Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El libro de la selva
El libro de la selva
El libro de la selva
Libro electrónico229 páginas5 horas

El libro de la selva

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

El gran clásico del Premio Nobel Rudyard Kipling, con las ilustraciones originales. Vive fantásticas aventuras en la selva misteriosa.

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento22 oct 2020
ISBN9788417127817
Autor

Rudyard Kipling

Rudyard Kipling was born in India in 1865. After intermittently moving between India and England during his early life, he settled in the latter in 1889, published his novel The Light That Failed in 1891 and married Caroline (Carrie) Balestier the following year. They returned to her home in Brattleboro, Vermont, where Kipling wrote both The Jungle Book and its sequel, as well as Captains Courageous. He continued to write prolifically and was the first Englishman to receive the Nobel Prize for Literature in 1907 but his later years were darkened by the death of his son John at the Battle of Loos in 1915. He died in 1936.

Relacionado con El libro de la selva

Libros electrónicos relacionados

Artículos relacionados

Comentarios para El libro de la selva

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El libro de la selva - Cristina Rodríguez del Amo

    EL LIBRO DE LA SELVA

    Título original: The Jungle Book

    Texto: Rudyard Kipling

    Imagen de cubierta: Shutterstock Images

    Póster: © copyright Macmillan Children’s Books 2016

    (Eliz Hüseyin, Ian Cunliffe, Shutterstock Images)

    Ilustraciones: William Henry Drake, John Lockwood Kipling (aquí)

    First published by Macmillan Children’s Books, an imprint of Macmillan

    Otras imágenes: Shutterstock Images

    Traducción: La Letra, S.L. (Cristina Rodríguez del Amo)

    Compaginación: La Letra, S.L.

    Redazione Gribaudo

    Via Garofoli, 266

    37057 San Giovanni Lupatoto (VR)

    redazione@gribaudo.it

    Responsable de producción: Franco Busti

    Responsable de redacción: Laura Rapelli

    Responsable gráfico: Meri Salvadori

    Fotolito y preimpresión: Federico Cavallon, Fabio Compri

    Secretaria de redacción: Emanuela Costantini

    © 2017 Gribaudo - IF - Idee editoriali Feltrinelli srl

    Socio Unico Giangiacomo Feltrinelli Editore srl

    Via Andegari, 6 - 20121 Milano

    info@gribaudo.it

    www.gribaudo.it

    Primera edición: septiembre de 2018

    Segunda edición: febrero de 2020

    ISBN 978-84-17127-81-7

    Edición en formato digital: septiembre de 2020

    Conversión a formato digital: Libresque

    Todos los derechos reservados, en Italia y en el extranjero, para todos los países. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, memorizada o transmitida con cualquier medio y en cualquier forma (fotomecánica, fotocopia, electrónica, química, sobre disco u otros, incluidos cine, radio y televisión) sin la autorización escrita del Editor. En cada caso de reproducción abusiva se procederá de oficio según la ley.

    Prefacio

    de Rudyard Kipling

    Una obra de esta naturaleza ha necesitado de la desinteresada ayuda de numerosos especialistas y el editor desmerecería, a todas luces, el generoso tratamiento recibido, si no estuviera dispuesto a reconocer plenamente la deuda contraída con ellos.

    En primer lugar, debe dar las gracias al culto y educado Bahadur Shah, el elefante de carga número 174 del registro indio, quien, junto con su amable hermana Pudmini, suministró con total cortesía la historia de Toomai de los Elefantes, así como buena parte de la información contenida en Los sirvientes de Su Majestad. Las aventuras de Mowgli fueron recogidas en varias épocas y lugares por multitud de fuentes, la mayoría de las cuales desean quedar en el más estricto anonimato. No obstante, después de tanto tiempo, el editor se considera libre de dar las gracias al caballero indio de vieja estirpe, un estimado habitante de las laderas de Jakko, por su convincente y un tanto cáustica opinión sobre las características nacionales de su casta: los presbytis.* Sahi, un sabio de infinito ingenio y cultura, miembro de la manada de Seeonee, recientemente disuelta, y conocidísimo artista en la mayoría de las ferias locales del sur de la India, donde su amordazado baile junto con su dueño atraen la juventud, belleza y cultura de muchas aldeas, ha contribuido con valiosísima información sobre las gentes, los usos y las costumbres, la cual ha sido empleada en historias como ¡Tigre! ¡Tigre!, La caza de Kaa y Los hermanos de Mowgli. Para la trama de Rikki-tikki-tavi, el editor está en deuda con uno de los principales herpetólogos de la India septentrional, un osado e independiente investigador que, resuelto a «no vivir, sino saber», en los últimos tiempos sacrificó su vida para dedicarse al estudio exhaustivo de nuestras serpientes venenosas orientales. Un feliz incidente de viaje durante una travesía a bordo del Emperatriz de la India, permitió al editor prestar cierta asistencia a otro pasajero. Los lectores de La foca blanca podrán juzgar por sí mismos si este no ha recibido un generosísimo pago por sus pobres servicios.

