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Nuevos ensayos mexicanos
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Nuevos ensayos mexicanos

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Los ensayos incluidos en este libro abarcan seis siglos de historia de la región que hoy día constituye México. Se comparan el imperio azteca y el de los incas; se estudia el efecto que tuvieron sobre México cinco conflagraciones, desde la guerra mexicano-estadounidense de 1847 hasta la Segunda Guerra Mundial, se contrasta la Revolución Mexicana co
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones Era
Fecha de lanzamiento2 jun 2020
ISBN9786074451146
Nuevos ensayos mexicanos
Autor

Friedrich Katz

Friedrich Katz (Viena, 1927) durante la infancia emigró, junto con su familia, a la ciudad de México. Inició sus estudios profesionales en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y posee doctorados de la Universidad de Viena y de la Universidad Humboldt de Berlín. Ha sido profesor en diversas universidades de Europa, Estados Unidos y México. Es profesor emérito de la cátedra Morton D. Hull en la Universidad de Chicago y, de 1992 a 2002, dirigió su Programa de Estudios Mexicanos que, desde 2004, lleva el nombre de Centro de Estudios Mexicanos Friedrich Katz. Su libro La guerra secreta en México (Era) fue distinguido con el premio Herbert Eugene Bolton que otorga la American Historical Association al mejor libro en inglés sobre historia latinoamericana. Su biografíaPancho Villa obtuvo de la misma asociación los premios Albert J. Beveridge Award al mejor trabajo de historia de América, y un segundo premio Bolton. En 1988 la Universidad de Guadalajara le concedió la Orden del Mérito Académico y el gobierno mexicano le otorgó la Orden del Águila Azteca. En 1995 el Congreso local de Chihuahua lo nombró ciudadano honorario de dicho estado. Ha recibido doctorados honoris causa de diversas universidades. Es miembro de la Academia Mexicana de Ciencias y de la Academia Americana de Artes y Ciencias.

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    Nuevos ensayos mexicanos - Friedrich Katz

    México

    Introducción

    Los ensayos incluidos en este libro abarcan seis siglos de historia de la región que hoy día constituye México, y van desde los tiempos precolombinos hasta el periodo de la Guerra Fría. Se distribuyen en dos categorías diferentes. Una de ellas contiene intentos de observar a México en una perspectiva comparativa y, con frecuencia, mundial.

    El primer ensayo compara los dos grandes imperios que surgieron en las Américas en vísperas de la Conquista española: el de los aztecas y el de los incas. Ambos se constituyeron aproximadamente al mismo tiempo y ambos fueron destruidos por los conquistadores españoles. Sin embargo, cada uno es considerado de manera distinta en su país respectivo y por los historiadores y teóricos sociales. Si la memoria del imperio inca desempeñó un papel decisivo en el mayor levantamiento indígena de la historia andina, la rebelión de Túpac Amaru, no ocurrió lo mismo en el caso de México. El recuerdo del imperio azteca no fue un factor central ni en la insurgencia de 1810, encabezada primero por Hidalgo y luego por Morelos, ni en la Revolución de 1910, aunque en los dos movimientos los indios desempeñaron un papel importante. Además, a diferencia del imperio azteca, el de los incas ha sido considerado por algunos historiadores como una construcción socialista, que fascinó a teóricos socialistas como Rosa Luxemburgo. ¿Por qué no ocurre lo mismo con el imperio azteca?

    Un segundo ensayo puede proporcionar una respuesta parcial a dicha pregunta. Intenta enfocarse más concretamente en las similitudes y diferencias entre las capitales de ambos imperios: Cuzco y Tenochtitlan. Cuzco se convirtió en símbolo del control estatal de la economía y de la población. Sólo era posible habitar y entrar a la ciudad con permisos especiales de las autoridades, y sólo existían en ella pequeños mercados basados en el trueque. El Estado incaico controlaba la mayor parte de la economía. En cambio Tenochtitlan era una ciudad populosa, con enormes mercados a los que acudían diariamente desde el campo circundante decenas de miles de personas. Miles de canoas viajaban entre la isla de Tenochtitlan y las riberas próximas, y es posible imaginar atorones de tránsito similares a los del actual Periférico de la ciudad de México.

    El tratamiento comparativo de la historia de México salta a continuación hasta el siglo XX. Tres ensayos: De la alianza a la dependencia. Formación y deformación de una alianza entre Villa y Estados Unidos y El gran espía de México, analizan las relaciones entre México y Estados Unidos en la era revolucionaria y posrevolucionaria. Aunque le molestaba profundamente el nacionalismo revolucionario mexicano, Estados Unidos no osó sin embargo llevar a cabo el tipo de intervención masiva que distinguió su política en Cuba, el Caribe y Centroamérica. Aunque las tropas estadounidenses intervinieron en Veracruz y Chihuahua, nunca intentaron ocupar todo el país. Esperaban manipular para sus propios fines a los distintos grupos revolucionarios mexicanos. Dichas manipulaciones se describen tanto para el caso de la relación con Villa como con Carranza. El ensayo El gran espía de México muestra, por otra parte, cómo México intentó a su vez utilizar para sus fines los problemas internos de Estados Unidos. En una de las maniobras más astutas de su presidencia, Plutarco Elías Calles empleó a un agente secreto que había colocado en la embajada estadounidense para lograr la caída de uno de los enviados más hostiles desde Henry Lane Wilson: el embajador Sheffield.

    En una visión más general el ensayo Las guerras internacionales, México y la hegemonía de Estados Unidos, analiza el efecto que tuvieron cinco guerras sobre México (en dos de las cuales México participó directamente): la guerra mexicano-estadounidense de 1847, la guerra de liberación contra Francia y el imperio de Maximiliano, la guerra hispano-estadounidense de 1898 y la primera y segunda guerras mundiales. Aunque de manera muy diferente, cada una de estas guerras contribuyó a reforzar la influencia y, a fin de cuentas, la hegemonía de Estados Unidos en México.

    No es posible entender la Revolución mexicana si no se la observa en una perspectiva mundial. Uno de sus aspectos más significativos e interesantes es el problema de por qué aquí no se produjo un terror masivo similar al que surgió en Rusia –o en China, durante la Revolución cultural. Tal es el tema del ensayo que compara el papel del terror en las revoluciones mexicana y rusa.

