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El compromiso constitucional del iusfilósofo: Homenaje a Luis Prieto Sanchís
El compromiso constitucional del iusfilósofo: Homenaje a Luis Prieto Sanchís
El compromiso constitucional del iusfilósofo: Homenaje a Luis Prieto Sanchís
Libro electrónico1110 páginas14 horas

El compromiso constitucional del iusfilósofo: Homenaje a Luis Prieto Sanchís

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El presente libro reúne una serie de contribuciones de destacados autores nacionales e internacionales que han encontrado en la obra de Luis Prieto importantes lecciones académicas y, especialmente, de consecuencia. Además de tratarse de una obra que permite conocer mejor el pensamiento y la trayectoria del autor homenajeado, también es un símbolo de gratitud para con él, destacando sus más importantes enseñanzas, y el compromiso de este iusfilósofo en la defensa de los derechos.

PERFECTO ANDRÉS IBÁÑEZ, Magistrado emérito de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, y director de Jueces para la Democracia. Información y debate.
PEDRO P. GRÁNDEZ CASTRO, Profesor Ordinario en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Pontificia Universidad Católica del Perú.
BETZABÉ MARCIANI BURGOS, Abogada egresada de la Facultad de Derecho de la Pontifica Universidad Católica del Perú (PUCP) y Doctora en Derecho por la Universidad de Castilla-La Mancha. Profesora del Departamento de Derecho de la PUCP.
SUSANNA POZZOLO, Profesora en la Università degli Studi de Brescia y en la Università degli Studi de Genova.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 sept 2020
ISBN9786123251383
El compromiso constitucional del iusfilósofo: Homenaje a Luis Prieto Sanchís

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    El compromiso constitucional del iusfilósofo - Palestra Editores

    Publicación

    editada

    en el Perú

    por Palestra Editores

    Cultura Pachacamac (siglos XV y XVI)

    EL COMPROMISO CONSTITUCIONAL DEL IUSFILÓSOFO

    Homenaje a Luis Prieto Sanchís

    EL COMPROMISO CONSTITUCIONAL DEL IUSFILÓSOFO

    Homenaje a Luis Prieto Sanchís

    Perfecto Andrés Ibáñez

    Pedro P. Grández Castro

    Betzabé Marciani Burgos

    Susanna Pozzolo

    (Editores)

    Primera edición Digital, septiembre 2020

    © 2020: Perfecto Andrés Ibáñez

    © 2020: Pedro Grández Castro

    © 2020: Betzabé Marciani Burgos

    © 2020: Susanna Pozzolo

    © 2020: Palestra Editores S.A.C.

    Plaza de la Bandera 125 Lima 21 - Perú

    Telf. (511) 6378902 - 6378903

    palestra@palestraeditores.com

    www.palestraeditores.com

    Diagramación y Digitalización:

    Gabriela Zabarburú Gamarra

    ISBN Digital: 978-612-325-138-3

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, bajo ninguna forma o medio, electrónico o impreso, incluyendo fotocopiado, grabado o almacenado en algún sistema informático, sin el consentimiento por escrito de los titulares del Copyright.

    CONTENIDO

    PRESENTACIÓN

    Luis Prieto o el positivismo

    bien temperado

    I

    CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA

    DOS CONCEPCIONES DE PUEBLO,

    CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA

    Luigi Ferrajoli

    I. Dos concepciones de ‘pueblo’

    II. Dos concepciones de ‘Constitución’

    III. Dos concepciones de ‘democracia’

    IV. La concepción organicista del pueblo, de la Constitución y de la democracia en los populismos actuales

    V. Un constitucionalismo más allá del Estado

    Bibliografía

    LA IDENTIDAD MÚLTIPLE DE LAS CONSTITUCIONES

    Riccardo Guastini

    I. A la caza de la identidad

    II. Identidad textual

    III. Identidad política

    IV. Identidad jurídica

    V. Identidad axiológica

    VI. Epílogo

    Bibliografía

    REGRESO A VILLA VALERIA

    Sobre el constitucionalismo de Luis Prieto Sanchís

    J.J. Moreso

    I. Introducción

    II. Nostalgia del Jardín de Villa Valeria

    III. The Moral Reading of the Constitution

    IV. A modo de conclusión: El mercader de Venecia

    Bibliografía

    SUPREMACÍA DE LA CONSTITUCIÓN Y JUDICIAL REVIEW

    A partir de Luis Prieto Sanchís

    Giorgio Pino

    I. Another view of the cathedral

    II. La supremacía de la Constitución

    III. Justicia constitucional y democracia

    Bibliografía

    LA IDEA DE PODER CONSTITUYENTE Y LA

    SUPREMACÍA Y RIGIDEZ CONSTITUCIONALES

    Isabel Turégano

    I. Introducción

    II. El poder constituyente como ficción

    III. La supremacía constitucional y el agotamiento del poder constituyente

    IV. El carácter expreso de la reforma y la posibilidad de una flexibilidad agravada

    V. La contingencia de la Constitución

    Bibliografía

    SOBRE EL RULE OF LAW

    Cuestiones de definición y de realizabilidad

    Juan Ruiz Manero

    EL JURAMENTO POLÍTICO

    Alfonso Ruiz Miguel

    I. La difícil, no ideal y algo tortuosa elección del tema

    II. El significado del juramento

    III. El enfoque jurídico-constitucional

    IV. El enfoque filosófico

    V. De la superfluidad a la inconveniencia del juramento

    Bibliografía

    II

    DERECHOS

    A VUELTAS CON LA FUNDAMENTACIÓN DE

    LOS DERECHOS Y LA DIGNIDAD HUMANA

    Reflexiones de un constitucionalista

    Francisco Javier Díaz Revorio

    I. Planteamiento: Luis Prieto, maestro de constitucionalistas

    II. La fundamentación de los derechos, ese problema habitualmente ignorado por el Derecho Constitucional

    III. En el punto de encuentro entre la filosofía del derecho y el Derecho Constitucional: la dignidad como elemento fundamentador de los derechos y como concepto jurídico-constitucional

    IV. Principales objeciones (y posibles respuestas) al concepto y valor jurídico de la dignidad

    V. ¿Duda cartesiana o muerte de la dignidad?

    Bibliografía

    ADEMÁS DE LA VERDAD

    Defensa de los derechos

    cuando se buscan pruebas

    (En homenaje a Luis Prieto)

    Marina Gascón Abellán

    I. «Limpias las manos». Luis Prieto y la integridad del poder

    II. Defensa de los derechos: la exclusión de prueba ilícita

    III. El argumentario de las excepciones

    IV. La prohibición de prueba ilícita en serio. La impopular misión del cumplimiento de las garantías

    Bibliografía

    EL DERECHO SOCIAL AUTÓNOMO Y LA DESIGUALDAD

    Laura Clérico

    Martín Aldao

    I. Introducción

    II. La exigibilidad directa de los derechos sociales. Poblete Vilches vs. Chile

    III. Pasos argumentativos

    IV. El derecho a la salud en el art. 26 CADH y su contenido en situaciones de urgencia y vulnerabilidad

    V. Segundo paso argumentativo: las acciones y omisiones en concreto

    VI. Deslindes, notas y preguntas

    VII. Cuestiones de marcos e igualdad

    VIII. Consideraciones finales

    Bibliografía

    DEBIDO PROCESO: UNA JUSTIFICACIÓN FUNCIONAL

    Juan Antonio García Amado

    I. El porqué de los jueces

    II. Proceso. Un enfoque funcional

    III. Debido proceso. Una fundamentación funcional

    LA OBJECIÓN DE CONCIENCIA REVISITADA

    Una mirada a la jurisprudencia de

    la Corte Constitucional colombiana, 1992-2019

    Gloria Patricia Lopera Mesa

    I. Un derecho general a desobedecer por motivos de conciencia

    II. La objeción de conciencia en la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana

    III. El giro antiliberal de la objeción de conciencia

    IV. Conclusiones

    Bibliografía

    EL CONSTITUCIONALISMODE LOS DERECHOS:

    CASOS CÍNICOS, OBJETIVIDAD Y DERECHOS DE LAS MUJERES

    Rocío Villanueva Flores

    I. La rematerialización constitucional

    II. Corrupción judicial y casos cínicos

    III. La importancia de la argumentación jurídica

    IV. La crítica feminista a la neutralidad del derecho

    V. La pregunta por la mujer

    Bibliografía

    ENTRE LA BANALIDAD Y LOS DERECHOS:

    EL NEOCONSTITUCIONALISMO Y EL

    DERECHO GENERAL DE LIBERTAD

    Betzabé Marciani Burgos

    I. Neoconstitucionalismo y derechos: ¿La constitucionalización de la vida?

    II. El derecho general de libertad

    III. El peligro y las opciones

    Bibliografía

    POR UN CONSTITUCIONALISMO IGUALITARIO

    Las minorías en la obra de Luis Prieto Sanchís

    Pedro P. Grández Castro

    I. Presentación

    II. La dificultad conceptual

    III. De la vulnerabilidad e intolerancia a la exclusión social: una nueva mirada de las minorías en el Estado constitucional

    Bibliografía

    III

    JUECES E

    INTERPRETACIÓN

    LA INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL EN LUIS PRIETO:

    ENTRE EL POSITIVISMO Y EL POSTPOSITIVISMO

    Manuel Atienza

    GENÉTICA, INDIVIDUO Y FAMILIA EN LA JURISPRUDENCIA

    DEL TRIBUNAL CONSTITUCIONAL ESPAÑOL

    Andrés Ollero

    EL JUEZ DEL ILUSTRADO NAPOLITANO

    MASSIMILIANO MURENA

    Perfecto Andrés Ibáñez

    I. Hallazgo casual

    II. El Nápoles borbónico en los años de Murena (apenas un apunte)

    III. La cuestión judicial en el Nápoles Borbónico

    IV. Lo que he podido saber de Massimiliano Murena

    V. Massimiliano Murena: su idea de la jurisdicción y su modelo de juez

    Bibliografía

    IMPERIO DE LA LEY Y ÉTICA JUDICIAL

    Una cuestión de confianza

    Liborio L. Hierro

    I. Introducción

    II. Deontología: ética profesional y rol social

    III. Dos concepciones de la función judicial

    IV. Función judicial y ética judicial

    V. El imperio de la ley como principio deontológico de la actividad jurisdiccional

    Bibliografía

    Jueces y ética

    Francisco J. Laporta

    LEGITIMIDAD DE UN CONTROL DE CONSTITUCIONALIDAD

    EXIGENTE DE LAS NORMAS PENALES SUSTANCIALES:

    ENTRE PROPORCIONALIDAD Y SUBSUNCIÓN

    Juan Oberto Sotomayor Acosta

    Daniel Gómez Gómez

    I. Introducción

    II. Respuestas a la objeción contramayoritaria

    III. Presupuestos para un modelo de control constitucional exigente de las leyes

    IV. Conclusiones

    Bibliografía

    IV

    TEORIA DEL DERECHO

    Y OTROS TEMAS DE

    ACTUALIDAD

    DERECHO, PUNTOS DE VISTA Y PESOS

    (elementos para el debate)

    Santiago Sastre

    Miguel Ángel Pacheco

    I. Sobre el pesimismo jurídico, el punto de vista externo y otras cuestiones

    II. ¿Neoconstitucionalismo positivista? Espacios para el encuentro, incompatibilidades y un desacuerdo (aparente)

    III. Brevísimo elogio a la gratitud

    Bibliografía

    POPULISMO UNIVERSITARIO Y CRISIS DE LA RAZÓN

    Un homenaje a Luis Prieto

    Alfonso García Figueroa

    I. A modo de introducción: lo que he aprendido de Luis Prieto

    II. El espíritu populista de nuestro tiempo

    III. Crisis de la razón

    IV. Crisis de la izquierda: feminismo punitivo e hiperclasismo populista

    V. Crisis de la universidad: la conciencia profesoral que administra espontaneidades obreras

    VI. Conclusión: nos vemos pronto

    Bibliografía

    OBSERVACIONES EN TORNO A LA TEORÍA Y LA PRÁCTICA (DEL DERECHO)

    Susanna Pozzolo

    GARANTISMO PENAL Y DELITOS SEXUALES

    En homenaje a Luis Prieto

    Gema Marcilla

    I. Agradecimiento a Luis Prieto Sanchís

    II. Introducción

    III. El garantismo: una filosofía del derecho y un paradigma de ciencia jurídica para el estado constitucional de derecho

    IV. El garantismo penal

    V. Las garantías penales y procesales

    VI. La necesidad de una tutela eficiente de la libertad sexual en el marco del derecho penal mínimo

    VII. Recapitulación

    Bibliografía

    EL ECOSISTEMA COMO SUJETO DE DERECHO

    Fernando Rovetta Klyver

    I. Introducción

    II. El ecosistema su irrupción en el derecho internacional

    III. De las necesidades y limitaciones en los orígenes del derecho internacional

    IV. Del ecosistema como un sujeto constitucional de derecho

    V. A modo de conclusión

    Bibliografía

    LOS FAMOSOS PRINCIPIOS: UN CATÁLOGO DE

    ARGUMENTOS Y ALGÚN PROBLEMA

    Reflexiones en homenaje

    (y agradecimiento) al maestro

    Luis Prieto Sanchís

    José Ignacio Núñez Leiva

    I. Laudatio

    II. Introducción

    III. Argumentos

    IV. El problema

    V. Reflexiones finales y nuevos desafíos

    Bibliografía

    NOTA DE AGRADECIMIENTO, SEGUIDA DE UNA BREVE

    REFLEXIÓN SOBRE LAS RELACIONES ENTRE DERECHO Y MORAL

    Luis Prieto Sanchís

    Presentación

    Luis Prieto o el positivismo

    bien temperado

    La autonomía de la ética y de la política, de la moral y del Derecho, no es solo un postulado teórico o metodológico, sino que constituye ante todo una herencia de la cultura iluminista, entre cuyas saludables consecuencias no sé cuál es más importante, si la de impedir una excesiva moralización del Derecho, que es germen de totalitarismo, o la de atajar una inconveniente y empobrecedora legalización de la moral.

    Luis Prieto

    Al poco de la entrada en vigor de la Constitución española, un Luis Prieto jovencísimo doctorando pronunció la primera conferencia de su vida. Fue en el Salón de Sesiones del Ayuntamiento de Toro (Zamora), histórico pueblo castellano-leonés, que entonces amanecía, no sin cierta perplejidad, a la experiencia de la transición democrática. Y lo hizo invitado por una modesta asociación cívico-cultural. Sin concesiones (ya apuntaba maneras), su tema: El principio de legalidad.

    Evocando esta efeméride, con el sentido del humor y la fina capacidad de autoironía que le caracteriza, dice que, de haber tenido un mínimo de conciencia crítica, esa primera conferencia habría sido también la última. Por suerte no lo fue. Siguieron otras muchas, muchísimas, en el marco de una vida de ejemplar dedicación académica, de la que forma parte, a más de una comprometida labor docente, una importante obra escrita, que es paradigma de honestidad intelectual y de rigor. Y —pura coherencia— todas las relevantes aportaciones de Luis Prieto, de un modo u otro, han girado siempre en torno al fenómeno de la legalidad, tomado en su más amplio sentido.

