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La generación invisible
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Libro electrónico257 páginas4 horas

La generación invisible

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      Marcos, el vecino de contenedor de Salvador, descubre que los jóvenes de Barcelona envejecen 20 años al entrar a trabajar en la Torre Agbar. Salvador no puede evitar relacionar este descubrimiento con las pesadillas que tiene por las noches y con el encuentro que ha tenido con un antiguo oráculo griego, escondido durante miles de años en las entrañas de la tierra. Desesperado, después de una muerte cercana anunciada por el oráculo, Salvador, junto con Sofía, la única amiga que le queda, tratará de descubrir qué ocurre realmente en el interior de la Torre Agbar. Sin embargo, Barcelona no es la hospitalaria ciudad, referente turístico, que acostumbraba a ser. 
      El mundo ha cambiado vertiginosamente desde el día que la ciudad desplazó a los más jóvenes a las villas creadas con contenedores de barco. Las revueltas han comenzado, y un nuevo Indiano, que nunca fue un Indiano, tratará de seducir a Salvador para que tome partido por su bando. Además, este extraño empresario hará todo lo posible por detener a Sofía, que ha perdido el miedo a luchar por su futuro.
 
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 feb 2020
ISBN9788408224112
La generación invisible
Autor

Miguel Ángel Márquez

Miguel Ángel Márquez es escritor de novela y teatro, finalista del III Premio Jesús Domínguez Diputación de Huelva de teatro.    www.miguelangelmarquez.es instagram:  @miguelangelmarquez_ twitter:       @MiguelMarqueztw

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    La generación invisible - Miguel Ángel Márquez

    Prólogo

    Se decía que nunca existió, que no era realmente una caja, que no fue capaz de alterar las relaciones humanas por siglos, que no llenó el mundo de calamidades, que no empezó en Barcelona, que no destruyó las relaciones entre padres e hijos, que no devoró matrimonios ni hundió todas las empresas ni enfrentó a todas las clases sociales… y quizás todo esto sea cierto o quizás no. Pero esta es la historia que alguien me contó para que yo la escribiera, y así lo he hecho. Si todo lo que aquí he relatado es o no verdad solo los dioses lo saben.

    Capítulo 1

    Apoyado en la baranda de su terraza, iluminado por la luz anaranjada de la calle, Salvador, cigarrillo en mano, contemplaba la pila de contenedores que tenía enfrente. Apoyadas caóticamente unas sobre otras, las estructuras de metal habían sido reconvertidas en improvisadas viviendas para jóvenes de su edad, la mayoría muchachos no mayores de treinta que habían acabado allí más por necesidad que por gusto. Alejados del núcleo urbano de Barcelona, a pocos metros de la última pista del aeropuerto, cientos de contenedores que nadie del puerto había reclamado se apilaban alrededor de varias plazas y formaban uno de los más de treinta grupos de viviendas de protección oficial que rodeaban la ciudad. Pintadas con colores estridentes, aquellas gigantescas cajas de metal, ensambladas unas con otras, se convertían en inhabitables casas de dos diminutas habitaciones con apenas luz natural, una pequeña cocina eléctrica, poco más grande que una caja de zapatos, y un baño no apto para personas de más de un metro ochenta que, cuando se atascaba, no tenía agua. Además, para mayor desconsuelo, por culpa de unas paredes tan finas como papel de fumar, la intimidad desaparecía a medida que llegaban nuevos vecinos: no había discusión que no se oyera ni sonido de televisión que no le despertara a uno por las noches. Si se ocupaba alguno de los últimos pisos, en lugar de disfrutar de la luz del sol, se vivía siempre preocupado por los cimientos del edificio, que al ceder debido al peso excesivo de los contenedores habían hecho caer los pisos superiores sobre las plazas, donde quedaban desparramados, como las piezas de un gigantesco rompecabezas que nadie tuviera interés en recomponer. Y cuando no era la fragilidad de aquellas estructuras era el agua de las alcantarillas, que bullía por los inodoros y se metía en las casas, la que quitaba el sueño a sus inquilinos.

