Tango Roxanne
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Victor Daniel Reyes García
Víctor Daniel Reyes García es un contador público que también ejerce como escritor, dramaturgo y actor de teatro. Su pasión más grande es expresar el arte literario y escénico. En esta novela, él busca mostrar la sensibilidad que se tiene para profundizar en uno mismo y así vencer los más fuertes miedos.
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Tango Roxanne - Victor Daniel Reyes García
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Editado por Voz de Loto
Contacto: vicdanre@hotmail.com Redes sociales Fb: Tango Roxanne
ISBN: 978-607-8535-78-1
Conversión gestionada por:
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+52 (55) 52 54 38 52
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Dedicatoria
Te dedico esta historia a ti:
A quien me ha hecho darme cuenta que la vida hay que vivirla. A ti, quien me enseñaste que el chocolate debe de tomarse estando todavía caliente porque más tarde se enfría; pero, a la misma vez, debe beberse despacio para disfrutarlo intensamente. A ti, quien me dijo que debo de gritar si es lo quiero, a llorar si lo deseo, a reír si soy feliz y, sobre todo, a aceptarme como soy.
Por ti, busco ser mejor porque, detrás de mí, me siguen un par de personas que adoro. Hoy, soy feliz porque, al verme al espejo, te encuentro y lucho día con día para que sigas a mi lado impulsando esta aventura llamada vida.
Agradecimientos
Quiero dar las gracias a mi editora y excelente coach, Magali González. Muchas gracias por todo. También quiero agradecer a Gabriela Robledo por hacer la segunda revisión del texto. Le quiero dar las gracias a Ricardo Traviezo, ya que él tuvo la oportunidad de ser uno de los primeros en leer esta historia y ayudarme a escribir el prólogo.
Le estoy agradecido a Dios por haberme dado la dicha que es mi familia y, en especial, por ser el padre de Félix y Andrea, quienes me han enseñado tantas cosas. Ellos son mi razón para ser mejor cada día. Por favor, recuerden que siempre deben de buscar la felicidad.
Por último, me gustaría agradecerte a ti. Siempre te estaré agradecido por haber leído esta historia y por hacerla parte de tu vida.
Muchas gracias.
Índice
Prólogo
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Epílogo
Prólogo
Este libro es, ante todo, la historia de un hombre que vivió la mayor parte de su vida buscando pedazos de sí mismo. Félix reclama al que no está, al que solo existe cuando se mira en el reflejo de una velocidad constipada y ponderosa. Intenta contener una furia que lo invade, que emigra y transmigra a través de recuerdos que pasan factura, dando la sensación de no pertenecer a ningún lado. La voz del protagonista nos habla a todos los que nos callamos, a los profesionales del perder, a aquellas bestias que inventan su rumbo en el camino. Víctor Reyes deja sus entrañas en estas páginas cargadas de agilidad, donde nada es lo que parece y donde espero que tú, así como yo, quedes seducido por la magnitud con que el autor nos construye panoramas de una vida que va desde la ficción hasta los confines más recónditos de lo real. En Tango Roxanne, observamos cómo la infancia se descompone al crecer y cómo vuelve convertida en marea potente a preguntarnos quiénes somos, de dónde venimos y qué hicieron nuestros padres al criarnos.
Ricardo Traviezo Autor y director de teatro
Capítulo I
Como cada mañana, Félix salió a ejercitarse a la calzada. Se quedó atento, tal como si en ese instante se estuviera observando en un espejo. Reconoció su rostro en un amplio panorámico, el cual se encontraba situado en la parte superior de un restaurante a su costado derecho. Fue disminuyendo lentamente el ritmo de la inercia que llevaba en su trote a medida que asimilaba que ocho meses del año habían transcurrido rápidamente. Sin quitar la vista del panorámico, seguía avanzando un poco más lento; pero, la imagen del gran anuncio, así como sus propios recuerdos, los iba percibiendo cada vez con más notoriedad. Dichos recuerdos eran pesados e iban mostrándose in crescendo de la melancolía. Recordó que era el mes de septiembre, ya que una noche antes en las calles de la ciudad se encontraban presentes los ya clásicos carritos de venta de banderas, rehiletes, trompetas y uno que otro artículo tricolor que representaba el mes patrio para cualquier mexicano. Buscaba entre sus pensamientos la manera de alejar los recuerdos que le iban dañando un poco más a cada paso que daba. Intentó enfocarse en la humedad que lo hacía sudar más de la cuenta, sensación que nunca le había gustado. Intentaba despejar su mente para que desaparecieran las imágenes generadas por los recuerdos revividos al ver su panorámico y así dejar de sentir esa pesada fuerza que lo oprimía. Fue hasta que observó su reloj y se dio cuenta que apenas llevaba corriendo cuatro kilómetros y medio de los quince que se disponía a ejercitar cuando por fin dejó de pensar en lo visto anteriormente.