    Doctor en 1981, Luis Prieto obtuvo la titularidad de Filosofía del Derecho, en la Universidad Complutense en 1983. En 1986 accedió a la cátedra de la disciplina en la Facultad de Derecho de Albacete (Universidad de Castilla-La Mancha), centro del que fue Decano durante cuatro años, a partir de ese primer curso. En 1990 se trasladó a la catedra de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo, siempre dentro de la misma Universidad castellano-manchega. Allí fue también Decano, durante cuatro años, a partir del curso 1995-1996; y entre 2005 y 2010 ejerció de Director de su Departamento de Ciencia Jurídica y Derecho Público. Ha sido asimismo Vocal de la Comisión Asesora de Libertad Religiosa del Ministerio de Justicia (1996-2002). Y, desde 2018, forma parte de la Comisión de Ética Judicial.

    Autor de una notable cantidad de publicaciones, aquí se dejará constancia, exclusivamente, de sus libros:

    – Ideología e interpretación jurídica, Tecnos, Madrid, 1987.

    – Sobre principios y normas. Problemas del razonamiento jurídico, Centro de Estudio Constitucionales, Madrid, 1992.

    – Constitucionalismo y positivismo, Fontamara, México, 1997.

    – La Filosofía penal de la Ilustración, Instituto Nacional de Ciencias Penales, México, 2003.

    – Justicia constitucional y derechos fundamentales, Trotta, Madrid, 2003.

    – Apuntes de Teoría del Derecho, Trotta, Madrid, 2005.

    – Garantismo y Derecho penal, Iustel, Madrid, 2011.

    – El constitucionalismo de los derechos, Trotta, 2013.

    Durante el franquismo, incluida su última fase, el área de la Filosofía del Derecho en la Universidad española fue una especie de campo cerrado, administrado con mano de hierro. Seguramente, porque la reflexión sobre el Derecho como instrumento de poder es una extensión práctica de este, con el que forma un todo compacto, y requiere una gestión de igual calidad. Lo cierto es que la disciplina conoció una especie de dictadura dentro de la dictadura (una de tantas), comisariada —cuando corrían ya los años 60 del pasado siglo— por Francisco Elías de Tejada y Spínola, que ejerció lo que, con impecable fidelidad descriptiva, ha sido justamente calificado de terror intelectual. Con un iusnaturalismo rancio, político-culturalmente castrador, voluntariosamente entregado a la justificación y la apología del statu quo, por instrumento.

    1974 es el año en el que Elías Díaz obtuvo, con no pocas dificultades, la cátedra de Filosofía del Derecho. Nuevo motor de la disciplina —en afortunada expresión de Benjamín Rivaya—, su acceso a esta posición franqueaba también el camino al grupo de jóvenes licenciados entonces formándose en su entorno, que pronto se harían presentes en lo que, por su influjo, empezó a ser ya otro panorama de este sector de la Academia. Con ellos, bajo la influencia de autores como Hart, Ross, Bobbio y otros, se abrieron inéditas perspectivas a la reflexión iusfilosófica española, ahora ya en interlocución con la internacional más avanzada. Pronto hicieron patente su preocupación por los retos que el nuevo constitucionalismo planteaba a la Teoría y a la Filosofía del Derecho; preocupación connotada por un explícito compromiso civil y político, por una aproximación laica al Derecho y a la moral y por un replanteamiento de las categorías jurídicas a la luz de los principios constitucionales. Siguió un fructífero interés, entre otras, por las aportaciones de la filosofía analítica y por la teoría de la argumentación jurídica a aquellas disciplinas. Así, en el transcurso de pocos años, esa nueva generación de filósofos del Derecho recuperaría, con incuestionable eficacia, el tiempo perdido para su área de conocimiento en los años oscuros del franquismo.

    Luis Prieto tiene un bien merecido lugar en la primera fila de ese espléndido grupo. Iusfilósofo integral al estilo clásico, no ha rehuido ninguna de las grandes preguntas de la filosofía jurídica en sus tres ámbitos de análisis (la teoría de la interpretación y la ciencia jurídica, la teoría del Derecho y la teoría de la justicia). También ha discurrido con notoria solvencia sobre la democracia constitucional y el constitucionalismo de los derechos (título de una de sus obras). Además, en su abordaje de todos estos asuntos, se ha distinguido siempre por la singular aptitud para el análisis conceptual, la organización racional del discurso teórico y la consciencia de la dimensión pragmática de la teoría del derecho y de sus nexos con la de la democracia. Sus trabajos son un modelo de claridad en la exposición y de articulación sistemática.

    En el punto de partida de su concepción luce una firme actitud de desconfianza frente al fenómeno del poder, en términos que le sitúan en clara proximidad al garantismo de Ferrajoli, autor con el que comparte también una clara ascendencia teórica ilustrada. De hecho, puede decirse que Luis Prieto es el filósofo del derecho español que más se ha reconocido en esa tradición. Lo acredita, una credencial inequívoca: su preocupación explícita por la filosofía penal y las vicisitudes de las garantías en el proceso de este orden. Campo, al que, como se sabe, hicieron esenciales aportaciones críticas los autores de aquella filiación y en el que, como escenario del más penetrante e invasivo ejercicio del poder, nació la reflexión que desembocaría en la construcción teórica del estado de derecho.

    Luis Prieto, crítico del positivismo ideológico, es ciertamente positivista en su modo de entender el derecho. Y, en el panorama del actual constitucionalismo, su posición representa una de las escasas y más convencidas defensas del positivismo jurídico por razones morales. Porque, a partir de una concepción del derecho en términos de fuerza y de organización de esta, ha sostenido siempre la tesis de las fuentes sociales, la primacía del punto de vista externo y, particularmente, la separación conceptual entre derecho y moral. Esto, no como exigencia de la definición del derecho, sino desde una perspectiva ética o de preservación de la conciencia individual como fuente última de las obligaciones morales (Marina Gascón).

    Pero Luis Prieto ha sido también calificado de positivista atípico e incluso, en cierta medida, de pospositiva o habitante de un cierto lugar intermedio (así, Alfonso García Figueroa). Ello debido a que, separándose en esto de Ferrajoli, reconoce la existencia de una posible conflictividad en la relación entre principios o normas del mismo valor o nivel jerárquico, en ocasión del enjuiciamiento de un caso concreto. Mas la coincidencia con autores como Alexy y Atienza es solo relativa, pues, en su concepto, la argumentación jurídica y la ponderación son solo medios para tratar de racionalizar el proceso decisional, que, a su juicio, nunca permitiría alcanzar la única solución correcta. Una opción que descarta, en cuanto tiene como presupuesto la aceptación de un cierto objetivismo moral.

    Hay un terreno en el que Luis Prieto ha desarrollado una reflexión muy sugestiva y es el de la aplicación jurisdiccional del derecho en un marco constitucional. Podría condensarse en una expresiva afirmación cargada de implicaciones: la justicia constitucional verdaderamente indispensable no es la del Tribunal Constitucional, sino la jurisdicción ordinaria; y esto en términos cuantitativos evidentes. En este aserto es de ver, no el exceso de judicialismo objetado en algún caso, sino el reconocimiento de un rasgo profundamente caracterizador de ordenamientos multinivel como los de nuestros países, con el que hay que contar, que imponen al juez una lectura crítica de cada disposición aplicable, a la luz de la norma fundamental. Pero es que, además, la constatación de este dato por nuestro autor, ha tenido consecuente prolongación en la exigencia del alto nivel de rigor, deontológico y técnico, en el ejercicio de la actividad jurisdiccional que, en su apreciación, el vigente modelo demanda.

    Hace tres años Luis Prieto —con la misma discreción que le ha distinguido siempre y en todo— puso fin a su actividad profesional, pero no, no podría, a su condición de intelectual de lujo y de excepcional jurista profundamente comprometido con la democracia constitucional y, en general, con la polis. Y, no por casualidad y por fortuna, ha pasado a formar parte de la Comisión de Ética Judicial, recientemente creada, lo que en este caso podría considerarse un destino natural, por razón de su sensibilidad y de su bagaje.