    Si bien las relaciones con Estados Unidos eran importantes para México, no hay que olvidar el papel de Europa y en especial de Alemania, que por dos veces desafió la hegemonía de Estados Unidos en América Latina. El ensayo Algunos rasgos esenciales de la política alemana en América Latina, 1898-1941 examina las políticas alemanas en el continente, pero especialmente en México. Se ocupa del periodo que precedió a la primera guerra mundial y del periodo nazi, incluida la segunda guerra mundial, y muestra cómo los alemanes intentaron provocar una guerra entre México y Estados Unidos, durante la primera, y cómo los nazis trataron de influir sobre México desde el momento en que tomaron el poder. Sobre todo, describe cómo aprovecharon esta circunstancia los gobiernos mexicanos de Venustiano Carranza y, luego, de Lázaro Cárdenas.

    Tal vez porque soy austriaco de nacimiento, dos ensayos son especialmente cercanos a mi corazón. Se ocupan de lo que llamaré dos de los aspectos más nobles de la historia mexicana del siglo XX, y que han sido largamente ignorados en el propio México. El primero se ocupa de su solitaria postura en favor de la independencia de Austria en el momento en que los países más poderosos del mundo se habían resignado a la ocupación de mi país natal por Hitler. Una manifestación muy concreta de su política de excepcional generosidad fue la actividad de Gilberto Bosques, cónsul mexicano en la Francia de Vichy, durante la segunda guerra mundial, que salvó a un número incontable de refugiados inspirado en gran medida por las posturas de Lázaro Cárdenas.

    El último ensayo de esta categoría, La Guerra Fría en América Latina y sus particularidades en México, intenta situar al país tanto en el contexto latinoamericano cómo en el mundial, para mostrar cómo su política durante la Guerra Fría fue a la vez similar y distinta de la del resto del continente.

    Una segunda categoría de ensayos se concentra en el papel de las fuerzas y los dirigentes populares en México. Tal es el tema del ensayo Las rebeliones rurales en México a partir de 1810, donde se plantea la cuestión de por qué México fue desde principios del siglo XIX hasta la mitad del siglo XX, el escenario de las mayores revueltas populares de América Latina. Sólo en México la guerra de Independencia se convirtió en una revolución popular de las clases inferiores y, antes de 1940, no surgió en ningún país de América Latina un movimiento social comparable a la Revolución mexicana de 1910. Este ensayo intenta responder a esta pregunta y, al mismo tiempo, comparar aspectos esenciales de la Revolución de 1810 y de la que tuvo lugar un siglo después, en 1910.

    Con un alcance más restringido, el capítulo El fin del viejo orden en las haciendas de México, 1911-1913 examina los levantamientos populares del periodo maderista y la forma en que debilitaron el poder del Estado, preparando así la segunda fase de la Revolución mexicana: la insurrección constitucionalista.

    Con los movimientos populares en mente, no es casual que me haya centrado en los dirigentes populares ni que haya intentado examinar tanto la personalidad como las posturas de dos líderes que surgieron de las clases más bajas de la sociedad: Benito Juárez y Pancho Villa. En cierto modo, el papel de estos dos hombres se vincula en el ensayo La República Restaurada y el porfiriato, que analiza las profundas transformaciones que sufrió México desde el periodo de la presidencia de Juárez hasta el momento en que Pancho Villa se convirtió en una figura revolucionaria de primer orden.

    1.  Mesoamérica y los Andes. Retrospectiva y comparación

    Las dos grandes culturas de la América antigua, Mesoamérica y la región andina, han sido comparadas acertadamente con las del Viejo Mundo. Es igualmente iluminador compararlas entre sí, ya que permite descubrir rasgos muy importantes de su desarrollo. Ese desarrollo fue en buena medida paralelo, tanto en sus formas como desde el punto de vista cronológico; sin embargo, entre dichas formas surgieron naturalmente diferencias radicales.

    En las dos regiones, transcurrieron muchos miles de años desde el momento en que el hombre descubrió la agricultura hasta que ésta modificó sustancialmente su vida, cuando los productos agrícolas se convirtieron en la fuente principal de alimento para la población, y un lapso similar tuvo que transcurrir para que se cumpliera uno de los resultados potenciales más importantes de la agricultura: que una proporción considerable de esa población quedara liberada de la producción directa de alimentos.

    En ambas regiones, los primeros en ser así liberados fueron los sacerdotes, y los primeros grandes edificios construidos fueron templos que, tanto en Mesoamérica como en Perú, pronto se convirtieron en centros ceremoniales. Los más importantes –los de los olmecas en Mesoamérica y los de Chavín en la región andina– aparecen repentinamente y sin transición. ¿Indica esto que tienen su origen en el exterior o bien que los cambios no siempre ocurren a paso de caracol sino, a veces, en forma de mutaciones y explosiones súbitas? Esta cuestión sigue siendo una de las más controvertidas en la historia de la América antigua. No menos polémico es el problema de si existieron vínculos entre estas dos altas culturas, cada una de las cuales ejerció una influencia tan duradera.

    Un desarrollo que con propiedad se puede llamar explosivo siguió a las primeras altas culturas. El descubrimiento material más importante fue el de la agricultura intensiva, con el potencial que deriva de la irrigación. En algunas partes de Mesoamérica y de la región andina se llevaron a cabo importantes obras de irrigación que sentaron las bases para un rápido aumento de población y para nuevos desarrollos, para construir ciudades y crear un Estado. ¿Fue ese descubrimiento de la agricultura intensiva la base de las altas culturas que siguieron? Así fue con certeza en una parte tanto de Mesoamérica como de la región andina.

    La aparición de los primeros centros ceremoniales, tanto en Mesoamérica como en la región andina, fue seguida por un periodo de casi mil años al que los historiadores y etnólogos caracterizan como clásico.

    La mayoría de los historiadores concuerdan en dos características de este periodo: es el más largo y el más estable de la historia de las culturas americanas, y es el que presenta los mayores logros intelectuales y artísticos: la escritura, el calendario, las matemáticas mayas, las grandes pirámides y templos de Teotihuacan, la cerámica mochica, la escultura de Tiahuanaco.

    El desarrollo social difiere de una a otra región. En los Andes se desarrollaron muchas estructuras estatales que tenían pocas ciudades o ninguna. Por importantes que fueran, ninguno de esos estados fue capaz de imponerse a los demás. En Mesoamérica sí se desarrollaron grandes ciudades, entre las cuales la más importante, Teotihuacan, parece haber ejercido la hegemonía durante un largo periodo.

