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Dmitri Shostakóvick: Genio y drama
Dmitri Shostakóvick: Genio y drama
Dmitri Shostakóvick: Genio y drama
Libro electrónico474 páginas4 horas

Dmitri Shostakóvick: Genio y drama

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Dmitri Shostakóvich es uno de los más enigmáticos compositores del siglo XX, cuya música refleja las terribles épocas en que vivió. Nació en San Petersburgo en 1906, en la era del zar Nicolás II. Tenía 11 años cuando Lenin tomó el poder. Le tocó vivir todo el régimen de Stalin, durante el cual sufrió humillaciones, angustias y acoso que le hicieron temer incluso por su vida. Conoció años mejores —nunca óptimos— bajo Jrushov y falleció en 1975, a los 69 años de edad, en pleno periodo de Brézhnev. Carlos Prieto llegó por primera vez a Rusia en 1962 para obtener un certificado de ruso en la moscovita Universidad Lomonosov. Desde entonces regresó con frecuencia y realizó numerosas giras musicales que lo llevaron incluso a los más remotos confines de la inmensidad rusa y soviética. Shostakóvich y Prieto se conocieron en 1959, en ocasión del único viaje a México del compositor, y volvieron a verse en Moscú en 1962 y 1968. Shostakóvich ha sido una presencia permanente en la carrera de Prieto como violonchelista: ha grabado sus principales obras y ha tocado en múltiples países sus composiciones para violonchelo y piano y para violonchelo y orquesta, así como sus tríos y cuartetos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2019
ISBN9786071617378
Dmitri Shostakóvick: Genio y drama

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    Dmitri Shostakóvick - Carlos Prieto

    Como Rostropóvich, Carlos Prieto es un auténtico paladín del violonchelo. Es un artista creador, un sabio y un escritor. Es para mí un privilegio conocerlo como colega y un honor considerarlo mi amigo.

    YO-YO MA

    Excelente versión del primer concierto de Shostakóvich… Así, en pocos años, el nombre de Carlos Prieto ha saltado a las primeras filas de la violonchelística actual… Es no sólo un virtuoso, sino un artista completo.

    ENRIQUE FRANCO,

    El País (España)

    Personalidad soberana con gran temperamento y expresividad. Su Shostakóvich estuvo pleno de ironía y de color.

    Schwäbische Zeitung (Alemania)

    Desde muy niño tuve un interés natural por la música, pero no se me reveló como la pasión mayor de una vida hasta la noche milagrosa en que descubrí el alma del chelo en las manos de Carlos Prieto. Fue una revelación que me contagió para siempre con los misterios de la música y la felicidad de un gran amigo.

    GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

    DMITRI SHOSTAKÓVICH

    Arte Universal

    CARLOS PRIETO

    Dmitri Shostakóvich

    GENIO Y DRAMA

    Prólogo

    JORGE VOLPI

    Primera edición, 2013

    Primera edición electrónica, 2013

    Descargue dos obras de Shostakóvich interpretadas por Prieto en el siguiente vínculo: http://www.fondodeculturaeconomica.com/Shostakovich/

    Sonata en re menor para violonchelo y piano, op. 40. Intérpretes: Carlos Prieto, violonchelo; Doris Stevenson, piano. Movimientos: 1. Allegro ma non troppo; 2. Allegro; 3. Largo; 4. Allegro.

    Concierto núm. 1 en mi bemol para violonchelo y orquesta. Intérpretes: Carlos Prieto, violonchelo; Orquesta Sinfónica de Xalapa, Luis Herrera de la Fuente, director. Movimientos: 1. Allegretto; 2. Moderato; 3. Cadenza; 4. Allegro con moto.

