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Cinae. El poder de la debilidad
Cinae. El poder de la debilidad
Cinae. El poder de la debilidad
Libro electrónico706 páginas9 horas

Cinae. El poder de la debilidad

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Cuando el hierro y el bronce se trabajaban con maestría en las forjas sureñas de la península ibérica, ya existían colonias dispersas de fenicios y griegos que convivían y negociaban con sus anteriores moradores, los íberos y los celtas, creando una fusión de razas y credos que marcaría la extraordinaria diversidad y riqueza cultural de aquella tierra de mitos y leyendas.

Innumerables comerciantes y artesanos intercambiaban sus artículos en el concurrido e incesante gran mercado de una prestigiosa ciudad junto al río navegable, a la que llamaban simplemente la capital. Infestada de criminales, era gobernada por un régulo íbero estrechamente asesorado por su consejo supremo, un grupo de ciudadanos poderosos que controlaban todos los recursos del reino. Y a lo lejos, en el horizonte, se erigía orgullosa y amenazante la meseta prohibida, tras la montaña nevada, un peligroso territorio habitado por un pueblo salvaje y caníbal muy temido que imponía su propia ley, una tribu ancestral que nunca pudieron conquistar ni someter por generaciones.

No hubo manera de impedir que un humilde ladrón celta fuese condenado junto con toda su familia y de por vida a la terrorífica prisión de Penitencia, una institución de trabajos forzados compuesta por varias minas de plata y estaño, donde, para poder comer y tener derecho a un lugar donde dormir, debían extraer la cuota diaria estipulada de roca inútil durante el resto de sus vidas.

Aunque su fatídico destino se tornó muy duro y cruel, lo que más le preocupaba no era eso realmente, sino su querida hija, una niña solitaria y asustadiza llamada Cinae, que se crio en un mundo que jamás la supo comprender. Siempre aislada, inexpresiva y temerosa de todo, no podía evitar mecerse o aletear con las manos nerviosamente cuando sus niveles ansiedad rozaban lo imposible al estar sumida en un entorno agresivo y totalmente equivocado para ella.

En su desesperación y sin avisar, ocurrió algo extraordinario: la maravillosa transformación de una angustiosa debilidad en un potencial inmenso y arrollador que supuso el renacer de un formidable poder, oculto pero latente, un milagro que haría temblar los cimientos de aquella sociedad tan envenenada y corrompida por el hombre y tan perdida y ahogada en su propia soberbia.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2020
ISBN9780463034569
Cinae. El poder de la debilidad
Autor

J. J. Garcia Cozar

Terminé mis estudios en la Universidad de Sevilla hace bastante tiempo y actualmente estoy escribiendo novelas, cosa que siempre quise hacer pero nunca tuve tiempo. Con paciencia y tras muchos meses, conseguí terminar mis dos novelas, era el momento de publicarlas, que los amantes de la lectura puedan disfrutarlas y sentirlas tanto como yo lo hago cuando las releo una y otra vez. Ojalá que sus valoraciones y comentarios sean numerosos y me permitan aprender de mis propios errores. Espero que tengan buena aceptación y les hagan pasar un buen rato de lectura tranquilo y placentero.

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    Cinae. El poder de la debilidad - J. J. Garcia Cozar

    Capítulo 1. La mina

    El incesante y arrítmico ruido de los golpes de pico sobre la roca para extraer el mineral de sangre, era una tortura más para la pequeña de la familia. Se tapaba los oídos como podía y gritaba como si le atravesaran dos punzones por las sienes, quizás en un intento por ocultar ese desagradable estruendo que tanto daño le hacía, como buscando taparlo o amortiguarlo con su joven voz para que fuese más soportable. Era una niña muy especial que percibía su entorno de otra manera.

    Cinae fue muy querida desde que nació, como lo fue su hermano mellizo, Nisun, porque eran un regalo que los padres esperaban con mucha ilusión. Pero las dificultades que ella presentaba a la hora de responder cuando la llamaban, de prestar atención y mantener la mirada en los ojos de quién le hablaba, su tremendo enfado cuando le cambiaban su rutina de juego o su lugar de estar, o la tardanza a la hora de empezar a aprender palabras sencillas, entre otras características tan particulares de la chica, hacían que los padres le dedicaran casi todo su tiempo.

    Siempre pensaron que ella era lenta y muy distraída, demasiado, que su mente funcionaba… de manera distinta.

    Él, en cambio, resultó ser muy listo y responsable para su edad, quizás porque no tenía más opción que madurar prematuramente dada la complicada situación que tenían entre manos. Y apenas necesitaba atención familiar, sabía desenvolverse por sí mismo bastante bien; por lo que, poco a poco, su hermana fue acaparando todos los cuidados y mimos de sus padres, quedando él relegado a un segundo plano.

    Fueron recluidos en la prisión de Penitencia, una institución compuesta por un conjunto de minas de plata y estaño, oculta y alejada de todo, donde se enviaban a los criminales más peligrosos o a las personas que se querían hacer desaparecer por algún motivo, no siempre claro o evidente, condenados a languidecer y a morir jóvenes por enfermedad, cansancio o voluntad propia. Era el retiro cruel y hasta la muerte de los indeseables e indeseados.

    Para extraer los valiosos minerales que pagaban mercancías y mercenarios, se excavaron varias en las paredes rocosas de la Picuda, una enorme montaña situada al sureste del territorio, dando lugar en su interior a una compleja red de galerías con empinadas cuestas y escalinatas que seguían la dirección de los filones encontrados o presentidos por los técnicos de las prospecciones.

    A golpe de pico y marro iban abriendo camino hacia la supuesta riqueza, recogiendo los trozos de roca extraídos con las manos y entre varios si eran grandes, o con pala por uno solo si eran más pequeños, volcando la carga en unas cubetas que se iban retirando regularmente.

    El acarreo de esos recipientes de piedras inútiles se hacía sobre carretillas en túneles situados a la misma altura, o mediante plataformas de mercancías con cuerdas y poleas cuando se realizaba el transporte en vertical, hacia arriba o hacia abajo, ya que aprendieron tras muchos accidentes que no se podían llevar vehículos de ruedas excesivamente cargados por pasajes con demasiada pendiente.

    Solo les pusieron cadenas en pies y manos las primeras semanas, como a todos, hasta que el cansancio por el trabajo duro y la malnutrición los dejaron famélicos; momento en el que empezaban a pesar demasiado y llevarlas no era productivo, por lo que quitárselas ya no supondría ninguna amenaza tras convertirse en decrépitas sombras de lo que fueron, débiles, lentas y sin esperanza.

