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¿Es posible un mundo sin violencia?
Por Chantal Maillard
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Menguar en soberbia, en creencias, en falsas virtudes, y crecer en comprensión global y respeto, ¿es esto posible?
Éste no es el mejor de los mundos posibles. El mundo en el que estamos tiene por ley el hambre y el contrato que firmamos por la vida implica la violencia. Pero hay otra violencia, que nos caracteriza como especie, que no se ejerce por necesidad, sino por placer, por codicia o, simplemente, por inercia o por indiferencia. ¿Qué hace falta para darnos cuenta de que lo que nos concierne es mucho más que lo que nos ampara como individuos? Recordemos a Friedrich Nietzsche abrazado al cuello de un caballo exhausto y maltratado.
Que aquel gesto se considerase como un síntoma de locura es clara indicación de una sociedad enferma. Si queremos recobrar la salud como especie, será indispensable que reemplacemos la moral de la reciprocidad por una ética de la compasión.
Autor
Chantal Maillard
CHANTAL MAILLARD (Bruselas, 1951), poeta y ensayista, es doctora en Filosofía y especialista en Filosofías de la India, y fue profesora titular de Estética y Teoría de las Artes en la Universidad de Málaga. Recibió el Premio Nacional de Poesía por Matar a Platón y el Premio Nacional de la Crítica por Hilos. Ha sido colaboradora habitual de El País. Entre sus publicaciones más recientes están los ensayos ¿Es posible un mundo sin violencia? (Vaso Roto, 2018) y Las venas del dragón (Galaxia Gutenberg, 2021); los poemarios La herida en la lengua (2017), Cual menguando (2018) y Medea (2020), los tres en Tusquets, y las obras híbridas La mujer de pie (2017) y La compasión difícil (2019), ambas en Galaxia Gutenberg. En el libro India (2014) se reunieron sus escritos sobre este continente y en La arena entre los dedos (2020), sus diarios; ambos, en Pre-Textos. Galaxia Gutenberg ha publicado recientemente Lo que el pájaro bebe en la fuente y no es el agua, Poesía Reunida 2004-2020.
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¿Es posible un mundo sin violencia? - Chantal Maillard
textos
Preámbulo
Éste no es el mejor de los mundos posibles. No cabe duda de que podemos imaginar otros mejores. El mundo en el que estamos tiene por ley el hambre y el contrato que firmamos por la vida implica la violencia.
Pero hay otra violencia, que nos caracteriza como especie, que no se ejerce por necesidad, sino por placer, por codicia o, simplemente, por inercia o por indiferencia.
¿Qué hace falta para que tomemos conciencia de que nada es independiente? ¿Qué hace falta para darnos cuenta de que lo que nos concierne es mucho más que lo que nos ampara como individuos?
Recordemos a Friedrich Nietzsche abrazado al cuello de un caballo exhausto y maltratado. Que aquel gesto se considerase como un síntoma de locura es clara indicación de una sociedad enferma.
Si queremos recobrar la salud como especie, será indispensable que reemplacemos la moral de la reciprocidad («no hagas al prójimo –próximo– lo que no quieras para ti») por una ética de la compasión. Ampliar el marco de nuestra pertenencia. Hacer del otro, todos los otros, humanos y no humanos, el semejante. Ir de lo particular a lo universal. Trascender el grupo. Romper el cerco.
Menguar en soberbia, en creencias, en falsas virtudes, y crecer en comprensión global y en respeto, ¿es esto posible?
Y si bien no existe posibilidad de que un mundo diseñado como organismo autosuficiente se sostenga sin violencia, ¿podrá al menos tener lugar, por nuestra parte, un cambio sin violencia?
¿ES POSIBLE UN MUNDO SIN VIOLENCIA?
El estado de violencia.
Las reglas del hambre
Suele limitarse el uso del término «violencia» a los actos de agresión intencional. Pero es éste un uso restringido de la palabra que, si atendemos a su etimología, significa simplemente «abundancia (olentia) de fuerza (vis)».