    Fotografía de portada: El compositor Dmitri Shostakóvich, UIG © Getty Images

    D. R. © 2013, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-1737-8

    Hecho en México - Made in Mexico

    SUMARIO

    Prólogo: El enigma Shostakóvich, por Jorge Volpi

    Agradecimientos

    Introducción

    I. De San Petersburgo (1906) a Petrogrado (1926)

    II. Primeras obras (1926-1930). El entorno político y la música

    III. Éxitos y dramas (1929-1936)

    IV. Rehabilitación de Shostakóvich (1937-1941)

    V. Los años de guerra (1941-1944)

    VI. La posguerra (1945-1953). Últimos años de Stalin

    VII. Primeros años de Nikita Jrushov (1953-1960). El deshielo

    VIII. De 1960 a 1964

    IX. De 1965 a 1970

    X. Últimos años (1971-1975)

    Postludio

    Postludio gráfico

    Apéndices

    Bibliografía

    Índice onomástico

    Índice general

    Prólogo

    EL ENIGMA SHOSTAKÓVICH

    JORGE VOLPI

    En su tumultuosa y apasionante Europa Central (2005), una suerte de mosaico en torno a las consecuencias del nazismo y el estalinismo en unos cuantos personajes —buena parte de ellos históricos—, el novelista estadunidense William T. Vollman encontró en la figura del compositor ruso —¿sería mejor decir soviético?— Dmitri Shostakóvich al héroe trágico que resume, mejor que ningún otro, las tensiones y el espíritu de su época. En el largo capítulo titulado Opus 110, en sí mismo una novela encajada dentro de otra novela, Vollman lo imagina en el trance de escribir su Cuarteto número 8 (1960), unánimemente considerado el mejor de sus quince obras en este género, y el más autobiográfico, dominado por la serie DSCH (re-mi bemol-dosi en la notación musical alemana) que desde la Décima Sinfonía hace constante e irónica referencia a sí mismo.

    Volcado en la escritura de esta pieza agreste y melancólica, el novelista traza el itinerario vital del compositor, desde su nacimiento en San Petersburgo, en 1906, hasta inicios de los años sesenta, preocupándose por mostrar no sólo sus aventuras y desventuras frente al poder de Stalin, Jrushov y Brézhnev, sino sus frustraciones personales, a veces conducidas al plano de la ficción, como en el triángulo amoroso que sostiene con Elena Konstaninóvskaia y el documentalista Román Karmen. En su retrato, Vollman no se limita a dibujar a Shostakóvich como una torturada víctima del sistema, sino que lo pinta como un disidente a medias, dominado en la misma medida por el ansia de libertad y por el miedo, en permanente estado de zozobra, tan apocado como valeroso, consagrado a su rebelión secreta a través de la música y, sobre todo, a través de ese prodigioso cuarteto que en la novela de Villman aparece descrito como el cadáver viviente de la música, perfecto en su horror.

    Tal como nos cuenta Carlos Prieto en su minucioso recuento de la carrera de Shostakóvich, éste se vio obligado a tener una vida de agente doble, la cual por un lado lo obligaba a aceptar con resignación la sucesión de vejaciones y rectificaciones del régimen, y por el otro a tratar de enfrentarse a éste a través de veladas alusiones en sus obras, sutiles muestras de desacato (que sus censores pocas veces tuvieron la astucia de detectar) o mínimas muestras de desacuerdo que sin embargo no dejaban de resultar sorprendentes en su medio y en su época. De allí el enigma que rodeará su figura hasta nuestros días: ¿hasta dónde el compositor fue un fiel acólito del poder soviético, siempre dispuesto a agachar la cabeza frente a las amonestaciones de sus comisarios de cultura y dispuesto a escribir música de segundo orden para armonizar sus fastos oficiales, o hasta dónde en realidad fue un héroe trágico, como lo presenta Vollman, un hombre que tuvo el valor de alzarse contra el poder de la única forma que podía hacerlo, a través de sus obras?

