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El nuevo breviario del señor Tompkins
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Libro electrónico379 páginas5 horas

El nuevo breviario del señor Tompkins

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Ameno breviario dedicado a develar en un tono incluso humorístico y de cuento los principios operativos de la física moderna. Los ensayos aquí expuestos ponen al alcance del lector los fenómenos de la fisión y la fusión atómicas, el comportamiento de las partículas elementales de la materia y las leyes que rigen el funcionamiento del cosmos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 feb 2013
ISBN9786071613066
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    George Gamow's Mr Tompkins was a fascinating attempt to explain modern Physics to a wide audience without getting bogged down in technical detail. Gamow's use of analogy and simplification works well, and really does explain where Physics was at at the time it was written.However, some of the attitudes and even the theories now look somewhat dated. Times have changed, and Physics and society have changed too.So some bright spark thought "Let's update Gamow's work for the present." An admirable idea, but unfortunately one doomed in the execution.In an attempt to make the female character less of a bystander, she's become a strong, independent woman who is often thrust into situations where she is not required just to prove how strong and independent she is. It reads as if it was updated by skimming over some feminist articles from the 70s and injecting the ideas at random. The impact this has on the remainder of the prose is irredeemable.Get the original. Even with it's dated ideas on society and women, it's much better than this.

Vista previa del libro

El nuevo breviario del señor Tompkins - George Gamow

El nuevo breviario

del señor Tompkins

George Gamow


Traducción de Francisco Rebolledo

Revisión de traducción de Juan José Utrilla

Revisado y actualizado por Russell Stannard

Ilustrado por Michael Edwards

En el país de las maravillas:

   Primera edición en inglés, 1940

   Primera edición en español, 1958

La investigación del átomo:

   Primera edición en inglés, 1945

   Primera edición en español, 1956

El breviario del señor Tompkins (contiene los títulos anteriores):

   Primera edición en inglés, 1965

   Primera edición en español, 1985

   Segunda edición revisada y actualizada en inglés, 1999

   Segunda edición en español, de la segunda en inglés, 2009

      Primera reimpresión, 2012

   Primera edición electrónica, 2013

Título original: The New World of Mr. Tompkins

© 1999, Cambridge University Press

D. R. © 2009, Fondo de Cultura Económica

Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

Empresa certificada ISO 9001:2008

Comentarios:

editorial@fondodeculturaeconomica.com

Tel. (55) 5227-4672

Fax (55) 5227-4649

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-1306-6

Hecho en México - Made in Mexico

ÍNDICE

Prólogo del revisor

Prefacio

I. Límite de velocidad en la ciudad

II. La conferencia del profesor sobre relatividad que provocó el sueño del señor Tompkins

III. El señor Tompkins se va de vacaciones

IV. Las notas de la conferencia del profesor sobre el espacio curvo

V. El señor Tompkins visita un universo cerrado

VI. Ópera cósmica

VII. Agujeros negros, muerte térmica y el soplete

VIII. Snooker cuántico

IX. El safari cuántico

X. El demonio de Maxwell

XI. La alegre tribu de los electrones

XI BIS. El resto de la conferencia anterior durante la cual dormitó el señor Tompkins

XII. En el interior del núcleo

XIII. El tallador de madera

XIV. Agujeros en la nada

XV. Una visita al colisionador de átomos

XVI. La última conferencia del profesor

XVII. Epílogo

Glosario

PRÓLOGO DEL REVISOR

NO puede haber muchos físicos que, en un momento u otro, no hayan leído las aventuras del señor Tompkins. La ya clásica introducción de Gamow a la física moderna, aunque originalmente dirigida a los legos, ha demostrado poseer un atractivo duradero y universal. Yo mismo siempre he considerado con el mayor afecto al señor Tompkins. Por lo tanto, quedé encantado cuando me pidieron poner el libro al día.

Hacía ya mucho tiempo que era necesaria una nueva versión, pues en los 30 años transcurridos desde su última edición han ocurrido incontables cosas, especialmente en los ámbitos de la cosmología y de la física nuclear de alta energía. Pero, al releer el libro, me pareció que no sólo la física necesitaba mi atención.

