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Las aventuras de Tom Sawyer
Las aventuras de Tom Sawyer
Las aventuras de Tom Sawyer
Libro electrónico318 páginas7 horas

Las aventuras de Tom Sawyer

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Información de este libro electrónico

Tom Sawyer es un huérfano que vive con su tía Polly. Y no es un niño modélico. Como cabecilla de la panda que forma con sus amigos Joe Harper y Huckleberry Finn, vive aventuras emocionantes jugando a los piratas en la Isla de Jackson, pescando, haciendo excursiones nocturnas o incluso simulando la muerte para asistir a su propio funeral. Pero todo se oscurece cuando Tom es testigo de un asesinato y el asesino decide eliminar al incómodo testigo.

Mark Twain nos retrata a un héroe moderno que refleja irónicamente la América racista y supersticiosa de mediados del siglo XIX. Una novela dirigida a los niños, pero también a los adultos, para que no olviden las hazañas de la juventud.

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento22 oct 2020
ISBN9788417127831
Autor

Mark Twain

Frederick Anderson, Lin Salamo, and Bernard L. Stein are members of the Mark Twain Project of The Bancroft Library at the University of California, Berkeley.

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    Las aventuras de Tom Sawyer - Joan Soler Chic

    LAS AVENTURAS DE TOM SAWYER

    Título original: The Adventures of Tom Sawyer

    Texto: Mark Twain

    Traducción: Joan Soler (La Letra, SL)

    Ilustraciones de portada: Shutterstock Images, Michael Grieco (póster)

    Ilustraciones de interior: Shutterstock Images

    Redacción Gribaudo

    Via Garofoli, 266

    37057 San Giovanni Lupatoto (VR)

    redazione@gribaudo.it

    Responsable de iniciativas especiales: Massimo Pellegrino

    Responsable de producción: Franco Busti

    Responsable de redacción: Laura Rapelli

    Responsable gráfico y de composición: Meri Salvadori

    Fotolito y preimpresión: Federico Cavallon, Fabio Compri

    Secretaría de redacción: Emanuela Costantini

    © 2019 Gribaudo - IF - Idee editoriali Feltrinelli srl

    Socio Unico Giangiacomo Feltrinelli Editore srl

    Via Andegari, 6 - 20121 Milano

    info@gribaudo.it

    www.gribaudo.it

    Primera edición: mayo de 2019

    ISBN 978-84-17127-83-1

    Edición en formato digital: Septiembre 2020

    Conversión a formato digital: Libresque

    Todos los derechos reservados en Italia y en el extranjero, para todos los países. Queda prohibida la reproducción, memorización o transmisión total o parcial de este libro mediante cualquier medio o en cualquier forma (fotomecánica, química, en disco o similares, incluidos cine, radio y televisión) sin autorización escrita por parte del editor. En caso de reproducción abusiva se procederá por vía legal según la ley.

    La mayoría de las aventuras recogidas en este libro ocurrieron realmente. Una o dos fueron experiencias propias; el resto, de los chicos que eran mis compañeros de escuela. Huck está sacado del natural; Tom Sawyer también, pero no de una vida individual: es una combinación de las características de tres muchachos a quienes yo conocí, por lo que pertenece a un orden arquitectónico compuesto.

    Las extrañas supersticiones mencionadas eran corrientes entre los niños y los esclavos del oeste en la época de la historia, es decir, hace treinta o cuarenta años.

    Aunque el libro tiene ante todo la finalidad de entretener a los niños y las niñas, espero que no por esto sea rechazado por los hombres y las mujeres, pues parte de mi plan ha sido intentar que los adultos recuerden, con un tono agradable, lo que fueron ellos en otro tiempo, y cómo sentían, pensaban y hablaban, y en qué extraños apuros se vieron metidos.

    El autor

    Hartford, 1876

    —¡TOM!

    Silencio.

    —¡TOM!

    Silencio.

    —¿Dónde se habrá metido el chaval? ¡Eh, Tom!