    Únicamente el alcaide de la mina-prisión podía decidir cuándo retirar los grilletes a cada recluso, tras pasar revista a todos los de una mina concreta cada cierto tiempo mientras permanecían en formación en el gran salón de la entrada a esa institución penitenciaria de trabajos forzados.

    Aunque si algún condenado cometía alguna imprudencia grave, podía ser encadenado de nuevo durante largo tiempo y perdería el derecho a volver a los dormitorios por la noche para descansar y a una de las comidas del día, permaneciendo en el túnel sin alimento y teniendo que tumbarse sobre un suelo de roca.

    Pasaron los años mientras los padres no podían dejar de picar las duras paredes del corredor que les habían asignado ese mes para cubrir la cuota diaria de extracción, o la familia no tendría derecho a volver al comedor ni a los dormitorios tras la durísima jornada laboral, debiendo quedarse en el turno de descanso hasta compensar su falta.

    Solo su hermano mellizo la abrazaba mientras padecía una vez más el suplicio interminable de aquel molesto ruido tan estridente, al que parecía que nunca terminaba de acostumbrarse, en aquel estrecho cubículo inundado por un ambiente malsano de escasa ventilación que apenas rezumaba el aire que necesitaban para seguir viviendo.

    Los ruidos fuertes e inesperados siempre la asustaron mucho, como el griterío o el alboroto de las grandes concentraciones de reclusos, donde se perdía con facilidad si no se la llevaba de la mano.

    Muchos acababan con su vida para poner fin a tanto tormento, cuando ya no les compensaba seguir luchando un día más. Y es que, para algunos, sufrir ese calvario durante el resto de sus vidas era algo a lo que no se resignarían con facilidad, se les imponía un precio demasiado alto que no estaban dispuestos a pagar; por lo que aparecían sublevados o suicidas muy a menudo y todos acababan de la misma fatídica manera. Esas condiciones infrahumanas no daban para nada más.

    Nisun miraba a su hermana con miedo porque sabía que en pocos meses cumplirían ambos los quince años, la edad estipulada para tener que cubrir la maldita cuota de extracción también, y temía que Cinae no fuera capaz de coger un pico y realizar su tarea con efectividad.

    Y es que parecía que ella no siempre era consciente del peligro que tenía a su alrededor o lo que le decían; su mente era un verdadero misterio. A veces daba la sensación de que se evadía de la realidad sumergiéndose en un mundo alternativo y más placentero, para volver más tarde y de manera gradual como si nada hubiese pasado.

    De nuevo, ese día pudieron volver a bajar al comedor donde los reclusos se hacinaban por grupos, y tuvieron derecho a la misma bazofia de siempre, a compartir, que les servían de cena en una palangana de madera llena de rozaduras y picotazos. Era una especie de ungüento grumoso sin color ni ingredientes distinguibles, donde metían su mano junto con otros sentados a su lado y agarraban algo que llevarse a la boca.

    Los años que llevaban allí les fueron permitiendo poder tragarlo casi sin demasiado esfuerzo, ya como una costumbre necesaria que les impedía escupirlo o vomitarlo. Era como si su propio gusto se negase a producir una respuesta por piedad, como si su olfato decidiera no darles más problemas de los que ya tenían. La aceptación sin condiciones dominaba aquel lugar de resignación y olvido.

    A Cinae le costaba más que a ningún otro comer aquello, parecía que le resultaba demasiado desagradable, la horrorizaba, se resistía con rebeldía a tomarlo; y solo la paciencia y la dedicación plena de su atento hermano conseguían que se alimentara poco a poco y casi con lo mínimo, ofreciéndole pequeñas dosis y tomándose su tiempo entre sorbos de agua turbia.

    La pobre chica no dejaba de aletear sus manos y repiquetear o chasquear sus dedos mientras se mecía sobre sí misma estando sentada en el suelo, con las rodillas hacia adelante y los pies abiertos hacia atrás y separados a ambos lados de sus caderas.

    Su balanceo era rítmico y constante, como dando salida a un nerviosismo incontrolable y lesivo, quizás un mecanismo natural para liberar su estrés dentro de un mundo distinto y equivocado para ella. O también a veces se ponía a caminar en círculos mientras masticaba aquel engrudo, seguramente para intentar tranquilizarse ejerciendo una actividad física repetitiva y continuada que le permitiera apenas evadirse de aquel suplicio sin demasiado éxito.

    Los primeros días fueron un martirio para ella años atrás cuando la encerraron allí junto a su familia, odiaba lo desconocido, como si sintiese una gran inseguridad cuando salía de su rutina, puro pánico en ciertas ocasiones, y no dejaba de llorar y protestar con obstinación porque no toleraba el rancho, ni su aspecto, ni su fuerte amargura, ni su consistencia, ni su penetrante hedor…

    En aquel tiempo, siendo apenas una niña pequeña, solo bebía agua y en pequeños sorbos, perdiendo tanto peso que realmente se temió por su vida. Y es que en su casa solo soportaba ciertas comidas, siempre las mismas, pocas; las demás apenas las probaba, especialmente las nuevas o de sabores fuertes, aunque también las que tenían ciertos colores, olores o texturas muy concretas, algo difícil de entender. Su hermano decía que parecía que le hacían daño real, porque cuando las tocaba temerosa con la punta de su lengua se revolvía como una fiera con expresiones en su rostro de dolor, escupiendo lo poco que tenía en la boca de manera desagradable como si la quemase.

    De un recipiente más pequeño podían beber agua. Afortunadamente, y gracias a la tenue luz de las escasas lámparas de aceite repartidas por los túneles y salas, no podían percibir su color, aunque sí su consistencia y extraña densidad, sintiéndose algo embarrada y con arenisca cuando llegaban a su fondo.

    Tras acabar de cenar, se fueron hacia su rincón en la sala dormitorio, donde sobre escasa paja seca se acurrucaban unos con otros para calentarse, apoyando las cabezas sobre sus brazos, en el mismo sitio donde siempre solían descansar, y así cada noche, durante toda su condena para el resto de sus vidas.

    Cinae echaba mucho de menos a Momo, una especie de perro muy tosco y pequeño que su madre le había fabricado con trozos de tela durante sus clases de costura cuando estaban en casa, por el que sentía un apego excesivo, casi enfermizo, pura obsesión, que nunca soltaba; al igual que con su pequeño bolsito infantil de tela, que siempre llevaba colgado del hombro y jamás se lo quitaba, ni para dormir. Sus dos objetos preferidos, los únicos que apreciaba, se quedaron en su vieja casa de la ciudad, no les dejaron traerlos a la prisión.

