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Demiurgo y materia: Materialismo y gnosticismo en la obra de Rodolfo Martínez
Demiurgo y materia: Materialismo y gnosticismo en la obra de Rodolfo Martínez
Demiurgo y materia: Materialismo y gnosticismo en la obra de Rodolfo Martínez
Libro electrónico294 páginas4 horas

Demiurgo y materia: Materialismo y gnosticismo en la obra de Rodolfo Martínez

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En este estudio encontramos una fructífera colaboración entre varias disciplinas, pocas veces tan bien relacionadas: la teoría de la literatura, la filosofía y la física. Ya desde las primeras páginas, disponemos de una contundente toma de posición respecto a la imitación de la realidad por parte del arte a partir de postulados de la física cuántica y en relación con la filosofía.
Del Prólogo de Fernando Ángel Moreno
 
De un modo sistemático y riguroso, pero siempre ameno, José Manuel Uría analiza la obra de Rodolfo Martínez y explica sus principales temas, el modo en que los aborda y las distintas interpretaciones que permite. Como todo buen ensayo, saca a la luz elementos no aparentes y arroja una mirada lúcida y novedosa sobre la obra que analiza.
En una línea coherente con sus obras anteriores, usando ahora como ejemplo la obra de un conocido autor español de ciencia ficción, el doctor Uría nos muestra una vez más de qué modo las formas populares de la narrativa se acercan a determinados aspectos de la realidad, ya sea científica, mítica o filosófica y reconstruyen y deconstruyen esos elementos para adaptarlos a una cierta época y una determinada cultura.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2019
ISBN9788416637447
Demiurgo y materia: Materialismo y gnosticismo en la obra de Rodolfo Martínez
Autor

José Manuel Uría

Físico de formación, sus obras en torno a la ciencia ficción corresponden en su mayoría al género de la ensayística. Gran admirador de las bibliotecas míticas de Stanislaw Lem y Jorge Luis Borges, ha participado en Akasa-Puspa, de Aguilera y Redal con el interesantísimo artículo «Escatología física en la saga de Akasa-Puspa» y no contento con eso ha vuelto a las creacciones de Aguilera y Redal con «Adversus Techgnosticas Haereses», el pseudo-artículo con el que contribuye a Más allá de Némesis. Jack Kirb: el Cuarto Demiurgo es su primer libro de ensayo y en él repasa la carrera del «Rey» de los comics desde una perspectiva novedosa y nos muesttas algunas de sus influencias menos conocidas

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    Demiurgo y materia - José Manuel Uría

    José Manuel Uría

    DEMIURGO Y MATERIA

    materialismo y gnosticismo en la obra de rodolfo martínez

    Primera edición: Noviembre, 2019

    © 2019, Sportula por la presente edición

    © 2019, José Manuel Uría

    Ilustración de cubierta: «The Ancient of Days» de William Blake

    Diseño de cubierta: Sportula

    ISBN (rústica): 978-84-16637-43-0

    ISBN (ePub): 978-84-16637-44-7

    SPORTULA

    www.sportula.es

    sportula@sportula.es

    SPORTULA y sus logos asociados son marca registrada de Rodolfo Martínez

    Prohibida la reproducción sin permiso previo de los titulares de los derechos de autor. Para obtener más información al respecto, diríjase al editor en sportula@sportula.es

    PRÓLOGO

    EL ATEÍSMO FRENTE A LO INEFABLE

    Fernando Ángel Moreno

    1

    Un movimiento revolucionario:

    la vanguardia cienciaficcional

    Rodolfo Martínez lo ha entendido.

    En los años sesenta se produjo una explosión vanguardista de nuevas temáticas de enorme valor simbólico: extraterrestres, viajes en el tiempo, androides, naves interestelares, superhéroes. La mayoría de ellas venían del pulp de los treinta y los cuarenta o incluso de obras cultas muy anteriores, pero su gran sistematización vendría de la democratización de la cultura alcanzada tras la segunda guerra mundial. Sin embargo, su aceptación por autores canónicos, por la crítica y por los estudios universitarios no se desarrolló sin prejuicios hasta el siglo XXI, unos cuarenta años después.