    Silencio.

    La anciana dama se bajó las gafas y por encima de ellas miró la habitación; luego se las subió y miró por debajo. Nunca o casi nunca miraba a través de ellas para buscar algo tan insignificante como un niño; eran unos anteojos de gala, el orgullo de su corazón, y habían sido fabricados por razones de «estilo», no de uso; también habría podido mirar a través de la tapa del fogón. Durante unos instantes pareció confusa y luego habló, no con tono agresivo pero sí lo bastante fuerte para que la oyeran los muebles:

    —Bueno, pues como te agarre, te juro…

    No terminó, pues en un abrir y cerrar de ojos estuvo agachada y hurgando bajo la cama con la escoba, de tal modo que necesitaba respirar para espaciar los escobazos. Solo resucitó al gato.

    —¡En mi vida he visto un niño como este!

    Fue hasta la puerta abierta, y se quedó allí y miró las tomateras y los hierbajos del huerto. Ni rastro de Tom. Así que levantó la voz formando con la cabeza un ángulo pensado para la larga distancia y gritó:

    —¡Ehhh, TOM!

    Oyó un ligero ruido a su espalda y se volvió justo a tiempo de agarrar a un pequeñajo por el cuello de la chaqueta e interrumpir su trayectoria.

    —¡Alto! Tenía que haber pensado en la alacena. ¿Qué estabas haciendo ahí?

    —Nada.

    —¿Nada? Mírate las manos. Y mira la boca. ¿Qué es este pringue?

    —No lo sé, tía.

    —Pues yo sí lo sé, es mermelada… eso es lo que es. Te he dicho cien veces que si no dejas en paz la mermelada te despellejaré. Dame esa vara.

    La vara revoloteó en el aire; el peligro era inminente…

    —¡Caramba! ¡Mira detrás de ti, tía!

    La anciana se dio la vuelta recogiéndose la falda por si había peligro. El chaval huyó al punto, escaló la alta cerca de madera y desapareció de un salto.

    La tía Polly se quedó un instante sorprendida, y luego estalló en una risa suave.

    —Menudo bribón. Pero ¿cuándo voy a aprender? ¿No me ha hecho suficientes jugarretas como esta para estar ya sobre aviso a estas alturas? Cuanto más tiempo lleva alguien siendo tonto, más tonto es. Como dice el refrán, a un perro viejo no le vengas con trucos nuevos. Pero, Dios mío, si no los hace igual dos días seguidos, ¿cómo va a saber una lo que se avecina? Él sí parece saber exactamente hasta qué punto puede atormentarme antes de sacarme de mis casillas, y sabe que puede enojarme durante un minuto o hacerme reír, y todo vuelve a estar como antes y soy incapaz de hacerle nada. No estoy cumpliendo con mi deber con este chico, esto es una verdad como un templo, y Dios lo sabe. Como dicen las Escrituras, la letra con sangre entra. Guardo en silencio mis pecados y sufro por los dos, lo sé. ¡Es un demonio, que Dios me ayude! Pero es el hijo de mi pobre hermana difunta, y no tengo valor para sacudirle. Cada vez que lo dejo irse, siento remordimientos, y cada vez que le pego, se me parte el corazón. Todo sea para bien. El hombre nacido de mujer, corto de días y hastiado de sinsabores, como dicen las Escrituras, y eso mismo creo yo. Esta noche [en el suroeste, así llaman a la tarde] hará novillos, y me veré obligada a castigarlo y hacerle trabajar mañana. Es muy duro obligarlo a trabajar los sábados, cuando todos los chicos tienen fiesta, pero él detesta el trabajo más que nada, y yo tengo que cumplir alguna de mis obligaciones con él, de lo contrario seré su ruina.

    Tom hizo novillos, desde luego, y se lo pasó la mar de bien. Regresó a casa justo a tiempo de ayudar a Jim, el negrito, a cortar la leña del día siguiente y partir astillas antes de cenar; y, eso sí, tuvo la posibilidad de contarle sus aventuras a Jim mientras este hacía tres cuartas partes del trabajo. Sid, el hermano pequeño (más bien hermanastro) de Tom, ya había terminado su parte (recoger astillas), pues era un chico tranquilo, no muy aficionado a aventuras ni a meterse en líos.