    Desde la aparición del muy cuestionado Testimonio de Salomón Vólkov (1979), la supuesta autobiografía dictada por el maestro al periodista y musicólogo, surgieron dos bandos antagónicos a la hora de juzgar la conducta de Shostakóvich frente al régimen comunista: aquellos que, en vista de sus declaraciones públicas, en especial durante sus visitas a Occidente, jamás dejaron de considerarlo un compositor oficial o, en el mejor de los casos, un juguete usado por los jerarcas del Kremlin como vehículo de propaganda —no muy distinto, en este sentido, a decenas de artistas, ajedrecistas y atletas—, y, en el otro bando, quienes, a raíz de su muerte y de las declaraciones de disidentes como Vólkov, empezaron a mirarlo como una suerte de prisionero de conciencia, una más de las víctimas de los sistemas totalitarios del siglo XX, por más que durante buena parte de su vida gozase de una existencia mucho más plácida que la mayor parte de sus compatriotas.

    La obligación de fijar un solo rostro de Shostakóvich, propia de inquisidores o fanáticos, resulta tan vana como imposible, pues descuida no sólo los claroscuros propios de la naturaleza humana, sino la inevitable ambigüedad frente a un sistema como el soviético, el cual durante toda la vida del compositor se presentó como una salvación para los desfavorecidos aunque para ello se valiese de crímenes tan odiosos como los de sus rivales fascistas. En otras palabras: resulta absurdo querer demostrar que Shostakóvich fuese un mero peón del comunismo o un sagaz (aunque discreto) crítico de la Unión Soviética, puesto que lo más probable es que, como cualquier agente doble —y quizá aquí se muestra la mayor perversión del régimen—, fuese alternativa o simultáneamente las dos cosas: un colaboracionista y un prisionero, una pieza voluntaria del sistema y un acerbo crítico de su autoritarismo.

    Tímido y sereno, con esas antiparras redondas que siempre le sirvieron de antifaz —la inevitable máscara que se necesitaba entonces para ocultar las verdaderas intenciones—, Shostakóvich aparece en todas las fotografías visiblemente incómodo, como si jamás hubiera conseguido adaptarse al régimen comunista por más que pasara prácticamente toda la vida bajo su yugo. Obligado a comparecer aquí y allá como atracción de feria, e incapaz de expresar sus pensamientos más que con sus amigos más cercanos, su figura sobria y desgarbada, profundamente melancólica, bastaría para mostrar los estragos que es capaz de lograr el totalitarismo en alguien tan introvertido y talentoso como él.

    Imposible dudar que, al menos durante su adolescencia y primera juventud, Shostakóvich no comulgase con la ideología del régimen, decidido entonces a cambiar el mundo en todos los ámbitos y a impulsar un ámbito de innovación radical en todas las artes, incluyendo la música. Por desgracia, muy pronto esa revolución artística se vio aplastada por el conservadurismo estético de Stalin —paradójicamente, uno de los tiranos más cultos de que se tenga noticia, interesado tanto en la lingüística como en la ópera— y sus comisarios de cultura, quienes no tardaron en juzgar cualquier intento de experimentación formal como un atentado contra la Revolución.

    Tras unos años de sonados éxitos como pianista y compositor, consentido por la prensa oficial, Shostakóvich muy pronto conoció los límites que una y otra vez habrían de imponerle los funcionarios del régimen y acaso descubrió, al mismo tiempo, que la única forma de sobrevivir en esas condiciones era tramando una vida doble o, más bien, una vida musical doble, por una parte cumpliendo con sus encargos oficiales y haciéndose pasar por un músico comprometido y, por la otra, aventurándose en piezas mucho más arriesgadas y personales, confiando en que el reconocimiento popular de las primeras lo haría inmune a las críticas por las segundas. Así, tras ser aclamado por las autoridades soviéticas por su Primera Sinfonía, Shostakóvich se lanzó a escribir la Segunda y la Tercera, mucho más experimentales que la anterior, pero a las cuales no dudó en añadir coros patrióticos y sendos títulos que no pondrían en duda su compromiso: A Octubre y Primero de Mayo.

