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Memorias, II: El desierto internacional, La tierra prometida, Equinoccio
Memorias, II: El desierto internacional, La tierra prometida, Equinoccio
Memorias, II: El desierto internacional, La tierra prometida, Equinoccio
Libro electrónico1173 páginas17 horas

Memorias, II: El desierto internacional, La tierra prometida, Equinoccio

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Poseedor de una de las plumas más notables e incisivas de nuestra lengua y pieza clave en la consolidación de las instituciones educativas de México, Jaime Torres Bodet nos lega en sus memorias un fiel testimonio de su paso por dichas instituciones y por el Servicio Exterior Mexicano. Ofrece una perspectiva amplia de su época, las personas y los acontecimientos que marcaron tres cuartas partes del siglo XX mexicano, pero también en la escena internacional, fruto de su labor diplomática. Este volumen abunda en las experienias de Torres Bodet como director general de la UNESCO, sobre personajes ilustres —como Charles de Gaulle, Golda Mier, Roosevelt—, y un amplio abanico de hechos trascendentes para siglo XX.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 may 2017
ISBN9786071649744
Memorias, II: El desierto internacional, La tierra prometida, Equinoccio

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    Memorias, II - Jaime Torres Bodet

    JAIME TORRES BODET

    Nació y murió en la Ciudad de México. Escritor, poeta y ensayista, fue también un destacado funcionario público y diplomático. En 1921 fue secretario particular del rector de la Universidad Nacional, José Vasconcelos. Escritor precoz, publicó su primer libro de poemas a los 16 años. Fue miembro del grupo de los Contemporáneos. Entre 1929 y 1940 participó en el servicio diplomático mexicano en las representaciones de Madrid, París, Buenos Aires y Bruselas. Fue secretario de Relaciones Exteriores, director general de la UNESCO y embajador de México en Francia de 1954 a 1958 y de 1970 a 1971. Estuvo al frente de la Secretaría de Educación Pública en dos periodos: de 1943 a 1946 y de 1958 a 1964, gestiones durante las cuales impulsó importantes campañas de alfabetización y mejoramiento de la enseñanza primaria, entre ellas la creación de la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos. En 1966 recibió el Premio Nacional de Literatura y en 1971 la Medalla Belisario Domínguez

    Entre su obra literaria se encuentran: Poemas juveniles (1916-1917), Poemas (1924), Lecturas clásicas para niños (1925), La misión de la UNESCO (1949), Rubén Darío (1966) y Tiempo de arena (1955).

    VIDA Y PENSAMIENTO DE MÉXICO

    MEMORIAS

    II

    JAIME TORRES BODET

    Memorias

    II

    EL DESIERTO INTERNACIONAL

    LA TIERRA PROMETIDA

    EQUINOCCIO

    Primera edición, 2017

    Primera edición electrónica, 2017

    Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit

    D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. (55) 5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-4974-4 (ePub)

    ISBN 978-607-16-4972-0 (ePub, Obra completa)

    Hecho en México - Made in Mexico

    SUMARIO

    El desierto internacional

    La tierra prometida

    Equinoccio

    Índice

    EL DESIERTO INTERNACIONAL

    El 26 de noviembre de 1948, la Conferencia General de la UNESCO, reunida en Beirut, me eligió director de esa institución. Y el 26 de noviembre de 1952 —casi al final de la séptima de sus asambleas— tuvo a bien aceptar, en París, la dimisión que le presenté.

    Durante cuatro años me esforcé por contribuir a que la UNESCO tratase de fomentar una alianza humana, merced al robustecimiento de la solidaridad intelectual y moral de comunidades sociales muy diferentes. Durante cuatro años, examiné proyectos, revisé informes, leí discursos, solicité auxilios, asistí a juntas, atendí críticas, defendí iniciativas, acepté enmiendas, hice diversos viajes, y tuve oportunidad de conocer a gran número de maestros, sabios, artistas, filósofos, historiadores, hombres de letras, funcionarios y gobernantes.

    Fui a países pobres, donde la miseria callaba —con mayor elocuencia de la que afirman, a veces, los manifiestos más iracundos. Y, en capitales ilustres, visité ministerios, institutos, palacios… donde el lujo aparente no presagiaba dádivas generosas. Día tras día, se me incitaba a perseverar en lo que pocos querían hacer. Amargos años viví en la UNESCO: los que enturbiaba la guerra fría. No era, entonces, aquella agencia de las Naciones Unidas ni la noble esperanza que su creación despertó, ni lo que es en la actualidad: un establecimiento próspero —perfectible, sin duda, pero coherente.

    En Beirut, recibí el encargo de dirigir los trabajos de una institución cuyo presupuesto anual no llegaba a ocho millones de dólares. En París, cuatro años más tarde, la UNESCO no disponía —anualmente— ni siquiera de nueve millones, menos de la quinta parte de lo que costó el avión incendiado en El Cairo, tras del secuestro del que informó la prensa en 1970… ¿Cómo creer en la lealtad de administraciones que me pedían acción —y se rehusaban a proporcionarme los medios para emprenderla—, mientras derrochaban gigantescos caudales en armamentos?

    Es cierto, me estimulaban a proseguir mis tareas la aptitud de muchos colaboradores fieles y competentes, el aliento que me infundían ciertos gobiernos —los menos ricos—, la comprensión de las organizaciones no gubernamentales (integradas por hombres probos), la magnanimidad de algunos próceres del talento a quienes rindo homenaje en los capítulos de este libro, y, más que nada, la gravedad de los problemas que plantean al siglo XX los desheredados de la historia y la geografía: muchedumbres anónimas, mudas, pero ansiosas de redención.

    Sin embargo, a través de millares de rostros y de incesantes consejos, promesas y exhortaciones, lo que advertí —en múltiples circunstancias— fue una trágica soledad. En las horas decisivas, tuve la impresión de encontrarme en un desierto. Los poderosos continuaban desarrollando su política de dominio, y los débiles dejaban que sus representantes hablasen de paz, sin asociarse valientemente a fin de luchar para mantenerla.

    Por eso, en 1952, entre resignarme y partir, preferí partir. No me arrepiento de haberlo hecho. Mi renuncia, hasta cierto punto, sirvió de alerta. En efecto, mientras no se construya una paz auténtica sobre la base de una creciente confianza en los valores de la cultura y en los derechos de la persona humana, cada conciencia libre continuará sintiendo, a su alrededor, lo que yo sentí —muy frecuentemente— a lo largo de aquel periodo de mi vida: la angustia de estar clamando en mitad de un desierto inmenso, el más poblado y oscuro de los desiertos, el desierto internacional.

    I. LO QUE ENCONTRÉ EN LA UNESCO. MIS PRIMEROS TRABAJOS. VIAJES A BÉLGICA, A LOS ESTADOS UNIDOS Y A LA GRAN BRETAÑA. LECCIÓN DE LÉON BLUM

    En La victoria sin alas relaté ya cómo fui electo director general de la UNESCO y cómo asumí, en Beirut, la responsabilidad de ese cargo el 10 de diciembre de 1948. Más tarde, junto con los miembros del Consejo Ejecutivo de la Organización, visité El Cairo. Y volví a París. Tras de la excursión libanesa y el intermedio egipcio, encontré a mi esposa restablecida. Pero el despacho que me esperaba en la UNESCO se hallaba abierto, de par en par, a todos los vientos de los problemas que había debido dejar pendientes mi antecesor.

    Respecto a nuestra instalación familiar, optamos por seguir alojados en el hotel, hasta el día en que pudiésemos elegir un departamento cómodo y bien situado. Después de diversas pesquisas, lo descubrimos, en la Avenida Foch, no lejos del Arco de Triunfo. Tenía varias ventanas que daban a la avenida. En primavera, resultaría agradable asomarse a uno de sus balcones, y mirar encenderse en flores, como verdes lámparas opulentas, las copas de los castaños.