    Aquellas viviendas, sin embargo, no se construyeron de forma improvisada. Los planos de ese hormiguero, firmados por uno de los mejores despachos de arquitectura de la zona alta de Barcelona, habían recibido varios premios a la sostenibilidad y al reciclaje de materiales, a pesar de que, a los pocos meses de su presentación en sociedad, en una feria donde el catering y las azafatas parecieron ser el verdadero motivo de la reunión, las modernas casas ecológicas ya eran insalubres ratoneras donde el frío insoportable del invierno y el calor sofocante del verano consumían la paciencia de cualquiera que tratara de llevar una vida normal y desesperaban, si no enfermaban, a quien, además, tuviera que compartirlas. En verano, la mayoría de los inquilinos pasaban los meses de más calor en la calle, tomando cervezas en tumbonas de tela y discutiendo las posibilidades de conseguir un trabajo mejor, lo más lejos posible de aquellos hornos de varias plantas donde cualquier maceta con flores se marchitaba en un par de días y el metal de las paredes quemaba las patas de los insectos que tuvieran la osadía de trepar por ellas. Y en invierno, los meses fríos que, al menos en Barcelona, no eran más que dos o tres al año, también los pasaban, hartos de tanta calamidad, metidos en algún bar, al abrigo de la calefacción que los calentaba por fuera y engullendo las mismas cervezas que los calentaban por dentro. A la luz de unas lámparas viejas, mientras el vaho empañaba los cristales de los bares, y el alcohol, la vista, debatían continuamente sobre asuntos que el verano no había conseguido solucionar y difícilmente solucionaría la primavera que, según decían todos, nunca acababa de llegar.

    Aquella mañana, Sofía miraba uno de los contenedores que tenía enfrente.

    —Ni siquiera se han molestado en borrar los nombres de las empresas —dijo mientras le cogía el cigarrillo a Salvador.

    —Hijos de puta… —respondió él, con la mirada fija en las letras de una antigua naviera.

    Tiempo atrás, la mayoría de los jóvenes que ahora ocupaban el barrio habían salido de sus casas con una mano delante y otra detrás. Hartos de tener que explicar a dónde iban o de dónde venían, se trasladaron allí para poner fin a las habituales miradas de reproche y vivir, por fin, sin dar explicación alguna. En sus nuevos hogares, no necesitaban justificarse continuamente cuando los echaban del trabajo ni aguantar los ancestrales discursos de sus progenitores, ni tampoco entrar en casa a toda prisa, a oscuras, tras beber algo más de la cuenta, o esconder en el fondo del armario la ropa demasiado corta, demasiado transparente o demasiado extravagante. Con unos pocos metros cuadrados donde estar a solas, por fin se habían acabado los escarceos amorosos en los coches, en las azoteas de los edificios y en la oscuridad de los jardines de las afueras donde, en una colchoneta de acampada escondida entre los arbustos, los recién enamorados se daban un calor humano que no entendía de reglas ni de convencionalismos. Dentro de aquellos contenedores, aunque pasaran un frío terrible en invierno y la lluvia se filtrara en los días de tormenta, podían, de una vez por todas, hacer algo tan sencillo como cenar a la luz de un par de velas, en su propio salón, con sus propios muebles, sin preocuparse de quién pudiera entrar por la puerta; y quedarse dormidos en un viejo sofá con una manta encima, una botella de vino a medio terminar y todo el tiempo del mundo para no pensar en nada.

    Aunque anduvieran escasos de dinero, para la mayoría de ellos la vida se había vuelto mucho menos humillante en aquellas villas. Alejados del férreo control al que los sometían, casi todos lograron comprar un reproductor de música sin tener que explicarle a nadie de dónde habían sacado el dinero, ni oír otra vez que el salario no caía del cielo o la habitual historia sobre la forma en que otras generaciones, todas grandes ahorradoras, habían comprado sus viviendas céntimo a céntimo. En aquellos tiempos, ninguno podía aspirar a mucho más que alquilar un cuchitril en algún barrio de mala muerte: los céntimos que ellos tenían en sus bolsillos no valían lo mismo que los céntimos de antes, por mucho que las monedas no hubieran cambiado de forma ni de color.

    Antes de vivir en aquellos contenedores, muchos habían residido en los barrios más pobres del centro de Barcelona, en pisos compartidos que cambiaban a medida que les subían el alquiler. Pero en poco tiempo, con la masificación del turismo y asfixiados por unos contratos que no podían pagar, llenos de cláusulas abusivas, acabaron por mudarse a los barrios de las afueras, abandonados completamente por el transporte público y los servicios de limpieza, repletos de casas a medio construir, donde abundaban las chabolas y las tiendas de campaña. La mitad de sus ocupantes deambulaban de un sitio para otro mientras esperaban que una diosa de la fortuna les trajera un trabajo del brazo, un trabajo que nunca llegaba y, si lo hacía, duraba poco tiempo.