    Lloró muchísimo cuando la separaron de ellos, y se habría autolesionado severamente si no la hubiesen retenido a tiempo, sufriendo hasta el límite en un momento muy duro para la chica, viéndose sola e incomprendida, privada injustamente de lo que le traía la felicidad: su casa de siempre, su rutina diaria y conocida en la que se sentía segura, su comida tolerada y sus juguetes favoritos.

    Casi en susurros, el padre empezó a murmurar que en cuanto se diesen cuenta de lo especial que era Cinae, cuando cumpliese los quince años y la intentasen obligar a picar piedra, probablemente la separarían de ellos y no volverían a verla más; ya que allí la producción era lo principal, y nadie con la edad adulta que no produjese se quedaría ocupando plaza en las estancias de descanso o consumiendo comida y agua.

    Entre los tres empezaron a urdir un plan, algo que les permitiese poder ocultar las características tan extraordinarias de la joven, pero no conseguían discernir ninguna solución que les resultara realmente factible. Todo era demasiado… arriesgado, y probablemente acabaría con la ejecución de los cuatro.

    Dentro de las minas, la diferencia de vestimenta era muy clara para que pudieran distinguirse fácilmente y desde la distancia incluso con poca luz. De esa manera podrían detectarse mejor a los reclusos que intentasen fugarse aprovechando las zonas oscuras para pasar desapercibidos.

    Los soldados solían ir ataviados con una túnica corta de lino hasta medio muslo, de color blanca con ribetes rojos, y una armadura ligera de cuero tachonado compuesta de varias piezas: pectoral redondo con una cabeza de lince grabada, grebas, casco con crinera roja, y botas o sandalias con lazos por encima de los tobillos. De un amplio cinturón pendía la funda de su temida falcata, del tamaño exacto del brazo de su dueño, fabricada solo para él y a medida por el herrero.

    Aunque esa espada de hoja curva y extraordinariamente afilada era el arma preferida de todos los infantes, podía complementarse con un soliferreum, que era una lanza especial para perforar e inutilizar escudos enemigos, o puede que con un hacha o un arco con flechas. Y el escudo podía ser el ovalado céltico, muy alto y robusto, o la caetra, más pequeño, redondo y ligero.

    Los rangos más altos solían llevar pecheras metálicas cerradas, cotas de malla celta o de escamas iberas para mayor protección del torso, grebas de bronce y un casco metálico con una crin de caballo roja también, aunque más grande y pomposa que la de los soldados rasos.

    En cambio, los reclusos adultos, tanto hombres como mujeres, vestían todos túnicas grisáceas oscuras de minero que cubrían brazos y piernas, hechas de algo parecido a una gruesa lona muy resistente que ceñían a la cintura con un trozo de cuerda; en los pies solo llevaban sandalias atadas a los tobillos. Los menores de quince años también llevaban túnicas, pero de una tela blanca amarillenta algo más ligera y flexible, y sandalias finas sin lazos.

    Capítulo 2. Demasiado joven

    —¡No tenemos otra opción más clara! —dijo el padre frunciendo el ceño, como muy frustrado, dirigiendo su mirada hacia su hijo—. ¿Puedo contar contigo, pequeño?

    —No me llame pequeño, padre, ya soy mayor. Dentro de poco cumpliré los quince años y se me considerará adulto.

    —Creces muy deprisa, pero siempre serás mi pequeño.

    —Y el mío —añadió la madre mirándolo con mucho cariño mientras le acariciaba su pelo largo.

    —De acuerdo, llámenme como quieran —respondió resignado, suspirando y sonriendo—. Es una batalla perdida.

    Al final le pidió la colaboración a Nisun, al que ya desde muy niño le enseñó las artes del sigilo y el hurto, de las que vivieron largo tiempo debido a la escasez de trabajo, cuando su padre se veía forzado a salir a las calles a conseguir como fuese lo más básico que necesitaban para sobrevivir. Y es que, siendo además de una raza distinta a la que ostentaba el poder en la zona, sus circunstancias eran mucho peores de lo cabría esperar.

    De hecho, el robo frustrado del padre a la persona equivocada, una muy importante y bastante bien relacionada de las altas esferas, provocó que los cuatro acabaran destinados en la mina-prisión más sangrienta y temida de la región de por vida. Nunca entendieron por qué fue tan dura la condena.

    Y eso que el padre siempre intentaba hacer el menor daño posible, poniéndose como objetivo a algún individuo de buena posición, para que lo sustraído apenas le ocasionase alguna dificultad o pudiese incluso pasar desapercibido. Y nunca robaba más de lo que realmente necesitaba, era un humilde ladrón con conciencia.

    Le recordó de nuevo el juego que le encantaba cuando era pequeño, en el que cada uno intentaba robarle algo al otro, cualquier cosa que llevara consigo: un trozo de pan, una faltriquera atada a su cinto, un colgante, un palo… Ese divertimento realmente no era más que una treta, un entrenamiento disfrazado para que, en caso de que él faltase, su hijo pudiese sobrevivir robando lo que no lograse conseguir trabajando, intentando garantizar lo mínimo en su mesa.

    El padre le dijo que atraería al guardián de su túnel de extracción y que él le sustraería el amasijo de llaves que solía tener colgando de su cadera, no muy grande pero sí muy visible. Tenía que esperar al momento en el que más distraído estuviese para arrebatárselo sin que se diese cuenta, sigilosamente, con mucho cuidado y de manera totalmente imperceptible.

    El pobre chico se asustó demasiado, su ansiedad se disparó en un segundo y empezó a sentirse bastante mal; hasta que acabó vomitando por la tensión en un pequeño recodo de la pared de roca. Siendo tan joven, tanta responsabilidad le superaba, veía sin lugar a dudas que fallaría y sería el fin de todos.

    El padre empezó a llorar. Intentaba contenerse, pero le era imposible.

    —Lo siento, mi pequeño. No debí pedirte eso, es demasiado arriesgado y complicado para ti; la desesperación me hace recurrir a cualquier cosa sin pensarlo demasiado. Realmente puedes hacerlo, lo sé, lo he visto en los juegos que hacíamos en casa, tus habilidades están muy afinadas.

    —Es que…

    —Pero te falta la experiencia fuera de la casa, la real, la que se necesita para sobrevivir cuando uno no encuentra trabajo y es empujado por una familia que pasa hambre, lo que le acelera a uno el corazón y lo obliga a jugárselo todo por robar una sucia manzana en un entorno de presión y angustia. La vida. Y también careces de seguridad en ti mismo y en tus capacidades reales, por eso el miedo al fracaso te paraliza. Afortunadamente, tú no tienes a nadie que dependa de ti y sufra necesidad.