    Mi despacho, en la UNESCO, era más austero. No dejaba de importunarme la idea de que lo hubiese ocupado probablemente, antes de la victoria de los aliados, algún oficial germánico, adorador de la cruz gamada, dolicocéfalo por herencia y perseguidor de judíos por profesión. En efecto, Francia ofreció, como sede, a la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, nada menos que el antiguo Hotel Majestic. Y ese hotel, famoso en los primeros lustros del siglo XX, fue transformado —durante la hegemonía hitleriana— en centro de operaciones de la Gestapo.

    Un ascensor colectivo me transportaba, por las mañanas y por las tardes, hasta el pasillo —largo y estrecho— que conducía a mis oficinas. Frente a un escritorio —que pronto se vio cubierto por expedientes, libros e informes de todo espesor y de toda clase— se encontraba la silla del director general de la institución.

    Mis colaboradores más inmediatos, bajo la autoridad del señor Maheu, serían el señor Berkeley, auxiliar competente del doctor Huxley, y una señora, francesa de nacimiento y británica de apellido, Mistress Matthews, a quien sus compañeros llamaban Paulette. Estaba al tanto de todos mis compromisos; redactaba excelentes cartas en francés y en inglés; sabía hasta qué punto debía cerrar o extender el arco de su sonrisa frente a los visitantes inevitables; tenía el don de volverme invisible para los empleados inoportunos y parecía adivinar el momento exacto en el que iba yo a requerir el auxilio de una aspirina o la pausa de un vaso de agua. Vivía en Neuilly. Y, a pesar de sus años —frisaba ya los cincuenta—, se daba el lujo de ir a la UNESCO todos los días en bicicleta, lo que la conservaba en estado perpetuo de agilidad y de buen humor.

    El personal de mi gabinete creció después. Llegó, de los Estados Unidos, un compatriota mío: Alfonso Castro Valle. Y me recomendaron a una secretaria española, refugiada en París, republicana de corazón, la señorita Ángeles Soler: cabello cano, ojos perspicaces y mente joven. Guardo, para todos ellos, un recuerdo de gratitud.

    Entre los directores, me impresionaron —por su talento— el jefe del departamento de educación, señor Beeby, neozelandés; el del departamento de ciencias exactas y naturales, profesor Pierre Auger, y el del departamento de asuntos culturales, señor Jean Thomas, francés como Auger y, como él, profesor universitario. Dirigía la oficina de relaciones exteriores un funcionario suizo, el señor André de Blonay. Pero se encontraban vacantes dos grandes departamentos: el de ciencias sociales y el de información de las masas (prensa, cinematografía, radio y televisión). Examiné diversas candidaturas y, meses más tarde, me decidí a nombrar al sociólogo brasileño Arturo Ramos, para el primero de esos dos cargos, y al norteamericano Schneider, para el segundo.

    Cada nación tenía derecho a un porcentaje determinado en el total de los funcionarios. México, en proporción al importe de sus contribuciones, no podía exceder el nivel que ya había alcanzado. Menudeaban, en cambio, los franceses, los norteamericanos y los ingleses. Pero sus países eran los principales contribuyentes de nuestra empresa. Gobiernos, como el de Italia, me reprochaban que su contingente de funcionarios fuese bastante exiguo. Por cierto, que, en el caso de Italia, hice ver a su delegado, el señor Alberto de Clementi, que tenía yo la obligación de revisar cada vez los antecedentes personales de los candidatos que con frecuencia me presentaba. Existía una regla conforme a la cual el director de la UNESCO debía comprobar que ningún candidato hubiera servido al régimen nazi o al fascista. De Clementi, con ironía mediterránea, me dijo entonces: —Pero, señor director general, en 1940, Italia era un país de más de cuarenta millones de fascistas. Hoy somos más de cuarenta millones de antifascistas. ¿Cómo hará usted?

    En muchos de los empleados prevalecía la devoción nacional sobre la voluntad de acción internacional. Mencionaré un ejemplo. Cierta vez, quise visitar las oficinas del departamento de información de las masas. Había yo leído que trabajaban en él más de treinta personas. No encontré, en sus puestos, sino a dieciocho. El de mayor graduación —era hindú— me atendió gentilmente. Después de examinar sus trabajos, le expresé mi sorpresa por el escaso número de sus compañeros. —Somos nueve —me dijo, sin entender el por qué de mi desagrado. Comprendí lo que había ocurrido. No pensaba él, en esos instantes, en el personal del departamento sino en el número de hindús contratados por la organización…

    Constituía aún esa burocracia —aparentemente internacional— un pintoresco mosaico de burocracias exóticas, incrustadas —por recomendación de sus delegados y, en ocasiones, por méritos evidentes— dentro de una agencia a la que servían con entusiasmo discreto y pesarosa incredulidad. Existían, por ventura, múltiples excepciones. He aludido ya a las cualidades de hombres como Beeby, Thomas y Auger. Pero no puedo olvidar al jefe de mi gabinete, René Maheu, en quien siempre advertí una aspiración de justicia internacional y un noble deseo de colocar los ideales de la UNESCO por encima de las ambiciones nacionalistas, de las que otros no habían logrado escapar del todo.

    Me sentía solo, angustiosamente solo, en el centro de aquella fábrica de esperanzas, a menudo frustradas, y de textos preparatorios, corregidos por otros textos preparatorios destinados a reuniones en las cuales volvería a discutirse prolijamente si convenía o no realizar lo que habíamos proyectado durante meses —y que, en múltiples circunstancias, sólo se intentaría.

    Todo nuevo aparato, en su iniciación, es imperfecto y difícil de comprender. Recordé la impresión de Saint-Exupéry, cuando comparaba un aeroplano de la época de Blériot con un avión moderno, sobrio y nervioso. Repelidos por las dificultades de los detalles y por lo complicado de la estructura, sorprendidos por la maraña de los resortes, de las palancas y de los frenos, nos quedamos perplejos ante el intrincado conjunto de piezas de ciertos modelos antiguos, que no se integraban aún, por completo, en la unidad de una cosa viva. Parece —escribía Saint-Exupéry, hablando de los aviones— que todo el esfuerzo industrial del hombre, todos sus cálculos, todas sus noches en vela sobre los planos, no conducen, como signo visible, sino a la simplicidad; como si se necesitara la experiencia de varias generaciones para desbastar poco a poco la curva de una columna o de una estructura de avión, hasta darle la pureza elemental de un seno o de un hombro. Parece que la perfección está conseguida, no cuando ya no hay nada que añadir, sino cuando ya no hay nada que quitar. Al final de su evolución, la máquina se disimula.

    Así creía yo que deberíamos proceder en el caso de la administración de la UNESCO: humanizarla, simplificarla, para que el aparato pudiera volar, sin perderse entre nubes de sueños inalcanzables, pero tan alto como resultase posible, y con la certidumbre de aterrizar, cuantas veces fuera preciso, sobre las pistas de una realidad sólida y segura.

    Simplificar a la UNESCO, sí, ¿pero de qué modo?… El director de una organización internacional no posee las facultades ejecutivas de un empresario. Cada uno de sus actos está regido por una serie de normas, que él no dictó. Son las que establecen la Conferencia General y, durante los recesos de ésta, el Consejo Ejecutivo, encargado de orientarlo, de vigilarlo y de autorizarlo a hacer lo menos posible, con la mayor prudencia posible y, muchas veces, con la mayor lentitud posible. Cada puesto y cada función de la UNESCO eran, en cierto modo, intangibles e inevitables. Provenían de una autoridad que deliberaba una vez al año y que —al reunirse de nuevo, en ocasiones de otra Conferencia— insistiría, según lo había hecho ya desde 1946, en disminuir el ímpetu del motor y en robustecer especialmente los frenos.