    Este libro es la debida expresión de reconocimiento y aprecio a quien ha hecho tanto por el mejor Derecho y por los derechos.

    Perfecto Andrés Ibáñez

    I

    CONSTITUCIÓN Y DEMOCRACIA

    Dos concepciones de

    pueblo, constitución y

    democracia*

    Luigi Ferrajoli**

    I. DOS CONCEPCIONES DE ‘PUEBLO’

    Cabe distinguir dos concepciones diversas y opuestas de la constitución: dos concepciones que, a su vez, suponen dos ideas diversas y opuestas de ‘pueblo’ y de ‘voluntad popular’ y están en la base de otras tantas concepciones diversas y opuestas de ‘democracia política’.

    La noción de pueblo es una de las más complicadas y controvertidas. En ella se expresa el fundamento elemental de la democracia como poder, precisamente, del pueblo. Es por lo que de su concepción depende la concepción misma de democracia. Por ‘pueblo’ puede entenderse, simplemente, el conjunto de las personas unidas por la sujeción a un mismo derecho y por el sentido de pertenencia a un mismo ordenamiento generado por la igualdad en los mismos derechos fundamentales. Es una noción de pueblo formulada por Cicerón hace más de dos mil años: el pueblo, escribió, no es cualquier conjunto de seres humanos, sino solo una comunidad basada en la par conditio civium, es decir, en la igualdad proveniente de esos iura paria que son los derechos de los que todos los ciudadanos, más allá de las desigualdades económicas y de las diferentes cualidades personales, son titulares¹. No difiere de esta la noción de pueblo formulada por Thomas Hobbes, que igualmente la fundó en la participación del mismo derecho pactada por el conjunto de los individuos que dan vida al artificio estatal: una multitud, escribió, si cada uno de sus miembros pacta que ha de tenerse por voluntad de todos la de alguno en particular o las voluntades coincidentes de la mayoría, entonces es una persona (Hobbes, cap. VI,§ 1, p. 56 nota); y más adelante: antes de la constitución del estado el pueblo no existía, ya que no era una persona única sino una multitud de personas singulares (Hobbes, cap. VII, § 7, p. 71).

    Pero con pueblo se alude bastante a menudo a un sujeto colectivo natural, dotado de una voluntad y de una identidad unitarias, de intereses y valores comunes y por eso homogéneos. En síntesis: a una suerte de macrosujeto antropomórfico capaz de actuar unitariamente. En este segundo sentido pueblo representa uno de los legados más insidiosos y nefastos del pensamiento político. Baste recordar las tesis de Carl Schmitt sobre la unidad del pueblo como conjunto político dotado de una voluntad política expresada por la constitución e interpretada de modo directo por "la autoridad del Presidente del Reich" (Schmitt, 2009, cap. III, § 4, pp. 286-287). Una concepción semejante es la que se funda en lo que Gaetano Azzariti ha llamado principio de homogeneidad o de identidad (Azzariti, § 1.2, pp. 17-22), esto es, sobre la idea —postulada por Schmitt como el axioma democrático fundamental de la identidad de voluntades de todos los ciudadanosde que la minoría derrotada se somete de antemano al resultado de la elección y reconoce como voluntad suya la voluntad de la mayoría (Schmitt, 2009, cap. II, § 1 A), p. 155)².

    Pues bien, esta concepción organicista del pueblo es una construcción ideológica que oculta las diferencias y los conflictos que atraviesan cualquier sociedad. Como nos enseñó Hans Kelsen con ocasión de su célebre polémica con Schmitt, el pueblo no existe como macrosujeto, es decir, como un todo colectivo homogéneo dotado de una voluntad colectiva unitaria (Kelsen, 2009, § 10, pp. 346-347) y tampoco existe tal voluntad general (Kelsen, 2009, § 10, p. 348). Pero ¿qué es este pueblo? se pregunta Kelsen: Que en él se reduce a unidad una pluralidad de hombres parece ser un presupuesto fundamental de la democracia. (…) Y, sin embargo, para una investigación centrada en la realidad de los hechos no hay nada más problemático que, justamente, esa unidad designada con el nombre de pueblo. Fraccionado por diferencias nacionales, religiosas y económicas, el pueblo se ofrece antes —desde el punto de vista sociológico— como un conglomerado de grupos que como una totalidad que da cohesión y sentido propio a un agregado" (Kelsen, 2006, cap. II, pp.62-63)³. La asunción ideológica del pueblo como macrosujeto, añade, solo sirve para ocultar la contraposición radical y real de intereses existentes, que se dan en el hecho de los partidos políticos y en el hecho, aún más significativo y subyacente, de las clases sociales (Kelsen, 2009, § 10, p. 346)⁴.

    II. DOS CONCEPCIONES DE ‘CONSTITUCIÓN’

    Tras de esta concepción organicista del pueblo y de su relación con las instituciones políticas hay una concepción igualmente organicista de la constitución. Toda constitución, escribió Schmitt, en cuanto expresión de la unidad política de un pueblo es el acto que "constituye la forma y el modo de la unidad política, cuya existencia es anterior" (Schmitt, 1934, § 1, p. 3 y § 3, p. 24). Su fundamento axiológico consistiría en la cohesión social y en la homogeneidad cultural de los sujetos a los que está destinada, o, lo que es peor, en una común voluntad e identidad política de estos de tipo nacional. En resumen, las constituciones presupondrían un demos y alguna voluntad unitaria de este como fuentes no solo de su efectividad sino de su legitimidad.

    El constitucionalismo actual expresa una concepción opuesta de la constitución. Las constituciones rígidas deben ser entendidas, al modo de Hobbes, como pactos de convivencia, es decir, como contratos sociales en forma escrita, tanto más necesarios y preciosos cuanto más profundas, heterogéneas y conflictuales sean las diferencias personales y las subjetividades políticas que están llamadas a tutelar y cuanto más visibles e intolerables sean las desigualdades materiales que tienen el deber de eliminar o reducir. Así pues, aquellas no sirven para representar orgánicamente la supuesta voluntad de un pueblo o para expresar alguna homogeneidad social o identidad colectiva. Si solo fuesen el reflejo de la común voluntad de todos, tendrían contenidos mínimos y extremadamente genéricos y podría prescindirse tranquilamente de ellas. Sirven en cambio para garantizar el principio de igualdad y los derechos fundamentales de todos, también frente a la mayoría, y, por eso, para asegurar la convivencia pacífica entre sujetos e intereses diferentes y virtualmente en conflicto. Son, puede decirse, pactos de no agresión y de mutuo socorro, cuya razón social es la garantía de la paz y de los derechos vitales de todos y que, por ello, son todavía más esenciales a escala internacional, donde mayores son las diferencias culturales y las desigualdades materiales, y de ahí los peligros de guerra o de opresión. A diferencia de la de las leyes ordinarias, su legitimidad consiste, no en el hecho de ser queridas por todos, sino de ser la garantía de todos; no tanto en la forma de su producción —en el quién las produce y en el cómo son producidas— cuanto sobre todo en su sustancia, esto es, en los contenidos de las normas constitucionales producidas; por consiguiente, no en el consenso de la mayoría sino en la igualdad de todos sus destinatarios estipuladas en ellas: en la égalité en droits, como dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789, y precisamente en los derechos fundamentales.

    En suma, toda constitución es un pacto entre sujetos potencialmente antagonistas, de los que no se supone la homogeneidad, sino la diversidad y virtual conflictividad. Si debe garantizar la pacífica convivencia civil de todos y, al mismo tiempo, asegurar a todos la máxima libertad compatible con la de los demás, debe tutelar todas las diversas e incluso opuestas identidades y favorecer el acuerdo entre sujetos y fuerzas políticas virtualmente contrapuestos. Por lo demás, el nexo que según las tesis escépticas ligaría constitución, estado nacional y pueblo, no ha existido nunca. Si en la época de Beccaria se hubiera celebrado un referéndum sobre sus tesis en materia penal, o sobre la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, no habría tenido consenso, y no ya de la mayoría sino ni siquiera de una mínima minoría. Incluso hoy, en nuestras democracias, sería de temer una votación popular sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte.