    —Pero…

    —No estás preparado, hijo, ahora lo veo claro. Me precipité pidiéndote algo tan difícil. Así que olvídalo, ya pensaremos en otra cosa, tranquilo. Seguro que hay más opciones.

    —Yo… podría intentar distraerlo. Pero… me pondría muy nervioso y… se me vería en la cara el engaño. Lo notaría, lo sé. Perdóneme, padre, soy… un inútil.

    —No hay nada que perdonar. De todos modos, tampoco creo que hubiésemos llegado muy lejos los cuatro con solo las llaves. No le des más vueltas, ¿vale?

    —Vale, pero… —pudo decir también entre lágrimas, aunque con cierto tono de culpa por haberle decepcionado, al hombre al que más admiraba en el mundo y del que aprendió casi todo— ojalá fuese más… valiente, lo siento.

    La madre se mantenía callada, aunque se le veía en los ojos que estaba deseando buscar otra alternativa, cualquiera que no arriesgara tanto a su querido Nisun, mostrando cierta inquietud en sus gestos que también la delataban, como si se estuviese conteniendo a duras penas, esforzándose para no opinar, para mantenerse al margen y no intervenir.

    Como era costumbre en la educación familiar de aquellos tiempos, ella seguramente aprendería de su madre las artes de la cocina, limpieza y costura desde muy niña; dejando las disciplinas como la lectura y escritura o la lucha, así como también las decisiones importantes y el trabajo fuera del hogar a los varones, hijos que eran adiestrados por sus padres, continuando así la instrucción tradicional que impusieron sus ancestros, la que se seguía manteniendo intacta con el paso de los años.

    Aquella región era sin duda un lugar de rancio patriarcado, sin posibilidad de poseer o decidir en una mujer, condenada a ser sumisa y al cuidado de la casa, de su marido y de sus hijos, a prepararse para ser una esposa y madre devota y servicial, una más entre miles, le gustase o no.

    Capítulo 3. El plan

    Muy temprano a la mañana siguiente, de nuevo el padre se levantaba el primero de su familia, como era lo habitual, aunque esta vez se ausentó de su lugar de descanso mientras los demás seguían durmiendo.

    Cuando despertó la madre al oír el toque de cuerno de comienzo de la jornada, lo pudo ver volviendo a escondidas de algún sitio entre las sombras, algo extraño, ya que siempre solía quedarse junto a ellos por protección. Estar rodeados de asesinos, secuestradores y violadores obligaba a mantenerse alerta en todo momento.

    Él la miró con una cierta sonrisa que la inquietó sobremanera, algo había cambiado.

    —Tenemos que hablar después, cuando lleguemos al túnel y estemos los cuatro solos.

    —Claro.

    El desayuno en el comedor empezaba unos pocos minutos después del toque, y era algo diferente en consistencia y sabor al que servían tras acabar la jornada laboral, los ingredientes no eran los mismos.

    Los condenados se agrupaban de nuevo alrededor de los recipientes llenos de rancho y agua, y poco a poco iban metiendo sus manos, no con demasiado entusiasmo, en las palanganas comunes con la comida; o se acercaban a la boca el botijo, un recipiente de barro cocido y poroso que mantenía el agua fresca, supuestamente potable, que colocaban a su lado.

    Un segundo toque posterior avisaba de que fuesen acabando, momento que aprovechaban los que quisiesen para acudir a las zonas de aseo de esa mina, donde se diferenciaban dos secciones separadas por un gran muro de roca intermedio, una solo para hombres y otra solo para mujeres. En cada parte, se ubicaban enormes barreños de madera con flejes de metal para bañarse sentados, dentro de los que cabían varias personas a la vez, eran a compartir.

    Allí, un canal de agua corriente y turbia de una cuarta de profundidad y dos de anchura atravesaba el suelo de los baños de pared a pared, recogiendo los desperdicios que pudiesen caer en él y arrastrándolos fuera del recinto a través de un sumidero excavado en el otro lado de la sala.

    Además, también se disponían de algunas cubetas con agua relativamente limpia y varias tablas de lavar con cajuelas para colocar las rodillas, donde agachado podía refregarse tanto ropa como trapos sucios para poder disimular hasta cierto punto manchas y olores.

    Puesto que había varios turnos de descanso durante la jornada laboral, debido principalmente a lo dura que era esa labor de picar piedra, se permitía volver en otros momentos si no se deseaba ir recién levantado, pero durante unos minutos solo, que debían aprovecharse bien porque solo se podía en contadas ocasiones durante el día y siempre bajo la supervisión de la guardia.

    Casi ningún hombre usaba las tablas de frotar ropa y muy pocos se bañaban, la mayoría se contentaban con lavarse la cara y las manos. En cambio, las mujeres sí eran más aseadas, se tomaban algo más de tiempo y casi todas solían limpiarse completamente como podían, además de lavar su ropa regularmente en las tablas.

    Una vez en el túnel asignado a la familia, y justo antes de comenzar a picar, el padre llamó a reunión a su esposa y a su hijo para comentarles algo muy importante.

    —Ya sé cómo podremos salir de aquí antes de que a Cinae se la obligue a trabajar. No será fácil, pero es lo único que tenemos.

    De nuevo lo dejaban explicarse sin intervenir en un monólogo de decisiones que estaban condenados a no discutir demasiado.

    —Esta mañana, muy temprano, estuve observando el canal de los aseos en la zona de las mujeres aprovechando que estaba desierto y el despiste del centinela, donde el agua entra por una pequeña boquilla desde la roca maciza…

    —Sí, nos llegan vuestros… restos flotando a través de la pared que separa ambas zonas, junto con los de las otras minas contiguas —añadió la madre interrumpiéndolo levemente—. Parece que somos el punto final de recogida en la montaña, con la corriente más sucia y maloliente por los desperdicios de todos los reclusos juntos. Es asqueroso.

    —Pues, afortunadamente, al ser la vuestra la última zona de canalización, ese caudal sale por un resquicio algo más ancho, aunque reducido por unas barras metálicas a modo de desagüe que van sostenidas por los extremos con mezcla común en la pared de roca. Esas sujeciones son más débiles que la mismísima piedra pura, y pueden destruirse con tiempo y buenas herramientas sin demasiadas complicaciones.

    —¿Sabes qué hay detrás de los barrotes? —preguntó su mujer bastante nerviosa.