    Con la llegada de las nuevas inversiones, Barcelona, tradicionalmente dividida en una cuadrícula, pasó a dividirse en anillos, como si de un planeta lejano se tratara. En el centro se situaron la mayoría de los hoteles y apartamentos turísticos y apenas quedaba algún anciano que, a pesar de las fiestas nocturnas de los turistas y el elevado precio de las tiendas de ultramarinos, todavía alardeaba de ser un viejo cascarrabias y deseaba seguir allí. En el segundo anillo vivía la clase media, ahora con un poder adquisitivo mucho mayor que tiempo atrás, sus viviendas pagadas completamente, un buen sueldo cada mes y tiempo de sobra para disfrutar de los caprichos, aunque con muchas más preocupaciones. Y en un tercer anillo, que comprendía los mejores chalés de las montañas de alrededor y los más lujosos apartamentos cerca del mar, la clase alta de Barcelona se regocijaba de su posición social en sus fiestas de fin de semana, en las que, entre risas, comentaban que no sabían qué hacer con tanto dinero. Sus fortunas se multiplicaban a toda velocidad, invirtieran donde invirtieran, como si la economía, por fin, se hubiera erigido en la verdadera piedra filosofal que transformaba el plomo en oro —se decía que hasta un mono podría multiplicar el dinero si le dejaran invertir en bolsa—. El cuarto anillo, que para los ciudadanos del interior ya no era parte de la ciudad, alejado del tercero por una hilera de parques públicos que hacían de frontera, era el hogar de los ciudadanos más humildes. Junto a ellos, aunque separados por varias barreras invisibles, habían vivido también muchos de aquellos jóvenes que, lejos de poner fin a su particular diáspora, no tuvieron más remedio que mudarse a las nuevas villas de las afueras.

    De una u otra manera, con el paso de los meses, la mayoría de los jóvenes sin recursos de Barcelona se fueron juntado en aquellas urbanizaciones de protección oficial, lejos de las miradas de quienes que los tenían por vagos y maleantes y, en lugar de brindarles algo de ayuda, les subían el precio de los alquileres y les ofrecían contratos de trabajo cada vez peores, cuando no los sermoneaban. La única esperanza que albergaban en sus corazones era marchar a algún país donde pudieran encontrar algo mejor, si es que eso existía, porque las noticias que a veces recibían de los que se habían ido no eran muy alentadoras. La mayoría de las ciudades del mundo, allí donde hubiera un grupo de adinerados empresarios, habían acabado igual que Barcelona, pionera en excluir a aquellos que no generaban —según palabras de los políticos— algún valor. En París, muchos jóvenes habían empezado a vivir en barcos sobre el Sena que, al poco tiempo y con la llegada de nuevos turistas, acabaron convertidos en hoteles con encanto. Y en Londres, los únicos que se veían por la calle eran los que se acercaban a robar alguna cartera o recoger muebles viejos, si tenían suerte y llegaban antes que las mafias de turno. En Roma tuvieron que dejar sus trabajos de guía turístico —el único empleo que pudieron encontrar—, reemplazados por gafas de realidad virtual que mostraban las ruinas en tres dimensiones. Solo aquellos jóvenes que jugaban en los clubs de fútbol vivían dentro de la histórica ciudad. Pero quizás donde se vivía peor que en Barcelona era en Varsovia. En la bella ciudad polaca, fundada, según las antiguas leyendas, por capricho de una sirena, la red de alcantarillado se había acondicionado para alquilar habitaciones todavía más pequeñas que las que se ofrecían en Japón. En el lejano país del sol naciente, los jóvenes dormían dentro de cápsulas que flotaban en los mares de alrededor, entre los vertidos y los barcos mercantes, con el riesgo de ser hundidas por estos si su radar dejaba de funcionar, no importaba quién estuviera dentro.

    A pesar de que habían sido derrotados por un tiempo que nunca eligieron y de vivir en barrios repletos de sueños rotos, para ellos la libertad comenzaba el día en que se mudaban a aquellos contenedores. El buen ánimo escaseaba y las sonrisas se contaban con los dedos de una mano en el mejor de los días, pero en las nuevas villas, por extraño que pareciera, aquellos jóvenes se sentían a salvo de lo que fuera que estuviera por venir.