    Por lo que atañe al programa, sentí la conveniencia de instaurar un sistema de prioridades y obtener autorización del Consejo para sujetarnos a ese sistema. Juzgaba yo imprescindible arrojar el lastre de las resoluciones innecesarias y de las actividades teóricas o superfluas. Anuncié esa intención, el 22 de enero de 1949, al ser recibido por la Comisión Nacional francesa en el Quai d’Orsay. La sesión se efectuó en el Salón del Reloj, de históricas remembranzas. Asistieron a ella los ministros de Asuntos Exteriores, señor Robert Schuman, y de la Educación Nacional, señor Yvon Delbos, junto con el ministro Georges Bidault, jefe de la delegación acreditada por Francia ante la Conferencia de Beirut. Escuché estimulantes discursos. Y Schuman me prometió la cooperación de su país en las tareas que tenía yo el propósito de llevar a término durante mi mandato.

    Aproveché la ocasión para referirme al problema que más hondamente me preocupaba en aquellos días. A lo largo de la guerra, los hombres habían perdido la costumbre vital de la libertad. Nunca es sencillo aprender a ser libre. Aprender a serlo de nuevo no parecía mucho más fácil. Hasta cierto grado, el ejemplo glorioso de Francia lo demostraba.

    Los tiranos, como Hitler, se habían apoyado siempre en la fuerza del instinto gregario. Aprovecharon, con diabólica astucia, la dimisión mental y la debilidad de carácter de aquellos a quienes espanta la obligación de resolver por sí mismos y de asumir, cada día, las responsabilidades morales que implica la libertad. Entre las razones de inquietud que me cercaban por todas partes, la más dramática podía resumirse en dos preguntas complementarias. ¿Sabrían los pueblos organizar su libertad en la paz, con la misma energía que desplegaron durante la guerra para salvarla? ¿Lograría cada ciudadano, gracias a la formación de su carácter y de su espíritu, ejercer oportunamente el derecho de su responsabilidad personal, sin violencias y sin flaquezas?

    Residía allí, en mi opinión, el problema básico de la UNESCO. ¿Cómo fomentar la paz por efecto de la cultura y de una cultura fincada en el amor de la libertad? Ahora bien, para usar de la libertad como de una condición heroica de la existencia (es decir, no como de una póliza de seguros contra los daños que pudieran causarnos los otros, sino como de una audacia en la acción y en el pensamiento, capaz de librarnos de nuestra inercia), era indispensable que los hombres recuperaran la fe en sí mismos. Para ello, sería menester que recobrasen, al propio tiempo, la fe perdida en sus semejantes. Urgía que se conociesen unos a otros, y que no se consideraran simples peones dentro de una partida de ajedrez dirigida, sobre el tablero del mundo, por jugadores ávidos e implacables, sino seres aptos para sentir compasión hacia sus hermanos —y dignos de merecerla. Nada contribuiría tanto a semejante armonía internacional como la difusión de los valores del espíritu merced a la educación de las masas.

    Eso pensaba entonces. Y eso fue lo que dije a mis amigos franceses en la asamblea del Quai d’Orsay. Pocas semanas antes, me había dirigido a los gobiernos de todos los Estados miembros de la UNESCO, sugiriéndoles que —con objeto de grabar en la imaginación de la juventud el recuerdo del momento histórico en que se proclamó, con carácter universal, la Declaración de Derechos Humanos, adoptada por las Naciones Unidas— se consagrase el 10 de diciembre de cada año, en el programa de trabajo de las escuelas, un homenaje a los principios de dignidad y libertad de toda persona humana.

    En febrero, fui invitado por el ministro de Instrucción Pública de Bélgica a visitar Bruselas, para asistir a la instalación de la Comisión Nacional belga en el Palacio de las Academias. El señor Camille Huysmans era un caso, realmente insólito, de juventud dinámica y sugestiva. A sus setenta y ocho años (había nacido en 1871), pensaba, actuaba, discurría y luchaba como un hombre de treinta. Espigado, ágil, irónico, y siempre beligerante, representaba el tipo del gran socialista burgués, escéptico por inteligencia y apasionado por vocación. Conocía mi amistad para su país, donde pasé años inolvidables —de 1938 a 1940— como encargado de negocios de México. Sabía que, desde mi infancia, me había atraído el encanto de una nación diminuta y grande como la suya, mística y práctica al par, capaz de saborear lo real en la opulencia fragante de un Rubens, pero capaz también de huir de la realidad por los canales lunares de Brujas, en la barca de ensueño de un Rodenbach.

    Esa mezcla de realismo y de idealismo había hecho de Huysmans un iluminado consciente, lógico y perentorio. Le interesaba la UNESCO. Creía en ella. Más aún: me hacía el honor de pensar que podría yo ir sacándola, poco a poco, de la nebulosa en que se encontraba. Bélgica, por su parte, en virtud de su situación geográfica, parecía predestinada a ser víctima muy frecuente de aventuras bélicas implacables. Había sabido afrontarlas, en lo pasado, con heroísmo. Pero no quería que se reprodujesen. Su confianza fue, para mí, un estímulo inapreciable.

    La Comisión Nacional me pidió que expusiera mi punto de vista sobre la misión de la UNESCO. Dije a sus miembros que el camino intelectual de la fraternidad humana no se encontraría jamás merced a una simplificación arbitraria de las culturas históricas. Una simplificación de pareja categoría —en la que cada cultura perdiese su sabor genuino y particular— implicaría a la postre un empobrecimiento patético de la tierra. Se produciría, poco más o menos, lo que ocurre con esas lenguas artificiales que ciertos grupos —de intenciones muy honorables— suelen proponer a los pueblos como vehículo universal de conciliación. Por útiles que sean para desempeñar semejante papel, nunca constituirán esas lenguas más que sistemas de signos desencarnados. No podrán suplantar a las lenguas vivas, cuyo vocabulario ha ido enriqueciéndose con la experiencia de uno o de varios pueblos, con la emoción de sus artistas, con las reflexiones de sus filósofos, con el canto de sus poetas y, ante todo, con el color de las mil realidades insobornables que, en el curso de los siglos, ilustraron su existencia de cada día.

    Aquella alusión me costó muy caro; pues no pocos esperantistas se creyeron juzgados por mis palabras. Y, al regresar a París, encontré una serie de quejas y de protestas, que hubieran debido enseñarme a ser más cauto en lo sucesivo.

    Sin embargo, sigo pensando que no me faltaba razón. ¿Qué más típicamente español —según dije en Bruselas— que la figura de Don Quijote, más ruso que los personajes de Dostoyevski, más argentino que Martín Fierro y más alemán que Fausto? No obstante, esos tipos (los más nacionales de cada literatura) son también los que mejor se conocen lejos de las fronteras del país que los engendró… A fuerza de buscar lo más original que había en su lengua y en las tradiciones de su cultura, los creadores de esos tipos ilustres pudiesen llegar a lo eterno humano. En otras palabras: si las culturas se oponen, a veces, por su relieve —quiero decir, por la diferencia de su configuración superficial—, la similitud de sus objetivos profundos contribuye siempre a acercarlas. Esa debía ser la función de la UNESCO: ir, por medio de la educación, de la ciencia y de la cultura, hasta el fondo de la unidad del linaje humano.

    Los belgas acogieron con simpatía mi interpretación de nuestros deberes. Y creo que les gustó que invocara, para concluir, la autoridad de un poeta suyo. Si escaláis —apuntó aquel autor— una alta montaña al atardecer, veréis disminuir poco a poco y perderse en la sombra que invade el valle, los árboles, las casas, el campanario, los prados, la carretera y el río mismo. Pero los puntos luminosos que vigilan, hasta en las noches más oscuras, los lugares que habita el hombre, no se debilitarán a medida que vayáis elevándoos. Por el contrario. A cada paso hacia la altura, descubriréis mayor número de luces en las aldeas adormecidas a vuestros pies. Lo propio ocurre con nuestras luces morales, cuando vemos la vida desde una altura.

