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Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: Historia oculta de un rescate
Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: Historia oculta de un rescate
Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: Historia oculta de un rescate
Libro electrónico319 páginas4 horas

Setenta días de noche. 33 mineros atrapados: Historia oculta de un rescate

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"También te recuerdo que fuimos las mujeres que hicimos fuerza cuando todo estaba perdido para que los sacaran, porque las mujeres somos luchadoras. Transmíteles a los otros 32 esto”.

Fragmento de carta de Marta Salinas, esposa del minero Jonni Barrios.

“Lo que pasa en la mina, queda en la mina”, dijo uno de los 33 mineros atrapados en el socavón del recinto minero San José, en el norte de Chile. Pero no fue así. La escritora Emma Sepúlveda se trasladó desde un comienzo al lugar del accidente y se quedó por semanas, hasta el rescate, entrevistando a las mujeres de los mineros atrapados que jugaron un rol decisivo para recobrarlos con vida. También a líderes sindicales, autoridades de gobierno, parlamentarios de la zona, representantes religiosos, psicólogos, mineros y decenas de habitantes temporales del campamento Esperanza que formaron parte de esta singular epopeya.
Con innumerables testimonios y acceso privilegiado a cartas enviadas desde el fondo de la mina, la autora reconstruyó el lado oculto de la historia, las causas del accidente, los sentimientos íntimos de los atrapados, la búsqueda febril y el maniobrado rescate. Este libro expone a la luz pública lo que quedó sin decir y debate lo que se hizo sin pensar. Pone al descubierto la manipulación mediática-política de la operación y revela los verdaderos héroes de la historia.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 dic 2017
ISBN9789563240801
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    Setenta días de noche. 33 mineros atrapados - Emma Sepúlveda

    Salinas

    AGRADECIMIENTOS

    Un libro es siempre un esfuerzo colectivo. La idea de Setenta días de noche llegó a ser libro gracias al trabajo, dedicación y apoyo de muchas personas.

    Inmensa gratitud:

    A las mujeres del campamento Esperanza por compartir sus historias conmigo: Elizabeth Henríquez, Marta Salinas, Carolina Lobos, María de la Luz Herrera, Noami Guzmán, Elvira Valdivia, Verónica Quispe, Cristina Núñez, Lilianett Rodríguez, Brunela Oliva, María Segovia, Jessica Cortéz, Ruth Guzmán y muchas otras más.

    A Gastón Henríquez por su espíritu de lucha y por su profunda fe en lo humano y lo divino.

    A la escritora Pía Barros y al escritor Jorge Montealegre por sus lecturas, material, consejos e ideas. Por ayudarme con este proyecto y tantos otros. Maestros y amigos incondicionales de muchos discípulos alrededor del mundo.

    A los voluntarios y trabajadores de las municipalidades de Copiapó, Vallenar, Caldera y Tierra Amarilla por estar siempre presentes veinticuatro horas al día, siete días por semana. Sin ellos el campamento Esperanza no habría tenido la misma solidaridad y compromiso.

    A Iris West y Yovanna Steep, por hacer posible lo imposible.

    A mis colegas de la Universidad de Nevada en Reno, Darrell Lockhart, Guillermo Meza, Fred de Rafols, Mar Inestrillas y Nelson Rojas. Sin el apoyo de ustedes el mundo académico y el de la escritura no podrían haber viajado juntos conmigo al desierto de Atacama, a la mina San José.

    A Arturo Infante por darle la oportunidad a estos testimonios de salir a la luz pública.

    A John Mulligan y Jonathan Mulligan por ser los pilares que afirman el techo del hogar y los sueños, lejos de Chile.

    Rocas de Costa Brava, Chile, diciembre 2010.

    PRÓLOGO

    MEMORIAS DE LA EMERGENCIA

    Abajo la noche oscura

    oro, salitre y carbón.

    Y arriba quemando el sol.