    La estrategia sólo tuvo un éxito parcial —la brevedad y dificultad de las obras no fue del gusto de los críticos del partido—, pero aun así Shostakóvich creyó haber pagado el precio para trabajar con libertad en La nariz (1930), la extravagante ópera basada en el cuento de Gógol que comenzaría a desatar la animadversión oficial en su contra. Pero no fue sino hasta un año después del estreno de la poderosísima Lady Macbeth del distrito de Mtsensk cuando Shostakóvich padeció toda la furia del sistema. El 28 de julio de 1935 el mismísimo Stalin se dirigió al Bolshói a una de sus funciones y el compositor constató, aterrorizado, cómo el dictador refunfuñaba ante cada estertor de los metales o cómo se reía sarcásticamente en uno de sus duetos de amor. Dos días después, Pravda publicó un artículo que juzgaba vulgar y primitiva la pieza, lo que equivalía a una auténtica condena a su autor. Tal como cuenta Carlos Prieto, Shostakóvich jamás se repuso de este primer encontronazo con los perros de presa del sistema. Como consecuencia de lo anterior, optó por abortar el estreno de su Cuarta Sinfonía, consciente de que en esos años su temple mahleriano y sus aristas formales podrían conducirlo directamente a Siberia —o a la muerte, como a muchos de sus conocidos y colegas de esos años—.

    Es a partir de este incidente donde encontramos al otro Shostakóvich, al Shostakóvich decidido a engañar a sus detractores y a entregarles gato por liebre de una manera mucho más grotesca que en sus sinfonías Segunda y Tercera. Su Quinta, sin duda la sinfonía más popular de su catálogo, es al mismo tiempo una rectificación pública por sus errores ideológicos —un mea culpa o una autocrítica marxista—, y un paso adelante en esa misma búsqueda formal que le repudiaban los críticos oficiales. Su último movimiento, de un optimismo exacerbado, puede escucharse como una burda concesión a las autoridades pero también como una gigantesca muestra de sarcasmo frente a sus enemigos: y en esa tensa ambigüedad aparece, de nuevo, el rostro más auténtico del compositor, justo en esa música que oscila entre la grandilocuencia y la ironía, entre la fanfarria y el esperpento.

    Con esta respuesta a una justa crítica, Shostakóvich consiguió ganarse el perdón oficial y Andréi Zhdánov, el mandamás de la cultura soviética, procedió a comisionarle obras patrióticas. Pero su ascenso como pilar no sólo de la música soviética, sino de la libertad en el mundo, llegaría con su Séptima Sinfonía, Leningrado (1941). Shostakóvich compuso sus tres primeros movimientos mientras la ciudad era sitiada por las tropas nazis, y el último en Kuibishev, adonde fue trasladado en avión, al lado de la poeta Ana Ajmátova, por órdenes directas de Stalin. Antes de ser interpretada por la diezmada Orquesta de la Radio de Leningrado en 1942, la obra fue estrenada por la Orquesta del Teatro Bolshói en Moscú y replicada luego por la Filarmónica de Londres y la Orquesta de la NBC dirigida por Arturo Toscanini, confiriéndole a Shostakóvich una inmediata celebridad mundial.

    En los vaivenes del régimen paranoico estalinista, la popularidad de la Séptima no impidió que, al término de la Gran Guerra Patriótica, Shostakóvich volviese a ser víctima de los ataques oficiales. En 1948, al lado de colegas como Prokófiev y Jachaturián, fue acusado por Zhdánov de formalista, se le despojó de su puesto en el Conservatorio y buena parte de sus obras fueron prohibidas. Obligado a escribir música para películas y más himnos patrióticos para recuperar el favor oficial, Shostakóvich también escribió piezas más personales, destinadas al cajón del escritorio, entre ellas sus Canciones basadas en poesía popular judía, escritas en un momento en el que los judíos comenzaban a ser perseguidos, acusados de cosmopolitas.