    Es cierto que, para la efectividad de toda constitución, tanto estatal como supraestatal, hace falta cierto grado de cohesión social y de consenso. Pero la efectividad no debe confundirse con la legitimidad. Y, en todo caso, al igual que la cohesión social que es su presupuesto, aquella sigue y no precede a la estipulación del pacto constitucional. En efecto, pues la percepción de los asociados como iguales madura con la igualdad en los derechos; y el sentido de pertenencia y la identidad de una comunidad política se desarrollan a partir de la garantía de los propios derechos fundamentales como derechos iguales. También en este aspecto debe invertirse la tesis de Schmitt. El pueblo no es el presupuesto sino la consecuencia de una constitución y de la igualdad en derechos instituida por ella. En efecto, es en la igual titularidad de aquellos derechos universales que son los derechos constitucionales, atribuida a todos y a cada uno —de un lado, en la igualdad formal de todas las diferentes identidades personales asegurada por los derechos de libertad, de otro, en la reducción de las desigualdades sustanciales asegurada por los derechos sociales—, donde se fundan la percepción de los demás como iguales y con ello el sentido de pertenencia a una misma comunidad que hace de esta un pueblo.

    Así, es la constitución democrática la que sirve para dar vida a un pueblo, a través de los derechos atribuidos por ella, de una manera igual, a todos los que lo forman, y no viceversa. Lo que hace posible el pluralismo político y social y el conflicto y, a la vez, la identidad de pueblo adquirida por una multitud de personas y con ello su unidad en el único sentido compatible con la democracia constitucional, es, precisamente, la igualdad, es decir, la titularidad de todos y cada uno de los mismos derechos fundamentales, atribuidos a todos de forma universal.

    III. DOS CONCEPCIONES DE ‘DEMOCRACIA’

    Las dos opuestas concepciones de pueblo y de constitución aquí recordadas sirven para fundar dos opuestas concepciones de democracia: la democracia plebiscitaria, basada en la concepción organicista de la constitución como expresión de la identidad y de la voluntad del pueblo, y la democracia pluralista basada, por el contrario, en la concepción contractualista de la constitución como pacto de convivencia entre individuos diferentes y desiguales.

    Hay un pasaje de Aristóteles que ilustra estas dos distintas concepciones de la democracia y contiene, al mismo tiempo, la definición quizá más ilustrativa del populismo. Distinguiendo entre democracia y demagogia, dentro de la más amplia distinción entre las tres formas de gobierno y sus posibles degeneraciones, Aristóteles afirma que la demagogia es esa forma degenerada de democracia en la que el soberano es el pueblo y no la ley y los muchos, a diferencia de lo que sucede en la democracia, tienen el poder no como individuos, sino en conjunto. Es entonces, dice Aristóteles, cuando aparecen los demagogos y los aduladores son honrados, y esta clase de democracia es, respecto de las demás, lo que la tiranía entre las monarquías, ya que el demagogo y el adulador son una y la misma cosa; unos y otros son los más poderosos en sus regímenes respectivos, los aduladores con los tiranos y los demagogos con los pueblos de esa condición (Aristóteles, 1292a, p. 176)⁵. En suma, el demagogo es al pueblo lo que los aduladores a los tiranos. Con la diferencia de que en la tiranía los aduladores permanecen en su puesto, mientras en la demagogia, ya que el pueblo no existe como macrosujeto, el demagogo se transforma en tirano.

    Exactamente opuesta es la idea de democracia expresada en la concepción de los muchos como individuos y de la constitución como pacto de convivencia entre diferentes y desiguales dirigido a garantizar, a través del principio de igualdad y los derechos fundamentales establecidos en ella, la tutela de sus diferencias y la reducción de sus desigualdades. Así, resultan excluidas, junto a la idea schmittiana de la constitución como expresión orgánica de la identidad de un pueblo, las tesis escépticas acerca de un posible constitucionalismo sin una sociedad civil homogénea que lo sustente. Fundándose en la igualdad en los derechos fundamentales —en los derechos de libertad y en los derechos sociales, tanto como en los civiles y políticos— esta concepción pacticia y pluralista de la democracia alude al pueblo en un sentido todavía más intenso del mismo principio de mayoría, dado que tales derechos equivalen a poderes, contrapoderes y expectativas de todos. Y comporta dos implicaciones de enorme alcance para los fines de una teoría normativa de la democracia.

    La primera implicación es que todos los sujetos que son titulares de los derechos fundamentales conferidos por las normas constitucionales, lo son, además —titulares, entiéndase, y no simplemente destinatarios— de estas mismas normas. En efecto, los derechos fundamentales no son más que los significantes normativos en los que consisten las normas que los atribuyen. Es por lo que la constitución, en su parte sustancial, está imputada, en el sentido técnico-jurídico del término, a todos y a cada uno, es decir, al pueblo entero y a cada una de las personas que lo integran. De aquí, en el plano teórico, su natural rigidez (Pace, pp. 4085 ss.): los derechos fundamentales, y por tanto las normas constitucionales en que consisten, precisamente porque derechos de todos y cada uno, no son suprimibles ni reducibles por mayoría, dado que la mayoría no puede disponer de aquello que no le pertenece. Si todos y cada uno somos titulares de la constitución en cuanto titulares de los derechos adscritos por ella, la constitución es patrimonio de todos y cada uno, y ninguna mayoría puede intervenir sobre ella de no ser con un golpe de estado y una ruptura ilegítima del pacto de convivencia. Por eso —en el plano de la teoría de la democracia, y no ya en el contingente del derecho positivo—, una vez estipulados constitucionalmente, los derechos fundamentales no pueden ser suprimidos por ninguna mayoría, ni siquiera por mayorías cualificadas, y tendrían que ser sustraídos a cualquier poder de revisión. En síntesis: debería admitirse únicamente su ampliación, nunca su restricción, y menos aún su supresión.

    La segunda implicación está conectada a la primera. La constitucionalización de los derechos fundamentales, al elevar tales derechos a la categoría de normas supraordenadas a cualquier otra, confiere, a todas las personas que son sus titulares, una posición a su vez supraordenada al conjunto de los poderes, públicos y privados, que deben están vinculados y deben actuar en función de su respeto y su garantía. Es en esta común titularidad de la constitución, consiguiente a la titularidad de los derechos fundamentales, donde reside a mi juicio la soberanía en el único sentido en que todavía se puede hacer uso de esta vieja palabra. En efecto, en el estado constitucional de derecho, en el que también el poder legislativo está sujeto a la ley, y precisamente a los derechos constitucionalmente establecidos, no tiene cabida la idea de soberanía en la vieja acepción de potestas legibus soluta. La soberanía pertenece al pueblo o reside en el pueblo, afirman nuestras constituciones. Pero estas normas solo pueden entenderse en dos sentidos, complementarios entre sí: en negativo, en el sentido de que la soberanía pertenece al pueblo y a nadie más, y ningún poder constituido, ni asamblea representativa ni presidente elegido por el pueblo puede apropiarse de ella o usurparla; en positivo, en el sentido de que, al no ser el pueblo un macrosujeto sino el conjunto de todos los asociados, la soberanía pertenece a todos y a cada uno, identificándose con el conjunto de esos fragmentos de soberanía, es decir, de poderes y contrapoderes, que son los derechos fundamentales de los que son titulares todos y cada uno. En definitiva, la soberanía es de todos y (por eso) de ninguno.

