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El Sr. Smith y la Cucaracha
El Sr. Smith y la Cucaracha
El Sr. Smith y la Cucaracha
Libro electrónico255 páginas3 horas

El Sr. Smith y la Cucaracha

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Información de este libro electrónico

John Smith tiene un problema.  Es un policía jubilado cuya pensión fue desaparecida, y él no sabe por qué ni cómo.  Ahora necesita encontrar un compañero de apartamento que le ayude a pagar las cuentas.

Sam tiene un problema.  Es una cucaracha parlante de seis pies de altura y no sabe quién lo creó, ni por qué, ni cómo.  Ahora necesita un lugar para vivir.

Reunidos juntos como compañeros de apartamento y detectives aficionados, el Sr. Smith y la Cucaracha comprenden que sus problemas podrían estar relacionados.

Pero esos problemas son mucho más complicados de lo que imaginaros, y antes de que todo esté dicho y hecho, tendrán un enfrentamiento con un mafioso ruso, un capo de la Mafia encarcelado, un banquero corrupto de Wall Street, una científica loca, y tal vez lo peor de todo, la hermana menor del Sr. Smith.

¿Podrán llegar al fondo de una trama increíble antes `que alguien extermine a la Cucaracha – y al Sr. Smith – para siempre?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 oct 2020
ISBN9781071572009
El Sr. Smith y la Cucaracha

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    El Sr. Smith y la Cucaracha - J.J. DiBenedetto

    El Sr. Smith y la Cucaracha

    Por

    J.J. DiBenedetto

    También del autor

    Los Misterios de la Doctora de los Sueños

    Estudiante de los Sueños

    Doctora de los Sueños

    La Niña de los Sueños

    La Familia de los Sueños

    El Sueño que Despierta

    La Reunión de los Sueños

    La Casa de los Sueños

    Las Vacaciones de los Sueños

    Sueño de Fiebre

    La Boda de los Sueños

    Fragmentos de los Sueños: Historias de los Misterios de la Doctora de los Sueños

    La Excelente Aventura de Betty y Howard

    La Caja de los Sueños: colección de los Misterios de la Doctora de los Sueños (libros 1-5)

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    Las Aventuras de Jane Barnaby

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    Se lo Queda

    La Guardiana de su Hermano

    La Caja de Aventuras de Jane Barnaby

    Bienvenidos al Romance

    Encontrando a Dori

    Un Romance Navideño

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    www.amazon.com

    y

    www.jjdibenedetto.com

    Copyright © 2018 James J. DiBenedetto

    Todos los derechos reservados.  Este libro contiene material protegido bajo las Leyes y Tratados Internacionales y Federales de Copyright.  Cualquier reimpresión o uso no autorizado está prohibido.  Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida por ningún medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopias, grabaciones, o por medio de algún sistema de almacenamiento y recuperación de información sin el permiso expreso del autor.

    ISBN: 9781731036421

    Cualquier referencia a hechos históricos, personas reales, o lugares reales son utilizados de forma ficticia.  Los nombres, personajes y lugares son producto de la imaginación del autor.

    Diseño de la cubierta por: Jeff Brown (www.jeffbrowngraphics.com)

    Diseño del libro por: Colleen Sheehan (www.ampersandbookinteriors.com)

    Impreso por: Amazon

    Primera impresión:

    Escribiendo Sueños

    Arlington, Virginia

    www.jjdibenedetto.com

    Prólogo

    Durante sus sesenta y un años de vida, el Detective John Wilkes Smith, NYPD (jubilado) había presenciado muchas cosas que nunca hubiera creído posible si no las hubiera visto con sus propios ojos.

    En parte, eso se debía que él no era, y nunca había sido, un hombre demasiado imaginativo.  Pero incluso la mente más fantasiosa hubiera tenido problemas para soñar la escena que se estaba desarrollando ahora en la que anteriormente había sido la oficina de John, actualmente habilitada para fungir como una segunda habitación.

    El nuevo compañero de piso de John se estaba preparando para dormir.  La repentina necesidad de un compañero de piso para ayudarlo a pagar la renta fue una sorpresa desagradable, aunque probablemente no debía serlo.  Pero, como él y sus antiguos compañeros de trabajo en la división de homicidios decían con frecuencia, lo que hecho ya está hecho.