    VIOLETA PARRA

    Nadie permanece igual después del derrumbe, nadie sigue inmutable después del rescate. La sobrevivencia cambia el guión de vida de las víctimas, sean estas directas o indirectas. La emergencia representa el episodio en toda la plenitud de las dos acepciones de la palabra; es decir, como accidente y aparición. Es el derrumbe subterráneo y la salida a la superficie. La historia oscura y su revelación. Lo hundido y lo emergente. Como en las cintas de las películas, entre cada fotograma hay una línea negra que separa cada cuadro que contiene la imagen que se ve, pero esa línea oscura también pasa ante nuestros ojos: la vemos, pero preferimos lo luminoso.

    El relato de la emergencia también se hizo urgente. De lo evidente y de lo oculto. En esta obra la emergencia tiene cara de mujer. Se ocupa de quienes tuvieron una atención efímera pero un protagonismo fundamental, las mujeres vinculadas a los mineros: sus esposas, compañeras, madres, hijas, hermanas, amigas; quienes los despidieron, con el pálpito de la desgracia, como todos los días, con ese presentimiento que nada tiene de mágico cuando las condiciones de trabajo hacen previsible que en cualquier momento ocurra la desgracia que la corazonada anuncia.

    Los mineros ciertamente son las víctimas directas. Sin embargo sus familias también lo son. Viven la incertidumbre cotidiana. Y cuando el accidente es una realidad sufren la primera indiferencia y reciben la primera resignación oficial expresada dramáticamente por un ministro. Son ellas y los compañeros de los mineros quienes rechazan la resignación e impulsan la búsqueda sin renunciar a la esperanza. Enfrentaron exitosamente las vacilaciones que pudieron dejarlos sepultados. Esa fue la primera victoria. Luego el accidente derivó en un evento mediático y en una manipulación política.

    La razón de Estado, los intereses publicitarios de la autoridad, fueron apartando a las mujeres del lugar principal; vistas en círculos concéntricos las mujeres fueron quedando en los anillos más alejados, convertidas en espectadoras de los rostros del país oficial. Así, las mujeres representan las historias eclipsadas, las que quedan en la oscuridad, en segundo plano, en la penumbra: setenta días de noche, mientras la linterna cultural –como el pequeño foco de un casco minero– jerarquiza e ilumina lo que es necesario, según criterios dictados por una mentalidad tradicional que ha relegado históricamente el testimonio femenino. Emma Sepúlveda estuvo ahí, acompañándolas discretamente, recogiendo esa versión imprescindible: la memoria que no se puede omitir si queremos completar y humanizar la historia. En ella están los elementos generalmente inconsultos para la comprensión de la cotidianidad de las comunidades que viven en torno a las faenas mineras, a sus amores y tragedias.

    Ser testigo –escribe Emma Sepúlveda en El testimonio femenino como escritura contestatariapermite una cura sicológica, una recuperación del control sobre la vida propia; un vivir y contar que, en este caso, impone la pregunta por la propia identidad minera; vidas singulares que, respetuosamente y con voluntad de comprensión, son compartidas en esta nueva obra. Al dirigir el interés hacia las mujeres de los mineros la autora hace el anclaje de inquietudes teóricas planteadas con anterioridad al ocuparse de otras actividades de resiliencia y resistencia protagonizadas por mujeres anónimas.

    En dicho contexto este libro de Emma Sepúlveda es parte de una obra mayor. El accidente, la urgencia, la emergencia, permiten la profundización de una reflexión sobre el testimonio de la mujer latinoamericana que trasciende las urgencias mediáticas de esta experiencia que indudablemente atrajo el interés mundial. Es la extensión de otras investigaciones que ha compartido –con resonancias importantes en el ámbito académico– como We Chile y su ya citado libro El testimonio femenino como escritura contestataria. En la actividad intelectual, política y académica de Emma Sepúlveda es reconocible su conciencia de género, que se ha expresado en actitudes y obras que rescatan, complejizan y ponen en valor vivencias, creaciones y memorias de mujeres de nuestro continente; tiene también lo que podría llamar una conciencia de latinidad, que la ha llevado a la creación de espacios y tribunas para que la comunidad latina reivindique su cultura, su dignidad, sus voces, sus derechos en los Estados Unidos. La distancia que le otorgan sus experiencias norteamericanas –de exiliada e inmigrante latina– le han permitido una mirada que potencia positivamente el privilegio de la viajera y la escritora para hacer comparaciones y dimensionar este hecho que es local y mundial al mismo tiempo. Es necesario enfatizar, por último, una cualidad clave para entender el trabajo de Emma Sepúlveda: ella es una observadora solidaria. No solo como fotógrafa –ha sido premiada en ese arte–, también en tanto recopiladora y analista de expresiones plásticas populares (es notable su trabajo sobre las arpilleras hechas por mujeres chilenas) y en tanto seguidora del arte contemporáneo realizado principalmente por artistas latinos. Es decir, el quehacer de la autora corresponde, en síntesis, a una mirada poética y política que la caracteriza. De hecho, este libro también es el testimonio de una experiencia intensa; tanto de una estadía como de una escritura que da cuenta de una mirada que, tras el derrumbe, se dirigió hacia donde nadie miraba: hacia las mujeres condenadas al olvido que pudieron, aquí, registrar su testimonio.