    En el fondo, se trataba de una vanguardia de cuya importancia quizás no eran tan conscientes los lectores. No solo todos esos temas fueron elementos conceptualmente interesantes, sino incluso una nueva manera de comprender la narrativa. El cuidado del lenguaje de repente no era una obligación estética. La coherencia argumental profunda no siempre era deseable. La exageración era aceptada si estaba al servicio del sentido de la maravilla. El imaginario no era de significado inmediato, sino complejo e intuitivo. Autores como Isaac Asimov o Arthur C. Clarke eran conscientes de la ruptura que proponían, pero no contaron en sus filas con un André Breton ni con un Bertold Brecht que aportaran grandes textos teóricos y referencias de formación clásica a sus discursos desde tarimas institucionales. De hecho, la existencia de estos grandes aparatos de las instituciones habría sido contradictoria con las propuestas de Fredric Brown o Philip K. Dick. A esta revolución debemos unir la del rock —con sus Jimi Hendrix, Beatles, Velvet Underground y demás— y la del cómic, con sus Jack Kirby, sus Hergé y sus Hugo Pratt.

    Todos ellos conllevaban críticas duras, a menudo muy escondidas, respecto a las sociedades donde se desarrollaban. Es sintomático el caso de los relatos de la Edad de Oro de la ciencia ficción, relatos donde apenas se leía crítica política directa, por lo que eran tildados de «burgueses». No obstante, en plena guerra fría, encontrar defensas del pensamiento científico sobre el religioso, de sociedades construidas sin dinero o conceptos diferentes de entender la inteligencia representaban una llamada socio-política poderosísima para las jóvenes generaciones que se encontraban demasiado saturadas de los marcos cerrados de conservadores y marxistas, de la bohemia y del lenguaje preciosista. Leer un cómic de Batman o una novela de Frederick Pohl eran actos revolucionarios en sí mismos de los que solo eran conscientes —y muy conscientes— sus lectores.

    Las formas literarias insistían en la frase rápida, el diálogo incisivo, los personajes estereotípicos, la trama única y expeditiva con los que activar aparatos simbólicos muy burdos, pero tremendamente efectivos.

    España no fue ajena a esta renovación vanguardista que rompía en temas y formas. Si bien las primeras incursiones en esta línea se producían ya en los setenta y los ochenta, fue a lo largo de la década de los noventa cuando aparecieron numerosos bombardeos alternativos a los discursos oficiales, entendiendo incluso como discursos oficiales los de la izquierda contestataria. En aquel momento, el PP de José María Aznar triunfaba sobre la corrupción de los gobiernos de Felipe González y la gran mentira de la revolución del PSOE.

    Si querías entrar en el activismo político, tenías apenas la opción de aceptar las consignas comunistas y sus disciplinas de partido y pensamiento. Todo se reducía al discurso de la lucha de clases, salpimentado por discursos sobre identidad de grupo: económico, centrado en la reivindicación del barrio obrero como patria. Apenas podía encontrarse un discurso contestatario basado en la falsedad de los sistemas de conocimiento o de las estructuras de la cotidianeidad. Michel Foucault explicó mejor que nadie la manera en que un acto ideológico a menudo es afectado por estructuras subyacentes que, al volverse discurso, pervierten dicha ideología. Tomo de Michel Onfray un ejemplo para exponer el problema: un ateo puede defender que un violador en serie deba ir a la cárcel porque debe pagar por sus actos; sin embargo, no se percata de que en el fondo está aplicando una ideología cristiana que así combina contradictoriamente un libre albedrío absoluto con el determinismo desde el concepto de pecado original. Por el contrario, si siguiera una ideología estrictamente atea, contemplaría a ese violador en serie como una persona con una desviación mental que debería ser tratada en un centro especializado, aunque sea con privación de libertad.