    No había forma de deshacer el desastre financiero en que John había caído, y tampoco podía deshacer el acuerdo que había traído un miembro extremadamente grande de la especie periplaneta Americana a su casa.

    No, hasta hoy, John nunca hubiera creído, y dudaba mucho que alguien más creyera tampoco, que él estaría compartiendo su apartamento esta noche con una cucaracha que caminaba, hablaba, usaba un abrigo y medía seis pies de altura.

    Uno: Un Hombre y una Cucaracha entran en un Bar

    El día había comenzado como todos los días desde su jubilación.  John despertó a las siente AM y para silenciar su alarma, extendió su brazo sobre un montón de sobres acumulados sobre su mesita de noche.

    A diferencia de cualquier otro día, estaba un poco torpe, y tumbó dos o tres pulgadas de sobres al suelo.  Suspiró mientras salía de la cama y se doblaba para levantar los sobres que se habían caído.  Antes de colocarlos de nuevo en la mesa, para ser ignorados un día más, algo lo hizo mirar más de cerca, específicamente al sobre de su banco.

    Recordaba haberlo recibido el día anterior.  Había supuesto que era su estado de cuenta, aunque ahora que lo pensaba,  esos generalmente llegaban la primera semana del mes.  Ayer fue 22 de Octubre.  Y el sobre era más ligero que los que traían los estados de cuenta.

    No era un resumen  de su cuenta.  En lugar de ello, era algo que John no había recibido en casi cuarenta años: una notificación de sobregiro.  La última vez – la única vez – que le había rebotado un cheque, Jimmy Carter era el Presidente, y la Guerra de las Galaxias original estaba a un mes de su estreno en los cines.

    No lo comprendía.  Era imposible.  Su pensión fue depositada el 15 del mes, cada mes, como un reloj.  Había más de $7.000 en su cuenta corriente, incluso después de la factura increíblemente alta del taller, y el cargo por sus lentes nuevos.

    Excepto, obviamente, que no hubieran $7.000 en su cuenta, ¿no era así?

    A esta hora tan temprana, no había un ser humano a quien llamar, ni siquiera en uno de los centros de llamadas.  De todas formas, estaría en mejores condiciones para lidiar con lo que sea que hubiera sucedido después de tomar una ducha caliente y una taza de café o tres.

    Sin embargo, nada de eso le ayudó, cuando llamó al banco a las 8:30 AM.  John navegó por los distintos menús telefónicos hasta que logró comunicarse con una persona de verdad, y le tomó a Zelda, en el Centro de Llamadas de Charleston menos de treinta segundos descubrir el problema.

    El 15 se había realizado un depósito.  Pero no era por la cantidad acostumbrada de $6.105,23.  Era por solo $1.200.  Zelda no tenía ninguna explicación para esa discrepancia; confirmó que todos los detalles eran iguales a los pagos anteriores excepto por la cantidad.  Zelda parecía lamentarlo, pero le explicó que no había nada más que pudiera decirle.  —Esa es toda la información que tengo, Sr. Smith.  Tendrá que comunicarse con las personas que procesan el pago de su pensión.

    —Eso es lo que pienso hacer, —le dijo, con un tono de voz que generalmente reservaba para usarlo en la sala de interrogatorios, antes de su jubilación.

    Zelda le deseó buena suerte y un feliz día, y John colgó el teléfono.  Dirigió su atención al montón de sobres de correo.  Antes de llevar el asunto con alguien en la firma de inversionistas Gardner, Temple y Rhodes, la compañía que manejaba su pensión, sería mejor verificar si ellos le habían enviado alguna carta que pudiera explicar lo que había sucedido.

    Efectivamente, allí estaba.  Estaba debajo de seis pulgadas más de correo, y fechada el 13 de Septiembre.  John abrió el sobre y sacó una carta muy larga – ocho páginas, por ambos lados, y excepto por la primera página, estaba escrita a un espacio y con una letra muy pequeña generalmente reservada para los listados de riesgos médicos en el extremo inferior de los avisos publicitarios farmacéuticos.