El estado de violencia es, según todas las apariencias, el estado natural. Formamos parte de un mundo cuyas reglas de juego son simples: son las reglas del hambre. Quienes quieren seguir existiendo no tienen más remedio que acatarlas. –Claro que seguir existiendo no es, por supuesto, la única opción posible: que la vida sea un bien no deja de ser una afirmación sin fundamento, por mucho que se utilice como premisa para validar un sinfín de afirmaciones. Dejar de existir es, según lo entiendo, un acto de libertad, uno de los pocos actos que requieren haberse desprendido de la voluntad de seguir existiendo, lo cual exige saber desarticular el código que llevamos impreso desde el nacimiento–. Todo ser sobrevive a costa de otros. Ésta es la regla principal. Todo ser vivo se alimenta de otros seres, por lo que cualquier acto de supervivencia es un acto de violencia. También el que se defiende violenta. Tanto el que agrede como el que es agredido tratan de sobrevivir y ambos necesitan utilizar la violencia para ello. Por otra parte, vivimos sobre un planeta inestable, propenso a todo tipo de movimientos. Lo que llamamos «inestabilidad» no es sino su manera de mantener la constante de su equilibrio. Cuando estos movimientos naturales nos afectan los llamamos «catástrofes». Percibimos su violencia como agresiones y respondemos a ella tratando de defendernos.
Pero hay otro tipo de violencia que no tiene nada que ver con la supervivencia. Una violencia gratuita, que se ejerce por placer, por odio o por ambición. Esa violencia es la que distingue al animal humano de los demás animales. No les descubro nada si digo que la historia de la humanidad o, al menos, de la sociedad occidental es la historia del ansia. Sería muy fácil convertir este artículo en un documento de los horrores: bastaría con añadir los enlaces convenientes. Pronto aparecerían ante ustedes relatos de matanzas, ejecuciones, violaciones, accidentes, catástrofes, torturas, crímenes de toda clase, presentes y pasados. Sólo una ojeada a las representaciones pictóricas de los siglos pasados en Europa debería hacernos temblar. Torturas, ejecuciones sangrientas… Al verlas diríamos que la empatía no existía. ¿Acaso existe ahora? Entonces se mataba en público entre risas o terror y con un dios por testigo. Ahora se mata en diferido. Ya no hay risas, ni dioses, tampoco terror: sólo indiferencia. Contemplamos la noticia de una matanza con la misma curiosidad mezclada de indiferencia con la que contemplamos aquellas pinturas. Tampoco nos afectan los relatos de torturas. No sentimos helársenos la sangre al oírlos. No se nos eriza el vello en la piel, no sentimos nuestra carne retraerse con el recuerdo del algún daño, de alguna herida. Todo lo más, un ligero movimiento de cabeza o un suspiro. ¿Cuál es la razón de tal indiferencia? ¿O es la indiferencia el estado natural?
Nos preocupamos mucho, en esta cultura paternalista, de no «herir la sensibilidad». Nada me gustaría más que lograr herir aquí la sensibilidad del lector, aunque fuese mínimamente. Me conformaría incluso con molestar un poco. La molestia es lo que nos hace detenernos en el camino, quitarnos el zapato y sacudirlo para eliminar la piedra. Un momento de detención es a veces suficiente para que alguien levante la cabeza, mire a su alrededor y descubra que el paisaje es mucho más ancho que el fragmento de horizonte en el que fijamos la vista al caminar.
Me gustaría que mis palabras fuesen un revulsivo. Pero sé muy bien que, tal como estamos situados, yo escribiendo en mi ordenador y ustedes leyendo lo que ahora escribo, probablemente sentados en algún lugar próximo a la luz, en otro tiempo y otro lugar, aunque mis palabras lograsen, con suerte, expresar algún tipo de realidad, ningún «Real» –según definición de S. Žižek, aquello que a causa de su carácter traumático / excesivo resulta imposible de integrar en lo que experimentamos como nuestra realidad–¹ llegaría a transmitirse. Aun así, el empeño será, por mi parte, tratar de neutralizar aquí, a mi vez, y con la ayuda de ustedes, la parte de representación que todo relato conlleva.
1Slavoj Žižek: Bienvenidos al desierto de lo real, Akal, 2008, p. 20.
La indignación
Siempre me ha sorprendido la estrechez del marco de nuestra indignación. Generalmente nos indignamos y nos manifestamos tan sólo con respecto a cosas que nos tocan de cerca. Las demás parece que no nos conciernen. Como si la proximidad y la lejanía fuesen parámetros éticos. Nos indignamos fácilmente cuando se nos recorta lo que entendemos que son nuestros derechos, pero no nos indignamos por situaciones en las que otros –que casi siempre son la gran mayoría– ni siquiera tienen derecho a tener derecho. No nos paramos a pensar –la costumbre es una perversa compañía– que en este mundo los derechos de unos se obtienen a costa de
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