    En España, en los años ochenta y noventa, se vivía una situación que —salvando las distancias— mantiene alguna analogía con los EE.UU. de los años cincuenta y sesenta. Cuando leemos obras de Pohl, Asimov, Clarke o Heinlein podemos creer que manejaban un simple escapismo sin involucrarse con los problemas socio-políticos de su tiempo, puesto que no denunciaban el macartismo, no se mojaban con la política exterior estadounidense, no trataban el problema de los derechos civiles… Parecería mero entretenimiento para adolescentes sin compromiso político. No obstante, en plena guerra fría, hablar de sociedades alternativas —como en La ciudad y las estrellas— que trascendían las miradas monolíticas de la vida política estadounidense, trabajar magnitudes temporales de largo recorrido —como en Fundación— en vez de los éxitos inmediatos de la carrera espacial o de la ocupación de un territorio, cuestionar el concepto de pecado desde el contraste con una civilización perdida —como en Pórtico, ya en los setenta—, proponer una mirada de nuestros prejuicios desde fuera —como en Forastero en tierra extraña— representaba un acción socio-política enormemente revolucionaria.

    Algo similar ocurría en la politizada España de los ochenta y los noventa, con dos grupos de poder hijos de la dictadura y de la guerra civil —PSOE y PP— que acaparaban todo el discurso ideológico ante unos viejos comunistas que empezaban a sonar ajados y fuera de la realidad a la mayor parte de la población. Mientras se iba dudando cada vez más de la eficacia del Régimen del 78 y se contemplaban soluciones de maquillaje o de mera adaptación a Europa —frente al oscurantismo de la extrema derecha católica—, pocas vías alternativas parecían quedar para mejorar el país. En este sentido, opciones como conceptos nuevos de identidad, amor por la tecnología y la ciencia, visión macro-histórica de la sociedad, postmodernización de la literatura clásica española, representaciones diferentes del Estado… apenas surgían en el discurso oficial más que vinculados con los fantasmas de la mencionada Guerra Civil o de los tópicos del líder de turno en cada partido político.

    En este ambiente, hablar de una inteligencia artificial —como la de La sonrisa del gato— como esa estructura de poder que envuelve el discurso de cada ciudadano, que manipula todo, que controla todo o de una forma de vida ajena a nuestro mundo que engulle nuestro Yo transformándolo —como en Jormungand— era enormemente revolucionario.

    Por desgracia, las graves deficiencias culturales de unos escritores, profesores y periodistas borrachos de tradicionalismo filológico —en unos casos— o de marxismo ortodoxo —en otros— impedían contemplar lo que la ciencia ficción española intentaba decir o incluso se cerraban a herramientas ficcionales mucho más interesantes, abiertas y enriquecedoras que el realismo tradicional. La ciencia ficción como movimiento formal vanguardista y como movimiento conceptual revolucionario quedaba fuera de los discursos culturales oficiales.

    Algunos lectores, escritores y editores sí entendieron este primer nivel de juego de la ciencia ficción. Por desgracia, se trató de una minoría con también graves deficiencias culturales en muchos casos. Incluso así, aparecieron historias que contenían fuertes críticas contra las corrientes socio-políticas en boga, aunque no siempre de tanta calidad como cabría esperar. Entre las mejores, algunos de mis favoritos son Mundos en el abismo, de Aguilera y Redal; El enfrentamiento, de Planells; «La última lección de Cisneros», de Bermúdez Castillo; Seis, de Daniel Mares, o por supuesto La sonrisa del gato, de Rodolfo Martínez, entre otros.

    2

    La rendición de lo vanguardista

    y el triunfo de la autenticidad

    Durante los años noventa, esta corriente soterrada de la ciencia ficción española se encontró con una trágica realidad: los lectores y los críticos con los que los escritores interaccionaban y que les habían defendido y aplaudido se centraban en la mayor parte de los casos en conocimientos literarios y socio-políticos muy poco heterogéneos para contribuir al desarrollo de una vanguardia suficientemente compleja y extensa en el tiempo. Desde fanzines y revistas especializadas, por influencia en las ventas editoriales, por interacción en convenciones y tertulias, se fue imponiendo la trama de aventuras y los argumentos lineales sobre la complejidad formal y conceptual con que el movimiento había empezado, sin exigir otros tipos de contenidos y formas. La escasa repercusión se debió quizás a esto o quizás a que los propios escritores no se interesaron por profundizar en otras formas estéticas o en complejidades socio-políticas. ¿Quién sabe? Lo cierto es que la ciencia ficción dejó de interesar a algunos autores y se redujo a la mera novela de aventuras para otros. Otros muchos —al depender de trabajos muy alejados de la literatura— no pudieron mantener cierta regularidad en las publicaciones o carecieron de un ambiente cultural heterogéneo. Fuera como fuera, cada vez fueron publicándose menos experimentos y las historias fueron simplificando sus discursos socio-políticos alternativos. Por sencillos que fueran a menudo en sus inicios, con el paso del tiempo se fueron reduciendo incluso más a las típicas luchas «individuo contra tiranía».