Por ejemplo, los nuevos productos de Hollywood difícilmente podrían considerarse como romances infinitos entre estrellas populares. Asimismo, dada nuestra actual preocupación por las especies en peligro de extinción, ¿se debe presentar la teoría cuántica haciendo referencias a la cacería de tigres? ¿Y qué decir de Maud, la hija del profesor, haciendo pucheros y "enfrascada en la lectura de Vogue, deseando tener un abrigo de mink, y a quien se le dice vete a correr, chiquilla", a la sola mención de la física? Esto no parece muy oportuno en un momento en que se están haciendo grandes esfuerzos por convencer a las muchachas de que estudien física.

También la trama presentaba dificultades. Aunque se le debe dar crédito a Gamow por la manera innovadora en que presentó la física por medio de un cuento, el argumento siempre ha tenido sus fallas. Por ejemplo, el señor Tompkins repetidas veces aprende en sus sueños la nueva física antes de tener oportunidad alguna de enterarse (así fuera subliminalmente) de tales ideas, por medio de situaciones de la vida real, como las conferencias del profesor o unas conversaciones. O bien tomemos el caso de sus vacaciones en la playa. En el tren se queda dormido y sueña que el profesor lo acompaña en su viaje. Después resulta que en realidad el profesor estaba de vacaciones con él, y el señor Tompkins teme que recuerde cómo él hizo el ridículo en el tren… ¿en su sueño?

A veces, las explicaciones de la física no son tan claras como podrían haberlo sido. Por ejemplo, al tratar de la relativista pérdida de simultaneidad de hechos que ocurren en diferentes lugares, se describe una situación en que, desde dos naves espaciales, unos observadores comparan los resultados. Pero en lugar de adoptar el punto de vista de uno de estos dos marcos de referencia, el problema se enfoca desde un tercero, desde un ámbito desconocido en que van ambas naves espaciales. Asimismo, el relato en que tirotean al jefe de la estación mientras el portero al parecer estaba leyendo un periódico en el otro extremo de la plataforma no establece, en realidad, la inocencia de éste… como se afirma. (La descripción necesitaría anular la posibilidad de que el portero disparara el arma antes de sentarse a leer el periódico.)

Y también está la cuestión de qué hacer con la ópera cósmica. Desde luego, siempre fue un poco forzada la idea de que esa obra se presentara en la ópera de Covent Garden. Pero ahora nos enfrentamos al nuevo problema de que el tema de la ópera —la rivalidad entre la teoría de la Gran Explosión y la teoría del Estado Estacionario— no puede presentarse, hoy, como cuestión candente, pues las pruebas experimentales se han inclinado decisivamente en favor de la primera. Y sin embargo, la exclusión de este ingenioso y alegre intermedio sería una gran pérdida.

Hay otra dificultad en las ilustraciones. El breviario del señor Tompkins fue ilustrado, en parte, por John Hookham, y en parte por el propio Gamow. Para describir los últimos avances de la física se requerían nuevas ilustraciones, por lo que fue indispensable recurrir a un tercer artista. ¿Qué era preferible: un insatisfactorio contraste de estilos o un enfoque completamente nuevo?

A la luz de estas diversas consideraciones, había que tomar una decisión: podía yo contentarme con una mínima revisión en que simplemente parchara las cuestiones de la física e hiciera la vista gorda ante las demás fallas, o bien podía enfrentarme a la dificultad y hacer una reconstrucción minuciosa.

Me decidí por esto último. En todos los capítulos había que intervenir. Los capítulos VII, XV, XVI y XVII son enteramente nuevos. También me pareció útil añadir un glosario. Los detallados cambios que propuse recibieron la aprobación de la familia Gamow, de los editores y de todos sus consejeros… con la notable excepción de un asesor, quien opinó que no debía tocarse siquiera el texto. ¡Esta opinión disidente fue clara señal de que no podría yo complacerlos a todos! Sin duda siempre habrá quienes prefieran quedarse con el original… lo que también es justo.

Pero en lo tocante a esta versión, va dirigida en primer lugar a quienes no conocen todavía al señor Tompkins. Aunque tratando de conservarse fiel al espíritu y al enfoque del original de Gamow, intenta inspirar y satisfacer las necesidades de la siguiente generación de lectores. Como tal, quiero pensar que ésta es una versión que habría escrito el propio George Gamow si aún estuviese trabajando hoy.

AGRADECIMIENTOS

Vaya mi gratitud a Michael Edwards por acompañar el texto con sus graciosas ilustraciones. También estoy en deuda con Matt Lilley por sus comentarios, útiles y constructivos, a una redacción anterior. También tengo en alta estima el aliento y el apoyo que recibí de la familia Gamow.