    Jorge Montealegre

    El Mercurio, la prensa nacional e internacional reflejaron el pesimismo de las autoridades chilenas de encontrar con vida a los 33. Especialistas dieron un 2% de probabilidades.

    También te recuerdo que fuimos las mujeres que hicimos fuerza cuando todo estaba perdido para que los sacaran, porque las mujeres somos luchadoras. Transmíteles a los otros 32 esto¹.

    Marta

    INTRODUCCIÓN

    La luz de la luna, que poco alumbraba en el desierto de Atacama, y el frío abrumador, fueron las únicas dos cosas que no ayudaron esa noche con el rescate de los 33 mineros de la mina San José. Eran dos cosas que no se podían planear. El resto fue un éxito. Estaba planeado hasta el más minucioso detalle. Fue un concierto ejecutado con los mejores efectos audiovisuales para ser visto y escuchado por todo Chile y el mundo. Fue el momento de Chile. Fue la hora de los mineros de Chile. Más de un billón de personas se detuvo a mirar, o escuchar, a Chile y sus mineros. Por primera vez en la historia un grupo de mineros del norte de Chile, o de cualquier otro rincón del planeta, hacen parar los relojes y reciben completa y absoluta atención. Chi-chi-chi le-le-le los mineros de Chile, después de más de dos meses enterrados bajo tierra, se terminaron de convertir, esa noche, en héroes admirados y respetados por todo el que los veía, los escuchaba, o los imaginaba, sin siquiera conocerlos. Solo sus familias y amigos más cercanos saben hasta ahora sus verdaderas historias ocultas. Y quizás ellos y el resto de nosotros, no sabremos nunca la historia completa de lo que verdaderamente pasó al fondo de la mina.

    La historia de estos 33 hombres existió antes del rescate del 12 de octubre. Empezó el día que nacieron, como comienzan todas las historias. Pero para Chile y el mundo los 33 mineros empezaron a ser historia, y a tener historia, solamente cuando se quedaron atrapados después del derrumbe de una mina de cobre y oro. Estuvieron durmiendo con la muerte, en la profundidad del desierto de Atacama, en Chile, pero sobrevivieron y desde ese momento cobraron importancia. Muchas personas piensan, como el minero Mario Sepúlveda, que se pelearon Dios y el Diablo, y ganó Dios. Por muchas razones se salvaron los 33. Pero hay que reconocer que más que héroes, fueron víctimas de un accidente que se podría haber evitado.

    Junto a la historia de cada uno de los 33 hay testimonios de mujeres que lucharon por encontrarlos y rescatarlos. Mujeres que no aceptaron ese dos por ciento que les tiraron en la cara y las probabilidades de muerte que les ofrecieron en los primeros días. Madres, esposas, amantes, hermanas e hijas, que se jugaron el todo por el todo y no se dejaron vencer nunca frente a la palabra imposible. Estas mujeres fueron tanto víctimas como heroínas.

    El 5 de agosto, poco antes de las 2 de la tarde, un grupo de mineros que trabajaban en diferentes áreas de la mina San José, sintió un ruido que venía del interior. En segundos, los efectos de una catastrófica explosión cubrieron el aire de polvo y oscuridad. La tierra continuó rugiendo con sonidos ensordecedores por un largo periodo de tiempo. Mientras tanto 33 hombres buscaban separadamente un lugar donde protegerse, abrir los ojos y poder respirar.

