Reflejos de la ciudad
Por Pablo Isakson
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Con giros inesperados, el narrador va develando el íntimo drama de aquellos seres que fueron parte de un pasado reciente, provocándonos asombro, repulsión y compasión hacia personajes que podemos reconocer en nuestra vida real.
Editorial Forja
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Reflejos de la ciudad - Pablo Isakson
Carla
I
Mayo 2014, el día del encuentro
Eran las 16:30 horas de un lunes cuando Gutiérrez le pidió un expreso a la única joven que atendía el café Anda Lucía de calle Infante. La tarde se dejaba acompañar por una brisa agradable, así que sentarse en la terraza que daba a la vereda le pareció una buena idea. Poco a poco el asfalto comenzó a atocharse de autos y se podía advertir la competencia entre los bocinazos de un furioso Mazda azul contra la canción de reggaetón que salía a todo volumen de un Subaru negro con vidrios polarizados.
En general a Gutiérrez no lo inquietaban los bramidos de la calle. Su departamento se encontraba ubicado en un segundo piso de la esquina de Santa Isabel con Antonio Varas, por lo que el bullicio y el ajetreo propios de ese barrio ya lo tenían domesticado. Pensándolo bien, a sus sesenta y seis años, ya nada a su alrededor lo inquietaba.
Pero esa tarde era diferente para él, ya que tenía que entrar al salón de la cafetería para juntarse con el que había sido su rival de ajedrez durante los cinco lunes anteriores. La relación entre ellos fue de tintes particulares: ninguno supo el nombre del otro, tampoco intercambiaron sus números de teléfonos y con seguridad no podrían describir el rostro de su rival en caso de ser requeridos como testigos en el Juicio Final. Al término de cada partida pedían inmediatamente la cuenta, pagaban en efectivo y por separado; luego, mientras se daban la mano como señal de despedida, uno de ellos decía parcamente y a modo de afirmación:
–Nos vemos el próximo lunes, a la misma hora.
Hasta ese momento el poder de esas palabras había funcionado a la perfección: cada lunes se encontraban en ese punto de la ciudad para batirse en una partida de ajedrez que se extendía lo que duraba un café expreso, un vaso con agua y dos medialunas. Nunca más y nunca menos.
Su rival había pasado con bastante holgura la barrera de los setenta años. Era alto y llevaba una barba cana con tintes quijotescos; siempre se vestía igual y traía consigo unas hojas grandes de block y unos lápices grafito que en todas esas semanas habían permanecido del mismo tamaño: al parecer era un dibujante de retratos que no dibujaba hacía tiempo. Su manera de caminar era lenta y cabizbaja; sus ojos parecían extraviados, pero no en el espacio sino en el tiempo: a cualquiera le habría dado la impresión de que deambulaba por rincones del pasado de su barrio.
La primera vez que se encontraron –no se puede decir que se conocieron– fue por una lluvia imprevista que los obligó a buscar refugio en el Anda Lucía. Por supuesto que se sentaron separados, Gutiérrez pidió una bebida blanca sin hielo para diluir sus drogas y el dibujante que no dibujaba, un té simple. Entremedio de ellos había una mesa con un tablero de ajedrez y todas sus piezas. Los reyes y reinas permanecían parados estoicamente en el lugar que les correspondía desde el inicio de una partida. Un par de torres, tres caballos y un alfil parecían no tener idea de lo que estaban haciendo: se mostraban paralizados y sin táctica en unos casilleros nada de estratégicos. Tanto los peones blancos como los negros yacían a lo largo del tablero como muestra de una desoladora batalla ocurrida momentos antes que comenzara la imprevista lluvia.
Ninguno de los dos supo quién desafió al otro. Tampoco la joven que atendía ese día en el lugar. Simplemente sucedió que a los cuarenta y cinco minutos de estar mirando el tablero dieron comienzo a la primera de sus partidas.
Hasta ese lunes de mayo a Gutiérrez le había tocado las de perder. De hecho iba 0-5 abajo en el marcador y nunca estuvo siquiera cerca de preocupar a su rival. Si bien el ajedrez lo practicó con cierta frecuencia, nunca fue un buen jugador. Lo hizo de manera regular en sus tiempos de médico como una manera de matar las largas e interminables horas de espera en los diversos hospitales y consultorios donde se desempeñó. A lo mejor Gutiérrez había retomado ese pasatiempo buscando lo mismo: matar o anestesiar un letargo de casi treinta años que lo seguía para todos lados desde la muerte de Magdalena.
