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Las Crónicas de Etsu Euria 2: La corona de Felga
Las Crónicas de Etsu Euria 2: La corona de Felga
Las Crónicas de Etsu Euria 2: La corona de Felga
Libro electrónico173 páginas2 horas

Las Crónicas de Etsu Euria 2: La corona de Felga

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Lizzie llega a Páramo de Tainës, dónde una elisiana del bosque le cuenta de la rebelión de los reinos del sur y la acompaña hacia la ciudad de Mahrdada. Los peligros rigen en cada rincón del mundo, y saben por medio del mago Ob Gëred Kramoly, que las fuerzas oscuras del oriente se reagrupan tras el resurgimiento de una magia temible que amenaza el futuro de todos.
Una misión es encomendada. Lizzie junto a sus amigos y un mago, emprenderá una arriesgada aventura por toda Etsu Euria con el fin de hallar la legendaria corona de la diosa Felga y darle destrucción. Deben hacerlo antes de que la reina Neresfát la encuentre por medio de sus nigromantes y la utilice para despertar las fuerzas del Sakratén.
Una travesía inolvidable marcará la vida de los aventureros... Viajarán por tierra, cielo y mar, ¿pero lograrán Lizzie, Embioréd, Ala, Mabón y Gryfne dar cacería al cofre-escarabajo mientras la gran guerra se avecina?
IdiomaEspañol
EditorialXinXii
Fecha de lanzamiento6 may 2020
ISBN9783969310045
Las Crónicas de Etsu Euria 2: La corona de Felga

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    Las Crónicas de Etsu Euria 2 - Karel Hänisch

    Felga

    Acto I

    Profunda raíz

    Kassel, Alemania, 1648.

    U

    n fragmento partido de un viejo espejo fue el que sostuvo entre sus dedos para contemplar su nueva apariencia. La habitación estaba oscura, tan solo la iluminaba una rezagada gota de luz… una transparente esfera de fuego que bailoteaba al extremo de una vela de cera; ya de las últimas velas que quedaban en el hogar. Aún era de noche, en pocas horas las luces claras asomarían al horizonte besando las vastas tierras de Kassel, Alemania. Y allí, Lizzie Schütz como huésped del calmo silencio, observó su cabeza calva.

    Sus finos cabellos como hilos de oro puro acababan de caer hace pocos minutos al suelo tras el desliz de la cuchilla. Lizzie había decidido rasurarse. Sus ojos abrillantados, azules como la profundidad de un océano espejado con el sol, enmarcaban la sutil belleza de su rostro. Y era verdad, pues Lizzie, era hermosa.

    El tiempo trascurría a manera apresurada como una travesía de guerras pasadas, el año 1648 había aterrizado en Alemania con nuevas sorpresas y acontecimientos un tanto lastimosos para la región. La sociedad se veía alterada frente al avance de los tropeles enemigos en la Guerra de los Treinta Años en un devastador golpe a la zona sureña de la bella Baviera, mientras que la crisis por su lado asolaba a las familias en enfermedades y hambrunas. Por causa del enfrentamiento bélico más de la mitad de la población de hombres alemanes había diezmado, y sus viudas… oh sus viudas; ellas lloraban día y noche rogando a Dios por un trozo de pan para sus hijos y por un canto de paz que pudiera culminar con aquella dura artimaña de poderes europeos. En cuanto a Lizzie, las bravas pestes podían relatar que su madre Hanna, ya no estaba para acompañarla. Hacía pocos meses que había fallecido entre fiebre y desmanes de salud. Cuestión que llevaba a la joven de tan solo dieciocho años a vivir ahora junto al apoderado de su corazón. Se trataba de Arthur Köhler, aquel apuesto caballero que la había rescatado en un pasado no tan lejano, del aljibe… aquel aljibe de secretos e historias del sinfín.

    Y si bien ambos se amaban en un enlace eterno de almas combativas, cabía destacar que una nueva e intrínseca realidad urdía dolor en el corazón de la dama… desganaba su interior con aflicción. Pues sucedía que a causa de la crisis y del malestar social en cuanto a la salud, su amado Arthur sufría ahora una grave enfermedad. Un declive que lo obligaba a hacer reposo y a mantener una constante toma de tés medicinales que realizaban algunas buenas vecinas del condado.

    No obstante la situación de guerra y el reciente frente devastador que había asolado a la tierra sureña alemana, obligaba a todos los hombres jóvenes a sumarse a la lucha. Y Lizzie comprendía a la perfección que sí su amado Arthur padeciente de aquella enfermedad, se sumaba a la guerra; moriría.

    No dudó entonces esa misma noche de luna llena, mientras él dormía, en coger una cuchilla y rasurar su cabeza. Dejó el viejo fragmente de espejo en el suelo, se levantó, cogió varios lienzos y ciñó sus senos. Se vistió con ropas masculinas y se calzó con dos viejos zapatos de su difunto padre.

    Lizzie estaba lista. Tomaría el lugar de su amado en la guerra venidera. Pensaba dejarlo a cargo de las buenas vecinas ante su penosa enfermedad. Además, si Lizzie había podido combatir en las bravas tierras de Etsu Euria y dirigir un gran batallón… ¿Cómo no podría lidiar con un grupo de soldados franceses?

    Respiró hondo. Se arrimó a una de las mesitas de la habitación y apagó la llama de la vela con un suave soplido. Caminó hasta donde dormía Arthur, esquivó una taza fría de té que estaba en el suelo, se inclinó y le dio un beso en la frente.