    En nuestra época, tan llena de tinieblas, era preciso aprender a estimar el valor de esas luces vivas.

    A mi regreso de Bélgica tuve que apresurarme para dar fin al discurso que debería leer, ante el presidente de Francia y varios de sus ministros en el gran anfiteatro de la Sorbona. Me había invitado a ese acto la Liga francesa de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. Y no podía, en manera alguna, declinar tal invitación. ¿No había yo recibido, al tomar posesión de mi puesto, el encargo de orientar mis mayores esfuerzos a difundir y apoyar los principios consagrados por las Naciones Unidas en el texto de su Declaración Universal?… Por otra parte, aquélla sería mi verdadera presentación ante el público de París. La reunión de la Comisión Nacional francesa en el Quai d’Orsay fue un acto necesariamente protocolario, de resonancia muy restringida. En cambio, la ceremonia que iba a efectuarse en la Sorbona me permitiría llegar a muchos maestros y, sobre todo, a muchos jóvenes estudiantes. Y la juventud, para la UNESCO, era la garantía más promisoria.

    Persistían dudas, en esos meses, acerca del valor que podría alcanzar en la práctica la Declaración Universal de Derechos Humanos. Ciertos juristas pensaban que sería indispensable suscribir una convención, merced a la cual los Estados adquiriesen el compromiso de respetar todos y cada uno de esos derechos y de acudir, cuando fuera preciso, ante algún tribunal internacional, para responder de los cargos que les hicieran los pueblos por su indolencia, sus arbitrariedades o sus descuidos. Algunas potencias, y determinados países pequeños, orgullosos de su régimen democrático, estaban persuadidos de que resultaría inevitable completar la declaración con un pacto o con un conjunto de pactos, claros y terminantes.

    No lo creía yo así. En la situación que vivía el mundo, ¿cuántos Estados podían asegurar que se hallaban en aptitud de dar realidad completa a todas las aspiraciones contenidas en la declaración? Sólo por lo que respecta a los derechos que interesaban directamente a la UNESCO, habría sido absurdo pedir a muchas naciones que dispusieran de pronto, por quién sabe qué sortilegio, de los recursos imprescindibles para dar a todos los niños una educación primaria, gratuita y obligatoria, y para proporcionar a la mayoría de sus ciudadanos los beneficios intelectuales y morales de la cultura.

    Desde entonces, vino a mi mente la idea de que, si insistiera la ONU en que se estudiase un proyecto de pacto acerca de los derechos del hombre, tendrían que definirse, en primer lugar, las materias de varios pactos (no de uno solo) y convendría aceptar que los gobiernos los suscribieran con amplios márgenes de futuro. Me explicaré. Una cosa es postular, por ejemplo, el derecho a la educación. Y otra —muy diferente— poseer los recursos para dar esa educación a todos los próximos ciudadanos. Sin embargo, entre el ideal y la realidad, existe un dominio en el que los pueblos más pobres, si son leales consigo mismos, pueden comprometerse sinceramente: el de fijar planes de conjunto para cumplir, en lapsos determinados, con las obligaciones públicas que hayan admitido. Año tras año, informarían a la Asamblea General de las Naciones Unidas —o a las conferencias de las instituciones especializadas—, acerca del progreso obtenido en la sección de esos planes correspondiente al período de su informe. En caso contrario, explicarían con claridad por qué causa no pudieron llevar a cabo el programa ofrecido a sus nacionales. Y, acaso entonces, procedería brindarles una importante ayuda internacional. En efecto, cómo exigir responsabilidades idénticas a países tan diversos como Suecia y Tailandia, la Gran Bretaña y Afganistán?

    La declaración adoptada en 1948 no tenía el valor de un pacto ni preveía sanciones que no fuesen de orden moral. Pero la idea de reforzar la declaración y de darle la naturaleza jurídica de un convenio, nos obligaba a reflexionar acerca del uso que los Estados más poderosos podrían hacer de los fallos de un tribunal internacional, dispuesto siempre a citar a los gobiernos militarmente débiles, aunque menos resuelto a sentar en el banquillo de los acusados a los gobiernos de las grandes potencias… A mi ver, la declaración era ante todo un llamado a los gobernantes para recordarles que el hombre existe, que no es un autómata al servicio de los sistemas de dominio político o financiero y que debe considerársele no como un medio sino como un fin, como el único fin que a todos nos interesa.

    Las observaciones que preceden fueron la base del discurso que leí, en la Sorbona, el 24 de febrero de 1949. Lo terminé recordando una anécdota que alguien me había contado, antes de la guerra, durante una de las asambleas de la Sociedad de Naciones. Cierto universitario inglés invitó a comer en su casa a algunos amigos. La conversación se veía interrumpida, a cada momento, por un niño de no más de siete años, hijo del anfitrión. Para alejarlo, el padre le propuso la solución de un rompecabezas. Hizo pedazos un planisferio y recomendó al párvulo preguntón que no volviese a presentarse ante sus amigos sin haber rehecho aquel mapa, tratando de pegar cuidadosamente los trozos que le entregaba. Grande fue su sorpresa —y la de sus huéspedes— cuando el niño volvió, media hora más tarde, con el trabajo bien concluido.

    No tardó en descubrirse el secreto de aquella extraña celeridad. El planisferio estaba impreso sobre un papel en cuyo reverso los editores habían representado la figura de un hombre. Para coordinar los fragmentos, el niño no tuvo que apelar a sus conocimientos geográficos, nulos sin duda, sino a algo más inmediato: el de la estructura visible del ser humano. Al reconstruir la imagen del hombre, había rehecho el mapa del mundo. ¿No entrañaba aquella anécdota un consejo y una enseñanza?… Sólo pensando en el hombre, y tratando de reconstruirlo (de reconstruir su conciencia, sus esperanzas, su amor al bien y a la libertad), llegaríamos quizá a rehacer, sin demasiados errores, el contorno político de la Tierra, el mapa económico, social y cultural del mundo contemporáneo.

    Ésa, después de todo, era también la obligación de la UNESCO. Francia lo comprendía, y las personas que se acercaron a saludarme, al final de la ceremonia, me lo dijeron muy francamente. Me halagó, de manera especial, que el presidente Auriol me lo confirmase.

    ¡Gran falta me hacía ese apoyo humano! La última sesión del Consejo Ejecutivo, reunido en París durante el mes de febrero, me había desalentado mucho. Ciertamente, no tuve serias dificultades en obtener que estableciésemos un sistema de prioridades para la ejecución del programa. Pero hasta las intervenciones más favorables a las tesis que allí sostuve revelaban, en casi todos los oradores, una actitud de fatiga, de burocrático aburrimiento y de amable pero evidente desinterés.

    De los latinoamericanos, el colombiano Nannetti era claro en las negativas, aunque indeciso en las adhesiones; el venezolano Parra Pérez recordaba, en cada ocasión, precedentes diplomáticos que no parecían tener relación directa con el tema de los debates; el doctor Manuel Martínez Báez no concurrió, y el brasileño Paulo de Berredo Carneiro (de cuyo espíritu solidario me felicito sinceramente) me ofreció el más cordial apoyo.

    El embajador canadiense Víctor Doré, tan benévolo como cauto, fumaba cigarrillo tras cigarrillo. Hablaba poco, siempre dispuesto a no lastimar a nadie. En las juntas vespertinas, afligido por la lentitud de su digestión, el conde Jacini solía dormirse. El profesor Photiades, griego, a quien conocí en Londres en 1945, se sentía el representante oficial, permanente y autoritario, de los creadores de la UNESCO. ¡Atención, señores! —nos decía a menudo—, no nos apartemos de los principios del Acta Constitutiva. Y, después votaba como quería. De hecho, quienes actuaron de manera más decisiva en aquella sesión del Consejo fueron Carneiro, Ronald Walker, sir John Maud, Verniers y Roger Seydoux, francés joven, inteligente, dueño de sí, a quien la vida habría de conducir, con los años, a una carrera diplomática abundante en éxitos merecidos.