PREFACIO

En el invierno de 1938 escribí un cuento científicamente fantástico (no una historia de ciencia ficción) en el que procuré explicar al lego las ideas fundamentales de la teoría de la curvatura del espacio y el universo en expansión. Decidí hacer esto exagerando los fenómenos relativistas realmente existentes, al grado de que fueran fácilmente observables por el héroe de la historia, C. G. H.[*] Tompkins, empleado bancario interesado en la ciencia moderna.

Envié el manuscrito a Harper’s Magazine y, como a todos los autores noveles, me lo rechazaron. Lo mismo pasó con la otra media docena de revistas con las que hice el intento, de modo que metí el manuscrito en un cajón y lo olvidé. En el siguiente verano asistí al Congreso Internacional de Física Teórica organizado por la Sociedad de las Naciones en Varsovia. Junto a un vaso de excelente miód polaco, charlé con mi viejo amigo sir Charles Darwin, nieto del autor de El origen de las especies, y la conversación fue a caer en la popularización de la ciencia. Le conté a Darwin de mi mala suerte por este lado, y me dijo:

—Mire, Gamow, cuando regrese usted a los Estados Unidos busque aquel manuscrito y mándeselo al doctor C. P. Snow, que es el redactor de una revista científica popular, Discovery, que edita la Cambridge University Press.

Así lo hice, y en una semana llegó un telegrama de Snow: Su artículo será publicado en el próximo número. Favor de enviar más. Fue así como en posteriores números de Discovery aparecieron cuentos del señor Tompkins que popularizaban la teoría de la relatividad y la teoría cuántica. Poco después recibí una carta de la Cambridge University Press, donde proponían que fueran publicados en forma de libro aquellos artículos, con unas cuantas historias más para aumentar el número de páginas. El libro Mr. Tompkins in Wonderland fue publicado por la Cambridge University Press en 1940, y desde entonces ha tenido 16 reimpresiones.

Fue seguido por Mr. Tompkins Explores the Atom, publicado en 1944, y a estas alturas reimpreso nueve veces. Además, los dos libros han sido traducidos a prácticamente todos los idiomas europeos (con excepción del ruso), y también al chino y al hindi.

Recientemente la Cambridge University Press decidió unir los dos volúmenes originales en una sola edición rústica y me pidieron que actualizara aquel viejo material y añadiese alguna historia acerca de los adelantos, en la física y campos afines, habidos desde que los libros aparecieron por primera vez. Añadí las historias de la fisión y la fusión, del universo en estado uniforme y los emocionantes problemas de las partículas elementales. El material resultante constituye el presente libro.

Hay que decir unas palabras sobre las ilustraciones. Los artículos de Discovery y el primero de los libros mencionados fueron ilustrados por John Hookham, creador de los rasgos faciales del señor Tompkins. Cuando escribí el segundo volumen, Hookham había dejado de trabajar como ilustrador y decidí ilustrar el libro yo mismo, ateniéndome fielmente al estilo de Hookham. Las ilustraciones nuevas del presente volumen son también mías. Los versos y canciones que figuran en el libro fueron escritos por mi esposa, Barbara.

G. GAMOW.

Universidad de Colorado

Boulder, Colorado


[*] Las iniciales del señor Tompkins proceden de tres constantes físicas fundamentales: la velocidad de la luz, c, la constante gravitacional, G, y la constante cuántica, h, que tienen que ser modificadas en grado superlativo a fin de que haya efectos fáciles de advertir por el hombre común y corriente.

I. LÍMITE DE VELOCIDAD EN LA CIUDAD

ERA un día festivo y el señor Tompkins, modesto empleado de un gran banco de la ciudad, se levantó tarde y disfrutó de un sabroso y tranquilo desayuno. Al planear qué haría ese día, pensó primero en ir al cine por la tarde. Abrió el diario local y buscó la cartelera cinematográfica, pero ninguna de las películas le interesó. Detestaba la obsesión actual por el sexo y la violencia. Lo demás eran las acostumbradas películas para niños que se exhiben los días feriados. ¡Lástima que no hubiera ni una sola con un poco de aventuras reales, con algo insólito y tal vez inquietante! No, no había ninguna.