    —Estuve hablando con el viejo Rublo ayer por la noche, un recluso constructor que participó en el acondicionamiento de la mina; y me dijo que esas barras son de unas cuatro cuartas de longitud, que se pusieron porque la salida era demasiado ancha y tentadora, como medida disuasoria para evitar posibles intentos de fuga por ahí. Y que tras ellas hay realmente un túnel natural horadado durante siglos por el agua, una canalización interior abierta en la roca que acaba en el exterior.

    —¿Cómo es de amplio ese… túnel?

    —Me dijo que, tras las barras, pierde algo de envergadura; y que suponía que podría extenderse como unas cien cuartas a través de la pared aproximadamente, por un camino algo más angosto e irregular por el final, de unas dos cuartas de anchura y altura aproximadamente, aunque no está muy seguro de esto porque no podía verse, solo intuirse.

    —Me imagino.

    —Su salida acaba en la falda trasera de la montaña, donde ya no hay reja y es por donde se evacúa el agua sucia de las minas y termina cayendo desde gran altura en una gigantesca fosa artificial muy profunda, cavada en el suelo por sus antiguos obreros para recoger todos los desperdicios, que a su vez es desaguada por una reguera enorme hacia el río navegable.

    —No sé.

    —Él conocía esa salida y su anchura, y me dijo que la corriente cae al exterior con fluidez y fuerza, por lo que la canalización no debe estrecharse tanto en el camino dentro de la roca, o no demasiado.

    —Si se reduce el espacio conforme avanza el agua hacia el exterior a unas dos cuartas de diámetro como dices, o puede que menos, —añadió la madre de los mellizos no muy convencida—, muy probablemente no cupiésemos, y si pudiésemos no podríamos movernos para avanzar o respirar con la cabeza levantada.

    —Nosotros… no, pero nuestros hijos… puede que sí; su anchura de hombros es menor y están bastante más delgados.

    —¿Solo iremos Cinae y yo? —preguntó el chico bastante asustado, agarrando con fuerza el brazo de su madre.

    —Sois los que estáis en peligro. A mí y a tu madre no nos harán nada, necesitan mano de obra y producimos lo requerido.

    —Pero se darían cuenta de que… faltamos, si consiguiéramos escapar.

    —Quizás no —respondió el padre mirándolo a los ojos—, porque tienen muy claro que no podemos salir de aquí. Y saben que los mismos que se despiertan… después comen, se asean, trabajan, descansan, vuelven a trabajar… en un bucle sin fin. Son los que luego se vuelven a dormir, todos, porque no hay otro camino alternativo, y eso los hace descuidados, no necesitan contarnos tan a menudo.

    —Entiendo.

    —La única salida posible de la mina es por la entrada a la montaña y está demasiado bien custodiada por los soldados, esa sí la vigilan con celo. Intentar escapar por allí sería demasiado peligroso, ahora lo veo claro. Por eso lo de robar las llaves al guardia no hubiese sido precisamente una buena idea, casi me alegro de que no te atrevieras a colaborar en aquel momento, hijo mío. Habría sido fatal.

    —El gran patio exterior es casi una fortaleza amurallada —añadió la madre muy seria—, con soldados en las almenas y tropas rondando; se nota que quieren asegurar este lugar a toda costa por el preciado mineral, es casi una pequeña ciudad entre los muros, con establos, herrería, dormitorios, almacenes… Y en el salón principal interior, tras el portón, ya dentro de la montaña Picuda, hay un trasiego de guardias constante, imposible también.

    —Cierto. Solo intentan esa ruta los desesperados que quieren morir cuanto antes, hartos de todo. Era lo que buscaban Tigo y Mitre, y acabaron acribillados a flechazos. Por eso se… despidieron de todos el día antes.

    —Hasta la sublevación masiva de todos los reclusos de una mina podría ser sometida en poco tiempo dentro de ese recinto.

    —Exacto. Pero, aquí dentro, creo que jamás se fijaron en nuestras caras ni en cuántos somos realmente, porque no lo necesitan y les repugnamos. Por eso hay tan pocos guardias en el interior, ¿para qué más? En las galerías somos mucha gente, sucia y que apesta, famélica y sin fuerzas para escapar, y no les importamos nada ni les suponemos ninguna amenaza; solo quieren nuestras espaldas y nuestros brazos para extraer el mineral, justo lo que nos va matando poco a poco. Para ellos no somos personas, somos herramientas.

    —¿Y cómo piensas superar las barras metálicas sin ser detectado y con rapidez? —intervino de nuevo la madre, pero esta vez con la voz claramente temblorosa y en un estado de ansiedad creciente.

    —Lo haremos de noche, cuando todo esté más tranquilo, buscando el momento perfecto. Y tampoco se necesitan quitar las tres barras; eliminando solo la del centro creo que ellos ya podrían salir.

    —No sé, me parece muy arriesgado, esposo mío. Además, ya hemos discutido que no sabemos con certeza si el túnel tras las barras es realmente accesible o se estrecha demasiado en algún momento, porque si es así nuestros hijos podrían quedar atorados. Ni siquiera sabemos si está completamente oscuro, o si está inundado y podrían perecer ahogados… ¡No puede ser! ¡Hay demasiadas dudas no resueltas aún!

    —Tendremos que correr ese riesgo. Aquí Cinae no viviría mucho, seguro, y el tiempo corre.

    —Y si todo marchase bien y pudiesen escapar de la montaña..., lo cual es mucho suponer, no tendrían a dónde ir. Es todo… demasiado confuso. No sé, no acabo de verlo claro. ¡Y son tan jóvenes! —exclamaba cerrando los ojos de dolor, con una angustia que la devoraba por dentro—. ¡Son nuestros hijos! ¡No están preparados para esto! Apenas han vivido…

    —Irían a la casucha del tío Risco. Está a los pies de la montaña de los garulos, un lugar que evitan los soldados porque son una tribu bárbara, salvaje y caníbal, a la que nunca consiguieron aniquilar ni someter durante siglos. Por eso podría funcionar, jamás los seguirían hasta allí, no se atreverían.

    —Pero nuestros hijos estarían en peligro tan cerca de esas… bestias sanguinarias, ¿no?

    —Mi madre me dijo una vez que los garulos dejaban en paz a su hermano porque comerciaba con ellos y les conseguía cosas que necesitaban.

    —¿Y crees que sabrían llegar?

    —Solo tendrían que ir en dirección al pico nevado más alto que se ve en el horizonte y buscar por los alrededores una casucha hecha de troncos de pino con un pozo de adobe junto a la puerta. No debe ser muy complicada de encontrar, la indicación es clara.