    En la segunda mitad del primer milenio antes de Cristo, todas esas magníficas culturas clásicas vieron su prematuro final: las ciudades de los mayas fueron abandonadas, Teotihuacan fue devastada y la costa norte de Perú, junto con la mayor parte de los Andes, fue ocupada por conquistadores extranjeros. La desaparición de estas culturas constituye uno de los problemas irresueltos más discutidos y complejos que plantean las antiguas culturas americanas. ¿Existe después de todo un denominador común?

    No todas las causas de decadencia son iguales. En Mesoamérica hay ciertos indicios de que durante este periodo se dejó sentir ya una discrepancia que se manifestaría claramente en el periodo histórico: me refiero a la discrepancia entre la población en constante crecimiento y el aumento de las exigencias de la nobleza, por una parte, y el crecimiento mucho menos veloz de la producción agrícola, las manufacturas y el comercio. Si además consideramos que la nobleza estaba integrada por sacerdotes, no es improbable que las revueltas tomaran el carácter de cismas religiosos, por una oposición cada vez mayor a las también mayores demandas materiales de la Iglesia de Estado. Luego, cuando los invasores extranjeros llegaron, esos cismas y las luchas intestinas deben de haberles allanado el camino.

    La región andina escapó a esta primera causa de decadencia. Las enormes instalaciones de riego y los vastos rebaños de llamas pueden haber evitado la grave distancia entre el aumento de la población y los alimentos disponibles. Los signos de tensión interna son aquí mucho menos evidentes, aunque hay ciertos datos de un conflicto incipiente entre la nobleza sacerdotal y la nobleza secular. Aquí desempeñó un papel decisivo el avance de un pueblo que gozaba de una situación estratégica particularmente favorable dentro de la región andina. El hecho común a ambas regiones es que en el periodo posclásico se dedicó a finalidades seculares una parte mucho mayor que nunca antes de la riqueza de la sociedad. La nobleza era para entonces predominantemente secular.

    En la época de las grandes conquistas que siguió a las culturas clásicas del periodo de Huari-Tiahuanaco, en la región andina, y de los toltecas, en Mesoamérica, la metalurgia continuó desarrollándose en la región andina (bronce) y el metal hizo su súbita aparición en Mesoamérica. Esto no tuvo en ambos casos más que una importancia limitada, y no los mismos resultados revolucionarios que produjo en el Viejo Mundo.

    En el importante campo del aumento de la producción de alimentos, los pueblos conquistadores no lograron gran cosa. En la época de Huari-Tiahuanaco, muchos trabajos de irrigación de la costa peruana parecen incluso haberse convertido en ruinas, y en Mesoamérica los toltecas hicieron muy poco por aumentar la producción alimentaria. Esto puede haber contribuido a acortar la vida de ambos imperios.

    Tras su declinación, se produjeron en la región andina y en Mesoamérica procesos de diferente carácter. El imperio tolteca se redujo literalmente a átomos y fue sustituido por innumerables ciudades y ciudades-Estado pequeñas y medianas. En Perú, en cambio, surgieron y florecieron estados grandes y poderosos, que contenían, en contraste con el periodo clásico, ciudades extensas.

    Sobre esos cimientos distintos se inició en ambas regiones, a mediados del siglo XV, un brusco ascenso hacia el imperio.

    Las similitudes en la construcción de los imperios azteca e inca no se pueden pasar por alto.

    En la primera mitad del siglo XV –dado que la cronología azteca e inca generalmente coinciden, con una diferencia de sólo diez años– pueblos insignificantes y hasta entonces oscuros, que aún vivían en comunidades tribalmente organizadas, iniciaron campañas de conquista que a las pocas décadas los elevaron a la categoría de grandes potencias: construyeron los mayores imperios que habían existido hasta entonces en el continente americano.

    Las personalidades de los conquistadores también se parecen. Tanto Pachacuti de Cuzco como Nezahualcóyotl de Texcoco y Tlacaelel de Tenochtitlan pertenecían a los grupos dirigentes aunque en ciertos aspectos eran exteriores a ellos. Debían el poder no a la herencia, sino a sus propias capacidades extraordinarias. Pachacuti sólo se convirtió en inca tras haber derrotado a los chanca contra la voluntad de su real progenitor. Nezahualcóyotl regresó del exilio para liberar su ciudad encabezando una rebelión contra el dominio de Azcapotzalco. Por la fuerza de su personalidad Tlacaelel, originalmente un subalterno en la jerarquía oficial, pudo alcanzar una preeminencia jamás igualada.

    Tanto el imperio azteca como el inca elevaron la producción alimentaria a un nivel nunca visto: crearon las instalaciones de riego y los planes para el control del agua más importantes del continente americano.

    La organización tribal existente se deterioró tanto entre los incas como entre los aztecas. Inmediatamente después de las primeras conquistas, se llevaron a cabo grandes expropiaciones de tierras en favor de miembros de la clase superior. Ésta se convirtió en una nobleza o burocracia gobernante. En el extremo inferior de la escala social empezaron a aparecer los siervos y condiciones de dependencia semejantes a las de la esclavitud.

    En ambos casos, hubo una sustancial revisión de la historia en correspondencia con esas transformaciones. Es característico que uno de los primeros actos del gobernante, ya fuera inca o azteca, tras llevar a cabo una conquista, fuera dictarles a los historiadores una nueva versión de la historia. Bajo amenaza de los más severos castigos, la historiografía y las tradiciones previas eran consignadas al olvido.

    A principios del siglo XVI empezó a fraguarse una crisis entre los pueblos de la Triple Alianza, en México, y entre los incas. El ritmo de las conquistas se hizo más lento y el aumento de la producción alimentaria, resultado de la construcción de obras de riego, disminuyó también. Graves diferencias surgieron entre las ciudades aliadas de Tenochtitlan y Texcoco, y se crearon tensiones, dentro de Tenochtitlan, entre la aristocracia hereditaria y la meritocracia. En el imperio inca, se produjo incluso una guerra civil entre Huáscar y Atahualpa, rivales que competían por el trono.

    En los dos casos, la crisis reflejaba también la personalidad de los gobernantes: Moctezuma y Atahualpa no eran sino pálidos reflejos de los padres fundadores de sus respectivos imperios. Intentaron compensar su debilidad personal y los crecientes problemas ya fuera proclamando o imponiendo el concepto de gobernantes divinos. Esas tensiones deben de haber colaborado significativamente a preparar el camino para los conquistadores españoles.