    La información oficial que dio un empleado de la compañía fue que si los mineros encontraban el área del refugio, al fondo de la mina, ahí tendrían abastecimiento de comida, ropa y agua para treinta y cinco personas por cuarenta y ocho horas.

    Arriba, en la superficie, las mujeres se juntaron en el desierto a esperar noticias sobre el desaparecimiento de sus hijos, esposos, amantes, compañeros y hermanos. Durmieron sentadas en sillas de plástico en medio del desierto, frío y oscuro, las primeras noches. Con el paso de los días transformaron el espacio vacío en un campamento. En una semana nació una pequeña aldea a poca distancia del socavón. Socavón de la mina que les tenía atrapado a sus seres queridos a setecientos metros de profundidad.

    En las primeras horas después del derrumbe, abajo en la oscuridad profunda de la mina, los hombres trataban de buscar maneras de escapar al encierro. Cuando se dieron cuenta que la salida era imposible, se organizaron y esperaron. Los 33 hombres sobrevivieron 17 días con una cucharada de pescado en lata, pedacitos de galletas, un trago de leche, y cuadraditos de duraznos en conserva. A los pocos días se les acabó el agua limpia. Pero siguieron tomando agua que encontraron en las máquinas y algunos tambores que todavía tenían restos de agua contaminada con aceite. El 22 de agosto, después de muchos intentos fallidos, una de las sondas que abría camino entre el suelo rocoso, encontró un espacio vacío. En el espacio no se encontraron signos de vida. No fue sorpresa. Las autoridades de Gobierno informaron que existía solo un dos por ciento de posibilidades que los encontraran, y un diez por ciento de que si los encontraban estuvieran todos vivos. Irónicamente, cuando las autoridades lanzan por el mundo las mínimas posibilidades de encontrarlos vivos, el 22 de agosto los mineros encuentran una sonda que por casualidad había llegado al espacio donde estaban atrapados. Cuando cayó en el vacío la punta de la sonda, que abría camino entre las enormes rocas, los mineros la agarraron, la mantuvieron abajo en el refugio hasta que le ataron mensajes y la pintaron de rojo. Los mensajes estaban preparados desde antes, según declaración de los mismos mineros². Cuando la sonda subió a la superficie traía un mensaje que apareció frente a Chile y el mundo­: Estamos bien en el refugio los 33. El minero José Ojeda había escrito el mensaje con rojo. El mensaje, y el nombre del minero, hicieron historia en Chile y en todos los rincones del mundo. El primer minero en la historia de la mina San José, que es condecorado con la palabra héroe. La mina opera desde el año 1889. Llueven los regalos para las víctimas del accidente. Un empresario minero le regala a cada uno de los 33 un cheque por el equivalente a diez mil dólares³.

    Durante las próximas semanas se instalaron instrumentos de comunicación, se les envió comida, remedios y todo lo necesario para mantenerlos en buen estado para la larga odisea. Los mineros pudieron hablar con autoridades, expertos y familiares. Junto a ellos se mantuvo también el sicólogo Alberto Iturra. Cartas, y otras cosas, empiezan a subir y bajar. Cuentan la situación que hay debajo de la mina. Hablan de la rabia que sienten al haber estado trabajando en una mina que presentaba serios peligros. Las familias a su vez informan a los mineros de lo que está pasando en la superficie. Les dan ánimo. Les dan esperanza. Todo pasa por un largo tubo, al que le han puesto el nombre de Paloma. Es un cordón umbilical que une los dos espacios, el de la superficie y el de la profundidad de la tierra, día y noche, sin descanso. Pasan las cartas diariamente por el correo improvisado. Pero no pasan todas. Según los familiares, hay censura.

    El estado de los mineros es excelente, según el sicólogo. Pero el ministro de Salud, en su diario contacto informativo con la prensa, anuncia que hay hombres con depresión y otros tomando calmantes para la ansiedad. No se dan nombres. Algunos testimonios de las familias cuentan que por el alcoholismo o el uso de drogas anterior al encierro, puede haber problemas en el refugio. Los informes oficiales a menudo no concuerdan con lo que dicen los mineros a sus familiares. Una suegra cuenta que su yerno no está bien y no entiende por qué se guarda silencio sobre su estado mental. Nadie quiere hablar de lo que pasa bajo tierra. Hay demasiados rumores imposibles de verificar. Para algunos, por ahora, lo que pasa en la mina se queda en la mina. Solo algunos tuvieron acceso a la información privilegiada.