    Frente a ese mismo grupo, iba a tener que exponer mis propósitos acerca de un plan en cuya realización podría colaborar seriamente la UNESCO. Me refiero al programa de ayuda técnica que el Consejo Económico y Social de la ONU había resuelto estudiar para favorecer el progreso de los países insuficientemente desarrollados.

    El germen de aquel programa —hay que reconocerlo— lo había sembrado el presidente Truman. El 20 de enero, al tomar posesión de su cargo después de las elecciones de 1948, favorables a los demócratas, expuso cuatro puntos fundamentales. Los tres primeros no eran cosa nueva ni sorprendente; pero el cuarto contenía una gran promesa. Abrigo la convicción —manifestó el señor Truman— de que debemos hacer asequibles a los pueblos amantes de la paz los beneficios de nuestros conocimientos técnicos, a fin de ayudarlos a realizar sus aspiraciones de una vida mejor. Y había añadido: Esto debe ser una tarea cooperativa, en la que todas las naciones trabajen de común acuerdo, a través de la ONU y de sus agencias especializadas, siempre que sea factible.

    Desde que leí aquel discurso, pensé que una puerta increíble se abría para la UNESCO. Sin duda, Truman no se había referido a la educación, sino a producir más víveres, más ropa, mayor cantidad de material para la construcción y mayor volumen de fuerza mecánica. Pero ¿cómo lograr todo aquello sin una enseñanza adecuada y equitativa?

    Para que los desheredados de la historia y de la geografía consiguiesen una vida mejor, no bastaría proporcionarles los instrumentos técnicos del progreso. Habría que darles la capacidad y el deseo de emplear esos instrumentos. Sería preciso que comprendiesen que no esperábamos de su esfuerzo una mayor expansión de las grandes potencias comerciales, sino el desarrollo de sus propias naciones, por desvalidas que las sintiesen. Convenía establecer —y así lo afirmé el 18 de julio, ante el Consejo Económico y Social, reunido en Ginebra— una distinción muy clara entre la noción de aprovechamiento económico, que no atiende sino a la explotación de los recursos, y la noción de desenvolvimiento, que implica un progreso social concomitante.

    El objetivo final no había de ser —como parecía desprenderse del discurso de Truman— el de proporcionar a las naciones insuficientemente desarrolladas equipos transitorios de técnicos extranjeros, sino el de auxiliarlas para formar sus equipos propios. De ahí que me hubiese alegrado tanto leer, en la resolución adoptada el 4 de marzo por el Consejo Económico y Social, que ese organismo reconocía la necesidad de otorgar, en materia de ayuda técnica, especial atención a las cuestiones sociales.

    Aquella era nuestra oportunidad de actuar. Reuní al Consejo Ejecutivo de la UNESCO, le transmití los datos recibidos del secretario general de la ONU, subrayé la importancia de la resolución del Consejo Económico y Social, y obtuve que se me autorizase para participar en los estudios preparatorios del plan de asistencia técnica.

    Envié, entonces, a Nueva York, a dos de mis colaboradores más apreciados: el señor Beeby y el profesor Auger. Educador el uno e investigador científico el otro, ambos podían representar eficazmente a la UNESCO en las deliberaciones del grupo de trabajo constituido para coordinar un programa que parecía tan ambicioso. Y digo que parecía, porque pronto nos percatamos de que el famoso punto cuarto del discurso del presidente Truman no abriría, durante años, sino un camino bastante estrecho para la acción internacional. En ciertos casos, los Estados Unidos preferirían los acuerdos bilaterales.

    Por eso, cuando fui a Cleveland, traté de poner en guardia a los norteamericanos frente a semejante tendencia de su gobierno. Varias tareas —les dije— podrían llevarse a cabo mucho mejor por conducto de una agencia internacional, exenta de todo interés político. Esto lo reconoció vuestro país en 1914, cuando un proyecto de ley fue sometido a la Cámara de Representantes con el propósito de crear un ‘fondo’, administrado por un comité internacional de educadores, para el mismo objeto que tengo en mente. Por una parte, desde entonces, hemos adelantado bastante, puesto que la UNESCO ya existe. Por otra parte, el proyecto al que aludo preveía que los gobiernos participantes contribuyeran con el 1% de su presupuesto militar. Si este principio se hubiese aplicado a la UNESCO, nuestro presupuesto no sería de menos de ocho millones de dólares. Sería, sin duda, mucho mayor. En la actualidad, cuando un Estado se dirige a nosotros en solicitud de consejo para desarrollar sus programas educativos, nos sentimos como deben sentirse los médicos que prescriben remedios costosos a enfermos sin recursos para comprarlos.

    Mi viaje a Cleveland se realizó durante el período que dediqué —del 29 de marzo al 9 de abril— a visitar tres ciudades de los Estados Unidos: la que he nombrado, Washington y Nueva York. En Cleveland se habían dado cita más de dos mil representantes de las organizaciones que estaban en relación con la Comisión Nacional norteamericana. Tras de consagrar el 30 y 31 de marzo a las actividades normales de la Comisión, se inició, el 1º de abril, una asamblea destinada a discutir los siguientes temas: Las Naciones Unidas y la UNESCO, El llamado de la UNESCO al pueblo norteamericano y Las comunidades se organizan para servir a la UNESCO.

    Dirigía la Comisión el señor Milton S. Eisenhower, hermano de quien sería, más tarde, presidente de su país. Se murmuraba, en algunos corrillos, que, de los dos Eisenhower, el general era el brazo y el cerebro era Milton. ¿Sería justa la observación?… Conocía yo apenas al general, por la visita que hizo a México durante el gobierno de don Manuel Ávila Camacho. Sólo pude tratarlo en París —y en ocasiones de orden protocolario— cuando aceptó el encargo de dirigir las fuerzas armadas de la OTAN. Pero estimaba ya mucho a Milton. Sencillo, rápido, imaginativo, su sencillez no era ingenuidad, su rapidez no era apremio y su imaginación no desconocía en ningún instante la magnitud de las realidades. Lo rodeaban hombres valiosos, como William Benton y George Stoddard. Fueron oídos por la Comisión sir John Maud y el señor Dean Rusk, que entonces desempeñaba las funciones de secretario auxiliar del Departamento de Estado.

    En un vasto local, el Public Hall, y frente a nueve mil personas, fuimos invitados a hablar, durante la noche del 1º de abril, la señora Eleanor Roosevelt y yo. Antes, la orquesta sinfónica de Cleveland interpretó la Sinfonía de la libertad, del compositor Howard Hanson. La viuda del gran presidente demócrata era una dama digna del más respetuoso aprecio. Libre de espíritu, y profundamente patriota, había optado por poner al servicio de su país su prestigio, su nombre, su tiempo y sus cualidades excepcionales de embajadora. La apasionaba el problema de los derechos humanos. Y sobre ese problema habló al auditorio de Cleveland, entre ovaciones cálidas y entusiastas.

    Mi papel era más difícil, pues mi discurso mezclaba con los elogios, justificados por el apoyo que los Estados Unidos daban a la ONU —y a la UNESCO también—, algunas críticas, que no podía omitir para ser verídico.