    Quedaba la otra vertiente vanguardista del movimiento: la formal-temática. Los grandes temas y motivos propuestos por la cultura popular se mantuvieron, pero con cierta contención debida a argumentos y personajes de escasa profundidad. Incluso el pulp quedaba controlado.

    Es en este punto donde considero que Rodolfo Martínez lo comprendió bien. Basta con acercarse a cualquiera de sus relatos para descubrir cómo estas dos fuerzas —la socio-política alternativa y la desinhibición del pulp— aún se mantienen vivas en sus textos y con buen estado de salud. Ante la opción de abrirse a un campo canónico que no le interesaba y que no despertaba simpatías entre los aficionados y asumir lo que hacía como una investigación narrativa personal, optó por lo segundo. Es decir, convirtió una limitación en el terreno cultural de la CF en un recurso rico y estimulante. Resulta irónico que alguna vez desde los propios aficionados se le haya reprochado un exceso de frikismo o de metarreferencialidad de la cultura popular, cuando precisamente en eso se basa gran parte de su mérito, en haber entendido la cultura popular como vanguardia.

    Algo similar ocurría con la crítica literaria.

    Igual que existe una corriente alternativa de literatura —la pulp y todos sus derivados de muy diferente recorrido estético— existe también una crítica literaria alternativa. Cuando uno imparte asignaturas y talleres sobre crítica literaria se encuentra por lo general demasiada abundancia de dos líneas: una línea periodística que es poco más que una fuente informativa y una filológica que a menudo carece de objetivos claros.

    La periodística —cuando se centra en la reseña— suele limitarse a vida, obra y estilo, si acaso, con algunos apuntes temáticos sobre la manera en que la obra en particular responde a los grandes enigmas del universo. Entre 100 y 500 palabras, a menudo escritas sin leer la obra. La mayoría de los asistentes a talleres de crítica la tienen como modelo porque, además, es un formato que se acerca peligrosamente a lo que en Bachillerato entendieron por comentario de texto: el comentador debe demostrar que sabe hablar de grandes temas, que dispone de saber enciclopédico y que sabe encontrar en el texto los términos que considera elevados en el insigne campo de los estudios literarios: «novela-río», «conflicto», «espíritu único», «trayectoria», «crítica a la sociedad», «retrato de un tiempo» y demás lugares comunes. Por desgracia, muchos de los analistas de CF no han sabido ir más allá de esta línea.

    La filológica aplica demasiado a menudo un esquema centrado en el contexto, en el uso del lenguaje y en la búsqueda de temas que suenen muy grandilocuentes y alternativos, cuando por lo general el autor de la crítica tiene de escandaloso lo que Thor tiene de teletubbie.

    Ambos tipos de crítica parecen responder a una plantilla a modo de examen: el crítico debe saber encontrar los defectos y virtudes del libro, y el lector debe pillar de qué está hablando el crítico para sentir que conectan mediante guiños intelectuales.

    Existe un tercer tipo de crítica —también seguido a menudo por periodistas y filólogos mejor informados— que pretende aportar algo a la lectura del libro, enriquecer, abrir vías de interpretación, sugerir más que juzgar. A este tercer tipo pertenece José Manuel Uría.

    Sin disponer, que yo sepa, de educación estética formal y sin partir de plantilla alguna, en sus acercamientos a autores y obras cada indagación en el contexto de la escritura, cada análisis de términos, cada reflexión conceptual lleva a que el lector se sumerja aún más en las posibilidades de lectura del texto, en su disfrute. Como debe ser, entender la obra, en sus críticas, no tiene sentido sin el concepto «interpretación». El mejor ejemplo es el libro que me hizo respetar cuanto escribía y estar pendiente de cuanto publicaba, El cuarto demiurgo (Sportula 2014), sobre la obra de Jack Kirby. Desde que lo leí, he seguido a Uría en redes sociales y, cuando ha sido posible, en publicaciones editoriales.