    Incluso la primera página a doble espacio era difícil de leer, considerando el lenguaje tortuoso y excesivamente legalista, pero John entendió bastante rápido de qué se trataba.  El valor de su pensión había disminuido, aparentemente de un día para el otro, en poco más del ochenta por ciento.  No había explicación de cómo o por qué esto había sucedido, solo repetía aseveraciones de que la ejecución del fondo, desde luego, no estaba garantizada, y que Gardner, Temple y Rhodes no eran responsables por cualquier pérdida que el fondo pudiera experimentar.  Todas aquellas páginas a un espacio se expandían sobre esos dos puntos en abrumador detalle, citando una miríada de estatutos y regulaciones que apoyaban su posición.

    Claramente una llamada telefónica no resolvería la situación.  Necesitaba hacer una visita a las oficinas de la firma, aunque John sospechaba que sin un abogado a su lado, difícilmente lograría nada más que con una llamada.  Y gracias a su penosamente bajo saldo en el banco, contratar un abogado no era una opción realista.  Al menos tendría la oportunidad de mirar a alguien a los ojos, y expresaría su disgusto en persona.  Además, como detective jubilado, podía portar su arma, y, cuando menos, al dejarla ver podría generar un poco de temor en la persona con quien hablara.  Eso era algo.  Tienes que tomar tus pequeñas victorias cuando puedas; si su carrera como detective de homicidios le había enseñado algo, ciertamente había sido eso.

    ***

    John había tenido razón.  No lograría nada con esa visita, además de elevar su presión arterial.  Lo habían llevado a un salón de conferencias vacío y lo dejaron esperando durante media hora, sin siquiera ofrecerle una taza de café.  Entonces entró un hombre joven, se presentó como —Jack Travis, encargado de inversiones, —estrechó su mano con un agarre blando, casi patético, tomó asiento e inició un monólogo que repetía todo lo que decía la carta.

    John no estaba seguro qué le molestaba más sobre el hombre que estaba sentado frente a él.  Era difícil decidir entre su traje costoso y sin embargo mal ajustado, su rostro mal rasurado, la forma en que evitaba la mirada de John, o su voz chillona y sin embargo pedante y arrogante.

    El joven hombre ahora estaba concentrado en la porción preparada de su discurso.  Entonces – finalmente – hizo contacto visual con John, solo por un momento, y trató de insertar en su voz lo que John supuso debía ser compasión. —Nadie lamenta más que yo lo sucedido, —dijo, y la pregunta sobre qué le molestaba más a John  quedó respondida instantáneamente.

    John se levantó rápidamente, su mano izquierda abrió su chaqueta de cuero lo suficiente para que el joven pudiera ver su arma.  Era un gesto muy practicado, y casi siempre efectivo.  Ciertamente había tenido un impacto ahora; los ojos del joven se abrieron con temor, y retrocedió unos tres pies.

    —Dudo mucho que lo lamentes más que yo, Jack. —El arma ya no estaba visible, pero John observó con satisfacción que los ojos del hombre estaban fijos en el lugar donde la tenía.  Pero intimidarlo, aunque solo fuera de manera temporal, no iba a devolverle su dinero.  Y, sinceramente, eso no estaba al alcance del joven.  Estaba bien asustar un testigo potencial para obtener la información que ayudaría a cerrar una investigación por homicidio, pero esos días ya habían pasado. —Pero eso no es ni aquí ni allá.  No quiero hablar sobre lamentos, quiero saber adónde fue todo mi dinero.

    —No puedo decirle nada más, Sr. Smith, —dijo el joven, con voz temblorosa.

    John no estaba sorprendido.  Solicitó hablar con su gerente, y no se sorprendió tampoco cuando ella tampoco lo ayudó en nada.  A la tercera, sin embargo, fue la vencida.  El Sr. Fraylington, Sub-Director de Recursos para Clientes, tenía algo de información útil.  El Sr. Fraylington era mayor que sus predecesores, definitivamente cincuenta y tanto, lo que hacía sentir más cómodo a John.  Y en lugar de una laptop o tableta, él llevaba un cuaderno, con papel de verdad, y lo revisó durante varios minutos, murmurando y asintiendo, antes de hablar.