    No insistiré en lo que dije acerca del plan de asistencia técnica. Pero no limité mis observaciones a aquel asunto. Quise afirmar que la UNESCO no estaría nunca dispuesta a servir una sola causa política, por buena que la estimase, ni a propagar una sola cultura, por válida que fuera. No admitiríamos una uniformidad que impusiera a los pueblos la abdicación de lo más auténtico que poseen: su lenguaje, su arte, su pensamiento, su comprensión de la vida y de la verdad; es decir, su alma. Tal advertencia no era superflua. Los Estados Unidos creían mucho en la eficacia de los standards y los slogans. La UNESCO, bajo mi dirección, no se plegaría al mito de los standards, ni aceptaría convertirse en una agencia de slogans afortunados.

    Expliqué igualmente a quienes me oían que, por grande que fuese mi fe en el poder de la educación, dentro de un mundo que vivía pensando constantemente en la guerra, la escuela no bastaría para orientar a los hombres hacia la paz. Una escuela digna de la vida exigía una vida digna de la escuela. No queramos —dije— hacer del educador lo que Nietzsche hubiera llamado un ‘torero de la virtud’. No permanezcamos sentados en las gradas del circo, mientras el maestro luchaba contra las fieras de la ignorancia y de la pasión. Tomemos todos nuestra responsabilidad ante la necesidad de salvar la paz.

    En Washington, visité al presidente Truman. Me habló de la UNESCO con simpatía, aunque no advertí en él un conocimiento detallado y concreto de sus problemas. Un secretario llamó a los fotógrafos. Y, a la mañana siguiente, los diarios reprodujeron mi imagen junto a la del señor George V. Allen, del Departamento de Estado, frente a la sonrisa patentada ya por el jefe de la nación norteamericana: una sonrisa que era, como su rúbrica, profesional, infalsificable e inexpresiva. Mientras nos retrataban se refirió a México e hizo amables recuerdos de su estancia en nuestro país.

    El 4 de abril me ofreció un banquete el señor Corominas, presidente del Consejo Directivo de la OEA. Asistieron los miembros del Consejo y los embajadores latinoamericanos acreditados en Washington. Corominas pronunció un discurso en el que manifestó que, para quien había sabido decir que es necesario reconciliar el progreso con la justicia e imprescindible hacer de la civilización una redención, el Consejo de los pueblos americanos mantendría una inalterable solidaridad y un firme afecto. Confieso que, en mi respuesta, más que a la UNESCO real me referí a la que yo soñaba: a la ciudadela de los hombres sin uniforme. Americanos o africanos —dije—, europeos u orientales, hombres somos todos cuantos vivimos. Hombres que, a menudo, se odian sin conocerse; porque el uniforme con que se visten para pelear es de distinto color o distinta traza del uniforme que llevan, en el combate, los que llaman sus enemigos. Hombres que la guerra transforma en cifras, pero que la paz arranca de pronto a la secuencia de los signos y de los números, para plantearles los mismos problemas individuales ante cuya incógnita las fuerzas que los guiaron en el conflicto los dejan solos, como a Edipo frente a la Esfinge… Contra esa soledad, se alza hoy la UNESCO. Porque la UNESCO no sería nada si se contentase con ser una casa internacional para polémicas y discursos. La UNESCO es la casa del hombre sin uniforme. Del que no quiere saber por qué pretextos ha de matar a sus semejantes, sino, al contrario, por qué motivos ha de vivir con ellos.

    Hice escala en Nueva York. Fui a las oficinas de las Naciones Unidas. Me puse allí en relación con los encargados de organizar los trabajos sobre el plan de asistencia técnica. Y tomé el avión que debía llevarme a París, pues el 11 de abril tendría que hallarme en Londres.

    Mi visita a la Gran Bretaña había sido preparada por el señor Cowell, secretario de la Comisión Nacional británica. Era un hombre casi esquemático, de bigotes sutiles y ojos lacónicos, escritor a sus horas, latinista en muchas, pero funcionario irreprochable y certero en todas, hasta en el éxodo de sus sueños —si es que soñaba. Se daba cuenta de que no sería cosa muy fácil para un latinoamericano, sucesor nada menos que de un inglés, presentarse ante un público londinense que, en lo general, recordaba tan sólo a México por la expropiación petrolera o por algún episodio de la vida de Pancho Villa. Insistió en que la invitación me fuese hecha por el ministro de Instrucción Pública, señor Tomlinson.

    Por desgracia, mi primera entrevista con el señor Tomlinson se vio deslucida a causa de un incidente en el que no tuve culpa. Durante nueve minutos, en el hotel, quedé enclaustrado dentro del ascensor que debía llevarme hasta el piso bajo, donde me aguardaban los encargados de conducirme a Church House, lugar en que estaba reunida la Comisión británica. Los mecánicos corrigieron el desperfecto, aunque no tan pronto como hubiera sido preciso para que llegásemos a Church House oportunamente. La lentitud del auto en que me instalaron agravó las cosas. Y entré a Church House con un buen cuarto de hora de retraso, dando así motivo a muchos súbditos de Su Majestad para comprobar que los latinos ignoran, en su real proporción, el valor del tiempo.

    Durante la ceremonia, hicieron uso de la palabra, además del señor Tomlinson, el doctor Huxley y los subsecretarios parlamentarios del ministerio de Instrucción Pública y del Foreign Office. Mi discurso, redactado en español, había sido vertido al inglés por uno de los traductores británicos de la UNESCO. No olvidaba yo lo que me había dicho sir John Maud entre dos sonrisas: Muchos de los documentos difundidos por la UNESCO desagradan a mis compatriotas, porque están escritos en el inglés de los presidentes (se refería a los de los Estados Unidos) y no en el inglés del rey. Tomé, por tanto, las medidas indispensables para que, al menos en su forma de redacción, el discurso que iba a leer diese la impresión de haber sido escrito en inglés del rey.

    No ignoraban mis colaboradores que algunos intelectuales británicos temían que, en mi propósito de concentración, fuese quizá demasiado lejos y omitiera resoluciones y actividades que les interesaban singularmente. Por eso manifesté que sería un error abdicar para siempre de la magnitud de nuestro programa; pero que hubiera sido un error más grave no comprender que los mejores programas son los que se realizan. Y pedí a la Comisión que me ayudara a no permitir que la UNESCO se anquilosase antes de haber crecido.

    Pude charlar largamente con el ministro Tomlinson. Sir John Maud me invitó a comer. Recorrí librerías en compañía del señor Cowell y pasé una noche glacial en la habitación que me fue reservada muy gentilmente por los administradores de una de las grandes universidades que visité. ¿Obedecería aquel frío al propósito de que el director general de la UNESCO advirtiese hasta qué punto la política de ahorros —practicada por la Gran Bretaña en nuestras reuniones— no era muy diferente del sistema de economías que, en la calefacción cuando menos, imponían las mejores universidades inglesas a todos sus residentes?

    Admiro la tenacidad de la Gran Bretaña. En la Conferencia y en el Consejo de la UNESCO, sus representantes fueron muy a menudo mis adversarios más perspicaces —y más corteses. No comprendían la prisa con que deseaba emprender proyectos de vasto alcance, para realizaciones que ellos —en su aislamiento— habían tardado siglos en conseguir. Ya crecería la UNESCO, con otros jefes y otros programas. Y ¿qué importaba que no creciese con rapidez? Ante todo, era útil ponerla a prueba.

    En 1949 Francia era —todavía— uno de mis proyectos. No pienso exclusivamente en la solidaridad de los intelectuales y en la consideración afectuosa del presidente de la República y de varios de sus ministros. Hasta donde era noticia la UNESCO (y lo era, sin duda, en muy pocos casos), la prensa otorgaba atención a nuestros esfuerzos. Le Monde, Combat y Le Figaro acogían con simpatía las informaciones que solíamos proporcionar a sus redactores. Sin embargo, el mayor estímulo provenía para mí de personas que no intervenían ya muy directamente en la prensa o en los asuntos públicos del gobierno, pero que, por su obra, habían adquirido justo prestigio. Recuerdo, por ejemplo, las deferencias de Léon Blum. Cierta mañana, entre las cartas que la señora Matthews depositaba sobre mi mesa, encontré una del autor de A l’échelle humaine. Había estado bastante enfermo. Lo habían operado recientemente. Pero, ya en plena convalecencia, le sería grato que mi mujer y yo almorzásemos en su casa. Habitaba, con su señora, una pequeña villa en Jouy-en-Josas, a pocos kilómetros de Versalles. Me proponía una fecha, que acepté desde luego. Al dorso de su carta, me sorprendió ver trazado, con una pluma nerviosa y por una mano que delataba temblor febril, el itinerario.