    De aquí resulta ampliada y reforzada la misma noción corriente de democracia política. La democracia consiste en el poder del pueblo, no simplemente en el sentido de que los derechos políticos y por eso el autogobierno a través del voto y la mediación representativa corresponden al pueblo y, por consiguiente, a los ciudadanos, sino también en el ulterior sentido de que es al pueblo y a todas las personas que lo componen a quienes corresponde el conjunto de esos poderes que son los derechos civiles y de esos contrapoderes que son los derechos de libertad y los derechos sociales a los que todos los demás poderes, incluso los mayoritarios, están sometidos y que no pueden ser violados por ningún poder.

    Solo de este modo, a través de su funcionalización a la garantía de los diversos tipos de derechos fundamentales, el estado democrático, o sea, el conjunto de los poderes públicos puede configurarse, según el paradigma contractualista, como estado instrumento para fines que no son suyos. En efecto, las garantías de los derechos fundamentales, del derecho a la vida a los derechos de libertad y a los derechos sociales, en democracia, constituyen la razón social de esos artificios que son el estado y las demás instituciones políticas. Es en esta relación entre medios institucionales y fines sociales, y en la consiguiente primacía del punto de vista externo sobre el punto de vista interno, de los derechos fundamentales sobre los poderes públicos, de las personas de carne y hueso sobre las máquinas políticas, donde radica el significado profundo de la democracia.

    IV. LA CONCEPCIÓN ORGANICISTA DEL PUEBLO, DE LA CONSTITUCIÓN Y DE LA DEMOCRACIA EN LOS POPULISMOS ACTUALES

    He recordado la concepción organicista del pueblo como macrosujeto, la de la constitución como expresión de su identidad y la plebiscitaria de la democracia como afirmación de una supuesta voluntad unitaria del mismo, porque, desgraciadamente, han vuelto a proponerse por muchas actuales subculturas populistas y llamadas soberanistas. Y es que, en efecto, la idea de democracia que aglutina a todas es la identificación de los vencedores de las elecciones con el pueblo, de los elegidos con los electores, de la voluntad de la clase política con la voluntad popular, de los representantes con los representados y, por consiguiente, de la omnipotencia de la mayoría de gobierno y, de hecho, de su jefe, asumidos como directa expresión de la voluntad y de la soberanía popular. Por lo demás, se trata de una tentación muy difundida en los medios políticos. Como escribió Benjamin Constant, los hombres de partido, por puras que sean sus intenciones, siempre tienen repugnancia en limitar la soberanía. Ellos se consideran como herederos presuntivos, y economizan aun en las manos de sus enemigos su propiedad futura (Constant, cap. I, pp. 3-4).

    Pero esta tendencia es, no solo una tentación, sino el rasgo distintivo de los populismos, cuya elemental concepción de la democracia consiste en la idea de la ausencia de límites a la voluntad popular, identificada a su vez con su voluntad, y por tanto en eliminación de esa gran conquista que es la subordinación de la política a los derechos establecidos constitucionalmente. De aquí la intolerancia populista tanto al pluralismo institucional, esto es, a la separación de poderes, a las autoridades técnicas e independientes, a la jurisdicción y a los límites y vínculos impuestos a la política por los principios constitucionales, como al pluralismo político, es decir, a la confrontación parlamentaria con las fuerzas políticas de oposición. De aquí la tendencia a configurar a los diferentes y a los discrepantes como enemigos y a construir la identidad del pueblo sobre la base de su negación o persecución. De aquí, también, la idea elemental del jefe o del líder como expresiones orgánicas y necesarias del pueblo soberano, sin mediaciones de partido o parlamentarias (Calisse, 2010, Calisse, 2016). De aquí, en fin, la inevitable vocación de los populismos soberanistas a transformar la democracia representativa en la que Michelangelo Bovero ha llamado autocracia electiva.

    Por eso el principio constitutivo de la democracia representativa es el que, por oposición al principio schmittiano de homogeneidad, llamaré principio de heterogeneidad. En efecto, pues un sistema político puede decirse representativo, en cuanto sea capaz de representar la pluralidad de los intereses, las opiniones y las culturas que conviven y se enfrentan en la sociedad. Precisamente, el principio de heterogeneidad es el que asegura, no solo el igual valor de las diferencias, sino también su representación y el mismo papel de las constituciones, que, repito, son pactos de convivencia entre diferentes y entre desiguales, tanto más necesarios cuanto mayores son sus diferencias y sus desigualdades. Frente a la obsesión identitaria y a la concepción del pueblo como un todo orgánico, comunes a los totalitarismos políticos, los nacionalismos agresivos y los fundamentalismos religiosos, el principio de heterogeneidad postula el pluralismo político y el conflicto social; funda la legitimación formal de las funciones de gobierno en los derechos de autonomía política, es decir, de autónoma expresión de las propias identidades individuales y colectivas, y no en su homologación; no admite la existencia de ‘enemigos’, internos ni externos, ni estados de sitio, de excepción o de emergencia; excluye la idea del jefe como anticonstitucional y antirepresentativa⁶.

    De otra parte, ningún pueblo, ningún país, ninguna civilización se caracteriza por una sola cultura. Todos presentan heterogeneidades culturales, que constituyen, no solo su riqueza, sino también, si se quiere hacer uso de esta palabra, su identidad, tanto más fuerte e interesante cuanto más compleja, abierta y por eso contraria a muros y a fronteras. La heterogeneidad y el pluralismo, del mismo modo que las homogeneidades y las identidades, atraviesan tanto las fronteras como las épocas. Como ha escrito Amartya Sen, Aristóteles y Ashoka y, al contrario, Platón, Agustín y Kautilya se parecen más entre sí que Aristóteles y Platón o Ashoka y Kaultiya (Sen, cap. XIII, p. 284). Por lo demás, tampoco los individuos están dotados de mono-identidad, o sea, de identidades mono-culturales. Al igual que los pueblos, su complejidad cultural, la heterogeneidad de sus culturas, en definitiva, su pluri-identidad, es todo uno con su madurez intelectual y cultural. En suma, normalmente, no existen mono-culturas ni mono-identidades. Las únicas mono-identidades son las del fanático o el fascista. Y las mono-culturas son solo las totalitarias o las fundamentalistas. En efecto, existe un nexo entre mono-culturalismo, mono-identidad, principio de homogeneidad, fanatismo y totalitarismo y, al contrario, entre multi-culturalismo, pluri-identidad, principio de heterogeneidad, tolerancia y democracia. La verdadera amenaza para la convivencia civil no es el multi-culturalismo, sino el pretendido mono-culturalismo que genera fundamentalismo, sectarismos, fanatismos ideológicos o religiosos.

    V. UN CONSTITUCIONALISMO MÁS ALLÁ DEL ESTADO

    De las dos concepciones del pueblo, la constitución y la democracia examinadas, se siguen, a su vez, dos concepciones opuestas en orden a la posibilidad de una expansión del paradigma constitucional más allá del estado. Al respecto, se plantea una cuestión teórica de fondo. ¿Cuál es el espacio de la constitución? ¿Existe un nexo entre constitución y estado nacional, de modo que sin este no serían posibles o en cualquier caso legítimas ni las constituciones ni la democracia?

    Es claro que la concepción identitaria y organicista del pueblo y la idea de que la constitución y la democracia tengan un demos por fundamento de su legitimación, excluyen la posibilidad de una constitución por encima de los estados nacionales, por ejemplo europea y, más aún, global. Si acaso, una concepción semejante está en la base de todas las tentaciones secesionistas e independentistas que caracterizan a algunos de los actuales populismos. En efecto, pues está anclada en el nomos de la tierra teorizado por Carl Schmitt, que no es más que la transposición a escala internacional de su concepción de la constitución como expresión de la unidad política de un pueblo, fundada, pues, en el principio de homogeneidad o de identidad teorizado por él. Es la idea de un nexo axiológico entre constitución, estado nacional y pueblo que haría imposibles o al menos carentes de legitimación, en ausencia de un demos, una constitución y una democracia constitucional europea o, más aún, global; una idea reaparecida en el debate acerca de una posible constitución para Europa (Luciani, 2000, pp. 367 ss; Luciani, 2001, pp. 7187; Offe, 2002, pp. 65-119) y vista, no por casualidad, con buenos ojos por los poderes económicos y financieros globales, obviamente, hostiles a la construcción de una esfera pública supranacional.