    A pesar de tan notables similitudes, es imposible ignorar las tremendas diferencias que existieron entre los dos imperios en diversos campos: en el grado de integración, en la organización social de los pueblos conquistadores, en la fuerza o debilidad de la organización clánica, en la capacidad de los dirigentes imperiales para resolver el problema alimentario y, finalmente aunque no menos importante, en el papel que desempeñó el comercio.

    Las diferencias en el renglón de la integración del Estado fueron radicales. Mientras los incas establecieron un rígido sistema de administración en todo su imperio, llevaron a cabo gigantescos movimientos de población, impulsaron las obras públicas, trazaron una red de caminos y lograron una integración religiosa y lingüística, en los territorios conquistados por los aztecas apenas hubo signo alguno de todo esto. No había administración estatal, sino sólo recaudadores de tributos. En la mayoría de los territorios invadidos apenas se construyeron grandes edificios o caminos, no hubo integración religiosa ni lingüística, ni un registro de toda la población como entre los incas.

    Sólo en el valle de México hubo inicios de una integración similar a la de los incas: allí, la división de una gran parte de la población en grupos de trabajadores tributarios, una administración jurídica centralizada y la realización de grandes proyectos aumentaron la producción de alimentos y facilitaron las comunicaciones. La diversidad reinante en el resto del territorio fue resultado tanto de los grados diferentes de fuerza que existían entre conquistadores y conquistados como de la variedad de condiciones ecológicas.

    Antes de sus conquistas, los incas eran un grupo menor y menos poderoso que las ciudades de la Triple Alianza y se enfrentaban a estados mucho más poderosos e integrados, como el gran reino chimú. La diferencia entre la integración estatal de Mesoamérica y de la región andina probablemente se debió a las grandes obras de irrigación, mucho más difundidas en los Andes que en Mesoamérica y que requerían un grado considerable de control estatal. Para consolidar sus conquistas, los incas necesariamente tuvieron que ejercer una amplia política de integración; requirieron un rígido control sobre los territorios conquistados, y aparecieron no sólo como receptores, sino también como donadores, proclamando la pax incaica, instituyendo o manteniendo grandes redes de irrigación y redistribuyendo materias primas en las distintas áreas ecológicas de las regiones andinas.

    La situación de Mesoamérica era muy diferente. En lo que se refiere a la integración estatal, la fuerza numérica y la posición estratégica, los pueblos del valle de México eran incomparablemente más fuertes que los demás pueblos de Mesoamérica. Las ciudades de la Triple Alianza generalmente se enfrentaban a comunidades aldeanas, tribus individuales de tejido relativamente laxo u, ocasionalmente, comunidades estatales que eran, sin embargo, mucho más débiles que ellas mismas. Frente a estas comunidades, por lo menos fuera del valle de México, no necesitaban una política de integración como la de los incas. Una vez que controlaron dicho valle, al cual se limitaron sus medidas de integración, los aztecas quedaron convencidos de que el resto de Mesoamérica les pertenecía también. Fuera de su territorio, los aztecas casi siempre parecían quitar, más que dar. Si hubieran querido emular las funciones de los incas como donadores, les habría sido difícil llevar a cabo fuera del valle de México algo parecido a las grandes obras de irrigación que aquéllos construyeron o administraron en Perú. La redistribución de materias primas, típica práctica de los incas, también era difícil de realizar en las tierras bajas de México. Los incas tenían la ventaja de controlar una región en que los productos de las tierras altas y bajas estaban equilibrados, en especial las materias primas. Los habitantes de la costa podían recibir lana y los de la cordillera maíz y coca. Aun si hubieran querido hacerlo, ¿qué productos del altiplano podían entregar los aztecas a los habitantes de las tierras bajas? No tenían nada equivalente al algodón, la coca y las plumas de las regiones tropicales. Las cosas se dificultaban aún más dados los medios de transporte comparativamente insuficientes con que contaban los aztecas. En Perú, la llama permitió que las mercancías tuvieran una distribución mucho más amplia de la que hubiera sido posible con portadores humanos.

    El hecho de que los aztecas no quisieran ni pudieran llevar a cabo una integración a gran escala de su imperio tuvo duraderas consecuencias. Si los pueblos sometidos no podían ser convencidos de incorporarse por conveniencia, era necesario emplear el terror puro y simple. En este sentido, los sacrificios humanos cumplían una finalidad no sólo religiosa, sino también política. Tampoco es sorprendente que el imperio azteca empleara medidas mucho más arbitrarias que el inca. Los ejércitos incas se mantenían a cierta distancia de los poblados y se abastecían de las reservas del Estado. Las tropas aztecas atravesaban todas las poblaciones y podían saquear a discreción. Los servicios que los pueblos conquistados por el imperio inca tenían que proporcionar se fijaban tomando en cuenta su riqueza y sus recursos, y no estaban sujetos a modificación. El tributo que exigían los aztecas se calculaba arbitrariamente y podía aumentar en cualquier momento. El hecho de que los incas sólo exigieran servicios, mientras los aztecas pedían verdadero tributo, significó que en tiempos de escasez las demandas a que estaban sometidos los pueblos conquistados de Mesoamérica eran mucho más onerosas que en la región andina.

    Por lo menos en teoría, los habitantes del imperio inca podían presentar ante la autoridad central sus quejas contra la administración. No hay noticias en Mesoamérica de quejas acerca de los muchos excesos de los recaudadores aztecas. Los prisioneros de guerra capturados por los incas, con excepción de unos pocos líderes que fueron ejecutados, eran liberados y devueltos a sus pueblos. Los prisioneros de guerra de los aztecas enfrentaban la inevitable muerte sacrificial.

    En estas comparaciones no hay que dejar que el péndulo oscile demasiado contra Mesoamérica, donde nunca tuvieron lugar las deportaciones ni las frecuentes requisas de mujeres que practicaban los incas.

    La diferencia en el grado de integración de ambos imperios tuvo muy paradójicas consecuencias. En cierta medida, se expresó en el magnífico desarrollo de Tenochtitlan, ciudad que recibía la mayor parte de la riqueza que fluía desde los territorios conquistados, mientras los ingresos de los incas iban destinados a todos los puntos de su imperio. Por ello no es sorprendente que los edificios de la metrópoli azteca superaran con mucho a los de Cuzco y que sus rasgos de gran ciudad fueran mucho más marcados que los de la capital de los incas.