    —No sé si podré yo solo con Cinae, padre. Ya sabe que no le gusta que la lleven a sitios nuevos, lo pasó fatal cuando la trajeron a este lugar, lo recuerdo muy bien. Y mucho menos que la metan en ese túnel, un sitio cerrado y oscuro, seguramente inundado de agua durante un buen trecho y sin apenas aire. Puede… que no quiera seguirme.

    —Ella tendrá que ir primero, entonces; y tú detrás, animándola a continuar.

    —¿Y si decide no avanzar? —preguntó el joven con gran inseguridad, conteniendo sus lágrimas para parecer valiente ante su padre—. No creo que lo consigamos…

    —¡No pienso esperar a que se lleven de mi lado a tu hermana y la ejecuten delante de mí como si fuera un animal tarado! Es mi hija, y tu hermana. Si existe una mínima probabilidad, aunque sea baja…

    —También es mi hija —añadió la madre con firmeza, sin dejar de mirar con admiración a su hijo en ningún momento—, y tampoco me gusta la idea del canal. Pero está claro que algo tenemos que hacer. —De nuevo volvió sus ojos hacia su marido—. ¿Qué propones?

    —Hijo, necesito que después pidas ir al aseo con tu madre, los dos juntos, y vayáis a esa zona de las mujeres. Con tu pelo largo sobre la cara y esa túnica que llevas igual que la de tu hermana podrás pasar por chica. Tienes que comprobar si serías capaz de colarte a través del sumidero simplemente quitando el barrote central, o si habría que quitar alguno más. Eso es algo que necesito saber con tiempo.

    —Es… asqueroso lo que discurre por ese canal, podría… marearme por el olor o por su tacto. Ahora mismo siento… algo de náuseas simplemente imaginándomelo.

    —Tenemos que intentarlo, hijo mío, o tu hermana será… desechada, como otros tantos antes que ella.

    —Sí, lo sé, lo he visto. Lo del hijo del carpintero fue terrible, aún lo recuerdo.

    —Es tu hermana, tienes que hacerlo.

    —Me da miedo; y yo no tengo ese problema, yo podría producir. ¿Por qué tengo que arriesgarme yo?

    Su madre le dio un bofetón de los que dejan marca, y no necesitó añadir nada más al respecto.

    —En el siguiente descanso los dos iremos allí a mirar. Tú comprobarás si podrías caber y yo vigilaré para asegurarme de que nadie te ve. ¡Es tu hermana! ¡Y es mi hija!

    Nisun lloraba sin parar; quizás por el dolor, o puede que por sentirse avergonzado por su egoísmo. En ese momento fue perfectamente consciente de la ceguera de sus padres, que por salvar a una hija pondrían en peligro a los dos.

    La decisión no era fácil de tomar para él a pesar de querer con locura a su hermana, aunque parecía que sí lo era para sus padres.

    Cinae permanecía como ajena a todo, ni se inmutaba ni alteraba, como si no oyese nada. Durante toda la conversación anterior se mantuvo entretenida jugando a lo mismo que solía jugar en todos los descansos del túnel: a recoger pequeñas piedrecitas cercanas para formar figuras y montoncitos perfectamente alineados, algo que ya hacía desde muy niña con todas sus cosas de casa como si fuera una obsesión enfermiza, donde siempre todo lo tenía recogido y en su sitio exacto según su propio criterio, ordenado meticulosamente y con gran precisión con respecto a lo que tenía a su alrededor, ya fueran paredes, repisas, cajas...

    Daba la sensación de que cualquier otra disposición de esos objetos le parecía desordenada y molesta para sus ojos, confusa y despreocupada, que todo debía estar exactamente donde su mente le decía que era su sitio perfecto. Todo un enigma.

    Capítulo 4. La medida

    Como acordaron, cuando sonó el toque del siguiente turno de descanso, la madre dejó de picar y los dos se dirigieron con cierto miedo hacia el enorme guardián que vigilaba todos los grupos de trabajo de su galería de extracción.

    Respetuosamente le pidieron acudir a los baños y el soldado los dejó pasar hacia las estancias inferiores, donde se ubicaban los dormitorios, el comedor y los aseos.

    Por el camino que serpenteaba bajando por túneles irregulares, se encontraban con algunos otros reclusos y reclusas de otros tramos que también obtuvieron el permiso, solo unos pocos.

    Cuando llegaron a la zona de las mujeres ya había unas cuantas usando los servicios.

    —No deben saber lo que hacemos. Actúa como si fueras una niña.

    —No se preocupe, madre, que podré. Haré como que uso el canal muy cerca del sumidero y me arrojaré a él como si cayese por accidente.

    —Buena idea, y aprovecha para compararlo con tu anchura de hombros.

    El joven se levantó un poco la túnica y se puso en cuclillas sobre el canal, como hacían las chicas, junto a la salida del agua putrefacta. Esperó unos segundos y se dejó caer sobre la corriente, cubriéndole solo parcialmente debido a su escasa profundidad.

    Se pegó a los barrotes agarrándolos, simulando un pataleo por la sorpresa, y a ojo midió la anchura entre los dos de los extremos imaginando que el central no estuviese, comprobando que más o menos podría caber, aunque quizás demasiado ajustado, con cierto riesgo a que se atascase por muy poco.

    —¡Socorro! ¡Ayuda!

    —¡Pero hija…! ¡Qué torpe eres! —gritó la madre ayudándolo a incorporarse, interpretando su enfado.

    Las demás mujeres se quedaron mirando asombradas. Algunas sonreían al ver la escena, otras se asustaron un poco cuando veían lo sucia y maloliente que se levantaba la supuesta chica.

    —Ve rápido a un barreño y lávate como puedas, queda poco tiempo para que tengamos que volver al túnel.

    —Lo siento, madre. Voy ahora mismo.

    Nisun se introdujo en uno de los más alejados con su sencillo uniforme de recluso parcialmente remangado, y allí pudo desnudarse y lavarse con cierta seguridad a salvo de miradas inquisitorias. Mientras, su madre se llevó su túnica manchada por los desperdicios del canal, se arrodilló sobre una cajuela cercana y empezó a limpiarla remojándola y frotándola con brío contra la tabla de lavar.

    —Las manchas no salen muy bien, hija. ¿Es que no miras lo que haces?

    —Me resbalé, madre.

    Una fuerte voz masculina y muy ronca desde fuera de los aseos les anunciaba que tenían que volver a sus lugares de trabajo en pocos minutos.