    El día previsto, hicimos bien en procurar ser puntuales. Estaba esperándonos en la calle —más delgado y más blanco que nunca, pálido y friolento a pesar del sol que hacía resaltar cada hoja de las plantas de su jardín— el gran dignatario del socialismo francés, el admirable y cordial Léon Blum. Le presenté a mi mujer. Y estábamos charlando, cuando salió a recibirnos su esposa, a quien no conocíamos. Era la compañera ideal de un hombre ya tan exhausto y siempre lúcido y oportuno. Vigorosa, aunque no muy joven, culta y simpática, parecía a la vez la enfermera, la secretaria y la alumna insustituible de su marido.

    Blum había envejecido notablemente. Sus bigotes, de galo arcaico, daban la impresión de estar adheridos, con quién sabe qué pegamento, a la máscara de una momia. Pero, bajo los vidrios de los anteojos, su mirada continuaba siendo la misma, inundada en el manantial de una luz interna, diáfana y pura.

    Almorzamos. Y, después, mientras las señoras hablaban acerca de las dificultades de nuestra instalación en París, él y yo nos sentamos a conversar a propósito de la UNESCO. A mí, me ofreció un sillón, sencillo como todos los muebles que pude ver en aquella casa. Él se acostó en un diván que podía elevarse, inclinarse y adoptar todas las posiciones útiles al descanso, merced a un sistema ingenioso de palancas y de resortes. Adiviné hasta qué punto había sufrido su pobre cuerpo, durante los últimos meses, al advertir la gratitud con que describía la comodidad de aquel aparato, imaginado para el reposo en la soledad. En señalarme la movilidad de sus goznes y la blancura de sus cojines, ponía casi el mismo entusiasmo que dedicara —años antes— a examinar los recursos irónicos de Stendhal, la construcción psicológica de los personajes de Shakespeare o las intermitencias sentimentales de los de Proust. Porque aquel político generoso —tan odiado y tan calumniado— era también un crítico de méritos eminentes y un delicado conocedor de las artes y de las letras.

    Mientras se deleitaba en elogiar los mecanismos de aquel diván, pensaba yo en una página escrita por Blum, en 1914, a propósito de Beyle. Decía lo siguiente: La previsión científica de la observación y el rigor lógico de la conducta pueden abrir avenidas hacia el éxito o el placer, pero no hacia la dicha… Y añadía: "El hombre puede provocar y cultivar el placer, recorrerlo en todos sus grados, tocarlo incluso, como si fuera un instrumento sensible; pero ningún esfuerzo de voluntad suscita la dicha… Cuando enunciamos estas sencillas fórmulas: método de felicidad, mecánica de la dicha, la antinomia desciende hasta los vocablos".

    Y a eso, que le parecía tan absurdo en 1914, estaba condenado mi anfitrión en la senectud: a utilizar la mecánica de la dicha… Ay, de una dicha breve —y muy pasajera— pues a cada momento, durante la hora de nuestra charla, ensombrecieron su rostro expresiones rápidas de dolor. Con señorío, la sonrisa del noble enfermo se esforzaba en seguida por excusarlas.

    Le expuse mis inquietudes frente a la UNESCO. La encontraba distinta de lo que hubiera deseado que fuese: lenta en hacerse y difícil en despegar del fango de aquellos tiempos. Me miró con melancolía. Todo lo bueno es lento —dijo en voz baja—; dentro del mundo en que vivimos, sólo marchan de prisa las desventuras. Recuerde usted lo que ocurrió en 1939. Estalló la guerra. Más de cinco años fue menester dedicar a que la ganasen los vencedores. ¿Y cuántos más serán necesarios para recuperarnos de sus desastres?… La UNESCO es indispensable, aunque muchos gobiernos la ignoren o la desprecien. No ceje usted en sus ambiciones, que son las mías.

    Tanto, o mejor que yo, Blum conocía el drama de la Organización que habíamos contribuido a fundar en Londres. Las grandes potencias no querían establecer una paz auténtica. Sin embargo, tarde o temprano, se impondría a los pueblos la conveniencia de robustecer esa sociedad desinteresada de los espíritus de que había hablado Paul Valéry. Y era nuestra obligación, mientras resultara posible, confiar en ella. ¿Cree usted —me preguntó de improviso— que no me daba yo cuenta, en ciertos conflictos, de que mis partidarios se equivocaban? Pero tenía que seguirlos en sus errores, ‘parece que j’étais leur chef’, porque era su jefe… Tristes palabras en las que hallo, todavía ahora, una lección de entereza y resignación.

    II. UN AÑO DE CINCO MESES. EN EL CASTILLO DE HAMLET. LA EDUCACIÓN DE LOS ADULTOS. COMIDA CON EL FUTURO JUAN XXIII

    Aunque los viajes ilustren, no deben distraer a un funcionario internacional de su más urgente misión: la de ejecutar el programa que los gobiernos le señalaron. Mis expediciones a Bélgica, a los Estados Unidos y a la capital de la Gran Bretaña habían sido indispensables, sin duda. Mas no podía yo multiplicar demasiado aquellas ausencias. Revisé mi calendario. Y resolví no volver a salir de Francia sino en mayo, para recibir un doctorado honoris causa de la Universidad de Bruselas; en junio, para inaugurar la Conferencia Internacional sobre Educación de Adultos, que iniciaría sus sesiones en Dinamarca, y en julio, para presentar al Consejo Económico y Social, reunido en Ginebra, el informe anual de la UNESCO. A esos viajes, hube de agregar uno más, a Ginebra también, a fin de explicar al mismo Consejo los propósitos que nos habían orientado para elaborar, dentro del plan de asistencia técnica, el capítulo relativo a asuntos de educación, de ciencia y de cultura.

    La Conferencia General se reuniría, en París, el 19 de septiembre. Me quedaban cinco meses escasos para realizar el trabajo de un año entero, y menos tiempo aún para concluir el informe que serviría de base a las discusiones de la asamblea.

    Viví, durante muchas semanas, en condiciones de presidiario. No eran barrotes de hierro los que me encarcelaban, sino columnas de informes por revisar, cartas por responder y alocuciones por corregir. Todo, en aquella casa, nacía y moría entre cúmulos de papeles… Se inauguraba una Comisión Nacional —la de la India, por ejemplo, el 9 de abril— y era preciso enviarle un cordial saludo. Iniciaba sus trabajos (en Quitandinha, el 27 de julio) un seminario de estudios sobre el analfabetismo, y era menester dirigirle un mensaje de aliento. Se reunía en Montreal —del 25 de abril al 4 de mayo— una conferencia preparatoria sobre el problema de las materias primas para la fabricación de papel, y era apremiante formular un extenso informe, erizado de cifras y de estadísticas, a fin de atraer la atención de los delegados sobre la penuria inquietante de papel que padecían entonces los editores de periódicos y de libros.

    Pero no sólo de papel vive el hombre… Y la UNESCO hubo de insistir, el 3 de agosto, ante las partes contratantes del Acuerdo General sobre las Tarifas Aduaneras, en solicitud de que se redujesen las tarifas sobre los libros y su reproducción fotomecánica, las partituras musicales, los libros y partituras impresos para los ciegos, el material escolar, los instrumentos y los productos para laboratorios, y muchos otros artículos. Seis días más tarde, aprobé un documento de trabajo, como base para la redacción de un convenio capaz de facilitar la circulación internacional de publicaciones.