    Esas diferencias en el grado de integración de los dos imperios implicaban, sin embargo, claras desventajas militares para los aztecas. El gran sistema de caminos que comunicaba el imperio inca, los almacenes instalados en todas partes y, sobre todo, el uso de los pueblos conquistados en el servicio militar tuvieron como resultado una fuerza de choque acrecentada con cada nueva conquista. Lo contrario sucedía entre los aztecas. Dado que las guerras siempre se originaban en el valle de México, la fuerza de choque del ejército, sin caminos ni depósitos de provisiones, disminuía conforme se alejaban del centro. Cuanto mayor el imperio, menos accesibles las regiones vecinas.

    Este contraste explica por qué los incas controlaban toda la región de alta cultura en la zona andina, mientras los aztecas no pudieron conquistar territorios distantes como el de los tarascos, que contaba con una población mucho menor que el territorio que sí dominaban. Además, como los aztecas tenían que pelear ellos mismos, requerían muchos más guerreros de élite que los incas y contaban con un número limitado de tropas en el campo de batalla. Desde el punto de vista militar, la experiencia de combate de cada guerrero era probablemente más decisiva entre ellos que entre los simples soldados incas, que eran, ante todo, campesinos. Estos contrastes se volvieron muy nítidos en las batallas que libraron los españoles contra unos y otros.

    Ya se ha dicho que tanto entre los incas como entre los aztecas el viejo orden tribal igualitario estaba socavado, y empezaba a surgir una nobleza privilegiada, dotada de tierras en propiedad privada, y que en la base de la pirámide social estaban apareciendo los siervos y los esclavos. Pero la forma, el contenido y la intensidad de estos procesos difieren ampliamente de una cultura a otra.

    La nobleza inca representaba en principio una burocracia estatal. Casi todos sus miembros tenían alguna función en la gran maquinaria administrativa del imperio. Entre los aztecas esto sólo ocurría con una parte de la nobleza, ya que gran número de sus miembros sólo tenían por función la guerra.

    En consecuencia, la nobleza inca dependía políticamente del Estado mucho más que la nobleza azteca. Otro tanto ocurría en la esfera económica. El noble azteca podía en cierta medida enajenar su tierra, podía vender sus productos y adquirir esclavos en el mercado. La situación era distinta en el imperio inca: la tierra era inalienable y la venta de sus productos apenas posible. La nobleza inca era, en cambio, un grupo mucho más privilegiado y cerrado que la azteca. Tanto en México como en Cuzco un noble que cometiera un delito era llevado ante un tribunal especial. Sin embargo, los procesos judiciales diferían. En Cuzco los castigos no eran particularmente severos y con frecuencia consistían sólo en ser puesto en la picota; en México, el castigo era mucho más duro: por el mismo delito por el que un plebeyo sólo recibía una reprimenda, un noble podía ser ejecutado. Ser admitido en la nobleza como recompensa por servicios prestados era mucho más fácil en las ciudades de la Triple Alianza, hasta fines del siglo XV, que en la región andina. Entre los aztecas, unas cuantas hazañas de guerra y tomar unos pocos prisioneros, bastaba para ser elevado a la nobleza. Entre los incas, sólo se lograba mediante servicios excepcionalmente arduos: las diferencias sociales parecen haber sido más tajantes en ciertos aspectos. Por eso sorprende descubrir que las tradiciones de orden comunal entre la nobleza inca estaban mucho más desarrolladas que entre los aztecas. Un noble inca que recibía sus propias tierras continuaba perteneciendo a su clan, y los miembros de su familia se ocupaban colectivamente de esas tierras. Ocurría lo contrario entre los aztecas, pues el miembro de la nobleza se apartaba de la organización del clan: para él, la organización efectiva era la sociedad militar, que no presentaba características de parentesco.

    ¿Cómo explicar estas diferencias radicales? Tal vez su causa más poderosa fue la proporción numéricamente distinta que constituían los incas y las ciudades de la Triple Alianza frente a la población total de sus imperios. Después de las conquistas de los incas, toda la población de Cuzco, hasta el último hombre, fue elevada a la nobleza. De hecho, dado que esa población era demasiado reducida para satisfacer la demanda de funcionarios del Estado, otras tribus vecinas recibieron un estatus similar. Eso explicaría los límites tajantes impuestos a la estratificación social descendente entre los incas. En cambio, los habitantes de las ciudades de la Triple Alianza eran muy numerosos y el imperio estaba demasiado poco organizado e integrado para permitir que ascendieran todos a la nobleza. Sólo la vieja nobleza y la meritocracia lograron ascender. La población restante se benefició muy poco de las conquistas. No sorprende que la aristocracia inca hiciera sentir sin lugar a incertidumbre sus privilegios y su poder a sus subordinados, que eran después de todo miembros sometidos de pueblos ajenos. La nobleza azteca tenía que pisar con más cuidado, porque un sector importante de sus subordinados eran, en primer lugar, miembros de su propio pueblo.

    El ascenso colectivo de la población inca al estamento de la nobleza probablemente explica la supervivencia del parentesco dentro de ella, dado que todo el ayllu ascendía a la vez. Entre los aztecas, en cambio, eran siempre individuos, que debían entonces retirarse del calpulli.

    Por grandes que fueran las diferencias entre los nobles, las que existían en las capas inferiores de la escala social eran aún mayores.

    El clan inca era igualitario. No había diferencias marcadas entre ricos y pobres dentro del ayllu campesino. Si existían, casi siempre se eliminaban mediante los nuevos repartos de tierras que se hacían periódicamente. La agricultura era una actividad colectiva y el clan cuidaba de los pobres, los enfermos, los huérfanos y los incapacitados para trabajar.

    El clan azteca era muy distinto. No se hacían nuevos repartos de tierra; ricos y pobres eran miembros del mismo calpulli, e incluso podían existir condiciones de servidumbre y esclavitud dentro de él. La única limitación era la inalienabilidad de la tierra de los miembros del calpulli. Apenas existen referencias, en lo que toca al calpulli mexicano, sobre trabajo comunal o asistencia social a los pobres o discapacitados. Más abajo, las diferencias eran aún mayores: el número de siervos en las tierras altas andinas se calcula en uno por ciento. Entre los aztecas, la cifra es de treinta por ciento, a la que hay que añadir cinco por ciento de esclavos. Ésta es una inmensa diferencia, que da una imagen completamente distinta de las dos sociedades.