    Después que los encuentran, hay tres planes. Son llamados con las letras A, B y C. Durante el último mes varían los avances. Cuando pareciera que el plan A va a llegar a los mineros, se rompe una parte importante de la máquina. Cuando se adelanta el plan B, se rompe el martillo y hay que parar la excavación hasta que llegue el repuesto de Estados Unidos. Se mantiene la expectativa todos los días en el campamento. Las familias viven un constante sube y baja en el plano emocional. Hablan de la Petrolera –hablan de la MT130–. Hablan de los canadienses, de los australianos, de los chilenos y de los estadounidenses. Se convierte en una competencia ver quién, cuándo y cómo llegarán a los mineros. La gente hasta hace apuestas en el campamento. El ministro de Minería, Laurence Golborne, da la información justa y necesaria a la prensa en las acostumbradas entrevistas diarias. Siempre alargando el tiempo para no dar falsas esperanzas. ¿O para crear más expectativas?

    Se acerca el final y ya no hay duda que el plan B será el ganador. Los últimos días empiezan a controlar lo que se dice. Los familiares me cuentan que son horas las que faltan para romper y llegar a los mineros. La voz oficial nos dice en el campamento que faltan varios días. Incluso hablan de que puede ser a principios de noviembre. No fue así. El día 9 de octubre anuncia el ministro de Minería que a las 8 y cinco minutos, después de 33 días de perforación para salvar a los 33, han llegado a donde están esperando su salida los mineros. Algunos familiares del campamento, y un centenar de reporteros, se preguntan si esta es otra casualidad cautelosamente planeada: otra vez 33.

    Los días siguientes son coordinados aun con más detalles. Llegan los rescatistas al hotel de Bahía Inglesa. Ninguno sabe todavía quién baja y quién apoya desde la superficie la evacuación de los mineros. En los últimos días preparan a los mineros para que sepan cómo hablar con la prensa. Para que se defiendan de los acosos y para que puedan negociar la venta de la historia. Viene el Cardenal a dar una misa y viene acompañado de un séquito de personas de su iglesia. Entre ellas una mujer de abrigo de piel que llama la atención a los familiares de los 33. Llega la Primera Dama a trabajar con las mujeres de los mineros. Algunas se molestan porque dicen que ellas no necesitan que la esposa del Presidente les enseñe a respirar y les dé consejos de cómo aguantar sufrimientos. Ellas saben lo que significa sobrevivir tragedias. Tienen sus propias vidas hechas, amoldadas, con los golpes del destino.

    Ahora todo pasa más rápido que antes. Cientos de nuevos periodistas llegan al campamento Esperanza. Las mujeres ya no saben con quién hablar ni qué decir. Nadie las entrenó para conversar con la prensa o sobrevivir al acoso. No son importantes como ellos. No tienen información que las autoridades consideren importante. Por lo menos eso se piensa durante los últimos días. Las familias reciben regalos de personas desconocidas. Algunos periodistas empiezan a hacer ofertas, por intermedio de las familias, para tener las primeras palabras de los mineros. Corren ofertas, regalos y plata.

    Llega el día en que el ministro de Minería anuncia que todo está en orden y que en 24 horas empieza el rescate final. Fue el primer día del resto de los días. Desde ese momento no quedó nada al azar. Eso no significa que antes de ese anuncio, en las semanas anteriores, muchas cosas tampoco hayan quedado a la buena de Dios.

    No dormí más que una hora la noche del 12 de octubre. Casi nadie durmió esa noche en el campamento Esperanza, o en el sitio construido para la prensa nacional e internacional. Nunca había visto antes en Chile tal despliegue de cámaras, luces, globos, ce-ache-i-ele-é, lágrimas, gritos, abrazos, himno nacional cantado una decena de veces y discursos políticos. Nunca había escuchado tanta diversidad de mensajes interesados saliendo a encontrarse con el viento frío del desierto. Nunca había visto tanta variedad de seres humanos buscando el protagonismo del momento. Nunca había visto todo esto junto. Quizás haya existido antes y a mí se me pasó sin verlo. Quizás.