    Carlos Prieto relata uno de los episodios más perturbadores de la carrera de Shostakóvich en esos años: su viaje a Nueva York en 1949, como parte de la delegación oficial soviética al Congreso para la Paz Mundial celebrado en Nueva York. Allí volvemos a observar al compositor incómodo, balbuciente, obligado a leer discursos previamente preparados y a declarar su animadversión contra Stravinski —uno de sus héroes musicales—, recientemente vetado por las autoridades soviéticas. Las fotografías de ese viaje son el mejor testimonio de la tragedia de Shostakóvich: embajador soviético por la fuerza, rehén voluntario, prisionero del pacto con el régimen que tanto lo había maltratado.

    Tras la muerte de Stalin, en 1953 —el mismo día que Prokófiev—, Shostakóvich comenzó a disfrutar de mayor libertad creativa, pero al mismo tiempo acabó por plegarse a los cauces del sistema, convirtiéndose, a iniciativa de Jrushov, en miembro del Partido Comunista. Aunque el nuevo gobierno había denunciado la represión estalinista e intentado una moderada apertura —el llamado deshielo—, Shostakóvich no dejó de sufrir una profunda crisis personal en esos años, marcados nuevamente por un par de piezas antagónicas: su Decimosegunda Sinfonía, El año 1917, dedicada explícitamente a Lenin, y su Cuarteto para cuerdas número 8, esa especie de autobiografía de la cual parte la novela de Vollman.

    En esta obra el compositor parece debatirse con sus propios demonios, convertido en rehén voluntario del sistema que tanto lo ha maltratado, en parte de ese engranaje de sumisión que tanto detesta. ¿Héroe trágico? ¿Cómplice del horror? De nuevo: como cualquier agente doble, Shostakóvich siempre sirvió a dos amos —el régimen y su conciencia— y, como cualquier agente doble, a veces los límites de su lealtad hacia uno u otra se tornaban irremediablemente difusos, inestables, grises. A veces fue un cobarde, a veces un héroe, pero sobre todo fue un hombre que, como advierten desde la ficción y desde la crítica Vollman y Prieto, sufrió como pocos las embestidas ideológicas del siglo XX. Sus detractores y sus defensores no dejarán de aportar nuevos argumentos para enjuiciarlo o canonizarlo, pero el enigma que lo rodea no desaparecerá con facilidad. Con su equilibrado y sereno análisis de su vida y su obra, Carlos Prieto quizá tampoco haya resuelto del todo el misterio que lo rodea, pero ha logrado entregarnos una cálida aproximación a sus cimas y sus abismos, que son también los nuestros.

    México, D. F., 2 de julio de 2013

    A María Isabel

    A Carlos Miguel, Isabel y Mauricio

    A mi hermano Juan Luis

    A los Cuartetos Prieto

    AGRADECIMIENTOS

    A mi esposa María Isabel, cuyo apoyo y comprensión han sido siempre fundamentales para mí, y que me ha acompañado en múltiples giras internacionales de conciertos, en particular por la Unión Soviética y la nueva Rusia.

    A mi hermano Juan Luis Prieto, que revisó el manuscrito en varias ocasiones. Sus numerosas sugerencias y observaciones permitieron mejorar considerablemente el texto. Le expreso mi profundo reconocimiento por su colaboración tan valiosa.

    A Irina, viuda de Dmitri Shostakóvich, por la información y las fotografías que me proporcionó. Ella me acogió muy amablemente en París y en Moscú, ciudad esta última donde, en compañía de Galina Shostakóvich, hija del compositor, me recibió en el apartamento en que Dmitri e Irina vivieron durante muchos años.

    A Mstislav Rostropóvich, íntimo amigo y colaborador del compositor, que me dio datos y fotografías que han enriquecido este libro.

    A todo el equipo del Fondo de Cultura Económica, encabezado por José Carreño Carlón, su director general, a Tomás Granados, Alejandra García, Max Gonsen, Gerardo Cabello y Carlos Roberto Ramírez, por su estímulo e interés en la publicación de este libro.