    Otra de las diferencias notables entre los dos imperios es la posición de los artesanos y el papel del comercio. En Mesoamérica una gran proporción de artesanos era independiente. Ofrecían sus servicios en los grandes mercados. En el imperio inca, dependían generalmente del Estado, de las curacas locales o de la Iglesia, y operaban a su servicio. En Mesoamérica había enormes mercados y grandes y poderosos gremios de comerciantes que tenían un papel decisivo en el comercio. En el imperio inca sólo había pequeños mercados locales y una limitada forma de trueque: no hay referencias a los comerciantes. Aunque llegaran a confirmarse unas cuantas hipótesis nuevas sobre la existencia de pequeños grupos de mercaderes, probablemente es correcto afirmar que no desempeñaron un papel destacado en el imperio inca. El intercambio de mercancías estaba casi por completo en manos del Estado. En Mesoamérica existía una auténtica moneda en forma de granos de cacao, pero no hay mención de nada semejante en el imperio inca.

    No disponemos de una explicación sencilla y abarcadora de todas estas grandes diferencias. La diversidad ecológica, que siempre estimula el comercio, se daba en ambas regiones. En el imperio inca era tal vez incluso más pronunciada, porque si bien el maíz se cultivaba en toda Mesoamérica, había partes de las tierras altas andinas donde ese muy necesario producto no se podía cultivar.

    ¿Hubo una división del trabajo mayor entre los artesanos y campesinos de Mesoamérica que en la región andina? En ambas regiones, el pueblo era en principio autosuficiente. Los campesinos producían lo que necesitaban y la mayor parte del trabajo artesanal se dedicaba a los productos de lujo. En la medida en que el trabajo artesanal fue también utilitario y estuvo dirigido a las necesidades prácticas, esto era más evidente en la región andina que en Mesoamérica. En los Andes, el bronce ya existía y la metalurgia desempeñaba un papel mucho mayor en las artesanías y en la guerra que en Mesoamérica.

    ¿Eran las comunicaciones más fáciles en Mesoamérica que en los Andes? No lo eran. Llegar a las tierras altas desde las tierras bajas era mucho más fácil en la región andina. En Mesoamérica no existía nada comparable a los grandes caminos que crearon los incas. Además, en Mesoamérica faltaban los animales de tiro, mientras que en Perú contaron con la llama ya desde tiempos prehispánicos: de hecho, fue la única región del continente en que hubo animales de tiro.

    Si nos basáramos en estos criterios, podríamos suponer que en la región andina existió un comercio floreciente muy superior al de Mesoamérica. Sin embargo, ocurrió lo contrario.

    La principal razón de este fenómeno puede residir en la extensión conquistada. Los incas dominaban las áreas de producción de materias primas más variadas y más importantes de su región. Fueran llamas o metales, maíz, cacao o algodón, todo se producía dentro del imperio. La situación era distinta en Mesoamérica, donde importantes zonas de producción de materias primas se veían forzadas, nolens, volens, a comerciar.

    También fue importante el hecho de que el imperio inca estuviera mucho más íntimamente integrado que el de los aztecas. Los incas podían hacer pleno uso de los productos excedentes de cada provincia. Esto era mucho más difícil para los aztecas, debido a los diversos grados de control e integración dentro del imperio. Asimismo, hay que recordar que los incas estaban sustancialmente interesados en una redistribución de materias primas a la población, mientras los aztecas no querían ni podían implementar esa política.

    ¿Se agotan con esto las interrogantes? ¿Fueron esas diferencias sólo producto del periodo inca, o existían ya en el periodo preincaico? Sólo podemos responder con hipótesis, por lo demás no muy concretas. No sabemos si tal vez existieron grandes gremios de comerciantes antes de la llegada de los incas; en los pocos datos con que contamos sobre los grandes estados que ellos derrocaron, no se menciona a los comerciantes. ¿Desaparecieron, o no fue muy significativa su existencia en ese periodo? Nadie puede decirlo.

    Sin embargo, dos factores podrían explicar por qué mucho antes de la formación de los grandes imperios del continente americano el comercio se desarrolló con mayor fuerza en Mesoamérica que en la región andina. Uno fue sin duda la pobreza de materias primas del altiplano mesoamericano, en comparación con las tierras bajas. Un segundo factor posible fue la práctica andina consistente en enviar colonos a zonas distantes, separados de su madre patria por otros estados intermedios, a cultivar materias primas que sólo podían florecer en condiciones climáticas distintas. No sólo grandes estados, como Chucuito, sostenían colonias en los trópicos, muy lejos de su región de origen, sino también estados mucho más pequeños y menos poderosos, como Huánuco, con apenas diez mil habitantes. En el periodo inca, la pax incaica y el largo brazo de la burocracia inca garantizaban el acceso a esos territorios. ¿Cómo habían sido las cosas, sin embargo, en el periodo preincaico, cuando no había un poder central que garantizara esa seguridad de acceso? Ese tipo de colonización existió al parecer mucho antes de que llegaran los incas, y probablemente la reciprocidad desempeñaba un papel importante. Los habitantes de los altos podían enviar colonos a las tierras bajas tropicales, a cultivar maíz o coca, y a cambio los habitantes de lo trópicos enviaban a sus colonos a las tierras altas, donde cultivaban tipos de papa que sólo se dan a gran altura, o criaban llamas. Esas actividades de colonización y recolonización del periodo preincaico pueden arrojar una luz nueva sobre las medidas de colonización y deportación que practicaban los incas: no eran ni remotamente tan nuevas como muchos historiadores han pensado, sino que al parecer se basaban en una tradición de la región andina.

    Este tipo de sistema, en que no se intercambiaban mercancías, sino tierras anexadas, suscitó una cierta autarquía por parte de cada estado y redujo el comercio al mínimo. Tal sistema nunca existió en Mesoamérica y es allí apenas concebible, ya que estaba ausente el prerrequisito decisivo: el incentivo recíproco. En las tierras bajas había muchas materias primas que atraían a los habitantes del altiplano; pero no ocurría otro tanto en el altiplano.

    Dado que no era posible en Mesoamérica obtener los productos tropicales deseados mediante colonos o intercambio de tierras como en la región andina, sólo quedaban dos métodos posibles: uno era conquistar las regiones tropicales. No sorprende que una y otra vez, mucho antes que en la región andina, los ejércitos del altiplano penetraran en las tierras bajas de México. El segundo método fue el comercio, que desempeñó un papel decisivo desde el inicio de la primera cultura superior de Mesoamérica.