Había tenido dificultad para levantarse esa mañana, ya que estaba en espera que su cama de una u otra forma lo aventara para poder ponerse de pie sin que músculo alguno se moviera. Seguía sonando la alarma de su celular a la cual le postergó unas cinco veces más el sonido antes de poder levantarse. Casi no había dormido, nuevamente había sentido esa sensación de soledad, vacío y tristeza que recorría por su cuerpo a través de sus venas.
Félix García era el deportista mexicano más exitoso en ese momento, su imagen estaba en la mayoría de las portadas de las cajas de cereales, anuncios publicitarios de bancos nacionales y servicios de telecomunicaciones. Hasta aparecía en un comercial de comida para perros. Para los departamentos de mercadotecnia mexicanos, representaba el éxito
al ser el corredor de autos Fórmula 1 que, hacía apenas unos meses, había logrado ser el único mexicano en ganar el primer lugar del Gran Premio de Mónaco. Nació en el año 1978 en la ciudad de Monterrey, Nuevo León. Provenía de una familia de clase media en la cual fue el primogénito. Félix no lo sabía, pero venía de un matrimonio que fue realizado por la obligación de una sociedad a cubrir las apariencias. Su padre embarazó a su madre en consecuencia de haber recibido un despecho de amor previamente.
Sus abuelos presionaron a su padre a ser responsable, él tuvo que resignarse a vivir una vida en matrimonio con la mujer que llevaba en su vientre a su primogénito. Muy en el fondo, a su padre le quedaron enterrados los sueños de lo que pudo ser con el amor que perdió en su juventud. Félix sabía que su padre lo amaba. A su estilo, pero lo amaba. A medida que iba creciendo, se daba cuenta de lo que sucedía aun sin que existieran palabras. En su mente estaban grabados los momentos en que su padre sufría ataques de delirio, angustia y desesperación al cansarse de intentar demostrar sus sentimientos de amor y que, al quedarse lejos de poder hacerlo, cubría con ataques, represalias y reclamos a su hijo.
Los sueños de gloria de su padre, que en su memoria se desvanecían, eran como niebla espesa que se desvanece al tocar el suelo, de la misma manera que su juventud también se iba desvaneciendo.
Félix, con el cariño y comprensión de su madre, generaba un equilibrio en su vida emocional pues ella era el mejor complemento que un hombre pudiera tener. A partir de los siete años empezó a desarrollar un interés por los autos de carreras y fue ella quien hizo que, a través de disciplina, dedicación y esfuerzo, él lograra alcanzar sus sueños de la infancia. Estaba en la cumbre del éxito y la fama; los recuerdos del pasado le consumían su presente y sentía esa soledad imposible de desprender aún llenándola con trofeos, fiestas, amigos o cualquier otro objeto… la soledad no se alejaba de él.
Tenía unos meses de haber visto por primera vez a Iri. Ambos se encontraban en el casino de Monte-Carlo cuando a él le atrajo aquella melodía que se escuchaba de fondo, la cual guió sus pasos hasta que se perdió en la mirada verde esmeralda que esperaba volver a ver pronto. Félix se había prometido que en su vida no pasaría lo mismo que en la de su padre.
Cuando el amor es mutuo y no existen compromisos impuestos por la sociedad, ese amor debería ser de lo más sencillo. Pero, en el amor todo se vale; en el amor ni uno mismo se manda. ¿Qué pasa cuando las cosas no transcurren de acuerdo a lo imaginado, lo idealizado?, ¿es necesario siempre caer para poder levantarse nuevamente? O, ¿es posible simplemente levantarse de cualquier desamor por más duro que sea el golpe recibido?