    Mientras Tom cenaba y se agenciaba terrones de azúcar si se le brindaba la oportunidad, la tía Polly le hacía preguntas capciosas y de cierto calado, pues quería que cayera en la trampa y revelara secretos inconfesables. Como les pasa a otras almas cándidas, tenía la pueril vanidad de creerse dotada de un talento especial para la diplomacia astuta e ingeniosa, y se deleitaba en contemplar sus artimañas más transparentes como si fueran maravillas de suprema sagacidad.

    —Tom, hacía un poco de calor en la escuela, ¿verdad? —le dijo.

    —Sí, señora.

    —Mucho calor, ¿verdad?

    —Sí, señora.

    —¿Y no tuviste ganas de ir a nadar, Tom?

    A Tom le entró un poco de miedo, una sensación de sospecha incómoda. Analizó el rostro de la tía Polly, pero no vio en él nada revelador. Así que dijo:

    —No, señora… bueno, no muchas.

    La anciana extendió la mano, tocó la camisa de Tom y dijo:

    —Sin embargo, ahora no tienes mucho calor. —Y se quedó la mar de a gusto al pensar que había descubierto que la camisa estaba seca sin que nadie se diera cuenta de lo que ella tenía en la cabeza. Pero, con todo, Tom sabía de qué iba aquello. De modo que se anticipó a la posible siguiente jugada:

    —Algunos estuvimos echándonos agua en la cabeza… la mía aún está húmeda, ¿ves?

    A la tía Polly le fastidió pensar que había pasado por alto ese dato circunstancial y había errado el tiro. Entonces le llegó una nueva inspiración.

    —Tom, para mojarte la cabeza no te descoserías el cuello de la camisa por donde yo te lo cosí, ¿verdad? ¡Desabróchate la chaqueta!

    El apuro se esfumó de la cara de Tom. Se abrió la chaqueta. El cuello estaba en su sitio, bien cosido.

    —¡Vaya! Bueno, de acuerdo. Estaba segura de que habías hecho novillos y habías ido a nadar. Pero te perdono, Tom. Creo que eres una especie de gato escaldado, como dice el refrán… mejor de lo que pareces. Por esta vez.

    No le gustaba que su sagacidad hubiera patinado, y estaba contenta a medias de que, por una vez, Tom hubiera tenido una conducta disciplinada.

    Pero Sidney dijo:

    —Ya, pero me parece que el hilo del cuello era blanco, y ahora es negro.

    —¡Anda, es verdad! ¡Lo cosí con hilo blanco, Tom!

    Pero Tom no esperó a oír el resto. Mientras salía por la puerta, dijo:

    —Te has ganado una paliza, Siddy.

    En un lugar seguro, Tom examinó dos grandes agujas que tenía clavadas en las solapas de la chaqueta; una de ellas llevaba enrollado hilo blanco y la otra, negro.

    —Si no llega a ser por Sid, no se da cuenta. ¡Maldita sea! Unas veces lo cose con blanco, y otras con negro. ¡Ojalá se decidiera por uno u otro, oye! Así no hay quien se aclare. Pero Sid se llevará su merecido. Se va a enterar.

    Tom no era el niño modélico del pueblo. Conocía muy bien al niño modélico; y lo detestaba.