    —Sí, ya veo.  Justo aquí, —le dijo. —Su cuenta era una de las supervisadas por el Sr. Frankenhurst.

    John había aprendido hacía mucho tiempo a no reaccionar ante información sorprendente, proteger su cara de póquer  a pesar de lo que dijera el testigo. —¿Frankenhurst?  Yo conocía a Frankenhurst.  ¿Cuál era su nombre? —Dijo de forma casual, ligera, como si estuviera preguntando sobre el clima o la puntuación del juego de anoche de los Yankee.  O bien lo había dicho con el tono adecuado, o el Sr. Fraylington era tan buen actor como John, porque no pareció reaccionar ante la pregunta.

    —Paul.  Buen hombre.  Fue una verdadera pena, cuando lo perdimos. —Paul Frankenhurst.  Ese era el nombre de su cuñado.  Ex-cuñado, de hecho.  Dos esposos atrás, para su hermana.  ¿O eran tres?  Era muy difícil mantenerse al día con la vida amorosa de Abby.  Paul Frankenhurst también había sido un consultor financiero, y le había insistido a John para que firmara el programa piloto que permitiría a los oficiales jubilados de NYPD colocar sus pensiones en manos de una administradora privada.

    —Existen sistemas de seguridad, —le había dicho Paul. —En el peor de los casos, tu pago mensual podría disminuir un cinco por ciento, y eso no es muy probable.  Pero los aspectos positivos son muchos.  Serías un idiota si no lo haces.

    John había investigado un poco, y hasta donde pudo ver, lo que ahora se daba cuenta de que no era mucho, Paul le había dicho la verdad.  Y al menos Paul parecía respetable, lo que era más de lo que podía decir de los primeros dos esposos de Abby.  Así que por la paz de la familia, había aceptado su consejo.

    Parecía increíble que su Paul Frankenhurst, y el Paul Frankenhurst que trabajaba para esta compañía, no fueran la misma persona.  John creía en coincidencias, pero esta no era una.  Especialmente con la referencia a haberlo perdido. —¿Qué le sucedió?

    —Un asunto terrible.  ¿Recuerda el accidente de aquel helicóptero, en el Río East, hace cuatro años? —Hubo una confirmación, como si John lo necesitara.

    —¿Ese era él? —John lo recordaba.  El funeral había tenido un féretro cerrado, y dos meses después Abby se había comprometido con uno de los portadores del féretro. —¿Por cuánto tiempo trabajó aquí, antes de lo sucedido?

    El Sr. Fraylington se perdió en los recuerdos por un momento. —Años.  Doce o trece, si recuerdo bien.  Nunca conocí un mejor vendedor que Paul, no ha sido lo mismo desde el accidente.

    Un vendedor, un estafador de primera clase.  Claro que su hermana se había sentido atraída por él.  ¿Pero qué había visto un estafador en Abby?

    John rió.  Era la única respuesta, cuando se dio cuenta de la respuesta.  Él era lo que Paul Frankenhurst había visto, él y sus compañeros oficiales.  O, más precisamente, todo el dinero de sus fondos de pensiones.  Abby fue la vía de acceso de Paul, y John no había dudado. —Lo siento, —dijo John, dejando escapar un suspiro profundo. —Solo estaba recordando algo.  Obviamente, nada de esto es gracioso.

    Sobre la pregunta inmediata – ¿Qué había sucedido con la pensión de John? – El Sr. Fraylington lo lamentaba, pero no podía ofrecerle ninguna respuesta.  Pero John ya no las necesitaba.  Estaba claro lo que había sucedido.  Todo había sido una estafa, desde el comienzo.  Presuntamente, Paul había estado robando a sus empleadores al igual que a sus clientes.  Tal vez había sido una estafa tipo pirámide.  Así era como había sido el asunto de Bernie Madoff, ¿cierto?  ¿Y acaso eso no había durado años, antes de que finalmente se descubriera?