    * Género de primates catarrinos, también conocidos con el nombre de surilis, originarios de Java, Sumatra, Borneo y la península malaya.

    Los hermanos de Mowgli

    Rann, el milano, trae a casa la noche,

    que Mang, el murciélago, libera.

    El rebaño duerme en el establo,

    pues libres hasta el ocaso erramos.

    Es hora del orgullo y la fuerza,

    de las garras, los colmillos y las zarpas.

    ¡Oíd la llamada! ¡Buena caza tengan

    quienes la Ley de la Selva respetan!

    Canción nocturna de la selva

    Eran las siete en punto de una calurosa tarde en las colinas de Seeonee cuando Padre Lobo se despertó de su descanso diurno, se rascó, bostezó y estiró una tras otra las patas para deshacerse de la sensación de pesadez que sentía. Madre Loba estaba echada con su gran hocico gris entre sus cuatro revoltosos y bulliciosos lobatos. La luna resplandecía en la entrada de la cueva donde vivían.

    —¡Grr! —dijo Padre Lobo—. Es hora de volver a salir de caza.

    Y a punto estaba de brincar colina abajo cuando una sombra menuda de tupida cola cruzó la entrada y dijo con voz lastimera:

    —Que la suerte te acompañe, oh, jefe de los lobos, y que tus nobles lobatos gocen de esa misma suerte y de unos dientes fuertes y blancos, y nunca olviden el hambre que hay en este mundo.

    Era el chacal, Tabaqui el Lameplatos. Los lobos de la India desprecian a Tabaqui porque siempre anda metiendo cizaña, contando chismes y comiendo restos y trozos de cuero de los montones de basura de la aldea. Pero también le temen, porque Tabaqui, más que ningún otro animal de la selva, tiende a perder la cabeza, y entonces olvida lo que es tener miedo y corre mordiendo todo lo que le sale al paso. Incluso el mismísimo tigre se esconde cuando el pequeño Tabaqui se vuelve loco, pues la locura es la mayor desgracia que pueda sucederle a una criatura salvaje. Nosotros lo llamamos hidrofobia, pero ellos lo llaman dewanee, locura, y salen corriendo.

    —Está bien. Entra y busca —dijo fríamente Padre Lobo—. Pero te advierto de que no hay comida.

    —Quizá no para un lobo —respondió Tabaqui—, pero para un miserable como yo, un hueso seco es todo un festín. ¿Quiénes somos nosotros, los Gidur-log (los chacales), para andar eligiendo?

    Y se dirigió a toda prisa al fondo de la cueva, donde halló un hueso de gamo con algo de carne, que empezó a roer alegremente.

    —Muchísimas gracias por la comida —añadió, relamiéndose—. ¡Qué hermosos son tus nobles cachorros! ¡Qué ojos más grandes tienen! ¡Y son tan jóvenes! Claro que no debería olvidar que los hijos de los reyes son hombres desde el principio.

    Tabaqui sabía mejor que nadie que no hay nada peor para la mala suerte como elogiar a los cachorros en su cara, y le complacía ver a Madre Loba y Padre Lobo tan incómodos.

    Tabaqui permaneció sentado, gozando del daño que había causado, y luego añadió con resentimiento:

    —Shere Khan, el Grande, ha cambiado de territorio de caza. Según me ha dicho, durante la próxima luna cazará en estas colinas.

    Shere Khan era el tigre que vivía cerca del río Waingunga, a unos treinta kilómetros de allí.

    —¡No tiene ningún derecho! —protestó enfadado Padre Lobo—. Según la Ley de la Selva, no le está permitido cambiar de territorio sin previo aviso. Espantará a toda la caza en kilómetros a la redonda y yo... yo ahora tengo que cazar por dos.

    —Por algo su madre lo llamó Lungri (el Cojo) —musitó Madre Loba—. Es cojo de nacimiento, por eso nunca ha podido matar sino ganado. Los campesinos de Waingunga están furiosos con él y por eso viene aquí a molestar a los nuestros. Recorrerán toda la selva en su busca una vez que esté ya lejos, y nosotros y nuestros hijos nos veremos obligados a huir cuando prendan fuego a todo. ¡Sí que le estamos agradecidos a Shere Khan!