    José Manuel Uría lo ha entendido.

    ¿Qué?

    Ha entendido que la explosión retórica del pulp venía de un sofrito de lecturas indirectas de grandes autores filosóficos, sociológicos y culturales en general. Por ejemplo, la pasión por Matrix proviene de una amalgama de teorías platónicas, de teorías cristianas, de lectura de anime y manga, de diseño de moda, de avances en lenguaje fotográfico, de propuestas tecnológicas, de cine noir, de miedos apocalípticos, de psicoanálisis… Los creadores de la saga, seguramente, no han leído directamente ni la mitad de las fuentes de las ideas que trabajan. Se trata de un imaginario que se encuentra sumergido en el inconsciente de muchísimos individuos. Como imaginario colectivo, remite a inquietudes muy generales sobre obsesiones filosóficas y psicológicas. Sin embargo, al no provenir de la lectura directa de Freud, Schopenhauer, Kierkegaard, Baudrillard, Beckett, Pirandello, Durkheim… se toman solo las connotaciones intuitivas en una fusión de enorme complejidad simbólica y alcance ilimitado. Así, el choque del martillo de Thor —dios nórdico con toda una mitología detrás— contra el escudo del Capitán América —representante indirecto de los ideales de la modernidad ilustrada y del contrato social rousseauniano— en la película Los vengadores, de Joss Whedon, contiene muchas más implicaciones intuitivas que las que el espectador medio o incluso el académico más culto pueden rastrear en películas mucho más explícitas y burdas, como cualquiera de Ken Loach o de Fernando León. Para interpretar el pulp hace falta saber leer. Para interpretar el cine de denuncia social, a menudo basta con decir «sí» plano por plano con la cabeza. Evidentemente, estoy generalizando y reduciendo al absurdo, con el fin de ejemplificar el principio estético que algunos críticos seguimos.

    Para leer la vanguardia pop, hay que saber leer lo que no hay en la obra, pero podemos meter en la obra, como me dijo una vez César Mallorquí.

    Esta es la manera en que Uría lee e invita a leer. Es, en mi opinión, la manera más sana de acercarse la ciencia ficción española contemporánea en general y a la obra de Rodolfo Martínez en particular.

    Es decir, en el presente volumen, el autor dispone de dos trayectorias estéticas alternativas que se funden en un único discurso: la crítica socio-política desde el pulp de Rodolfo Martínez y la crítica compleja enriquecedora del imaginario a través del texto de José Manuel Uría.

    Uría sabe ver en Martínez el complicado trasfondo que dan vida a sus obras. Este no puede venir más que desde un inconformismo agónico del autor entre varias dimensiones: la personal —con considerables dudas, a mi juicio, sobre sí mismo—, la socio-política —en la línea ya comentada respecto a su generación— y la estética —con una actitud de alegre supervivencia—.

    La personal viene generada, a mi entender, por un choque no resuelto entre espiritualidad y materialismo, que el propio Uría pone de manifiesto a lo largo de todo su estudio. Se trata de su faceta más filosófica. Como no soy telépata, es posible que me equivoque, pero esa impresión ha sido recurrente cuando he leído su obra. Intentaré explicar por qué.

    La socio-política presenta a un tipo de personaje recurrente: el individuo descreído hacia una sociedad inmersa en mentiras ideológicas.

    La estética viene del amor a todo un imaginario pulp con el que jugar ante los conflictos de las dos dimensiones anteriores. De hecho, se trata de un poderoso precedente de la gran tradición pulp, y pop, que explotará en España ya en el siglo XXI con autores como Jorge Carrión, Guillem Martínez, Óscar Gual, Laura Fernández o Francisco Javier Pérez.