    —Ya ni los limpian. El otro día, Roberto se encontró con uno que todavía tenía grasa en las esquinas.

    Salvador recuperó su cigarrillo.

    —¿Quién es Roberto? —preguntó.

    —Uno.

    —¿Uno o uno más?

    —Uno —respondió Sofía mientras clavaba su mirada en los ojos de Salvador—. Y tus pesadillas, ¿cómo van?

    —Igual.

    —¿Mabel muere en todas?

    —Al final. Después me despierto.

    —No me extraña que tengas ese humor de perros… Si yo fuera tú, ya habría matado a alguien.

    Pero lo máximo que Sofía había hecho en su vida fue romper algún cristal: no era capaz de hacerle daño ni a una mosca. La joven había llegado al barrio hacía dos años, bastante más tarde que Salvador, cuando, en un alarde de valentía, les dijo a sus padres que quería ser ilustradora de cómics y ellos, sin discutir, le metieron sus cosas en varias cajas de cartón y decidieron que ya era tiempo de que viviera sola. Lo hubieran hecho mucho antes, pero entonces no habían encontrado una excusa que medio limpiara sus conciencias: Sofía no andaba en drogas, no salía mucho por la noche y sacaba buenas notas en sus estudios de enfermería. Su forma de vestir y las compañías con las que andaba no eran razones suficientes para sacarla de su habitación, pero que hubiera dejado la universidad fue, por suerte para ellos, un motivo de peso para ganarle una habitación más a la casa. Por fin tendrían un sitio para poner unas máquinas de hacer deporte, una sala de cine o, simplemente, para llenarlo de trastos. El primero en lanzar una mirada de ahora o nunca fue su padre. Su madre ya pensaba en cuál de todas las cintas de correr se compraría. No les hizo falta hablar mucho antes de mostrarle la puerta a su hija, ayudarla a subir sus cosas al camión y acompañarla hasta la nueva casa. De paso, por el camino, sin poder disimular su alegría, fueron adornando el discurso de despedida con frases del estilo de «lucha por cumplir tus sueños» y «no te rindas a la primera», para asegurarse de que su hija tardara en volver.

    Durante los primeros meses, más por cargo de conciencia que por otra cosa, le pagaron una habitación en la Barceloneta, en uno de esos edificios pendientes de alguna orden de derribo y sin cédula de habitabilidad. Sofía andaba de arriba para abajo entre aquellas antiguas calles de pescadores, ahora repletas de edificios de hierro y cristal que habían reemplazado a esos otros que siempre olían a puchero y salmuera. Cuando podía, trabajaba de camarera en restaurantes donde ganaba un ridículo jornal, pagado en negro, pero que, más o menos, le permitía comprarse la comida y abonar las facturas de la luz. Sin embargo, al cabo de dos años, la asignación de sus padres dejó de llegar. Ambos abandonaron la ciudad, cada uno con su amante, sin despedirse de ella y sin darle número de teléfono alguno. Y para rematar la cadena de calamidades, el mismo día en que se fueron, Sofía, por culpa de un grupo de borrachos que dejaron una cuenta sin pagar, perdió su último trabajo y su fama de buena camarera, aunque conservó, a fuerza de darle un buen empujón a su jefe, la fama de no dejarse sobar para olvidar pequeños incidentes. Con la rotura de varios vasos y el lanzamiento de una silla a la luna del restaurante, Sofía dejó claras dos cosas: que no le tenía miedo al futuro y que nadie le iba a poner la mano encima sin su consentimiento.

    La joven se vio con una maleta en la calle y un puñado de esperanzas que, en lugar de ayudar, le pesaban una tonelada. Mantener la integridad costaba cada vez un precio más alto en una sociedad donde la antigua picaresca del siglo