    A músicos de numerosos países con quienes he tocado obras de Shostakóvich. La lista es excesivamente larga pero no puedo omitir los nombres de los pianistas Edison Quintana y Doris Stevenson, con quienes he tocado innumerables conciertos en varios continentes; de Mijaíl Arkadiev, artista emérito de Rusia, con quien ofrecí una larga serie de recitales desde Moscú hasta los remotos confines de Siberia, y de Bao Huiqiao y Li Xiang, de China. Omito también, por extensa, la lista de orquestas y de directores y sólo mencionaré a Luis Herrera de la Fuente, el primer director con el que toqué obras de Shostakóvich, y a Carlos Miguel Prieto, con quien compartí escenarios en los conciertos shostakovichianos de 2012.

    INTRODUCCIÓN

    Mi interés por Shostakóvich empezó cuando inicié mis estudios universitarios en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). En su Biblioteca Musical escuché por primera vez, en 1955, una de sus sinfonías. Me impactó tan profundamente que, al poco tiempo, había escuchado toda la obra grabada de este compositor y visto todas las partituras disponibles en dicha biblioteca. No es que me gustara toda su música; por el contrario, al lado de obras que me entusiasmaban había otras cuya banalidad, superficialidad y bajo nivel musical me producían asombro y decepción. El más completo misterio rodeaba una significativa fracción de su obra. Su segunda y tercera sinfonías y su ópera Lady Macbeth de Mtsensk se habían tocado en la Unión Soviética, y pronto habían quedado proscritas del repertorio, condenadas como formalistas, burguesas y decadentes.

    Extrañamente, había retirado su Cuarta Sinfonía en las vísperas de su estreno y tras numerosos ensayos. Habían pasado más de veinte años y la obra no se había tocado jamás. Esperaba yo con gran impaciencia la aparición de cada nueva composición o la resurrección de obras anteriores y hacía lo indecible por conseguir sus nuevos discos. A veces, la novedad en cuestión era para mí una total desilusión; en otras ocasiones se trataba de obras maestras que volvían a acrecentar mi entusiasmo y mi curiosidad por su figura y su música, envueltas ambas en el misterio.

    Mi interés por este compositor pronto se extendió a la lengua, la historia y la cultura rusas. Me inscribí en el Departamento de Ruso del MIT y tomé todos los cursos que allí se impartían. Cuando todavía estudiaba en el MIT se presentó una primera oportunidad de ir a Rusia. En 1958 el Departamento de Estado convocó a estudiantes interesados en ir como intérpretes para una gran exposición que los Estados Unidos montaron en Moscú. Aprobé el examen requerido pero tuve la gran desilusión de que no me aceptaran por no ser ciudadano estadunidense. A resultas de una serie de casualidades, la oportunidad se me presentó poco después, en 1959. Ese año viajó a México una importante delegación oficial soviética encabezada por Anastás I. Mikoián, a la sazón viceprimer ministro de la URSS, habilísimo político, uno de los pocos en sobrevivir a las purgas desde la era de Lenin. Formaron parte de la delegación los compositores Shostakóvich y Kabalevski, a quienes conocí en la ciudad de México. No olvido la impresión que me causó Shostakóvich. Fue en ocasión de un concierto en Bellas Artes. Lo saludé durante el intermedio. Sus ojos claros parpadeaban continuamente y sus manos y rostro denotaban un intenso nerviosismo.

    En un recorrido por la capital de Nuevo León, la misión oficial soviética incluyó una visita a la Fundidora Monterrey, empresa donde yo trabajaba. El intérprete oficial sufrió una indisposición temporal y, a falta de mejor opción, tuve que remplazarlo. Acompañé durante algunas horas a Mikoián, al embajador soviético Bazykin y a otros delegados. Al despedirse, Mikoián me dijo: Usted, amigo Prieto, debería ir a conocer la Unión Soviética. ¿No le interesaría? Por supuesto: me interesaría no sólo ir, sino quedarme algún tiempo y tomar cursos intensivos de ruso. Le encargo a usted, camarada Bazykin, que organice el viaje y la estancia del ingeniero Prieto, le ordenó Mikoián al embajador, dejándome estupefacto.