    No hay que suponer, sin embargo, que no había comercio en el Perú preincaico, porque indudablemente lo había, aunque a escala mucho menor que en Mesoamérica, y su forma más simple permitía a las autoridades estatales intervenir mucho más. En el reino chimú, en Perú, el gobernante podía simplemente acopiar maíz o algodón en sus graneros y ordenar a sus subalternos que los vendieran en una región vecina de las tierras altas, a cambio de otros productos. En el altiplano de México el comercio era mucho más complicado; no se trataba sencillamente de acumular materias primas para vender, ya que casi no las había. Eran necesarias mercancías del tipo de la cerámica, producidas en las ciudades por los artesanos, para obtener materias primas de regiones más distantes, que luego eran manufacturadas en las ciudades según el gusto de los futuros compradores. Muy a menudo estos productos eran de nuevo llevados de regreso, a través de territorios enemigos, hasta los consumidores. Muchas de las tradiciones de los habitantes de Mesoamérica hablan de los aventurados viajes de los comerciantes disfrazados, que se abrían paso arduamente a través de extensos territorios enemigos. En esos viajes comerciales, la iniciativa de los comerciantes desempeñaba un papel especial. Aun si al principio comerciaban por orden del Estado, pronto tuvieron un grado creciente de autonomía y reclamaron en la sociedad un lugar que correspondiera a su importancia.

    La influencia de los comerciantes en Mesoamérica se vio fortalecida porque, antes de que los aztecas se convirtieran en imperio, predominaba allí la ciudad-Estado, mientras que no se ha encontrado el estado normal y extenso en muchas partes de los Andes.

    En una ciudad-Estado, la influencia del gobernante es menor y la de los grupos sociales urbanos es mayor. Basta pensar en la ciudad de Tlatelolco, en el altiplano de México, donde hasta su conquista por los aztecas, el verdadero poder era ejercido no por el Huey Tlatoani (Gran Orador), sino por los comerciantes, quienes tomaban todas las decisiones: el bienestar y la prosperidad de la ciudad dependían de quienes traían a ella los mayores ingresos. Una situación similar debe de haber existido en muchas otras regiones mesoamericanas.

    Resta mencionar una última diferencia decisiva entre los imperios azteca e inca. Tal vez lo que se puede considerar el problema más vital para la gente de estas regiones fue solucionado por los incas, pero no por los aztecas. Se trata de las hambrunas. En las tradiciones peruanas rara vez se mencionan grandes hambrunas. Constantemente se señala que entre los incas este problema estaba resuelto y que, en tiempos de catástrofe natural, las autoridades locales o centrales acudían al rescate. Las cosas eran muy distintas en el valle de México donde, en el momento culminante del imperio azteca, en 1505, se declaró una de las hambrunas más devastadoras de la historia de Mesoamérica.

    No es difícil de explicar tal divergencia: las grandes obras de irrigación instaladas en toda la zona andina, las terrazas y las obras de drenaje que emprendieron los incas en todas las regiones que conquistaron, serían causa suficiente. Si se toma en cuenta la existencia de la llama, que en tiempos de hambruna servía como alimento y no sólo como medio de transporte, así como las importantes medidas de colonización que, sin duda, procuraban cierto equilibrio entre ecología y población, es posible hacerse una idea de la diferencia entre las dos regiones.

    Si todo esto ha de reducirse a un común denominador, es necesario considerar un factor por encima de los demás: los incas tuvieron en todos los territorios dominados tanto el papel del que da, como el papel del que quita. La proporción entre uno y otro sin duda varió en las distintas épocas y no fue siempre igual en las diversas provincias. Se quitó más de lo que se dio en las provincias ecuatorianas y en las tierras altas del lago Titicaca. Sin embargo siempre fue una proporción fundamentalmente distinta que entre los aztecas, que casi exclusivamente quitaban –excepto en el valle de México–, y sólo daban en medida muy limitada. No sorprende por tanto que las reacciones ante la Conquista española por parte de los pueblos dominados de la región andina y los de Mesoamérica fueran tan completamente distintas.

    Al examinar las antiguas civilizaciones americanas, surge naturalmente la cuestión de si existió una correlación entre el grado de integración estatal y el desarrollo de los imperios, por una parte, y el desarrollo de la tecnología, la ciencia y el arte, por la otra. No cabe duda de que hubo íntimas relaciones entre el desarrollo imperial y la tecnología para la producción de alimentos: tanto entre los incas como entre los aztecas, esa producción alcanzó niveles sin precedentes.

    También existió una inequívoca correlación entre el desarrollo imperial, la integración estatal y la aparición de grandes obras de riego. Todavía es materia de discusión si éstas fueron la causa o el efecto de la integración estatal. Finalmente, la organización del trabajo con especialización regional en las provincias se logró en ambos imperios de la América antigua hasta un grado nunca antes conocido. Pero todo ello no cancela el hecho de que en otras esferas no hubo ningún tipo de correlación entre el desarrollo estatal y el intelectual. El sistema de matemáticas más avanzado se logró en la región donde menos consecuencias prácticas podía tener. No fueron los incas, con sus registros de todas las riquezas del país y de toda la población, quienes lograron maravillas en la esfera de las matemáticas, sino las ciudades-Estado de los mayas, apenas integradas y con un bajo número de habitantes.

    En cuanto al arte, los logros incas y aztecas no pueden compararse con los de los tiempos clásicos. Las grandes obras de arte del periodo clásico, en su mayoría fueron realizadas antes de la construcción de los imperios, antes de que los enormes estados consolidados y poderosos estuvieran en capacidad de liberar a miles de artesanos de la producción de alimentos. Los edificios de Tiahuanaco que aún son tan admirados surgieron antes de que portadores de esa cultura se diseminaran por toda la región andina.

    No fue en el estado chimú, altamente centralizado, sino en el mochica, mucho menos desarrollado, donde apareció el arte de la cerámica que hoy es todavía admirado en todo el mundo. Las grandes obras artísticas de los mayas se crearon en un tiempo de integración estatal relativamente limitada. Sólo durante un tiempo en Teotihuacan parece haberse desarrollado el arte a la vez que el Estado estaba expandiéndose. Pero allí también el periodo de mayor poder político y económico fue cuando el arte mostró claros signos de decadencia.

    Las razones de esto son difíciles de establecer: ¿se debió a la producción en serie, a la creciente intervención del Estado en la producción artística o al mal gusto de los parvenus que constituían la mayor parte de las cortes imperiales? Se trata de un problema que precisa un estudio más detallado.

    2.  Las rebeliones rurales en México a partir de 1810

    Entre el sangriento inicio del dominio español y el fin aún más sangriento de ese dominio en las guerras de Independencia, se produjo en las zonas centrales del México colonial un número relativamente limitado de conflictos violentos (con la notable excepción de la periferia norte de la Nueva España).