    XVII

    había vuelto a escena: los cabezas de familia, fueran hombres o mujeres, eran los nuevos inquisidores; los políticos, los recaudadores de impuestos de su propia corona, y los empresarios, los hombres sin escrúpulos que se aprovechaban de la servidumbre de los sin tierra. El hurto por necesidad volvía a estar bien visto, se llevara a quien se llevara por delante, y los pobres robaban de nuevo a los pobres a falta de poder robar a los ricos. Si un hijo de vecino vendía un coche con el cuentakilómetros trucado o cambiaba la fecha de caducidad de los productos, no había razón para no cobrar de más en una reparación de las cañerías o para no escatimar en la anestesia de un empaste. Con el engaño por bandera, las gentes del nuevo milenio no diferían mucho de aquellas otras que Cervantes describió en las aventuras de su lunático amigo, quien, al igual que Sofía, se quedó en el mundo solo con la compañía del único que le tenía aprecio. Los hombres y mujeres que habitaban el mismo tiempo que la muchacha, privados de la fantasía de un ascensor social, se estafaban unos a otros y, en lo profundo de sus almas, donde un día hubo sueños, solo quedaba ya un escondrijo donde meterse tras materializar sus fechorías. Como buenos mezquinos, en soledad, se regocijaban de sus pequeñas victorias, relacionadas siempre con un puñado de monedas de plata. La picaresca de los siglos anteriores volvió a llenar los barrios de canallas, cicateros, usureros y miserables, que empezaron robando por necesidad y acabaron robando por costumbre.

    Sin ningún sitio a donde ir, Sofía se instaló en casa de Salvador hasta que, trabajo precario de por medio, pudo pagar su propio contenedor en aquel barrio que el Ayuntamiento había prometido convertir en referente cultural de la villa, pero donde nunca se hicieron un teatro al aire libre ni un museo de arte urbano, como se había prometido. En su lugar, se amontonaron más y más contenedores, hasta que la ciudad se extendió tanto que cruzó el río Llobregat y bordeó las poblaciones del sur como si, en lugar de una zona residencial, fuera una muralla de metal que protegiera la costa de algún nuevo invasor.

    —¿Alguna vez viviremos en un sitio normal? —preguntó tras quitarle de nuevo el cigarrillo a Salvador.

    —Sí, cuando nos entierren —contestó él con su habitual sarcasmo.

    —No nos van a enterrar, nos quemarán y punto, es más barato y no ocupa espacio.

    Salvador observó las primeras estrellas vespertinas y, por un momento, pensó en el tiempo que había vivido con su antigua novia en aquel contenedor. Uno de los pocos periodos de su vida en que fue feliz. Había llegado al barrio hacía más de quince años, cuando sus padres fallecieron en un accidente de tráfico y su hermano mayor, que apenas pasaba por casa, se las arregló para quedarse con todo el dinero y ponerlo a él en manos de los servicios sociales. Un abogado alcohólico y un juez que siempre tenía prisa se encargaron de que su nuevo hogar fuera un centro de acogida con rejas en las ventanas, donde se esnifaba pegamento a escondidas y se hablaba más con las manos que con la boca. Sin ningún familiar que quisiera hacerse cargo de él, Salvador no tuvo más remedio que aceptar aquella recomendación judicial, con visos de sentencia, y acabó durmiendo en un barracón de obra, hogar de varios rateros de poca monta que, gracias a la dejadez de sus tutores, se entrenaban en el internado para cometer mayores delitos, como si aquel lugar fuera una universidad para futuros delincuentes.

    El joven fue uno de los primeros inquilinos de un contenedor-vivienda, al que se mudó poco después de inaugurarse la villa, cuando apenas habían construido cuatro plazas y cuatro calles y solo los presos que habían cumplido condena alquilaban aquellas latas de sardinas. Los asistentes sociales del centro, con soborno de por medio por parte de un concejal, les ofrecieron, a él y otros compañeros de barracón, salir del centro y no castigarlos más con decenas de trabajos humillantes a cambio de empezar a poblar los nuevos barrios que el Ayuntamiento había construido. Así que, con dos pantalones y tres camisas que no llenaban una maleta y cuatro chavos en el bolsillo, después de darle la mano a las autoridades de turno, Salvador se instaló en aquel avispero de metal, cual especie invasora a la que, una vez alejada de los cultivos, se fumiga sin mayor problema. Esa misma noche, durante una cena privada, el concejal de asuntos sociales y el de urbanismo, a golpe de brindis, celebraron hasta altas horas de la madrugada su nuevo plan: un proyecto de descomunales dimensiones que vaciaría los centros de acogida y traería la paz a los barrios de las afueras, donde las peleas entre jóvenes y el resto de los vecinos, prácticamente diarias, cada vez ocupaban más camas en los hospitales públicos y comprometían los presupuestos

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