    Por mi lado, obtuve los permisos del caso para ausentarme algunos meses de la fábrica. Pasaron semanas y meses sin noticia alguna del viaje a la URSS. Mi decepción crecía. Al cabo de un año me olvidé del asunto. Pero yo no conocía entonces la burocracia soviética. A los dos años y medio recibí una llamada del embajador Bazykin. El viaje estaba arreglado así como mi inscripción en la Universidad Lomonosov de Moscú.

    El 11 de septiembre de 1962 llegué a Moscú. Me parecía imposible estar allí. Era la época de Nikita Jrushov, el primer renovador tras la terrible dictadura de Stalin. Se vivía, en pequeña escala, una primera glasnost y una primera perestroika. Grandes logros tecnológicos y científicos habían permitido a la URSS ser la pionera de la exploración espacial, con el primer satélite artificial, el Sputnik, y con el primer vuelo orbital humano de Yuri Gagarin. El optimismo reinante había inducido a Jrushov a predecir que en veinte años la URSS sobrepasaría el nivel de vida de los estadunidenses y que el sistema soviético llevaría a los Estados Unidos a la tumba. Los sepultaremos, había proclamado.

    Aquella primera estancia —al cabo de la cual obtuve un diploma de lengua rusa en la Universidad Lomonosov— fue para mí de un interés apasionante y fue objeto de mi primer libro, Cartas rusas, publicado en México en 1964. Volví a ver a Shostakóvich en Moscú ese año de 1962 y en 1968, como relataré más adelante.

    Se ha escrito mucho acerca de Shostakóvich, uno de los más enigmáticos compositores del siglo XX. En lo particular, me impulsa a escribir este libro la experiencia que a lo largo de mi vida he acumulado con su música. Además de haberlo tratado en varias ocasiones, conozco prácticamente toda su obra, desde piezas para piano solo, tríos, cuartetos, sonatas, canciones, música para cine y teatro, hasta sus conciertos, sinfonías, cantatas, óperas y ballets. En mi carrera como violonchelista, Shostakóvich ha sido una presencia permanente. He grabado sus obras principales y he tocado en múltiples países sus composiciones para violonchelo y piano, para violonchelo y orquesta, tríos y cuartetos.

    En 2013 se cumplen ciento siete años de su nacimiento. Su música refleja las terribles épocas en que vivió. Nació en San Petersburgo en 1906, en la era del zar Nicolás II. Tenía once años cuando Lenin tomó el poder. Le tocó toda la época de Stalin, durante la cual sufrió humillaciones, angustias y acoso que incluso le hicieron temer por su vida. Conoció años algo mejores —nunca óptimos— bajo Jrushov y falleció en 1975, a los sesenta y nueve años de edad, en pleno periodo de Brézhnev, dieciséis años antes del colapso de la Unión Soviética.

    A partir de entonces, su obra ha sido objeto de una creciente revaloración. Pocos cuestionan hoy su posición como uno de los más grandes compositores del siglo XX. El misterio y la controversia que envolvieron gran parte de su vida y de su obra lo han perseguido aun después de su muerte.

    He aquí el texto oficial del Partido Comunista de la URSS con el que dio a conocer su fallecimiento:

    A la edad de sesenta y nueve años falleció el gran compositor de nuestra época, Dmitri Dmitrievich Shostakóvich, diputado del Supremo Soviet de la URSS, laureado con los Premios Lenin y del Estado de la URSS. Hijo fiel del Partido Comunista, eminente figura, el ciudadano artista D. D. Shostakóvich dedicó toda su vida al desarrollo de la música soviética y reafirmó los ideales del humanismo socialista y del internacionalismo…

    El obituario lleva las firmas de Leonid Brézhnev, primer secretario del Partido Comunista de la URSS; los compositores Andréi Eshpái, D. Kabalevski, Kara Karáiev, Aram Jachaturián, Tijon Jrénikov, Grigori Svirídov, los directores de orquesta Kiril Kondrashin, Evgueni Mravinski y muchos más.