    Esta situación se modificó drásticamente en el siglo XIX. Como la mayoría de las antiguas colonias españolas de América Latina, México se vio agitado en los primeros años de independencia por una lucha casi incesante entre las élites por el control del nuevo país independiente. Estos conflictos consistían principalmente en luchas de poder entre élites regionales, o caudillos regionales, por el control del Estado; choques entre civiles y militares o entre los militares, y enfrentamientos entre la Iglesia y las fuerzas anticlericales. A diferencia de la mayor parte del resto de América Latina, las clases inferiores de la sociedad rural participaron en estos conflictos como clientela o como aliados de las élites; a veces se emanciparon y pelearon por su cuenta. Esta violencia rural estaba poderosamente influida por otra característica que distinguió a México de la mayor parte de América Latina: su historia de agresión externa, que condujo a la guerra con Estados Unidos y a la guerra contra los invasores franceses.

    En 1910 y 1920, las dos grandes revoluciones a escala nacional, con participación decisiva de la población rural, cambiaron el rostro de México. Crearon las bases para la independencia de México a partir de 1820 y condujeron a los profundos cambios que tuvieron lugar en el país a partir de 1920. Pero también en el periodo que media entre las dos grandes revoluciones, las revueltas rurales afectaron a México mucho más de lo que habían afectado a la Nueva España colonial.

    Para cualquiera que examine la historia de las revueltas en el campo mexicano entre 1810 y 1910, ese siglo se divide muy naturalmente en dos periodos distintos. El punto de separación entre ambos es 1884. Ése fue el año en que Porfirio Díaz empezó su segundo mandato y estableció el Estado más fuerte que había conocido hasta entonces el México independiente. También fue el año en que el jefe apache Jerónimo fue capturado por los estadounidenses,¹ lo que marca el fin virtual de los asaltos apaches contra la frontera norte de México. Se abrió la primera línea de ferrocarril entre México y Estados Unidos y se inició un periodo de crecimiento económico extremadamente rápido.

    Estos cambios afectaron el modelo de levantamientos rurales, también sujeto a importantes variaciones regionales. Hasta 1884, las rebeliones en la periferia sur de México eran muy similares a las del siglo XVIII. Se produjeron revueltas a gran escala entre los mayas de Yucatán y los indios de Chiapas. La diferencia principal era que ahora los levantamientos eran más amplios y el de Yucatán mucho más eficaz. A partir de 1884, las revueltas de la periferia sur disminuyeron en número e intensidad hasta la caída de Porfirio Díaz. En la frontera norte de México, escasamente poblada, hubo a la vez continuidad y una tajante ruptura con el pasado colonial. Las guerras apaches estallaron de nuevo en los años veinte y los indios yaquis de Sonora se sublevaron de nuevo en el siglo XIX, aunque a una escala mucho mayor que antes. Hubo una tajante ruptura con el periodo colonial porque los campesinos libres del norte (sobre todo los colonos militares), que habían sido un pilar del dominio español en el norte de México, desempeñaron un papel muy diferente entre 1820 y 1920. A principios del siglo XIX tomaron frecuentemente el partido de los caudillos del norte en sus revueltas contra el gobierno federal. A fines del siglo XIX y hasta 1920, muchos de ellos participaron en movimientos revolucionarios dirigidos a la vez contra las clases altas regionales y nacionales.

    Fue en el centro de México donde se produjeron cambios todavía más profundos en comparación con la época colonial. En conjunto, la intensidad de las luchas y el número de personas que participaban en ellas fueron mucho mayores que durante el dominio español. En la mayoría de los casos, varios pueblos, y a menudo docenas de ellos, participaban en las revueltas. La tierra, que había sido un problema secundario en la época colonial, ahora se convirtió en motivo de muchas más sublevaciones. Los rebeldes adoptaban una actitud muy distinta respecto del Estado y de su legitimidad. Las sublevaciones eran más sangrientas y la represión más pronunciada que en la época anterior. Los forasteros desempeñaban un papel más importante como promotores y organizadores, o por lo menos como simpatizantes de estas revueltas, que en el tiempo del dominio español.

    Existían significativas diferencias entre los levantamientos de principios y de finales del siglo XIX. Hasta 1884, la economía de México había estado caracterizada por periodos de crecimiento lento que alternaban con periodos de contracción y estancamiento. En esa época, el Estado mexicano era débil, desgarrado continuamente por la disensión interna y por los efectos de las amenazas e invasiones extranjeras. De 1884 a 1910 se produjo un crecimiento económico extremadamente rápido y el concomitante desarrollo de un Estado mexicano fuerte y centralizado. Como consecuencia, se generaron tensiones de tipos completamente nuevos en la periferia, mientras los conflictos sociales del centro del país adquirían una nueva dimensión.

    Las revueltas del norte de México a principios del siglo XIX

    A principios del siglo XIX seguía prevaleciendo en la frontera norte el mismo modelo general de relaciones entre las clases sociales que había caracterizado al último periodo colonial. Pero se había producido una tajante ruptura con el pasado en la actitud de los campesinos hacia el gobierno central. La característica interna dominante en la frontera norte durante este periodo, como en el siglo XVIII, no era el conflicto de clases entre sus habitantes mexicanos, sino la paz y la comunidad de intereses. La base de este tipo de paz, o incluso armonía social, eran las continuas guerras apaches, que estallaron alrededor de 1830. El Estado mexicano recién formado no tenía ni los medios ni la organización para pacificar o sobornar a los apaches, como había hecho el Estado español en la segunda mitad del siglo XVIII. Además, dado que los colonos estadounidenses empujaban hacia el suroeste de Estados Unidos, el contraste entre el Estado fuerte del norte y el Estado débil de México, entre una frontera estadounidense que avanzaba y una frontera mexicana que retrocedía, resultaba todavía más atractivo para los apaches emprender asaltos contra México. Los conflictos nacientes y potenciales entre hacendados y campesinos (tanto indios como mestizos) se dejaban de lado en favor de la acción común contra los asaltantes indios. Los propietarios de fincas de la frontera acogían bien a los campesinos libres que se establecían allí, y que podían proporcionarles nuevas fuerzas militares para defenderse de los apaches. Dado que el ejército mexicano era mucho más débil que el español de tiempos de la Colonia, los terratenientes compensaban esta debilidad armando a sus peones. Esto creaba una dependencia mutua y forzaba a muchos hacendados a mejorar la situación de sus

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