Casi perfecto
Por Liz Jarrett
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Casi perfecto - Liz Jarrett
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Mary E. Lounsbury
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Casi perfecto, n.º 941 - mayo 2020
Título original: Darn Near Perfect
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-125-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
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Capítulo Uno
–El viejo ha perdido la cabeza.
Michael Parker levantó la cabeza de la pantalla del ordenador cuando Jeff Caitlin tiró un informe encima de su escritorio antes de dejarse caer en un sillón de cuero.
–Tranquilízate.
Como siempre, Jeff se estaba comportando como si se fuera a acabar el mundo. Sin embargo, ése no era el caso, o al menos todavía no. Efectivamente, las cosas podrían complicarse aún más. Calvin Desmond, presidente de Noress Electronics, parecía estar acercándose demasiado a la linea que separa la excentricidad de la locura. Aquel último informe había sido una verdadera sorpresa para todos los ejecutivos de la compañía. Sin embargo, Michael estaba seguro de que encontraría la manera de solucionar aquel problema. Como siempre.
–No me puedo creer que ni siquiera se nos deje elegir en esto –decía Jeff–. ¿Cómo puede obligarnos a todos a ofrecer al menos diez horas de voluntariado a la semana en un centro de la comunidad? No puede hacer eso, ¿verdad que no puede?
–Creo que ya lo ha hecho –respondió Michael, reclinándose sobre su sillón, intentando calmar a Jeff.
–Pero esto es ridículo. Especialmente en estos momentos. La empresa ya tiene demasiados problemas para tener que afrontar uno más. ¿Qué pasaría si esto da al traste con la fusión? En ese caso, seremos nosotros los que necesitaremos caridad.
Michael no pudo contestarle a eso. De hecho, aquel informe le había hecho preguntarse si no iba siendo hora de que Cal se retirara. Efectivamente, aquel era una buena idea lo de intentar convertirse en ejemplo para el resto de la ciudad, pero, en la realidad, probablemente aquello era sólo una de las ideas de Cal para ganarse el cielo.
–Podría ser una consecuencia del ataque al corazón que ha tenido –dijo Michael–. No te preocupes.
–Estoy empezando a pensar que no he ganado mucho con que me hayan ascendido. Todo lo que he hecho es vivir en el despacho durante los últimos seis meses. ¿Cómo quiere que encuentre tiempo para hacer voluntariado durante diez horas a la semana? Carol y los niños me dicen que estoy tan poco en casa que van a tener que empezar a pedirme identificación para entrar en casa.
Michael se mordió los labios para no responder. No se puede pretender nadar entre los tiburones de las finanzas si se está rodeado de mujer e hijos. Michael había decidido hacía mucho tiempo que no podía permitirse tener vida privada si quería ser parte de la dirección de una compañía tan importante como Noress Electronics. Y si no tenía tiempo para la vida privada, tampoco lo tenía para hacer de voluntario.
Él estaba a favor de las obras de caridad y contribuía a ellas a menudo. Sabía perfectamente lo que significaba tener que confiar en los extraños para conseguir ayuda. Sin embargo, dar dinero era diferente de dar tiempo. El dinero lo tenía. El tiempo, no.
–Tal vez podamos hacer algunas donaciones que contenten a Cal –sugirió Michael.
El mismo Michael estaba hasta arriba de trabajo. Había demasiadas cosas que dependían de él en aquellos momentos. Estaba negociando una importante fusión para la empresa. Si lo conseguía, la posición prominente de Noress en el mercado estaría asegurada durante años.
Si fallaba… Aquello era algo impensable. El fracaso no era una opción para él. Así que no fracasaría. Cuando consiguiera aquella fusión, estaría casi garantizado que él sería el nuevo presidente de Noress. Entonces, todos los años que había pasado escalando puestos en la empresa habrían merecido la pena.
Por aquella razón, aquel informe no iba a cambiar en absoluto sus planes.
–Hablaré con Cal –concluyó Michael, concentrándose de nuevo en la pantalla del ordenador–. No te preocupes.
–Pero, ¿y si no puedes hacer que cambie de opinión?
–Entonces, buscaré la manera de que este problema se convierta en una ventaja.
Así sería. Nada, ni nadie, iba a detener su ascenso hasta lo más alto de Noress. Ni siquiera Calvin Desmond y su informe. Haría cualquier cosa antes de tener que pasarse diez horas a la semana haciendo de niño bueno en un centro de la comunidad. Cualquier cosa.
–Entonces, ¿qué vas a hacer con él?
Casey Richards se inclinó bajó su vieja mesa de metal, intentando meter un trozo de cartón sobre la pata que tenía coja. Al oír aquellas palabras, se puso de rodillas y miró por encima del escritorio. Elmira Ross, una de las más devotas asistentes del centro de ancianos de Portersville, estaba en la puerta. Elmira era lo que los caballeros llamaban una verdadera dama. Incluso a la edad de setenta años, seguía haciendo que las cabezas se volvieran a mirarla por su irresistible combinación de arrolladora personalidad y unos ojos del azul más increíble.
–¿Hacer con quién? –preguntó Casey, doblando un poco más el cartón.
–Con el chico nuevo. He oído rumores de que hoy va a venir uno nuevo.
–El chico nuevo, como tú lo llamas, es un nuevo voluntario –respondió Casey.
