzaba a oír sus gritos mientras trabajaban. Era un sonido inquietante, mitad animal y mitad humano, y me estremecí al oírlo. Quizá estaba mejor quedarme en el corredor.

    Poco después Adam salió a la puerta y me pidió que entrara. Primero vi la pila de toallas sucias, el agua puerca en la cubeta, y luego al propio muchacho. A pesar de los empeños, su piel blanca seguía manchada de gris y mugre. Él ya estaba en silencio, acostado en la cama y rígido, pero volteó los ojos hacia mí cuando me acerqué. Volví a sentir la fuerza de esa intensa mirada.

    Le habían tijereteado la maraña de pelo, que ahora no era sino un triste montón en el piso.

    Me puse manos a la obra antes de que me lo pidieran.

    Levanté la cubeta y la rellené con agua limpia, hervida. También metí algo de ropa de cama. Tomé una escoba y con cuidado eché el pelo en un cuenco. Mientras lo echaba en la basura lo toqué; sentí entre los dedos hebras sedosas en medio de bolitas de mugre.

    Me lavé las manos y regresé a la sala.

    Mi madre estaba tratando de convencer al muchacho de que tomara un jarabe para dormir. En cuanto lo probó se puso frenético: gritaba y temblaba, como si le estuvieran dando veneno. El vaso de medicamento atravesó el cuarto volando… otra tarea de limpieza para mí.

    Mi madre le hizo un gesto a Adam, que sostuvo al muchacho con sus fuertes brazos. Éste siguió resistiéndose, pero no pudo impedir que mi madre le levantara la barbilla y lo obligara a tragar el sedante. Él evitaba cerrar los párpados y gimoteaba con el esfuerzo de permanecer despierto, pero no lo logró por mucho tiempo y en poco rato quedó inconsciente, con la boca entreabierta.

    Dormido, con el corte irregular de pelo y la amplia boca relajada, parecía bastante inofensivo. Quizá era alguien con retraso y su familia lo había abandonado: había oído rumores de que eso pasaba antes, en tiempos de los pioneros, si en una familia había escasez de alimentos. Pero en cuanto pensé en esa teoría, la descarté. No me había gustado que me usara de escudo, pero eso demostraba que el muchacho era lo bastante listo para protegerse.

    A veces Jonathan Harkness contaba historias de su niñez, cuando su padre colonizó la tierra que se convirtió en Astor, y nos costaba creer que alguna vez toda esa zona no hubiera sido más que bosque, sin sitio para cultivar. Pero eso había sido antaño. Ahora teníamos muchos cultivos. Incluso al final de un largo invierno Hannah, nuestra ama de llaves, se aseguraba de que tuviéramos la bodega llena de cereales y conservas, y el ferrocarril nos traía suministros durante toda la estación.

    —Sujeta esto, Emmy —me dijo mi madre, pasándome unas almohadillas de algodón y unas tijeras quirúrgicas—. Ya puedes irte, Adam. Gracias por tu ayuda.

    Adam trató de verme a los ojos al salir, pero yo seguía enojada con él. Cuando volteé para concentrarme en mi trabajo sentí que mi madre nos veía. Fue un alivio oír la puerta cerrarse tras él.

    Eres una insensata, Emmy Murray, dije para mis adentros mientras mi madre exponía el torso del muchacho, blanco como la leche, con costillas protuberantes que parecían a punto de reventar la piel.

    —Pobre muchacho —susurró mi madre, y yo me acerqué a ver más allá de la herida del abdomen. Tenía el cuerpo lleno de marcas que se entrecruzaban: nuevos rasguños, viejas cicatrices. Me estremecí de imaginar cómo podrían haber sido infligidas.

    La sangre se filtraba entre los vendajes. Mi madre me hizo una señal para que los cambiara. La herida me dio escalofríos: era mucho más impresionante verla en la carne desnuda y lastimada que cuando estaba cubierta de lodo. Traté de que ella no notara mi repugnancia.

    —Es joven —dijo mientras lo mirábamos dormir—. Apenas un poco mayor que tú, Emmy.

    Volvimos a limpiar la herida y luego ella le dio unas puntadas, tan bien hechas como las de cualquier bordadora. Le puse un nuevo vendaje y ella lo aprobó.

    —Bien hecho —dijo: un elogio muy poco común viniendo de ella.

    Ahora que habíamos hecho nuestro trabajo pude fijarme bien en él. Tenía la nariz recta, una boca generosa, rasgos bien definidos, como si lo hubieran tallado en madera con un cuchillo bien afilado. Sus delgadas extremidades tenían algo de tristeza y desamparo; lleno de cortadas y moretones, me recordaba a un polluelo que se hubiera caído del nido. Luego recordé la fuerza de esos brazos que me habían retenido y estrechado, y los estremecimientos que me provocó su aliento en el cuello.

    Traté de imaginar su vida en el bosque. La oscuridad, el suelo pedregoso, el lodo rezumante. Insectos, víboras, osos, lobos y otros depredadores salvajes. Las hojas susurrando, y él todo el tiempo atento por si se acercaba un animal o un cazador, el miembro de una tribu salvaje o incluso algún fantasma; siempre alerta a cualquier cosa que pudiera hacerle daño. ¿Dormiría en lo alto de los árboles para mantenerse a salvo, o habría encontrado una cueva o un túnel de las viejas obras mineras, abandonadas hacía cincuenta años y ya casi olvidadas?

    Charlotte apareció en la puerta. Había llegado el padre de un niño enfermo y quería ver a mi madre.

    —¿Te relevo aquí? —preguntó Charlotte, pero mi madre dijo:

    —No, Emmy puede encargarse.

    Me sentí triunfadora. Por suerte ya no había sangre; todo lo que tenía que hacer era cuidar al paciente, que ya estaba cubierto de nuevo, y deshacerme de los viejos vendajes.

    Sus ojos parpadearon varias veces; su boca se movía como si estuviera a punto de hablar.

    Sacó un pie de abajo de la colcha. La suciedad del bosque seguía incrustada en su piel, entre el montón de cortadas y cicatrices. Miré más de cerca. ¿En verdad éstos eran los pies de un niño salvaje? ¿No eran demasiado recientes las cortadas, demasiado suave la piel? Imaginé cómo sería vivir descalza. Pensé en cómo la piel se pondría dura y negra, llena de callos y cicatrices.

    Era rarísimo estar viendo así los pies de alguien más. Se sentía casi como algo más íntimo y privado que cuando estaba completamente desnudo. Fácilmente podía imaginar el dolor de caminar descalzo sobre piedras y entre zarzas, como el muchacho seguramente había hecho.

    Mi madre volvió al cuarto y se paró junto a la cama para valorar su estado.

    —Ya está estable, Emmy. Puedes irte a casa; vete antes de que sea más tarde. Hannah te estará esperando con la cena. Gracias por tu ayuda.

    Quería quedarme y se lo iba a pedir, pero recapacité. Recordé que había otros asuntos

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