    El mejor ejemplo de este juego se encuentra, en mi opinión, en su magnífica recreación del personaje de Sherlock Holmes, quizás su logro más llamativo. Y especialmente en el enfrentamiento entre la personalidad de este cuando se enfrenta a aquello que no es capaz de explicar mediante la fría razón. No me parece gratuito que Martínez introduzca a Holmes en el mundo de Lovecraft primero y en el de Aleister Crowley después. Rodolfo Martínez insiste una y otra vez en redes sociales e incluso por boca de personajes en su frío y taxativo materialismo, en su no creencia en nada que no pueda ser abarcado por la razón. Se trata de algo compartido por compañeros suyos de generación, como Juan Miguel Aguilera y Eduardo Vaquerizo, entre muchos otros. Contemplamos aquí ya ese choque con el ambiente socio-político de su época, dominado por los hiperbólicos dogmatismos indemostrables de los católicos y por la imposibilidad de discusión con los dogmas estrictos de la izquierda española. Para un lector fanático de Isaac Asimov esto resulta tan traumático como debería resultarle a cualquiera de los escritores estadounidenses de los cincuenta el enfrentamiento capitalismo-comunismo, desde posiciones bien diferentes a las españolas.

    En la España política de la transición y de la década inmediatamente posterior, la actitud ideológicamente gremial y los valores absolutos de partida de ambos bandos —con constante y claro desprecio de lo científico, de la proyección literaria no realista y de sistemas culturales anglosajones— despertaban en la persona inteligente no adscrita a un partido político una sensación de descreimiento y de lucidez compartida solo por quienes no se encontraban en los cánones del pensamiento de la época. Este humanismo tecnológico —donde letras y ciencias, trascendencia y cientificismo se complementan— representaba una corriente estigmatizada por el intelectual con micrófono. Además, el difícil acceso a un pensamiento alternativo dejaba campo libre a la vía creativa, ficcional, para el cuestionamiento personal de todo aquello que no entrara en esas dos vías absolutistas. Superman y Batman, Nyarlathothep y Thor, Pink Floyd y Les Luthiers, Conan y Sherlock Holmes, Jorge Luis Borges y John Millius ofrecían campos de investigación personal que no ofrecían Althusser y Adorno o San Pablo y San Ignacio de Loyola, bien por la falta de acceso a su entendimiento, bien por la cerrazón de sus divulgadores. Para muchos individuos inteligentes, el pulp y la ciencia ficción representaron el camino más fructífero para el conocimiento y la reflexión personal, con todas sus limitaciones, pero también con todo su aire puro. Se trata de la consciencia de que con la ficción puedes hacer absolutamente lo que quieras, porque no es real, pero al mismo tiempo es un intento —siempre incompleto— de inquietar a la realidad. No es aquello de lo que se quejaba Becquer respecto a la imposibilidad de llevar la idea al poema, ni la ansiedad de las influencias de Harold Bloom, agobiado por la tensión entre el autor admirado y el Yo. No. Es el constante juego con todo el mundo de la cultura popular y la manera en que nuestro cerebro es creativo con ella cuando la disfrutamos y la rememoramos, con nuestros chistes basados en cómics y películas, con nuestra emoción al entrar en la tienda de cómics.

    —En realidad, esto no es más que una copia, apagada y sin brillo —dijo él de repente—. Un indicio de la realidad, no la realidad misma.

    La Reina frunció el ceño. Una parte de ella se estaba impacientando y no deseaba más que terminar la visita, volver a su pabellón y acabar con todo aquello de una vez. Otra, sin embargo, disfrutaba de cada gesto, cada paso, cada palabra.

    Debería haber ganado la estadista, debería haberse impuesto la memoria de cientos de Reinas. Pero fue la niña la que venció.

    —No lo entendemos —dijo.

    Y, con esas palabras, fue como si estuviera conjurando todo el pasado que llevaba a cuestas.

    Él sonrió y, al hacerlo, pareció repentinamente tímido.

    —El jardinero que trazó los planos del jardín pretendía recordar otro. Su obra fue un intento de rememorar con sus pobres recursos un jardín más grande, más complejo y más vivo. No un montón de plantas dispuestas de un modo armonioso, sino algo más, algo mejor. Murió sin haber tenido éxito. Y ninguno de sus sucesores, me temo, lo tendrá tampoco.

    (El Jardín de la memoria)

    3

    El pulp como

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