Mientras esperaba a su rival en la terraza fijó su atención en lo que sucedía sobre su mesa. Dos hojas se encontraron frente a sus ojos gastados por la diabetes. Una de ellas tenía tonalidades amarillentas, parecía seca y frágil al tacto. Gutiérrez no tenía idea de botánica, pero fácilmente se dio cuenta de que era una nueva víctima del otoño que había llegado transportada por la misma brisa que desordenaba sus canas peinadas precariamente hacia atrás. La otra hoja aún mostraba su verdor, era del mismo tamaño que la otra y tenía muy marcada la línea del centro. Gutiérrez se mostró curioso al no ver ningún árbol a su alrededor que tuviera hojas parecidas.
Pero no eran ellas las que lo hicieron fijar su mirada, sino la sutil danza que realizaban. La de color verde en una de sus puntas estaba adherida a una pequeña gota espesa chorreada en el mantel que cubría la mesa. Gutiérrez mantuvo la vista clavada en el tenue movimiento de ambas, de tal modo que dejó de escuchar los bocinazos y contiendas de los autos que se encontraban atrapados. Por un momento estuvieron solos los dos pedazos de hojas, la brisa y él.
Cuando una se movía la otra también lo hacía, pero nunca de la misma manera; una parecía el reflejo distorsionado de la otra. La más seca acostumbraba a moverse intentando girar en círculos y dejando escapar un tenue rasguño o chirrido ocasionado por el roce de sus puntas con la superficie del mantel de papel. La verde, atrapada en la espesa gota, se movía en su base dando la impresión de querer escapar; a veces se levantaba y quedaba parada sobre la gota y la mesa: parecía estar pidiendo auxilio, que la sacaran de ahí y la llevaran a un lugar donde pudiera secarse, resquebrajarse en mil pedazos y por fin desintegrarse. Cuando eso sucedía la hoja seca intentaba sin éxito dar vueltas alrededor de la verde y su chirrido se transformaba en un desgraciado lamento. Para Gutiérrez estaba siendo un enigma el que ambas hojas se movieran como en una coreografía indescifrable. Nada había entre ellas que las uniera, pero aun así lo estaban. Solamente existía una tenue pero a la vez poderosa conexión en que el movimiento de una hacía que la otra no pudiera rechazar la invitación. Esa relación, junto a su ya lejano pasado de médico, lo obligó a buscar una explicación lógica y razonable que calmara su perplejidad. Hacía muchos años que no experimentaba la urgencia del tiempo ni pensaba en causas y efectos. Antes sí, y cuando esto pasaba, reaccionaba con una naturalidad que le daba la sensación de parecer dueño de los segundos y de la situación. En esa época podía estar con un paciente atormentado por el dolor, de un modo tan preciso, prolijo y concentrado como pocas veces alguien pudo haber visto.
Pasaron eternos segundos cuando ocurrió algo que lo llevó a sentir el mismo alivio que puede experimentar un maravillado espectador al descubrir el truco de un ilusionista: el sol comenzó a ocultarse detrás de los árboles de la avenida Infante proyectando una sombra en la taza de café y en una muy fina telaraña que ataba a ambas hojas. Gutiérrez volvió a respirar tranquilo. Al fin descifraba el enigma que lo unía de manera invisible a esas hojas y al viento justo cuando su rival entraba al Anda Lucía.
–Buenas tardes –dijo seriamente su adversario, que vestía la misma chaqueta café y chaleco gris de costumbre, sentándose en la misma mesa de batalla de siempre.
La joven que atendía el local ya había aprendido los códigos de esos encuentros. Dejó el tablero con las piezas sobre la mesa y les preguntó sin esperar respuesta si querían lo de siempre. Luego se marchó detrás de la barra y preparó dos cafés expresos con cuatro medialunas tibias.
Como siempre, Gutiérrez jugó con las blancas. Sin pensarlo abrió la partida de la única forma que sabía hacerlo: moviendo al peón que protegía a su reina dos casilleros más adelante para hacerse del centro del tablero. Su rival bloqueó rápidamente la jugada haciendo exactamente lo mismo con su peón.
Los primeros en ir cayendo fueron los peones de ambos lados, mientras los reyes y reinas permanecían en sus lugares sin derramar lágrimas por los caídos. A los tres minutos –y como en todas las partidas anteriores– la contienda se estaba inclinando a favor del dibujante: Gutiérrez había perdido sus dos purasangre. Desde las torres alcanzó a ver la desolación de su tropa y a un rival masticando lentamente su segunda medialuna. Su vista siempre se mantenía en dirección al tablero y reaccionaba a los golpes de Gutiérrez con inmediatez. Si su alfil blanco quedaba amenazando a un peón negro, este, casi como en un acto reflejo se replegaba a un lugar más seguro, aunque siempre lejos de su rey y de su reina.