    —¿Debo informarle de vuestra gratitud? —preguntó Tabaqui.

    —¡Fuera! —exclamó enfadado Padre Lobo—. Ve a cazar con tu amo. Ya has causado daño suficiente por esta noche.

    —Ya me voy —respondió Tabaqui quedamente—. Ya se oye a Shere Khan allá abajo en la espesura. Podría haberme ahorrado la noticia.

    Padre Lobo escuchó atentamente y, en el oscuro valle que bajaba hasta el río, distinguió el seco, irritado y monótono lamento de un tigre que no ha logrado cobrarse una sola presa y al que le da igual que toda la selva se entere.

    —¡Imbécil! —exclamó Padre Lobo—. ¡Menuda manera de empezar el trabajo nocturno con semejante ruido! ¿Acaso se cree que nuestros gamos son como esos gordos bueyes suyos de Waingunga?

    —¡Chist! Esta noche no va a la caza ni de gamos ni de bueyes —dijo Madre Loba—, sino de un hombre.

    El lamento se había transformado en una especie de ronroneo incesante que parecía venir de todas direcciones. Era ese rumor que tanto turba a los leñadores y a los gitanos que duermen al aire libre y que, en ocasiones, los lleva a arrojarse directamente a las fauces del tigre.

    —¡Un hombre! —exclamó Padre Lobo mostrando sus blancos dientes—. ¡Puaj! ¿Acaso no hay escarabajos y ranas suficientes en los aljibes como para necesitar comerse a un hombre? ¡Y encima en nuestro territorio!

    La Ley de la Selva —que nunca ordena nada sin que exista un motivo— prohíbe a todos los animales comerse a un hombre, a no ser que sea para enseñar a sus crías a matar y, en ese caso, debe cazar fuera del territorio de caza de su manada o tribu. El verdadero motivo de esto es que matar a un humano implica, tarde o temprano, la llegada de hombres blancos armados montados en elefantes y de cientos de hombres negros con tambores, cohetes y antorchas. Entonces, todos en la selva pagan las consecuencias. La razón que entre sí se dan las fieras es que el hombre es el más débil e indefenso de todos los seres vivos, y que, por tanto, no es digno de un cazador ponerle la zarpa encima. También dicen —y es cierto— que los animales que comen hombres se vuelven sarnosos y pierden los dientes.

    El ronroneo fue ganando intensidad y terminó en el sonoro «¡Grr!» que emite un tigre en el momento del ataque.

    Luego se oyó un aullido —un aullido raro, impropio de un tigre— lanzado por Shere Khan.

    —Ha errado el golpe —dijo Madre Loba—. ¿Qué ocurre?

    Padre Lobo salió, se alejó unos cuantos pasos y oyó a Shere Khan gruñir y rezongar furioso, revolcándose por el suelo.

    —Al muy necio no se le ha ocurrido mejor idea que saltar una hoguera hecha por los leñadores y se ha quemado las patas —explicó Padre Lobo malhumorado—. Tabaqui está con él.

    —Alguien está subiendo la colina —advirtió Madre Loba enderezando una oreja—. Prepárate.

    Los arbustos crujieron en la espesura y Padre Lobo se agachó, preparado para saltar. Si hubieses estado allí, hubieras visto la cosa más maravillosa del mundo: al lobo interrumpiendo un salto a medio camino. Brincó antes de haber visto sobre qué estaba saltando y entonces trató de detenerse. El resultado fue que salió disparado hacia arriba, elevándose por el aire un metro o metro y medio de altura, para volver a caer al suelo, prácticamente en el mismo lugar.

    —¡Un hombre! —dijo Padre Lobo espantado—. Un cachorro humano. ¡Mira!

    Justo frente a él, apoyándose en una rama baja, estaba un bebé moreno y desnudo que apenas sabía caminar. La cosita más suave y gordezuela que jamás se había presentado de noche ante la cueva de un lobo. Este miraba directamente a Padre Lobo y sonreía.

    —¿Eso es un cachorro humano? —preguntó Madre Loba—. Nunca había visto uno. Tráelo.

    Un lobo acostumbrado a mover a sus propias crías puede, si es preciso, llevar un huevo en la boca sin romperlo; así, a pesar de que Padre Lobo cerró sus fauces sobre la espalda del bebé, cuando lo posó entre sus cachorros ni un solo diente le había arañado la piel.