    Esta imagen de Shostakóvich como hijo fiel del Partido Comunista choca con gran parte de su obra y con la terrible represión de que fue víctima en diversas épocas de su vida.

    La soprano Galina Vishnévskaia, esposa del violonchelista Mstislav Rostropóvich, escribió: En sus obras, Shostakóvich expone con indignación la realidad, se aflige y sufre hondamente […] Sus sinfonías, esos monólogos sin palabras, reflejan protesta y tragedia, dolor y humillación […] Su música sacude profundamente incluso a aquellos que no conocen la política del terror.¹

    El musicólogo ruso Solomon Vólkov publicó en 1979, cuatro años después de la muerte de Shostakóvich, un pretendido libro de memorias titulado Testimonio. Las memorias de Dmitri Shostakóvich tal como fueron relatadas a Solomon Vólkov.² Vólkov había trabajado en Moscú en la revista Sovietskaya Muzyka [Música Soviética] y emigrado a los Estados Unidos en 1976. El libro apareció en inglés y tuvo un notable éxito de ventas, lo que le valió ser traducido pronto a diversas lenguas. No se publicó en la Unión Soviética sino años después, en 1988, catorce años después del fallecimiento de Shostakóvich.

    Yo mismo lo leí con enorme interés, pero pronto puse en duda la autenticidad de las supuestas memorias.

    Vólkov declaró que todo el texto de Testimonio proviene del material dictado por el compositor a lo largo de muy numerosas entrevistas, que jamás utilizó datos provenientes de otras fuentes y que no había copiado artículos del compositor publicados anteriormente. Tales aseveraciones no son ciertas. Desde 1958 fui suscriptor de la revista Sovietskaya Muzyka y he encontrado infinidad de párrafos de entrevistas anteriores de Shostakóvich copiados literalmente en Testimonio. Otro tanto ocurre con entrevistas y declaraciones publicadas en otros libros, revistas y periódicos soviéticos. Galina Vishnévskaia declaró:

    Leí el manuscrito ruso […] Me produjo una extraña impresión. Me pareció una colección de historias más o menos conocidas. Si el libro hubiera sido escrito como obra de Vólkov, lo hubiera percibido de manera totalmente diferente. Pero al poner todas las historias en boca de Shostakóvich, su sentido fue totalmente tergiversado.³

    Debido a las enfermedades sufridas por el compositor en sus últimos años, su esposa Irina estuvo continuamente a su lado y afirma que las entrevistas entre Shostakóvich y Vólkov no fueron muy numerosas, como asegura Vólkov, sino apenas tres o cuatro.

    La mayor parte de Testimonio proviene, por tanto, de declaraciones, entrevistas y escritos anteriores del compositor, y algunas páginas, de las pocas memorias realmente dictadas a Vólkov. Pero —esto es lo más grave— Testimonio contiene frases y opiniones claramente falsas que Vólkov pone en boca de Shostakóvich. Por tales razones, Testimonio está desacreditado como fuente fidedigna de información acerca del compositor. Sólo utilizaré ese texto cuando esté seguro de la autenticidad de su contenido.

    Secuelas de Testimonio fueron una serie de libros más bien simplistas como el de Ian MacDonald, titulado El nuevo Shostakóvich. ¿Estalinista leal o disidente despectivo?,⁴ que contrapone a la vieja imagen de un Shostakóvich atormentado que tuvo que doblegarse ante los dictados de un Estado todopoderoso, la de un genio que sólo fingió acatar dichos dictados y que, desde lo más profundo de su ser, descargó en su obra musical, por medio de claves bastante transparentes, su solidaridad con los sufrimientos del pueblo y la expresión de su denuncia, indignación y crítica sarcástica por la acción del partido y de Stalin en particular.

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