    Lo mismo hay que decir de otra versión, más reciente que la schmittiana, de la concepción identitaria de la constitución y del consiguiente escepticismo en orden al posible desarrollo de una democracia constitucional de nivel global. Me refiero a la crítica de Hedley Bull a semejante perspectiva en cuanto viciada de la que él ha llamado la falacia de la "domestic analogy" (Bull, p. 60)⁷. Según esta crítica sería falaz, irrealista y por eso destinado al fracaso, cualquier diseño del orden internacional que reproduzca los principios y las estructuras de las actuales democracias constitucionales estatales. Según esta tesis, faltarían algunos presupuestos esenciales de la democracia presentes solo en los ordenamientos estatales —como la existencia de un pueblo mundial y de una sociedad civil planetaria y el desarrollo de una opinión pública global y de partidos supranacionales— en ausencia de los cuales sería imposible un constitucionalismo cosmopolita y un garantismo constitucional de carácter global.

    Por el contrario, un corolario de la concepción pluralista del pueblo y pacticia de la constitución es la tesis opuesta que aquí se sostiene en el § 2, de que una constitución es tanto más necesaria y urgente cuanto mayores son las diferencias que ella está llamada a garantizar y las desigualdades que está llamada a reducir. Tal ha sido, precisamente, el valor histórico, no solo político sino civil, del proceso de integración de la Unión Europea, cuya fuerza consiste, precisamente, en su heterogeneidad, en cuanto una y múltiple (Todorov, cap. 8, p.108). Por eso, una eventual constitucionalización de sus raíces cristianas habría sido, no solo una violación del principio de laicidad y de igualdad de las diferencias, sino también un menoscabo: porque las raíces de Europa son muchas y heterogéneas —cristianas, árabes, hebreas, liberales, socialistas e incluso agnósticas y ateas— y ninguna puede ser discriminada en favor de otra. De esta multiplicidad y heterogeneidad de las diferencias es de donde proviene no solo la posibilidad, sino también el valor civil y democrático de un constitucionalismo europeo, e incluso global, basado precisamente en la igualdad en los derechos de libertad como derechos a las propias identidades diferentes. En efecto, la homogeneidad cultural no es en modo alguno un valor. Por el contrario, sí lo son la heterogeneidad y el pluralismo, la herejía y la confrontación, el debate y también el conflicto de las ideas, en los que se basan no solo el pluralismo político y la democracia, sino también el espíritu crítico y el progreso científico y cultural. Es por lo que la sola unidad y la única identidad colectiva que merecen ser perseguidas son las que residen en la igualdad de las diferencias garantizada por la igualdad en los derechos, ya que valen para fundar los ligámenes sociales, el tejido civil, las solidaridades colectivas y el sentido cívico de pertenencia a una misma comunidad y, por eso, forman el sustrato político de la democracia, en ausencia del cual una sociedad solo puede mantenerse como tal por la constricción, la disciplina y la represión.

    La prueba evidente de estas tesis se encuentra en las tristes vicisitudes de la Unión Europea. Durante el proceso de formación de la Unión, cuando la memoria de las guerras y de los horrores del fascismo estaba viva todavía y las expectativas populares de la igualdad en los derechos eran alimentadas por las declaraciones de los vértices europeos y luego de la aprobación de la Carta de Niza de los Derechos Fundamentales de la Unión, había un pueblo constituyente europeo formándose progresivamente. Pero, al transformarse el sueño europeo en una pesadilla, este se ha disgregado y disuelto, y no solo no se ha construido un sistema de garantías comunitarias de los iura paria, sino que las políticas antisociales impuestas por las tecnocracias europeas han demolido las esferas públicas nacionales.

    En consecuencia, la tesis de los críticos de la domestic analogy debe ser rechazada. Es la pretensión de una perfecta analogía entre el ordenamiento internacional y los ordenamientos estatales lo que está en la base de la idea, esta sí viciada por la falacia doméstica, de que la única institución política susceptible de ser sometida a vínculos constitucionales es el estado nacional; cuando sucede que esa analogía, aunque sea imperfecta, es solo una confirmación inductiva de la validez de la tesis teórica, sufragada por la experiencia histórica de la formación de los estados nacionales, según la cual el derecho y los derechos son los principales instrumentos racionales de pacificación y civilización de los conflictos y la única alternativa realista a la guerra y a la ley del más fuerte. En definitiva, los que incurren en la falacia de la llamada domestic analogy son, precisamente, quienes consideran inverosímil la perspectiva de un constitucionalismo global solo porque, como ha escrito Hedley Bull, las características absolutamente únicas de la comunidad de los estados no calcan las de las sociedades nacionales y los correspondientes ordenamientos estatales (Bull, p. 65): como si el constitucionalismo estatal fuera el único constitucionalismo posible. A mi juicio, se trata de una nueva, singular versión del monismo estatal de cuño hegeliano. El derecho internacional no podría constituirse como ordenamiento jurídico constitucional y universalmente vinculante, solo porque no tiene ni podrá tener los caracteres históricos del derecho estatal —un gobierno central representativo y un pueblo dotado de identidad nacional— concebido como el único posible ordenamiento constitucional.

    La tesis que aquí se sostiene es diametralmente opuesta. El paradigma teórico del constitucionalismo democrático es un paradigma formal, que se caracteriza por la estructura multinivel del ordenamiento jurídico y por los límites y vínculos jurídicos impuestos por normas constitucionales de nivel superior a todos los tipos de poder, con objeto de contener las naturales vocaciones absolutistas y someterlas al derecho. Su estructura es una sintaxis lógica, que puede ser colmada con cualquier contenido: en el molde de la legalidad, escribió Calamandrei, se puede vaciar oro o plomo (p. 65). Tal es el sentido del carácter formal del principio de legalidad, tanto ordinaria como constitucional: que no designa ningún contenido, sino solo la lógica del derecho, esto es, la normatividad no solo jurídica sino lógica de las normas supraordenadas, cualesquiera que fueren los principios contenidos en ellas, con respecto a las normas subordinadas, sea cual fuere el tipo de poder por el que hubieran sido producidas. En efecto, las relaciones de grado entre normas supraordenadas y normas subordinadas, son relaciones lógicas, además de normativas —la no contradicción entre normas constitucionales y normas de ley y, por otra parte, las implicaciones entre expectativas negativas o positivas en que consisten los derechos fundamentales constitucionalmente establecidos y las prohibiciones y las obligaciones correspondientes— en virtud de las cuales la observancia de las primeras, cualquiera que fuese su contenido, es una condición de la legitimidad de las segundas. Por eso, el paradigma del garantismo constitucional, como sistema de límites y vínculos, es aplicable a cualquier ordenamiento. Si acaso, en el plano teórico, el fundamento axiológico de un constitucionalismo global, positivizado por las declaraciones y las convenciones sobre los derechos humanos producidas durante la segunda posguerra, es aún más pertinente, necesario y urgente que el propio constitucionalismo estatal, a causa de que las amenazas para la democracia y la paz, procedentes de los actuales poderes globales salvajes, son hoy bastante más graves que lo hayan sido nunca.

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    * Traducción de Perfecto Andrés Ibáñez.