Inesperadamente su mirada se detuvo en un pequeño anuncio, en la esquina de la página. La universidad de la ciudad anunciaba una serie de conferencias sobre los problemas de la física moderna. El tema de la conferencia de esa tarde sería la teoría de la relatividad de Einstein. ¡Bueno, tal vez eso valdría la pena! Había oído con frecuencia que sólo una docena de personas en el mundo comprendía realmente la teoría de Einstein. ¡Tal vez él podría ser la decimotercera! Decidió ir a la conferencia: a lo mejor era justamente lo que necesitaba.

Al llegar al gran auditorio de la universidad vio que la conferencia ya había empezado. El recinto estaba lleno de estudiantes jóvenes, pero también había unas cuantas personas mayores y pensó que tal vez fuesen simples miembros del público, como él. Escuchaban con mucha atención a un hombre alto, de barba blanca, que, de pie junto a un proyector, explicaba a sus oyentes las ideas fundamentales de la teoría de la relatividad.

Lo más que logró entender el señor Tompkins fue que todo el meollo de la teoría de Einstein es que existe una velocidad máxima, la de la luz, que no puede ser superada por ningún objeto material. De este hecho se desprenden muchas consecuencias extrañas e insólitas. Por ejemplo, cuando corren a velocidades cercanas a la de la luz, las reglas para medir se contraen y los relojes se retrasan. Sin embargo, el profesor explicó que, como la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por segundo, esos efectos relativistas difícilmente pueden observarse en la vida cotidiana.

Al señor Tompkins le pareció que eso iba en contra del sentido común y, mientras se esforzaba por imaginar cómo serían esos efectos, su cabeza fue cayendo lentamente sobre su pecho…

Cuando volvió a abrir los ojos se dio cuenta de que ya no estaba sentado en la banca de una sala de conferencias, sino en una de las bancas que las autoridades colocan para comodidad de los pasajeros que esperan el autobús. Se encontraba en una hermosa ciudad antigua, en una calle flanqueada por varios edificios universitarios del estilo medieval. Sospechó que estaba soñando, aunque nada le parecía fuera de lo común en esa escena. Las agujas del gran reloj de la torre universitaria que se alzaba frente a él marcaban las cinco en punto.

La calle estaba casi vacía, salvo por un ciclista solitario que avanzaba lentamente hacia él. Cuando lo tuvo cerca, el señor Tompkins abrió desmesuradamente los ojos, asombrado. La bicicleta y el joven que la conducía se habían acortado de manera increíble en la dirección de su propio movimiento, como vistos a través de una lente cilíndrica. En el reloj de la torre sonaban las cinco, y el ciclista, que sin duda tenía prisa, pedaleó con más fuerza. El señor Tompkins no notó que aumentara mucho su velocidad, pero el ciclista se redujo aún más al acelerar y cuando llegó al final de la calle ya se veía sólo como una figura plana recortada de una cartulina. El señor Tompkins entendió al momento lo que le había ocurrido al ciclista: la contracción de los cuerpos en movimiento, de la que acababa de oír. Quedó muy complacido consigo mismo. El límite de velocidad de la naturaleza debe ser más bajo aquí —concluyó—. La verdad es que no puede ir a mucho más de 30 kilómetros por hora, pero en esta ciudad el efecto se percibe sin necesidad de usar cámaras de alta velocidad. Tenía razón. Una ambulancia que pasó en ese momento no lo hizo mucho mejor que el ciclista: con las luces parpadeando y la sirena aullando, daba la impresión de que apenas se movía.

El señor Tompkins sintió deseos de perseguir al ciclista para preguntarle qué sentía al estar aplanado en esa forma. Pero, ¿cómo alcanzarlo? En ese momento, vio que otra bicicleta estaba apoyada contra el muro de la universidad. El señor Tompkins pensó que tal vez era de un estudiante que estaba en clase y no la echaría de menos si la tomaba prestada por un rato. Asegurándose de que nadie lo notara, montó en el vehículo y salió a toda velocidad para alcanzar al otro ciclista.

Él esperaba que a causa de su recién adquirido movimiento su figura se acortara de inmediato, lo cual sería bueno porque el crecimiento del volumen de su abdomen le provocaba cierta preocupación. Sin embargo, para su sorpresa, nada sucedió: tanto él como su bicicleta conservaron la misma forma y tamaño. En cambio, el paisaje a su alrededor cambió por completo: las calles se volvieron más cortas, los escaparates de las tiendas se convirtieron en delgadas rendijas y los peatones eran las personas más flacas que hubiera visto.