Anticipando una nueva derrota Gutiérrez comenzó a desconectarse del tablero. Observó a la joven vestida de negro que limpiaba con un trapo el mesón de vidrio. Tenía su camiseta arremangada para aquella labor y sus brazos le mostraban sendos tatuajes; Gutiérrez vio en uno de ellos a una mujer desnuda encadenada a una mesa de sacrificios con una mortaja llena de sangre a los pies. Por unos segundos Gutiérrez creyó que la mujer desnuda agitaba los brazos pidiendo auxilio igual que la hoja verde adherida a la gota espesa. Se refregó los ojos y volvió a enfocar la mirada en el tatuaje. Pero era demasiado tarde, ya que la mesera había desarremangado su camiseta negra dejando de paso una estela de enigma y confusión sobre aquel pedazo de historia narrado en su piel. Gutiérrez sintió la necesidad imperiosa de acercarse a los brazos de la joven, pero le pareció vergonzoso pedirle que se arremangara nuevamente. Además, su rival estaba mirando fijamente el tablero como esperando su jugada.
Gutiérrez se encontraba agonizando en su partida y no sabía qué pieza mover. En esa parálisis comenzó a recordar la danza de las hojas. Pasaron segundos y no hacía su jugada, simplemente traía a ese presente la tenue brisa que movía las hojas. Su rival –como era su costumbre– miraba el tablero desde otro tiempo y en completo silencio.
¿Y si el dibujante solamente reaccionaba? –pensó Gutiérrez en uno de sus escasos momentos de lucidez–. A lo mejor había perdido todas las partidas porque ambos estuvieron haciendo una y otra vez los mismos movimientos que comenzaban con el peón de la reina avanzando dos lugares seguido por el bloqueo inmediato del reflejo de color negro. Había llegado el momento en que Gutiérrez hiciera algo radicalmente diferente.
Por segunda vez en el día y después de muchos años Gutiérrez volvía a la caza de una lógica y de un mundo en que las piedras eran atrapadas con una rigurosidad matemática por la fuerza de gravedad. Frente a su rival debía aislar variables y mover cada una de las piezas de un modo diferente a los juegos anteriores. Tenía que ser audaz, pero al mismo tiempo cauto y reflexivo: igual que cuando trabajaba con los pacientes.
A las puertas de estar realizando un gran descubrimiento decidió darse una pausa y concentrarse en sus jugadas como un verdadero estratega. Proyectó algunas movidas y pensó en lo que haría su hasta ahora impávido rival. Tomó la segunda medialuna y se la comió sin quitarle la vista al tablero ni por un segundo. Había un completo y respetuoso silencio esperando la jugada de Gutiérrez.
Esa atmósfera en el Anda Lucía –que actuaba paradójicamente como un potente escudo contra el ruido de la calle– solamente fue interrumpida por él mismo cuando chasqueó sus dedos de la misma forma como lo hizo muchas veces –y de manera absorta– en su época de médico para identificar el estado de conciencia de sus agónicos pacientes.
Chac, chac, chac
Chac, chac
Chac, chac, chac
El alfil blanco amenazó al rey negro. ¡Era la primera vez que Gutiérrez le hacía jaque al rey del oponente! El de barba continuó en silencio. Más de alguien se habría dado cuenta de que la amenaza al rey no era mortal. El dibujante podría haberse zafado rápidamente de la situación moviendo la torre tres casilleros a la derecha. Pero no hizo nada, salvo tomarse la cabeza con ambas manos. Pasó un largo rato y la escena se transformó en una fotografía que se interrumpió con la declaración escueta de su derrota. Parecía que su mirada se encontraba fija en momentos y lugares oscuros y ensordecedores.
–Me ganó –dijo casi susurrando.
Inmediatamente Gutiérrez pidió la cuenta y, como siempre, la joven mujer las trajo por separado. Cada uno pagó en efectivo y en el apretón de manos de despedida fue Gutiérrez el que intentó asegurar la próxima partida:
–Nos vemos el próximo lunes, a la misma hora.
Su rival le estiró la mano –casi sin vida, con tiritones– y en un acto instantáneo se fue por el mismo camino por