    El rescate siguió hasta la noche del 13 de octubre. Eran 33 mineros y seis rescatistas los que tenían que salir de la profundidad de la tierra. Los ministros de Minería y Salud habían dicho, en las conferencias de prensa de las semanas anteriores, que el tiempo se podría extender hasta cuarenta y ocho horas y cada rescatado podría demorarse hasta cuarenta minutos en salir. Se habían acostumbrado a anunciar las peores alternativas para sorprender con los mejores resultados. El último hombre que salió de la cápsula solo se demoró once minutos en llegar a la superficie. El rescate completo duró cerca de veinticuatro horas. Cuando salió Manuel González decidí que había llegado la hora de irme de la zona de observación. Manuel fue el primer rescatista que bajó y el último en abandonar el refugio de los mineros, al final de la operación de rescate. Mientras la celebración continuaba, busqué a algunos de los familiares que quedaban entre carpas, pantallas de televisión, periodistas, fogatas, banderas chilenas y globos, para despedirme. Me encontré, cruzando la calle del campamento acordonada por carabineros, con Gastón, hermano del minero José Henríquez. Irónicamente, había sido Gastón la primera persona que había conocido el primer día que fui al campamento Esperanza, más de un mes atrás. Por él supe detalles de lo que había pasado el 5 de agosto en la mina San José. Gastón era minero. Dos de sus hermanos también eran mineros. Su padre había sido minero. La familia Henríquez es una parte de la historia de los mineros en Chile. Nadie sabía de esta familia hasta que ocurrió el derrumbe en la mina San José. Nadie sabía de la existencia de José hasta que vivió enterrado. El mundo lo conoció cuando lo nombraron, accidentalmente, el padre espiritual de los 33. Después me encontré con Lucy, la hermana del minero Daniel Herrera. Lucy, por alguna razón, estaba barriendo el piso alrededor de la carpa donde antes nos reuníamos a hablar y esperar. Esperar, y hablar, con el sonido de fondo de los gigantescos martillos de alguna de las máquinas del plan A, B o C, que perforaban incesantemente. Eso era antes. Ahora en la noche del rescate yo iba a la carpa a despedirme de Lucy. Creo que Lucy barría la tierra para darle una realidad al momento y de alguna manera volver a la normalidad de su vida. Había pasado dos meses viviendo en un campamento y esperando volver a ver a su hermano otra vez, con vida. Me despedí de Lucy y lloramos. Lloramos de alegría porque ella había tenido la oportunidad de abrazar a su hermano unas horas antes, cuando Daniel salió de la Fénix 2. Lloramos de pena porque ahora empezábamos a tomar otros caminos que quizás nunca se volverían a cruzar. Y creo que lloramos, de alguna manera, por razones diferentes también. Lucy había llorado cuando me dio su testimonio un mes antes de esta noche. Su historia y la de su hermano, eran parte de los testimonios que van a quedar para siempre grabados en mi memoria.

    Después de muchas despedidas, salí del campamento Esperanza cerca de la una de la madrugada del día 13 de octubre. Salí con una sensación extraña: alejarme de un pueblo fantasma que nunca volvería a ver. Las carpas se desarmarían. El hueco estrecho por donde salieron los mineros se cerraría, y quizás sacarán las banderas que representaron a los 32 mineros chilenos y un boliviano. Los letreros con mensajes de desesperación, aliento, frustración, esperanza y fe, los borrará el sol inclemente del desierto de Atacama. Las mujeres y el resto de los familiares se llevarán las fotos de sus seres queridos que colgaron en las rocas y en los toldos del campamento. Otras mujeres se llevarán las imágenes de vírgenes y santos que les escucharon sus rezos durante más de dos meses. Algunas personas que se van del campamento volverán a la vida que tenían antes del derrumbe. Muchos, la mayoría, que fueron afectados por esta tragedia no van a volver a ser nunca como antes. Y ellos lo saben. Todos nosotros lo sabemos también.

    Le dije adiós al capitán Hernán Peña, uno de

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