    Rápidamente se puso de nuevo sus raídas vestiduras bastante empapadas y aún malolientes, teniendo especial cuidado de que no descubrieran su auténtico sexo mientras estaba desnudo en el barreño, manteniéndose de espaldas en todo momento, y volvieron los dos a su sitio de extracción.

    —¡Huele mal! ¡Huele mal! —se quejaba Cinae tapándose la nariz con muchos aspavientos y mostrando en su rostro la repugnancia que le suponía estar cerca de su hermano.

    —Lo siento, hermanita, en otro turno intentaré limpiarme mejor. Sé que a ti te molestan especialmente los olores fuertes y desagradables —le respondió su hermano con mucho cariño.

    Picaron de nuevo durante un buen rato sin que el padre hubiese dicho ni una palabra desde que llegaron, parecía que le daba miedo saber lo que había pasado. Hasta que no pudo más y susurró la pregunta muy pausadamente con cierto recelo.

    —¿Cómo ha ido todo? ¿Y por qué nuestro hijo… apesta tanto?

    —Tuvimos que simular que se caía en el canal, había mujeres cerca y no queríamos que sospecharan. Y aunque intenté limpiar un poco la túnica, estaba demasiado mugrienta y no dio tiempo a mucho más.

    —Entiendo. ¿Pudo comprobar la envergadura del desagüe?

    —Sí. Dice que podría caber si solo se extrae la barra central, pero que entraría con dificultades, demasiado… ajustado.

    —Su hermana es más o menos como él, así que podrán los dos.

    —No me has escuchado. Dijo que era… demasiado ajustado. Podría quedarse atorado en un río de inmundicias sin poder avanzar ni retroceder, los pillarían tarde o temprano y estarían perdidos.

    —No hay otra opción, tendremos que correr el riesgo. Y si vemos que no se puede extraeríamos otro barrote.

    —¿Y cómo haremos para que Cinae se meta en ese sitio? No soporta los olores tan fuertes, ya lo sabes. A diario me cuesta la misma vida conseguir que use el canal, y solo lo hace cuando ya no puede aguantar más, temblándole todo el cuerpo. Además, no le gustan los espacios demasiado cerrados, ni los nuevos, y allí tendrá que avanzar muchas cuartas por un túnel que no conoce, anegado de putrefacción, sin apenas aire que respirar y casi a oscuras. ¿Realmente crees que funcionará?

    —No lo sé. Solo sé que el tiempo se acaba y no quiero ver a mi hija siendo ejecutada y tirada a la basura. Recuerda que a nosotros no nos dan sepultura, a nuestros muertos los suben a la carreta y los arrojan con el resto de desperdicios en la fosa de residuos que hay a las afueras. Los reclusos solo somos eso para ellos.

    —Tengo miedo, esposo mío.

    —Yo también, mujer. Yo… también.

    Capítulo 5. La cuota

    Intencionadamente, el padre no cumplió con la cantidad de roca que debía extraer esa noche; por lo que, en el último toque que marcaba el fin de la jornada laboral del día, el centinela de su zona les impidió salir del túnel.

    En esa situación, tenían que cubrir lo esperado consumiendo tiempo de cena y sueño, avisar al guardia para que revisase el total de su trabajo cuando acabasen de completar la cuota convenida, y, si era lo estipulado, entonces podrían volver al comedor, al aseo y a sus dormitorios.

    Con los túneles casi vacíos de reclusos, y mucho tiempo después de la que era la hora habitual de que todos los trabajadores que cumplieron con su labor se retirasen a dormir, el padre reclamó la atención del soldado de su galería del turno de noche.

    Les permitió bajar tras comprobar las cubetas de extracción llenas y fueron a comer lo que hubiese podido quedar de la cena común, apenas unos pocos sorbos de agua fangosa en los botijos y unos míseros retazos de comida sobrante pegados a las ásperas paredes de los malolientes recipientes de rancho, que tuvieron que rebañar hasta apurarlos completamente. Esa noche pasarían hambre y sed.

    Después, encabezados por el padre y el hijo, y con gran sigilo, los cuatro se escabulleron de la zona de los dormitorios aprovechando las sombras y moviéndose en silencio, mientras los guardias distraídos jugaban a los dados en una mesa alejada dentro la gran sala de descanso, riendo, discutiendo entre ellos y alborotando todo el rato.

    Costó mucho trabajo llevar a Cinae en esas condiciones, ella quería dormir y no entendía la necesidad de aquel juego improvisado de no pisar la luz porque imaginaban que quemaba; pero pudo hacerse con gran cuidado, cariño y dedicación gracias a que su hermano la llevaba de la mano sin soltarla ni un momento, asegurando su cooperación.

    Consiguieron llegar sin prisas a las proximidades de los aseos; donde, como se esperaba, a esa hora no habría ningún otro recluso circulando por aquellos pasillos ya que todos preferían dormir lo máximo posible para poder rendir al día siguiente en el trabajo, como era lo lógico, porque sabían lo que suponía no cumplir con lo esperado y eso nadie lo quería.

    Se cercioraron de que ciertamente solo permanecía en aquel lugar el centinela que custodiaba la puerta a los baños de su mina, uno al que conocían. Sabían que le tocaría a Nemeo, el enorme guardia que siempre se quedaba dormido en las horas más tardías; por eso eligieron esa noche en concreto para intentar la fuga. Puesto que casi nunca nadie solía acudir en ese horario a las zonas de los aseos, el guardia se tomaba ciertas libertades durante su aburridísimo e interminable turno en solitario.

    El padre extrajo, de debajo de su desgastado y sucio atuendo grisáceo de recluso adulto, un marro que llevaba escondido para triturar roca. Cuando comprobaron que por fin el vigilante estaba roncando como un jabalí, revisaron el interior asegurándose de que ambas zonas eran seguras y sin espectadores no deseados.

    Era el momento de poner en práctica su plan.

    Hubo suerte, hasta cierto punto, porque el guardián resoplaba con fuerza y parecía estar en medio de un profundo y plácido sueño. Eso sería una gran ventaja, ya que podrían pasar desapercibidos los ruidos de los golpes del martillo si se ejecutaban con la suficiente prudencia; y además nadie controlaría su excesiva tardanza en salir de allí. Parecía que Zingaro, el dios de la noche y las sombras al que rezó su padre momentos antes, les favorecía.

    Cinae se mantenía inexpresiva, ni sonreía ni mostraba tristeza o enfado. Miraba hacia todas partes sin mantener la vista en ninguna en concreto, revisando cada esquina; y afortunadamente no se había negado a acompañar a su familia en el juego de la luz ardiente o en el de las estatuas, donde ella y su hermano tenían que permanecer quietos y en silencio. Puesto que ya conocía el baño de las mujeres, no lo rechazó como solía hacer con los lugares nuevos porque no la confundía, sabía dónde estaba y no parecía sentirse especialmente insegura ni confusa en ningún momento.