    Al cabo de dos minutos, incluso menos, ya se le habían olvidado todos sus problemas. No porque estos fueran para él una pizca menos serios o preocupantes de lo que lo eran los de un hombre para un hombre, sino porque un nuevo e intenso interés los anuló y eliminó momentáneamente de su cabeza, igual que los infortunios de las personas mayores se olvidan frente al entusiasmo suscitado por nuevas iniciativas. Este nuevo interés era una valiosa novedad relativa a los silbidos, que acababa de contarle un negro y ansiaba practicar sin ser molestado. Consistía en una peculiar variación del trino de los pájaros, una especie de gorjeo líquido resultante de hacer vibrar la lengua contra el paladar a intervalos cortos en mitad del canto; seguramente el lector lo recordará, si en algún momento fue niño. Gracias a la diligencia y la atención, pronto le cogió el tranquillo, y solía pasear por la calle con la boca llena de armonías y el alma rebosante de gratitud. Sentía lo mismo que siente un astrónomo que acaba de descubrir un planeta nuevo: sin duda alguna, en lo que se refiere a placer puro, intenso y profundo, salía ganando el chico, no el astrónomo.

    Las tardes de verano eran largas. Aún no había oscurecido. Tom dejó de silbar de repente. Ante él había un extraño, un muchacho algo más corpulento. Un recién llegado, de cualquier sexo o edad, era una curiosidad digna de mención en el pequeño y deslucido pueblo de St. Petersburg. Además, el chico iba bien vestido; bien vestido en un día entre semana; algo asombroso de entrada. La gorra era elegante, la abotonada chaqueta de paño azul se veía nueva y pulcra, como los pantalones. Llevaba zapatos, y eso que era viernes. Hasta lucía corbata, un trozo de cinta brillante. Le envolvía un aire de ciudad que a Tom le removía las tripas. Cuanto más miraba Tom aquella espléndida maravilla, más alzaba la nariz ante aquellas galas, y más y más andrajosa le parecía su propia indumentaria. Ninguno de los chicos hablaba. Si se movía uno, el otro hacía lo propio, pero solo de lado, trazando un círculo. Seguían cara a cara, mirándose todo el rato a los ojos. Al final, Tom dijo:

    —¡Te voy a zurrar!

    —A ver si es verdad.

    —Bueno, puedo hacerlo.

    —No, no puedes.

    —Sí puedo.

    —No, no puedes.

    —Sí puedo.

    —No, no puedes.

    —¡A que sí!

    —¡A que no!

    Hubo una pausa incómoda. Entonces Tom dijo:

    —¿Cómo te llamas?

    —No es asunto tuyo.

    —Pues haré que sea asunto mío.

    —Bueno, a ver cómo lo haces.

    —Si hablas mucho, verás.

    —Mucho, mucho, mucho… Vete por ahí.

    —Vaya, te crees muy listo; pues mira, si quiero te puedo dar una paliza con una mano atada a la espalda.

    —Pues venga, tanto decir que puedes… ¡hazlo!

    —Lo haré como sigas tomándome el pelo.

    —Sí, claro; he visto a familias enteras en este mismo apuro.

    —¡Sabelotodo! Te crees que eres alguien, ¿eh? ¡Pero mira qué sombrero!

    —Si no te gusta, te aguantas. A que no te atreves a quitármelo. Eres un inútil.

    —¡Y tú un mentiroso!

    —Y tú más.

    —Eres un mentiroso charlatán y no tienes narices de pelear conmigo.

    —Venga… ¡vete a paseo!

    —Oye… si sigues diciendo tonterías, te lanzo una pedrada a la cabeza.

    —Ya, claro.

    —Lo haré.

    —Entonces, ¿por qué no lo haces? ¿Por qué solo dices que vas a hacer algo y luego no lo haces? Pues porque tienes miedo.

    —Yo no tengo miedo.

    —Claro que sí.

    —Que no.

    —Que sí.

    Otra pausa y más miradas y movimientos en círculo. Ahora ya estaban casi pegados uno a otro. Tom dijo:

    —¡Lárgate de aquí!

    —¡Lárgate tú!

    —No quiero.

    —Pues yo tampoco.

    Y así se quedaron, cada uno con un pie colocado en un ángulo a modo de soporte, ambos empujando con toda su fuerza y lanzándose miradas furiosas. Sin embargo, ninguno obtenía ventaja. Después de forcejear hasta acabar colorados y acalorados, fueron relajando la tensión con la máxima cautela, y Tom dijo:

    —Eres un cobarde y un criajo. Voy a decírselo a mi hermano mayor, que puede chafarte con el dedo meñique, ya verás.

