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Jurel tipo Salmón: Mapa de la extrema locura en Chile
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Libro electrónico85 páginas1 hora

Jurel tipo Salmón: Mapa de la extrema locura en Chile

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Vuelve Jurel tipo Salmón, el libro más leído de la Dra. María Luisa. Con su estilo característico, honesto y atrevido, la doctora analiza nuestras instituciones, a los personajes ineludibles de nuestra historia y hace un diagnóstico de los síndromes que padecemos los chilenos.

“Nací con latidos cardíacos imperceptibles, lo que obligó a mi reanimación con los escasos medios del hospital de Puerto Montt en 1943. A mis padres se les advirtió que no se hicieran muchas expectativas conmigo, sería un milagro si lograba caminar y aprender a hablar.” Así comienzan los días de esta mujer psiquiatra y así también este libro en el que, contraviniendo designios y reglas “de buena costumbre”, se decide a poner por escrito sus a veces muy duras y agudas apreciaciones sobre este país, que siempre está tratando de parecerse a otro distinto, porque no se acepta a sí mismo. Nuestras instituciones, algunos personajes ineludibles de nuestra historia y los síndromes de la sociedad chilena que más daño nos hacen, son expuestos y tratados por la doctora María Luis Cordero, obedeciendo a su apego a la verdad y a la creencia en el cambio a pesar de todo.
IdiomaEspañol
EditorialUqbar
Fecha de lanzamiento11 nov 2015
ISBN9789569171277
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    Jurel tipo Salmón - María Luisa Cordero

    delante.

    1. Chile, una geografía de locos

    (Mapa de instituciones) 

    La cultura en Chile, ese bien desechable.

    En Chile, no podemos desconocer que existe gente muy valiosa, individualidades que apor­tan a la cultura. Pero carecemos de estructuras dignas para desarrollar esa cultura. 

    Tengo la impresión de que la cultura siem­pre será el pariente pobre entre las actividades de este país. Es aquel elemento engorroso, que nos pesa y molesta, al cual no sabemos cómo tratar porque nos parece inútil. Su desprecio arranca evidentemente de la imposibilidad y la envidia por lo que no se puede hacer.

    Uno de nuestros peores defectos es ser un país sin la suficiente sustancia; y para ser culto hay que poseer esa consistencia. Nuestro aceite de motor vital, como país, es tan escaso que no haría andar ni a una bicicleta. Si estamos de acuerdo en que la cultura es la máxima expre­sión de la consistencia de las personas, es fácil deducir que la nuestra es leve y escasa. Pero como tampoco pareciera no preocuparnos, no tenemos conciencia de esa esencia, la cultura se convierte entonces en un estorbo, un parien­te pobre que se desecha. Además, es incómoda porque es crítica y exigente, y en este país nadie acepta ser criticado o exigido. 

    La palabra cultura viene de cultivar. Cuan­do alguien siembra papas no espera que al día siguiente maduren y estén listas para cosechar­las. Justamente es esto lo que exigimos de todo lo que nos rodea, su inmediatez. Pertenecemos a una cultura, de la inmediatez, al mundo ma­quinal y masificado de la tecnología, es decir, queremos tenerlo todo en el momento deseado. Pero la cultura no es eso, sino lo contrario, requiere de tiempo, de paciencia, de reflexión y largos plazos. 

    Siempre se asocia, míticamente, la idea de que el chileno, en relación a otros países aparen­temente más frívolos e ignorantes, es un ser culto, superior. Pero la verdad, aunque duela, es que sólo compartimos unos barnices, unas pinceladas instructivas que nos hacen saber en términos muy generales de todo un poco, pero sin llegar a profundizar en nada. 

    Debemos agregar al mito del chileno culto esa idea extranjerizante del liceo francés, que copiamos para la enseñanza de nuestros liceos, donde era más importante saber de historia europea que de nuestra propia historia. No so­mos un pueblo culto, precisamente porque no tenemos una tradición cultural que nos enseñe sin avergonzarnos de nuestra propia cultura. 

    Esta apariencia de cultos que ha proclama­do el chileno por todo el mundo sólo demuestra una de nuestras típicas enfermedades: la de actuar mintiéndonos a nosotros mismos, asu­miendo una actitud del como sí. Es por eso que nos comportamos ante todos como si fuéra­mos cultos, lo que nos deja ia conciencia tran­quila. Así también, nos hemos dormido en los laureles durante décadas, sin un progreso real en este campo, que sigue pareciéndonos aleja­do y poco provechoso. 

    Nuestro país tuvo, en el pasado, dirigentes políticos con una gran visión anticipatoria y que valoraron el conocimiento. Hoy en día, esto cobra otra vez vigencia al señalarse que el co­nocimiento es poder. En épocas pasadas se dictó, por ejemplo, la Ley de Instrucción Prima­ria Obligatoria. Es decir, hubo una voluntad política de un grupo de personas serias que vieron a la educación como solución a la mediocridad de este país.

    Agreguemos también que como país posee­mos un clima frío, no tenemos un calor abra­sador de cuarenta grados que obligue, como en otros, a dormir siesta; por lo tanto, en nuestro país se institucionalizó la jornada completa en educación. Todo esto provocó adelantos en el campo cultural, pero que rápidamente se dilu­yeron, no siguieron con la misma fuerza hasta nuestros días. 

    En el presente existe una so brepo blación debido al salto demográfico de los últimos años. Los colegios han tenido que reubicar sus jorna­das para lograr dar abasto a tanta población, reduciendo las jornadas completas de la ense­ñanza a la mitad, retrocediendo con todo lo que se había logrado. 

    Pero me parecería un gran error en este país intentar sugerir, para solucionar las carencias y problemas anteriores, la creación de un mi­nisterio de la cultura. Lo único que todavía per­manece intocado, incorrupto de burocratiza­ción, finalmente, caería bajo esas fauces. Si tenemos atisbas de actividad cultural en el país, precisamente se debe a su informalidad. 

    Todos los que hoy día ganamos renta, de­beríamos destinar una parte de nuestra declara­ción de impuestos para un fondo general que desarrollara la cultura. Pero este fondo no de­bería ser administrado por burócratas estata­les, sino generado y controlado por los grupos culturales naturales. 

    Por último, debo mencionar en este capítulo algo que me resulta ciertamente irritante, y es lo mal agradecidos que somos como país con nuestras figuras de relevancia cultural. 

    Vicente Huidobro se merece una tumba de­cente, distinta a la que tiene en Cartagena; de­beríamos tener una enorme avenida que se lla­mara Pablo Neruda o rendirle un gran homenaje a Gabriela Mistral. Con estos artistas y muchos más, se da una clara ingratitud, el llamado pago de Chile, una de nuestras enfermedades crónicas.

    ¿Cómo hablamos cuando hablamos los chilenos? 

    Nosotros, los chilenos, somos de frases cortas, con una gran dificultad para articular las pa­labras. En la organización de la frase perpetra­mos una serie de barbarismos. Nadie se acuer­da, a la hora de hablar, de la gramática básica: sujeto, verbo y predicado. 

    Existe una degeneración progresiva del modo de hablar de los chilenos. Hace veinte o treinta años la gente hablaba mejor. El len­guaje

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