    Nisun colaboraba con una madurez extraordinaria, sabía cuidar de su melliza y lo hacía con un conocimiento sorprendente. El joven fue desde muy pequeño un gran apoyo a la hora de educarla y protegerla.

    Los padres se miraron el uno al otro durante varios segundos, respiraron hondo y continuaron con lo planeado; aunque la tensión en el ambiente era clara, se jugaban demasiado si algo saliese mal.

    —El juego ha terminado, y los dos lo habéis hecho muy bien, chicos, habéis ganado. ¿Verdad, esposa mía?

    —Por supuesto. Estamos muy orgullosos de vosotros —añadió la madre, dándoles un abrazo muy cariñoso a ambos y besándolos en la frente con mucho amor—. Sois el mayor regalo que unos padres podrían tener y desear.

    El joven empezó a sonreír sutilmente por fin entre tanto nerviosismo que casi no le dejaba pensar, buscando la aprobación de sus padres sin condiciones, intentando aparentar un coraje que quizás no era demasiado real.

    Su hermana, en cambio, no mostraba ninguna sensación especial, parecía ajena a todo lo que acontecía a su alrededor, aunque durante varios segundos no dejaba de mirar el caudal de agua turbia que se movía por la canalización atravesando la sala y desapareciendo tras la boca de evacuación de residuos.

    —¡Huele mal! ¡Huele mal! ¡Huele mal! ¡Huele mal! ¡Huele mal! ¡Huele mal! ¡Huele mal! ¡¡Huele mal!! ¡¡¡Huele mal!!!

    —Lo sé, cielo, pero tú ya conoces el sitio y su olor. Seguro que puedes soportarlo, sobre todo ahora que el agua pasa más limpia y menos maloliente al no haber nadie de ninguna mina usando los baños —le respondió su madre mientras se colocaba delante de ella para que le prestara atención sin dejar de acariciarle muy suavemente la barbilla.

    Capítulo 6. El barrote

    El padre golpeaba con cuidado la mezcla dura sobre la barra central del sumidero, que se resistía más de lo que él esperaba.

    El marro hacía su trabajo, pero la cautela en no hacer más ruido del necesario ralentizaba la operación, aunque ciertamente, y muy poco a poco, pequeños trozos de adobe iban desprendiéndose de la roca hasta, tras una buena espera, dejar completamente al descubierto la parte superior de la barra central que estaba oculta tras la pared.

    Agarró con energía el barrote y usó su propio peso para intentar doblarlo hacia sí mismo, pero no cedía; el extremo aún oculto en la parte inferior era demasiado largo y la barra metálica era maciza y muy gruesa.

    Probó a meter la cabeza del enorme martillo rompedor de rocas entre las dos de más a la derecha y a hacer palanca con todas sus fuerzas, comprobando que iba cediendo a duras penas, con demasiada lentitud.

    Así que de nuevo empezó a golpear con gran dificultad la mezcla sumergida que retenía su extremo inferior. El agua paraba el golpe salpicando hacia afuera, por lo que tuvo que arriesgar un poco más con el ruido empleando más potencia en los impactos.

    La parte más superficial de la sujeción se empezaba a resquebrajar hasta que acabó soltándose un buen trozo, haciendo visible casi una cuarta más de la barra central, pero no toda. Volvió a hacer palanca entre las mismas barras con el marro y con un esfuerzo titánico consiguió por fin inclinarla lo suficiente.

    Hasta que, finalmente, y tras forzarla retorciéndola en varias direcciones para que fuera desprendiéndose poco a poco, ya pudo extraerla con sus manos de un violento tirón.

    Durante toda la operación nadie dijo nada, todos estaban demasiado asustados, tensos y muy atentos a lo que iba aconteciendo. Pero en ese momento triunfal el padre se vio con ánimos para decir algo en voz baja con autoridad y determinación.

    —Por fin, ha costado pero se ha conseguido. Nisun, métete completamente dentro, mira si podríais pasar y luego sal de nuevo.

    —Voy.

    El hijo respondió rápido, pero no lo fue tanto cuando se introducía en el canal mojándose los pies. Luego se puso de rodillas hasta tumbarse completamente y asomó la cabeza por el agujero con cuidado de no hacerse daño.

    —Tengo miedo, padre, mucho miedo, me tiembla todo —pudo decir el chico con la voz apagada—. Esto parece muy oscuro y estrecho más adelante, y el agua está demasiado fría y duele estar en ella.

    —Tranquilo, cielo —le dijo la madre con suavidad, casi susurrando—, ve despacio. Inténtalo, confío en ti.

    Tras oír esas palabras tan amables y motivadoras, el joven se armó de coraje e intentó meter completamente la cabeza, que afortunadamente entraba con bastante holgura. Después se empujó un poco más estando a cuatro patas hasta que los hombros se encasquillaron y no pasaban por muy poco. Probó otras opciones, como traspasarlo en diagonal, pero en ningún intento posterior lograba superar los malditos barrotes laterales.

    Así que acabó sacando la cabeza lentamente del agujero mientras miraba a su padre con cierto temor y decepción.

    —Casi lo consigo… Pero no puedo pasar bien, me atasco. Quizás haya que quitar otra barra.

    —Puede que sea la ropa la que no te haga pasar. Bájate la túnica hasta la cintura, déjate el pecho al descubierto y prueba de nuevo. Quitar otra barra me llevaría mucho tiempo y estoy agotado de retirar la primera. Hazlo, hijo mío, por favor.

    —Voy.

    Muy lentamente se bajó hasta la cintura la parte de su ropa que le cubría el torso y los brazos, dejándola colgando del cinto de cuerda, y volvió a intentarlo de nuevo. Sus hombros encogidos chocaban con las barras laterales, pero de nuevo se movió un poco en diagonal, forcejeó sin miedo resistiéndose a rendirse, y lentamente consiguió superarlas con la piel húmeda por el agua sucia, como resbalando entre ellas. Siguió reptando y deslizándose sin prisas entre la corriente de agua que no cesaba hasta que ni se le veían los pies.

    Mientras estaba dentro no decía nada, solo se le oía respirar con mucha ansiedad o escupir.

    Hasta que segundos más tarde el padre metió su brazo por el agujero, lo agarró de una pierna y empezó a sacarlo a contracorriente con mucho cuidado.

    Cuando salió

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