    Mimó por un instante el cabello rubio de él, añoró regresar pronto, y casi con una lágrima entre sus párpados, se levantó y caminó hacia el extremo de la habitación. Se sintió un tanto extraña portando aquella ropa de hombre, acarició su cabeza calva y dando ya un último suspiro dentro de aquella oscura morada, abrió la puerta y salió… salió con el afán de montar su caballo y llegar durante las próximas horas al cuartel donde reclutaban a los soldados que partirían pronto a la guerra. Y ella, diría sin preámbulo alguno, que su nombre era Arthur Köhler, un hombre… ¡Un hombre dispuesto a la guerra!

    Mas por el favor del destino no tardó en dar allego al campamento. Afortunadamente creyeron en sus palabras y fue conocida a partir de aquel día tanto por los oficiales a cargo como por sus compañeros, como el joven Arthur. Y si bien ella en su realidad era delicada en movimientos y de esbelto cuerpo, se esforzó durante muchas albas y muchas noches por actuar como hombre, tanto en el habla como en movimientos corporales. Su cabeza calva y la seriedad de su rostro la ayudaron a pasar desapercibida, y también se podía destacar que Lizzie tenía ya el respeto de los muchachos del campamento, puesto que era muy hábil en la espada y en los meneos de guerra.

    Lizzie también era amable y gentil. Sin lugar a dudas, ganó con rapidez el favor de aquellos que residían en el cuartel y que ansiaban a su vez, marchar pronto en defensa de aquella región que tanto amaban y por la cual estaban dispuestos, a entregar su propia vida en honor.

    Los días pasaron y aunque la camuflada muchacha continuaba extrañando con fiereza al amor de su vida que permanecía de seguro bajo el cuidado de las ancianas de Kassel, logró entablar varias amistades dentro del campamento, entre ellos un joven proveniente de Érfurt, otro de Münster y un sobreviviente de la reciente guerra al sur, que había nacido en la zona de Berlín.

    Actualmente se sabía que los ejércitos suecos y franceses avanzaban en alianza para clamar un grito definitivo de victoria en las regiones de Zusmarhausen y Lens. Alemania ya había padecido demasiado en esta ardua batalla que llevaba bastantes años en su envés, en su mayoría el tropel sueco afirmaba hasta el momento la destrucción de 2.000 castillos, más de 18.000 villas y casi 1.500 pueblos del imperio alemán. Por ello todo hombre alemán, anhelaba entre salivas culminar de una vez por todas con aquella rabieta bélica que había llevado a la tumba a centenares de mujeres y niños.

    Frente a la situación actante, los dirigentes del tropel decidieron que pronto marcharía al oeste tanto con la formación de infantería como con el batallón de caballería. Los gritos alegres de cólera auguraron una pugna henchida de emociones, aunque aconteció precisamente la noche anterior a partir, mientras la fresca ventisca soplaba y la luna alumbraba entre nubes y estrellas al viejo edén alemán, que todo cambió para Lizzie…

    A la siguiente alba apretarían el paso rumbo al oeste… rumbo al campo de batalla. Los hombres dormían, desde los soldados hasta lo dirigentes. Con excepción claramente, de los vigías que daban seguridad a la noche y prometían un sereno descanso para todos. Y Lizzie… allí estaba en uno de los toldos, tratando de dormir entre suspiros, sudor y miedo. El rostro de una anciana hilando una vieja rueca se le aparecía en forma de pesadilla. Solo esa imagen era suficiente.

    Una anciana con una rueca en un lugar oscuro. Hilando. Hilando. Hilando sin parar.

    Sin detenerse.

    La anciana hilaba.

    Hilaba en su rueca.

    Lizzie despertó con el rostro mojado. Estaba sudando mucho. Respiró hondo, sintió alivio al comprender que aquel sueño no era realidad, y luego, agobiada por las muchas preocupaciones que tenía, se levantó y decidió salir a tomar aire fresco.

    Se ciñó y se vistió con la ropa de hombre que todos poseían en aquel acuartelamiento. Tocó su cabeza calva y partió al exterior. Caminó un par de metros por el campo nocturno. Sobre la hierba verde fue hacia un gran árbol que yacía al margen de un estrecho afluente. La noche era bastante oscura, pocas estrellas eran las que asomaban entre el manto de las nubes y la luna casi cubierta al horizonte, alcanzaba a regar la tierra con tenues brazadas de luz quebradiza.

    Algunas hojarascas se zarandeaban en lo más alto de los árboles con el beso de la brisa, y mientras el cantar del agua se entremezclaba con el sonar de las hojas al viento y el ulule de un viejo y gordo búho al borde de una de las elevadas ramas, Lizzie se sentó a los pies del tronco, recostó su espalda en la corteza, y acomodando sus piernas entre las raíces del árbol, resopló, cerró los párpados y se detuvo para pensar.

    Pensó en muchas cosas. También lagrimeó al recordar a sus difuntos padres y a su amado Arthur que de seguro la estaba esperando. En cierto momento se conectó con la naturaleza… sintió el latir del suelo. Abrió los ojos y pensó en lo maravillosa que era aquella escena. Pudo sentir el calor que emanaba aquel árbol, percibió el sonar de las aguas y hasta se maravilló así misma al oír con delicadeza la melodía del búho. Entendió a su vez, que ella era parte del todo, que era una gota de agua entrando al mar, pero que una vez que entraba, ya era parte del inmenso mar en sus muchas proporciones. Ya no era una

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