—¡Ah, sí! —exclamó el señor Tompkins, emocionado—, ahora lo entiendo. Aquí es donde entra la palabra relatividad. Todo lo que se mueve en relación conmigo se vuelve más corto, ¡sin importar quién mueva los pedales!

Él era buen ciclista y se esforzó al máximo para alcanzar al muchacho; sin embargo, descubrió que no era fácil acelerar con esa bicicleta. Aunque hacía girar los pedales con todas sus fuerzas, el aumento de velocidad era casi insignificante. Ya le empezaban a doler las piernas, pero ni así conseguía pasar junto a los postes de las lámparas de las esquinas con mayor rapidez que cuando inició su carrera. Parecía que todos sus esfuerzos por ir más de prisa eran inútiles. Empezó a comprender por qué la ambulancia no lograba hacerlo mucho mejor que el ciclista. Entonces recordó lo que el profesor había dicho sobre la imposibilidad de superar el límite de la velocidad de la luz. Sin embargo, notó que cuanto más se esforzaba, más cortas le parecían las cuadras de esa calle. El ciclista que iba delante de él no parecía estar demasiado lejos, y de hecho, al fin logró alcanzarlo. Pedaleando a su lado, lo miró, y se sorprendió al ver que tanto el ciclista como la bicicleta tenían ahora un aspecto perfectamente normal.

¡Ah!, debe ser porque ya no nos estamos moviendo uno en relación con el otro, concluyó.

—Disculpe —le preguntó—, ¿no le parece fastidioso vivir en una ciudad con un límite de velocidad tan bajo?

—¿Límite de velocidad? —contestó el otro, sorprendido—. Aquí no tenemos ningún límite de velocidad. Puedo ir tan rápido como quiera, ¡o al menos como podría ir si tuviera una motocicleta en lugar de esta vieja bicicleta!

—Pero iba muy despacio hace poco, cuando lo alcancé —dijo el señor Tompkins.

—Yo no diría que vayamos despacio —replicó el joven—. Ya pasamos cinco cuadras desde que empezamos a hablar. ¿No le parece eso bastante rápido?

—Sí, claro, pero eso es porque las cuadras y las calles se han vuelto muy cortas —protestó el señor Tompkins.

—¿Y cuál es la diferencia? Avanzamos más de prisa o la calle se vuelve más corta: a fin de cuentas, da lo mismo. Tengo que recorrer 10 cuadras para llegar a la oficina de correos. Si pedaleo con más fuerza, las cuadras se vuelven más cortas y llego más pronto. De hecho, ya llegué —dijo el joven, deteniendo su bicicleta y bajando de ella.

También el señor Tompkins se detuvo. Miró el reloj de la oficina de correos: marcaba las cinco y media.

—¡Ajá! —exclamó en tono triunfal—. ¿Qué le dije? Iba muy despacio: tardó media hora en recorrer esas 10 cuadras. Eran exactamente las cinco en punto en el reloj de la universidad cuando usted pasó junto a mí ¡y ahora son las cinco y media!

—¿Notó usted que pasara media hora? —le preguntó el ciclista—. ¿Le pareció que había pasado media hora?

El señor Tompkins lo tuvo que reconocer: en realidad no parecía que hubiera pasado tanto tiempo sino apenas unos cuantos minutos. Más aún, al mirar su reloj de pulsera vio que solamente marcaba las cinco con cinco minutos.

—¡Oh! —murmuró—. ¿Quiere usted decir que el reloj de la oficina de correos está adelantado?

—Se podría decir que sí —respondió el joven—. Pero, por supuesto, también podría ser que su reloj se atrase; ha avanzado en relación con el otro reloj, ¿verdad? ¿Esperaba usted acaso otra cosa? —preguntó, mirando al señor Tompkins con cierta exasperación—. Pero ¿qué le pasa? Habla como si viniera de otro planeta.

Y diciendo eso, el joven entró en la oficina de correos.

El señor Tompkins lamentó no tener a mano al profesor para que le explicara esos extraños sucesos. Era obvio que el joven era de allí y estaba acostumbrado a ese tipo de cosas desde antes de aprender a caminar. Así pues, el señor Tompkins tendría que explorar por sí mismo ese extraño mundo. Reajustó su reloj a la hora del reloj de la oficina de correos y, para cerciorarse de que todavía funcionaba correctamente, esperó 10 minutos. Ahora, con la misma hora que el reloj de la oficina, todo parecía estar bien.