    —¿Y a mí qué me importa tu hermano? Yo tengo uno mayor que el tuyo y, es más, puede tirarlo por encima de esa valla. [Ambos hermanos eran imaginarios.]

    —Eso es mentira.

    —Porque lo digas tú.

    Tom trazó una raya en el suelo con el dedo gordo de un pie y dijo:

    —Si la cruzas, te zurraré hasta que no puedas tenerte en pie. Vamos, atrévete.

    El chico nuevo traspasó al punto la línea y dijo:

    —Bien, has dicho que harías no sé qué; a ver.

    —No me provoques; ándate con cuidado.

    —Bueno, has dicho que lo harías. Entonces, ¿por qué no lo haces?

    —¡Por dos centavos lo hago, caramba!

    El chico nuevo se sacó del bolsillo dos grandes monedas de cobre y se las dio con gesto burlón. Tom las tiró al suelo. En un abrir y cerrar de ojos, ambos muchachos estuvieron rodando y revolcándose en la tierra, agarrados como gatos, y por espacio de un minuto se tiraron del pelo y la ropa, se dieron puñetazos y se arañaron las respectivas narices, y se cubrieron de polvo y de gloria. Cuando la confusión cobró forma, de la niebla de la batalla surgió Tom, que se sentó a horcajadas sobre su adversario, a quien siguió golpeando con los puños.

    —¡Ríndete! —soltó.

    El chico solo intentaba desasirse. Lloraba… sobre todo de rabia.

    —¡Ríndete! —Y seguían los puñetazos.

    Al final, el chico nuevo farfulló un sofocado «me rindo», y Tom lo dejó levantarse y dijo:

    —Que te sirva de lección. La próxima vez mira bien con quién te metes.

    El otro se fue sacudiéndose el polvo de la ropa entre sollozos y resoplidos, mirando atrás de vez en cuando, meneando la cabeza y amenazando a Tom con lo que le haría la «próxima vez que lo pillara». Ante lo cual Tom, alegre y animado, reaccionó con burlas, pero tan pronto se hubo dado la vuelta, el otro muchacho le tiró una piedra que le impactó entre los hombros, y se fue corriendo como alma que lleva el diablo. Tom persiguió al traidor hasta su casa y descubrió así dónde vivía. A continuación, se apostó un rato en la puerta y desafió al enemigo a que saliera, pero este se limitó a hacerle muecas desde detrás de los cristales. Al final, apareció la madre, que llamó a Tom «malo», «sinvergüenza» y «ordinario», y le dijo que se largase. Así que Tom se fue diciendo que ya se las pagaría.

    Aquella noche llegó muy tarde a casa, y cuando trepó con cuidado hasta la ventana, cayó en una trampa en la persona de su tía, que, al ver el estado de la vestimenta de su sobrino, decidió inexorablemente castigarlo el sábado a hacer trabajos pesados.

    Llegó la mañana del sábado, y todo el mundo veraniego surgió luminoso y fresco y lleno de vida. En cada corazón sonaba una canción, y si el corazón era joven, la música brotaba de los labios. Se notaba alegría en todos los rostros y en los pasos saltarines. Las acacias estaban en flor, y la fragancia de las flores saturaba el aire. El monte Cardiff, elevándose más allá del pueblo, se veía completamente verde y lo bastante alejado para parecer una encantadora Tierra Prometida, acogedora, tranquila, de ensueño.