    ***

    John salió de la compañía Gardner, Temple y Rhodes, bastante deprimido.  No veía ninguna posibilidad para recuperar su dinero, ni siquiera una parte.  No tenía recursos legales con la firma en sí.  Y la persona que había ejecutado la estafa estaba muerta, así que ni siquiera tenía la posibilidad de obtener alguna satisfacción ejecutando una venganza de Paul Frankenhurst.

    Solo le quedaba un sitio adonde ir:  In Vino Veritas.  En el Vino está la Verdad.

    Ante la ausencia de ninguna solución real a sus problemas financieros, al menos podía encontrar alguien que lo escuchara, y tal vez una copa o dos por cuenta de la casa.  Hubo una época, en la que John hubiera caminado todo el trayecto desde las oficinas de la firma de inversionistas en Wall Street hasta el bar de vinos en el Upper West Side, a solo una calle de su apartamento.  Pero esos días ya habían pasado, necesitaba una bebida mucho más que el ejercicio.

    Dos trenes, trece estaciones y cuarenta minutos después, John salió de la estación en la calle 86 y se dirigió al bar.  John vio el aviso publicitario – una cotorra azul y roja en neón sobre una copa de vino en neón dorado – cuando dobló en la calle 88.  Ese había sido el símbolo del bar por los últimos dos años, al menos desde que ayudó a liberar el ave de neón del contenedor de basura en el callejón que el bar compartía con el Centro para Medicina Aviar y Exótica de al lado.  En lo que concernía a John, los médicos del ave no se habían quejado por la reutilización de su aviso.

    Entró y vio una masa de cabello rubio sucio que se asomaba desde detrás del bar.  Después de un momento, apareció el resto de la propietaria, y lo saludó. —Te ves terrible, John. ¿Qué sucedió?

    —Hola, Hilary. —No tenía sentido disimular con ella.  Conocía a Hilary Jackson desde hacía treinta años, y llamar su historia complicada sería la definición de subestimación. —Solo comienza a servir, y te diré cuándo detenerte.

    Ella le indicó una mesa en la esquina, con iluminación tenue y alejada del resto de los clientes, aunque no había muchos a esta hora, y luego se reunión con él, con una botella y copas en las manos.  Era un merlot de California regularmente bueno, la cual estaba vacía para cuando John terminó su historia.  Incluyó las partes que denotaban su propio descuido, falta de atención y definitivamente estupidez.  Esa era la bendición, y la maldición, de permitir que alguien te conozca tan bien como Hilary lo conocía a él.  Si intentaba parecer menor tonto, ella ni siquiera tendría que decirle nada.  Una mirada severa hubiera sido suficiente, y John nunca había conocido a nadie con una mirada más severa que Hilary.  Lo cual, considerando el tipo de personas que había conocido en su carrera como detective de homicidios, era bastante desconcertante.

    —Te diría que debiste imaginarlo, —le dijo ella, cuando él había terminado, —pero ya no tiene sentido, ¿cierto? —En lugar de eso, se levantó, desapareciendo detrás del bar, y regresó luego, esta vez con una mejor cosecha.

    —¿No debería ser al contrario?  Pensaba que se suponía que comenzabas con el buen vino, y luego sacabas el vinagre cuando los clientes están demasiado borrachos para darse cuenta.

    Un falso enojo pasó por sus ojos azules. —Déjame aclararte algo, yo no sirvo nada que tomaría yo misma, así que ahórrate los comentarios sobre el vinagre. —Él no se molestó en disculparse; esta rutina tenía mucho tiempo, y ella se conocía los comentarios al igual que él.  —Pero tienes razón.  Y si hubiera sabido lo mal que estaban las cosas, hubiera sacado este primero.

    Ni siquiera le había contado la peor parte todavía.  Si solo podía contar con $1.200 al mes de su pensión, no podría pagar su alquiler – entre otras cosas.  —Gracias, —le dijo. —Es mejor que lo disfrute ahora.  Comer, beber y ser feliz, ya que mañana no tendré donde vivir.

    Ella sacudió la cabeza. —¿A qué te refieres?  Tu apartamento tiene renta controlada.

    —Renta controlada no significa gratis. —Ni ninguno de sus más queridos entretenimientos, cosas divertidas como las visitas al médico y comidas con regularidad. —Puedo reducir mis gastos, pero aún así me faltarán al menos

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