    ** Profesor emérito de Filosofía del Derecho de la Università Roma Tre.

    ¹ Populus autem non omnis hominum coetus quoquo modo congregatus, sed coetus multitudinis iuris consensu et utilitatis communione sociatus. Y después, ibid., XXXII, p. 80: ¿Quare cum lex sit civilis societatis vinculum, ius autem legis aequale, quo iure societas civium teneri potest, cum par non sit condicio civium? Si enim pecunias aequari non placet, si ingenia omnium paria esse non possunt, iura certe paria debent esse eorum inter se qui sunt cives in eadem re publica. ¿Quid est enim civitas nisi iuris societas civium? (Cicerón, lib. I, XXV, p. 68).

    ² Y más adelante: La concepción democrática (no la liberal) del estado debe insistir sobre el axioma democrático, tantas veces aludido, de que el estado es una unidad indivisible, y que la parte vencida en la votación no ha sido obligada y violentada realmente, sino conducida a este resultado por su propia y efectiva voluntad (Schmitt 2009, cap. III, § 2, p. 261).

    ³ Entendida en este sentido, advierte Kelsen, la unidad del pueblo (…) es un postulado ético-político establecido por la ideología nacional o estatal sirviéndose de una ficción que, por ser de uso común, se asume ya de manera acrítica (Kelsen, 2006, cap. II, p. 63). También Norberto Bobbio ha criticado esta concepción organicista del pueblo, recordando su perversión en la Volksgemeinschaft de triste memoria y sosteniendo su ajenidad al concepto de democracia (Bobbio, p. 409).

    ⁴ Como ha escrito Claus Offe, "dos alemanes, uno de ellos amenazado por el desempleo, probablemente, tienen menos en común, en el plano de los intereses socioeconómicos, que dos europeos, uno de ellos alemán, amenazados por el desempleo. Lo mismo vale para los perceptores de rentas financieras" (Offe, 2014, pp. 76-77).

    ⁵ Estos pasajes de Aristóteles han sido citados por Valentina Pazé

    (pp. 111-125)

    La idea de la democracia, escribió Kelsen, "implica la ausencia de dirigentes. Su espíritu se compendia en las palabras que Platón pone en boca de Sócrates en su República (III, 9) ante la pregunta acerca de cómo debe ser tratado en el estado un hombre de cualidades excepcionales, un genio. ‘Le honraríamos como a un ser venerable, extraordinario y digno de ser amado; pero después de haberle hecho notar que en nuestro estado no había ni podría haber un hombre así, coronando y ungiendo su cabeza, le acompañaríamos a la frontera’" (Kelsen, 2006, cap. III, pp. 186-187).

    ⁷ La crítica al proyecto cosmopolita diseñado por Immanuel Kant, Hans Kelsen y Norberto Bobbio sobre la base de la analogía entre la sociedad desregulada del estado de naturaleza y la anarquía de las relaciones internacionales entre estados soberanos, antes planteada por Thomas Hobbes y John Locke, ha sido retomada por Danilo Zolo: como lúcidamente sostuvo Hedley Bull, la referencia a la analogía del sistema jurídico del estado impide una adecuada comprensión de los aspectos específicos que la doble alternativa derecho/anomia orden /anarquía presente en el marco de las relaciones internacionales (cap. IV, § 3, p. 149).

    La identidad múltiple de

    las constituciones*

    Riccardo Guastini**

    I. A LA CAZA DE LA IDENTIDAD

    Según Carl Schmitt, los límites de la facultad de reformar la Constitución resultan del (…) concepto de reforma constitucional (Schmitt, 1928, 119). Nótese: según Schmitt, tales límites derivan, no de la correspondiente regulación jurídica, sino del concepto mismo de reforma.

    Según este modo de ver las cosas, la norma jurídica: La reforma de X materia está prohibida, no se deriva de un texto normativo, sino de un concepto; técnicamente, de una definición. Huelga decir que una definición o cualquier otro enunciado puede implicar una norma si, y sólo si, es en sí mismo normativo; es decir, si incluye, explícita o implícitamente, expresiones normativas o evaluativas (en el definiens, si se tratare de una definición).

    Luego, la definición de reforma constitucional, indirectamente formulada por Schmitt, es la siguiente: constituye genuina reforma constitucional todo cambio en el texto constitucional siempre que «queden garantizadas la identidad y la continuidad de la Constitución considerada como un todo». Una sedicente reforma constitucional que no presente esta propiedad sería, por definición, ya no una mera o genuina reforma, sino fuente de «una nueva constitución», quedando la anterior anulada o destruida (Schmitt 1928, 119).

    Esta perspectiva —una concepción sustancialista de la reforma constitucional que presupone, a su vez, una concepción igualmente sustancialista de la constitución— parece ser la fuente de inspiración de todos aquellos juristas y jueces constitucionales que incansablemente se preguntan sobre la identidad de la constitución.

    Se supone, entonces, que el poder de reforma constitucional está implícitamente limitado por naturaleza (Roznai, 2017, 156): limitado desde un punto de vista sustantivo, por supuesto¹. Se asume que la reforma constitucional no puede llegar tan lejos como para alterar la identidad de la constitución, lo que equivaldría a sustituir la constitución vigente por una nueva constitución.

    Pues bien, me parece que el concepto de identidad constitucional es utilizado para construir dos normas constitucionales (o, tal vez, meta-constitucionales) no expresadas, que se entienden implícitas en la constitución. La primera norma prohibiría toda reforma que, incluso si fuera producida cumpliendo con todos los procedimientos, pretendiese alterar la identidad de la constitución. La segunda norma, en cambio, autorizaría a los jueces constitucionales a declarar la inconstitucionalidad de tales reformas. Subrayo, se trata de dos normas distintas: la una circunscribe o limita el poder de reforma constitucional; la otra atribuye una competencia a los jueces constitucionales. Esta segunda norma, por cierto, no está implicada por la primera: la prohibición de efectuar determinadas reformas podría perfectamente no estar respaldada por ninguna garantía jurisdiccional.

    Se trata, pues, de aquella (mala) jurisprudencia de conceptos que pretende inferir normas (no expresadas), no ya de los textos normativos, sino precisamente de los conceptos elaborados en sede dogmática². En suma, es uno de esos casos en donde la doctrina no se contenta con hacer ciencia jurídica: prefiere hacer política del derecho, sin mostrarla como tal. Ello, en contraste con la recomendación de Kelsen, según la cual la ciencia jurídica no puede ni debe —ni directa ni indirectamente— crear derecho; debe limitarse a conocer el derecho creado por los legisladores [en sentido material], por los órganos de la administración y por los jueces. Esta renuncia, innegablemente dolorosa para el jurista (...), es un postulado esencial del positivismo jurídico que, oponiéndose conscientemente a toda doctrina del derecho natural, sea explícita o no confesada, rechaza decididamente el dogma de que la doctrina sea una fuente del derecho (Kelsen, 1928, vii)³.

    No obstante, el problema de la identidad de la constitución⁴ puede ser tratado como un problema estrictamente teórico, es decir, puramente conceptual. En este sentido, el primer paso es reconocer que la identidad de la constitución puede ser reconstruida en no menos de cuatro modos diversos⁵.

    II. IDENTIDAD TEXTUAL

    En primer lugar, podría decirse que toda constitución tiene una identidad formal, en un sentido textual.

    Desde este punto de vista, una constitución no es más que un texto normativo. Un texto normativo, a su vez, es un conjunto de disposiciones, formuladas en un lenguaje natural. Y un conjunto, cualquier conjunto, puede ser modificado en tres modos diversos (Bulygin, 1984, 332 ss.):

    (a) agregando un elemento (en este caso, una disposición);

    (b) suprimiendo un elemento; y

    (c) sustituyendo un elemento.

    Se entiende que la sustitución es una combinación de adición y sustracción. De otro lado, la adición, la sustracción, o la sustitución de una o más palabras en una disposición, cuenta como sustitución de la propia disposición.

    Ahora bien, los conjuntos se definen extensionalmente, esto es, por enumeración de los elementos que lo componen⁶. De modo que toda modificación de

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