    Tom apareció en la acera con un cubo de lechada de cal y una brocha de mango largo. Examinó la cerca, y acto seguido se esfumó toda la alegría, y una profunda melancolía se apoderó de su ánimo. Una valla de madera de treinta metros de longitud y dos y medio de altura. La vida le pareció vacía; y la existencia, solo una pesada carga. Emitió un suspiro, mojó la brocha y la pasó por el tablón de más arriba. Repitió la operación; una y otra vez. Comparó el insignificante trazo blanco con la infinita extensión de cerca sin blanquear, y, desanimado, se sentó en una caja de madera. Jim salió a toda prisa a la puerta con un cubo de hojalata cantando Las chicas de Buffalo. A Tom, lo de transportar agua desde la bomba del pueblo siempre le había parecido algo odioso, pero ahora ya no pensaba igual. Recordó que en la bomba siempre había alguien. Solía haber chicos y chicas blancos, mulatos y negros, guardando cola, descansando, jugando, discutiendo, peleándose, haciendo travesuras. Y recordó que, aunque la fuente estaba solo a unos ciento cincuenta metros, Jim no regresaba nunca con el cubo de agua antes de transcurrida una hora, y encima porque generalmente alguien había ido a buscarlo. Tom dijo:

    —Oye, Jim. Si tú encalas un tramo, yo voy a buscar el agua.

    Jim meneó la cabeza y contestó:

    —No puede ser, amo Tom. El ama me ha dicho que debo traer el agua y no perder el tiempo por ahí. Ha dicho que esperaba que el amo Tom me diría que pintase, y que lo que debo hacer yo es no hacer caso e ir a lo mío… que ella se encargaría de la valla.

    —Bah, ni te preocupes, Jim. Siempre habla así. Dame el cubo… no tardo nada. Ella ni se va a enterar.

    —Es que no me atrevo, amo Jim. El ama me va a cortar la cabeza. Y tanto que sí.

    —¿Ella? Si no pega nunca a nadie. Solo te da con el dedal, ¿y qué más da eso? Habla mucho, pero las palabras no hacen daño… siempre y cuando no se ponga a llorar. Jim, te daré una canica. ¡Una de las blancas!

    Jim comenzó a titubear.

    —¡Una de las blancas, Jim! Y de categoría.

    —¡Caramba! No es que abunden, desde luego. Pero le tengo mucho miedo al ama…

    —Además, si quieres, te enseño mi dedo dañado.

    La carne es débil, y para Jim la tentación era excesiva. Dejó el cubo en el suelo, cogió la canica blanca y se inclinó sobre el dedo con absorbente interés mientras se iba desenrollando la venda. Y de buenas a primeras estuvo corriendo calle abajo con el cubo y un hormigueo en el trasero, mientras Tom encalaba con brío y la tía Polly se retiraba con una zapatilla en la mano y el brillo del triunfo en los ojos.

    A pesar de todo, el brío de Tom no duró mucho. Se puso a pensar en todas las diversiones que había planeado para aquel día, y su tristeza se agravó. Muy pronto, los niños libres pasarían corriendo hacia toda clase de deliciosas expediciones, y se mofarían de él al verle trabajar —la mera idea lo sacaba de quicio—. Sacó todas sus riquezas materiales y las examinó: trozos de juguetes, canicas, bobadas, suficiente quizá para intercambiarlo por trabajo, pero no para obtener como contrapartida media hora de libertad absoluta. Así pues, se guardó nuevamente en los bolsillos sus precarios bienes y renunció a la idea de sobornar a los chicos. Sin embargo, en aquel momento sombrío y desastroso, tuvo una gran idea. Una idea tremenda, formidable.

    Tom cogió la brocha y se puso a trabajar con calma. De pronto apareció Ben Rogers, que, de entre todos los chicos, era precisamente el que más miedo le daba por su espíritu guasón. Ben andaba a saltitos, señal inequívoca de que estaba contento y tenía previsto pasárselo muy bien. Iba comiéndose una manzana y emitiendo de vez en cuando un largo y melodioso alarido seguido por un profundo talán-talán, imitando a un barco de vapor del Misisipi. Cuando estuvo cerca, ralentizó la marcha, se situó en mitad de la calle, se inclinó hacia estribor y dobló la esquina pesadamente y con gran pompa y circunstancia, pues estaba encarnando al Gran Misuri

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