–Querida, no creas que vas a engañarme –replicó Elmira, con una sonrisa que probablemente habría roto algunos corazones en su época–. Sé que es joven. ¿Por qué te crees que estoy tan interesada? Podría ser perfecto para ti.
Casey no quería darle alas a Elmira, pero no pudo reprimir una sonrisa.
–No intentes buscarme pareja. Ese hombre va a venir aquí para ayudar al centro.
–Tú eres parte del centro.
–Sí, pero no soy una parte que necesite reparación.
–Oh, Casey, los hombres son como sombreros. Ninguna mujer necesita uno de verdad, y, algunos días, dan más problemas que lo que valen. Pero, si se tiene suerte de encontrar el perfecto, te bendecirá la vida.
–Yo no quiero, ni necesito, un sombrero –replicó Casey. Muy a su pesar, dejó escapar una carcajada–. Además, Michael Parker no es un sombrero. Es un pez gordo de Noress.
Saber que iba a tener a uno de los principales ejecutivos de la empresa trabajando para ella hacía que Casey se lo pensara dos veces. Sin embargo, el centro necesitaba toda la ayuda que pudieran conseguir y, además, ella animaba a las empresas a hacer que sus empleados ejercieran de voluntarios. Pero el vicepresidente de Noress Electronics era lo último que necesitaba, especialmente, dado que sabía que se le había obligado a ofrecerse voluntario. Aquel hombre, como los que eran como él, no querría estar en otro lugar que no fuera en su trabajo. Probablemente acabaría dándole más problemas que ayuda.
–Me niego a creer que este hombre no vaya a animar un poco las cosas por aquí –dijo Elmira–. Además, si es uno de los ejecutivos, tal vez nos pueda ayudar a planear nuestras finanzas.
Por mucho que a Casey le gustara que así fuera, aquel hombre probablemente sólo sería capaz de trabajar en presupuestos de miles de millones. Además, sus propios ingresos estarían tan llenos de acciones, bonos e incentivos que no sabría ni lo que hacer con la Seguridad Social o con los pocos ahorros de los ancianos.
–Sólo podemos rezar para esperar lo mejor –concluyó Casey, sin poder revelar sus verdaderos pensamientos a Elmira.
A continuación, prosiguió con su tarea de equilibrar la pata de la mesa con un poco de cartón. Seguía sin ser lo suficientemente grueso, por lo que, poniéndose en una postura más cómoda, se dispuso a hacer un nuevo doblez al cartón.
Cuando Casey oyó que alguien levantaba el auricular del teléfono y marcaba unos números aulló desde debajo de la mesa:
–Es mejor que no sea un número de las líneas eróticas lo que estás marcando.
–No es una conferencia –respondió una voz de hombre.
Casey frunció el ceño. Aunque era la de un hombre, aquella voz era definitivamente la voz de un hombre joven. No era uno de los ancianitos. Rebulléndose debajo de la mesa, trató de incorporarse, golpeándose la cabeza con la tabla. Al final, consiguió hacer una salida muy poco digna desde debajo del escritorio.
No había ninguna duda sobre la identidad de aquel hombre. El traje, hecho a la medida, lo delataba. Además, estaba utilizando el teléfono de Casey como si fuera suyo. Ella, lentamente, se puso de pie, intentando borrarse una mancha negra de la pechera de la camiseta que llevaba puesta, sin conseguirlo.
El hombre la contempló muy divertido. Tenía unos ojos maravillosos, de un color azul de lo más interesante, casi cálido. Aquellos ojos le daban un aire de sinceridad que, sin ninguna duda, le habían ayudado en las absorciones y los despiadados negocios que habría tenido que hacer a lo largo de su vida laboral. Sus víctimas, atraídas por el brillo inocente de aquellos ojos azules, se habrían visto engullidas antes de que pudieran darse cuenta.
Era muy guapo, aquello había que admitirlo. Medía más de un metro ochenta y llevaba el pelo, oscuro como la noche, peinado hacia atrás, de manera que dejaba al descubierto su bronceado rostro. El rostro era también muy atractivo, con una fuerte mandíbula y un pequeño hoyuelo en la barbilla.
«Apuesto que paga más por ese corte de pelo de lo que yo me gasto en la compra de una semana», pensó Casey, estudiándole mientras él tecleaba números en una calculadora.
Cuando lo único que él hizo para reconocer su presencia fue un ligero movimiento de cabeza, Casey decidió que aquello era más que suficiente. Se inclinó sobre la mesa y dio unos ligeros golpecitos en el teléfono.
–Sólo tenemos una línea. Tiene que colgar.
–Necesito que esas cifras, ya revisadas, estén encima de mi mesa antes de las cinco, Glenda –le decía él a su secretaria mientras se limitaba a levantar una mano como única respuesta a Casey–. No puedo esperar hasta mañana. Habré acabado aquí a las cuatro y media.
–¡No puede bloquear esta linea! –insistió Casey.
Una cosa era que aquel hombre fuera muy guapo y otra que se fuera a convertir en la peor de sus pesadillas. Sólo llevaba allí doce segundos y estaba a punto de conseguirlo.
Probablemente un hombre como Michael Parker tenía muchos contactos con otras empresas y podría ayudarla a conseguir donaciones, pero también había una gran posibilidad de que no la ayudara en absoluto. Tal vez lo único que haría sería pasarse el tiempo hablando por