    Iban a celebrarse dos centenarios: el segundo del nacimiento de Goethe y el primero de la muerte de Chopin. Había que establecer las listas de los contribuyentes a los homenajes que la UNESCO se proponía rendir a tan grandes hombres. Por lo que atañe al volumen que dedicamos a Goethe, escribí a varios ensayistas de América, África, Asia y Europa. Aceptaron enviarnos textos sobre el autor de Fausto: Karl J. Burkhardt, Benedetto Croce, Jaroslaw Iwaszkiewicz, Thomas Mann, Gabriela Mistral, F. S. Northrop, Sarvepalli Radhakrishnan, Alfonso Reyes, Jules Romains, Léopold Sédar Senghor, Stephen Spender y Taha Hussein. En cuanto a Chopin, publicamos un catálogo de su producción y preparamos un concierto para exaltar su memoria. Diez compositores atendieron mi invitación: Lennox Berkeley, Carlos Chávez, Óscar Esplá; Howard Hanson, Jacques Ibert, Francesco Malipiero, Andrzej Panufnik, Florent Schmitt, Alexander Tansman y Heitor Villa-Lobos.

    Se planteaba, además, la posibilidad de crear, en Oriente, un Instituto de Cooperación Cultural. Contaba yo con la ayuda de un consejero especializado en los asuntos de Asia. Era el doctor Kuo-Yu-shu, chino agudo, meticuloso y siempre adherido a las últimas hojas de un memorándum o a las alas vibrantes de un avión, pues pasaba sus días escribiendo informes y haciendo viajes. En sólo un trimestre, me acribilló de comentarios y tuvo tiempo, no obstante, para visitar la India, Ceilán, Tailandia y las Filipinas. Creo que gracias a él conocí a Lin Yutang, quien residía en París en aquellos días. Lo introduje en la UNESCO. Y demostró, a cuantos le admirábamos, hasta qué punto un escritor delicioso no siempre ofrece la garantía de un funcionario excepcional. Aconsejaba lo indispensable, redactaba lo imprescindible, sonreía de mi impaciencia —y desapareció de nuestro horizonte con la misma irónica discreción con que penetró, en el Hotel Majestic, una mañana de primavera.

    El Oriente me preocupaba por la complejidad de sus inquietudes. Habíamos fundado un centro de cooperación científica en Nanking, y tuvimos que trasladarlo a Shangai, como consecuencia de las derrotas de Chiang Kai-shek. Tailandia y Birmania acababan de ingresar en nuestra Organización. Ceilán había presentado una solicitud de ingreso. ¿Qué hacer en favor de esos Estados? El doctor Kuo-Yu-shu me dirigía memorándum tras memorándum. Por desgracia, sus textos no estaban escritos en chino —es decir, con signos que expresaran ideas— sino en el inglés más prolijo y más abundante en ifs. Si se hiciera esto, si ocurriese aquello, si considerara el director general justificadas estas observaciones… Pocas veces aquellos si, tan condicionales, ameritaban un acentuado.

    El Japón en Oriente, como Alemania en Europa, se beneficiaba de una situación especial. No era todavía miembro de la Organización; no pagaba cuotas; no tenía obligaciones determinadas. Sin embargo, la UNESCO le dedicaba —como también a Alemania— mucho tiempo y muchos esfuerzos. Contraté los servicios del profesor Lee-Shi-mu, japonés, para que se familiarizase con esas tareas. Al final de abril, regresó a su patria, acompañado naturalmente por el viejo Kuo-Yu-shu. Visitaron algunas poblaciones del Japón, y lograron que se publicasen en japonés varios documentos de la UNESCO.

    De las Filipinas, me escribía con frecuencia la señora Gerónima Pecson, senadora a quien recuerdo con particular gratitud. La conocí más tarde, en París, durante la cuarta reunión de la Conferencia General. Era una mujer entusiasta e inteligente. Creía en la UNESCO. Y me ayudó a resolver muchas controversias que las ausencias de Lin Yutang y los informes de Kuo-Yu-shu hubieran dejado en plácida moratoria.

    Por si el Oriente me desolaba por sus inquietudes, la América Latina me alarmaba por su pereza en contestar a nuestras preguntas. No se hallaba entonces en Francia el doctor Manuel Martínez Báez, que habría sido de tanta utilidad, por su inteligencia, como agente de enlace con mi país. Por fortuna, el licenciado Alemán tuvo el acierto de designar, para cubrir el vacío que había dejado su ausencia, al embajador Antonio Castro Leal, quien tomó posesión de su cargo —de representante permanente de México— durante el mes de agosto. Y muchas cosas variaron a partir de ese nombramiento.

    Pero México no era, por sí solo, toda la América Latina. Argentina, Brasil, Colombia, Cuba, Ecuador, Haití, Honduras, Perú, la República Dominicana, Uruguay y Venezuela habían establecido Comisiones Nacionales más simbólicas que efectivas. Bolivia nombró en París al más francés de sus escritores, el embajador Costa du Rels. Y Chile, que no era miembro de la Organización, nos envió a un profesor competente, el señor Walker Linares, a cuyos consejos obedeció —en gran parte— que su nación ingresara en la UNESCO.

    África despertaba a la tentación de sumarse a nuestros trabajos. El Cercano Oriente era más activo. Líbano había realizado una verdadera proeza al admitir las responsabilidades de acoger a los delegados que integraron la tercera reunión de la Conferencia General. En Egipto, se hacía sentir la influencia de Shafik Ghorbal Bey, miembro del Consejo Ejecutivo. Estábamos ayudando, hasta donde podíamos, a los refugiados árabes desplazados por la guerra de Palestina. Abrimos treinta y nueve escuelas en diversos lugares de la región. Más de veintiún mil niños aprendían allí a leer, a escribir, a contar, y se iniciaban en el conocimiento de la geografía, de la historia y de algunas modestas artesanías. Pero aquello me parecía sumamente poco, puesto que, de los ochocientos mil refugiados árabes, doscientos mil eran niños en edad escolar y los veintiún mil alumnos de que hablábamos tanto en nuestros resúmenes, superaban apenas el diez por ciento de aquella cifra.

    He dicho que el Oriente me inquietaba por sus problemas, y la América Latina por su aparente pasividad. En cambio, Europa me sorprendía por el dinamismo incesante de sus academias, federaciones y consejos.

    Cerca de doscientos mil dólares de nuestro presupuesto anual se habían ya destinado, como subsidios, a cuarenta y dos asociaciones, de las cuales treinta y nueve tenían su sede en Europa, una en los Estados Unidos, otra en Canadá y otra más en Nueva Zelandia. Los subsidios estaban justificados por todo género de razones. Los señalo tan sólo porque la proporción geográfica de los cuerpos colegiados que los recibían demuestra la situación de las instituciones culturales, científicas y educativas en 1949. El mundo se hallaba repartido, de hecho, en dos grandes zonas: Europa que, junto con la América del Norte, conservaba el mayor número de centros de acción auténtica, y el resto del planeta que, con excepción de Nueva Zelandia, parecía no tener relación alguna de carácter profesional, con nuestra Organización. Ni África, ni la América Latina, ni Asia habían logrado una ayuda económica de la UNESCO para sus asociaciones de intelectuales. Gracias a la reunión efectuada en Beirut, se pensó en la conveniencia de proporcionar un crédito al sistema de traducciones al árabe, y del árabe; pero, incluso en tal colaboración, por el número de sus clásicos, resultaba Europa la más notoria beneficiaria.

    Hacía falta, a la UNESCO, un equilibrio mejor de la inteligencia. Existían sin duda en la América Latina (y, también,

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