Reanudando su recorrido calle abajo, llegó a la estación del ferrocarril y decidió revisar de nuevo su reloj, comparándolo esta vez con el de la estación. Para su desgracia, el suyo estaba de nuevo un poco atrasado.

—¡Vaya, otra vez la dichosa relatividad! —concluyó el señor Tompkins—. Seguramente sucede cada vez que me muevo. ¡Qué incómodo tener que reajustar el reloj cada vez que uno va a otro lugar!

En ese momento, un caballero bien vestido salió de la puerta de la estación. Por su apariencia, se trataba de un cuarentón. Miró a su alrededor, reconoció a una anciana que lo esperaba en la acera, y se acercó a saludarla. Para sorpresa del señor Tompkins, ella saludó al caballero diciéndole querido abuelo. ¿Cómo era posible tal cosa? ¿Cómo podía él ser abuelo de ella?

Dominado por la curiosidad, el señor Tompkins se acercó a la pareja y preguntó tímidamente:

—Disculpen, pero, ¿he oído bien? ¿Es usted de verdad su abuelo? Perdónenme, pero yo…

—¡Ah, ya veo! —dijo el caballero, sonriendo—. Tal vez le debo una explicación. Es que mis negocios me obligan a viajar mucho.

Al ver que el señor Tompkins no salía de su perplejidad, el extraño añadió:

—Paso la mayor parte de mi vida en el tren. Por eso, es natural que envejezca mucho más despacio que mis parientes que viven en la ciudad. Siempre es un placer regresar y ver a mi querida nietecita. Ahora tendrá usted que disculparme por favor…

Detuvo un taxi y dejó al señor Tompkins solo con sus inquietudes.

Se confortó un poco con un par de sándwiches que compró en el café de la estación.

—Sí, por supuesto —murmuró, dando un sorbo a su café—. El movimiento hace que el tiempo se vuelva más lento, por eso él envejece menos. Y todo movimiento es relativo —eso fue lo que dijo el profesor—, por eso él parece más joven que sus parientes, así como los parientes le parecen más jóvenes a él. Muy bien. Así se resuelve el asunto.

Pero entonces se detuvo; bajó la taza. "¡Un momento, eso no está bien! —pensó—. La nieta no le pudo parecer más joven a ese señor; él también la veía más vieja. ¡Las canas no son relativas! ¿Qué significa eso? ¿Entonces no todo movimiento es relativo?"

Decidió hacer un último intento de averiguar cómo son las cosas en realidad y recurrió al único parroquiano que estaba en el café: un hombre solitario con uniforme de ferrocarrilero.

—Perdón —comenzó—, ¿sería usted tan amable de decirme quién es responsable de que los pasajeros que viajan en el tren envejezcan mucho más despacio que la gente que se queda en un mismo lugar?

—Yo soy responsable de eso —respondió el hombre, con naturalidad.

—¡Oh! —exclamó el señor Tompkins—. ¡Cómo…

—Yo soy un maquinista del ferrocarril —respondió el hombre como si con eso lo explicara todo.

—¿Es maquinista? —repitió el señor Tompkins—. Yo siempre quise ser maquinista… cuando era niño, quiero decir. Pero… ¿eso qué tiene que ver con que las personas se mantengan jóvenes? —agregó, con expresión de creciente desconcierto.

—No lo sé con precisión —replicó el maquinista—, pero así es. Así me lo dijo un fulano de la universidad. Estábamos sentados por allá —indicó, señalando hacia una mesa junto a la puerta—. Sólo estábamos pasando el rato, ¿sabe?, y entonces me habló de eso. Son cosas demasiado elevadas para mí, claro. No entendí ni una palabra, pero me dijo que todo se reduce a aceleración y desaceleración. Eso sí lo recuerdo. Lo que afecta al tiempo no es sólo la velocidad —apuntó—, sino también la aceleración. Cada vez que se produce un acelerón o un frenazo en el tren, como cuando entramos a una estación o salimos de ella, eso altera el tiempo para los pasajeros. Alguien que no vaya en el tren no será afectado para nada a causa de esos cambios. Cuando el tren entra al andén, no vemos que la gente que espera allí tenga que sostenerse de barandales o de algún objeto para no irse de bruces, como los pasajeros que van en el tren. En ese hecho está toda la diferencia… de alguna manera… —dijo, encogiéndose de hombros.

De pronto una mano pesada sacudió el hombro del señor Tompkins.

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