Capítulo II
Su cuerpo se podía apreciar inerte, ya que en ese momento dormía profundamente y soñaba que conducía un automóvil de color azul a gran velocidad. El fuerte aroma a granos tostados que expedía la cafetera de la planta baja de su casa era precisamente su mejor despertador dominical. Su padre, al menos los fines de semana, preparaba el café después de haber regresado de ir a correr. Las señales características del olor a café y el ruido de los utensilios de cocina que, sin querer, daban tímidos golpes al ser usados por su padre, iban siendo recibidos en su subconsciente para mostrarle que no se encontraba solo. Aun así, cada vez que despertaba, sufría dolor de estómago por el nerviosismo que le generaba su mente al solamente pensar que, al despertar, se encontraría solo, completamente solo. En su casa, pero sin ninguno de sus padres. A su corta edad, aunque no lo supiera todavía, la soledad era su mayor miedo.
Su padre tenía rutinas y, aunque fuera domingo o día feriado, siempre se levantaba a la seis de la mañana para salir a correr. Como buen hombre de familia, trabajaba arduamente pasando poco tiempo en casa.
El domingo era el día de la semana que más le gustaba, ya que, al no asistir a la escuela, se levantaba tarde y le dejaban que pasara por alto el bañarse. Acababa de cumplir hacía un par de semanas los once años, edad en la que aún su parte favorita del domingo era la hora que pasaban juntos, padre e hijo, viendo el televisor. El café siempre venía acompañado del desayuno y un grito masculino desde la cocina para bajar a la mesa.
—¡Baja por favor, que se enfrían los hot cakes!
Félix bajaba rápidamente y le preguntaba:
—Papá, les pusiste miel de maple, ¿verdad? —y sin contestarle más, solo observó la mueca que asentía con una mirada que demostraba que, en ese momento, era el único que lo conocía realmente o, al menos, sus gustos gastronómicos.
Mientras desayunaban, su padre era el culpable de que existieran largos momentos de silencio. No obstante, Félix siempre encontraba la pregunta precisa para romper dicho silencio angustiante.
—¿Dónde conociste a mamá?
Siguió el silencio como si no hubiera pronunciado palabra alguna o como si su padre estuviera sordo, pero pensó que simplemente le había faltado abrir más la boca y ser más claro al hablar. Y, teniendo aún la boca llena de alimento, preguntó nuevamente:
—¿Que en dónde conociste a mi mamá? Su madre le había platicado muchas veces acerca de su gusto por bailar, así como del pueblo donde había crecido; le contó que ahí solían hacer kermeses muy grandes. Fue en ese lugar donde conoció a su padre. Pero, por más que intentaba, no recordaba alguna vez haber escuchado a su padre decir cómo conoció a su madre.
Valoraba de vez en cuando esos instantes de silencio durante el desayuno, pero cuando él hacía preguntas, esperaba que fueran contestadas, al fin que había esperado toda la semana a que llegara el domingo para convivir juntos. Ahora parecía simplemente que el gato se había comido la lengua de su padre, quien después de unos instantes carraspeó.
—No hables con la boca llena, te lo he dicho miles de veces. Por favor, guarda silencio, pasa el bocado y después hablas —sonó la voz grave, entre dientes, pero energética. Su padre al fin había roto, por un instante, el silencio intranquilo que se había apoderado del desayuno.
Félix nuevamente estaba en el reino del silencio mientras observaba a su padre. Éste último bebió un poco de café y, después de haber puesto la taza en la mesa, sonreía como si alguien le hubiera contado un chiste o estuviera recordando alguna travesura. Eso es lo que se imaginó. En eso, su papá volvió a romper el silencio, diciéndole:
—¿Sabes?, tenía aproximadamente 15 años cuando quedé fascinado con una camioneta. Era una Ford-100. Don Lupe, el vecino del rancho al de donde crecí, tenía ya un par de años de haberse ido al cielo y, su esposa, doña Chole, no sabía manejar. Esa camioneta llevaba al menos dos años ahí, esperándome a que la rescatara de podrirse. En ese entonces yo cursaba el tercer año de secundaria y, un día, saliendo de la escuela, me armé de valor y fui a tocarle la puerta a doña Chole. Al ver que era yo, me sonrió invitándome a pasar. Entré y solo