    —¡Qué pequeñito! ¡Qué desnudo! Y... ¡qué atrevido! —añadió dulcemente Madre Loba. El niño se acurrucaba entre los cachorros buscando el calor del pelaje—. ¡Vaya! Está comiendo con los demás. Así que este es un cachorro humano. ¿Ha habido alguna vez un lobo que haya podido jactarse de contar con un cachorro de hombre entre sus crías?

    —Recuerdo haber oído alguna vez hablar de algo así, pero nunca en nuestra manada ni en mis tiempos —dijo Padre Lobo—. No tiene un solo pelo y podría matarlo con tan solo tocarlo. Pero mira, nos observa y no tiene miedo.

    La luz de la luna que entraba por la boca de la cueva quedó bloqueada por la enorme cabeza cuadrada y los hombros de Shere Khan, que asomaba en la entrada. Tras él, Tabaqui gemía:

    —Señor, mi Señor. ¡Entró aquí!

    —¿A qué se debe el honor, Shere Khan? —preguntó Padre Lobo, con ojos furiosos—. ¿En qué podemos ayudarte?

    —Quiero mi presa. Un cachorro humano vino en esta dirección —proclamó Shere Khan—. Sus padres huyeron. Dámelo.

    Como Padre Lobo había dicho, Shere Khan había saltado sobre la hoguera de unos leñadores y estaba furioso por el dolor de sus patas quemadas. Pero Padre Lobo sabía que la boca de la cueva era demasiado estrecha para que pudiera entrar un tigre. Incluso donde estaba, las patas delanteras y los hombros de Shere Khan quedaban apretujados por falta de espacio, como lo estaría un hombre que tratase de luchar en un barril.

    —Los lobos somos un pueblo libre —dijo Padre Lobo—. Solo recibimos órdenes del jefe de la manada y no de un cazador de reses con pelaje de rayas. El cachorro humano es nuestro, incluso para matarlo, si así nos place.

    —¡Si nos place! ¿Qué es eso de que «si nos place»? Por el toro que maté, ¿acaso tengo que quedarme aquí olisqueando tu madriguera de perros para que se me entregue lo que por derecho es mío? ¡Soy yo, Shere Khan, quien os habla!

    El rugido del tigre resonó en toda la cueva. Madre Loba se abrió paso entre los cachorros y avanzó sin apartar su mirada —como dos lunas verdes en la oscuridad— de los centelleantes ojos de Shere Khan.

    —Y soy yo, Raksha (el Demonio), quien responde. El cachorro humano es mío, Lungri. ¡Mío y solo mío! Y no se le dará muerte. Vivirá para correr con la manada y cazar con la manada y, al final, presta atención, cazador de cachorrillos desnudos, comedor de ranas y peces, ¡será él quien te dé caza! Ahora desaparece o, en nombre del sambhur al que di muerte (pues yo no como ganado hambriento), ¡volverás con tu madre, bestia chamuscada de la selva, más cojo de lo que viniste al mundo! ¡Lárgate!

    Padre Lobo la observó estupefacto. Casi había olvidado los días en que ganó a Madre Loba en una justa pelea con otros cinco lobos, cuando ella corría junto con la manada y no la llamaban «Demonio» por mero cumplido. Puede que Shere Khan hubiera desafiado a Padre Lobo, pero no pudo enfrentarse a Madre Loba, pues sabía que ella tenía la ventaja del territorio y que lucharía a muerte. Así pues, se alejó de la boca de la cueva gruñendo y, una vez a salvo, gritó:

    —¡Todo perro ladra en su territorio! Ya veremos qué dice la manada de eso de criar cachorros humanos. Ese cachorro es mío y acabará entre mis dientes, ¡oh, ladrones de peluda cola!

    Madre Loba se echó jadeante entre los cachorros y Padre Lobo le dijo gravemente:

    —Hay mucho de verdad en lo que dice Shere Khan. Debemos presentar al cachorro a la manada. ¿Sigues queriendo quedártelo, Madre?

    —¡Quedármelo! —exclamó con voz entrecortada—. Vino desnudo, de noche, solo y muerto de hambre, ¡y aun así no tenía miedo! Mira, ya ha echado a un lado a una de mis crías. Y ese carnicero cojo lo hubiera matado y hubiera huido a Waingunga mientras los campesinos de aquí nos darían caza en nuestros cubiles como venganza. ¿Quedármelo? Claro que pienso quedármelo. Túmbate tranquilo, ranita mía (pues es así como voy a llamarte): Mowgli, la Rana. ¡Llegará un día en que cazarás a Shere Khan igual que él hizo contigo!

    —Pero ¿qué dirá la manada? —preguntó Padre Lobo.

    La Ley de la Selva establece claramente que cualquier lobo, al casarse, puede retirarse

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1