El jardín de los suspiros
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El jardín de los suspiros - Antonio Rojas Gómez
978-956-338-415-4
CAPÍTULO PRIMERO
En el que Coscorrón Colorín conduce a la princesa Monserrina a un lugar maravilloso.
El señor Flores humedecía con su regadera azul unos estupendos crisantemos en el portal de su tienda. La llovizna fina caía suave sobre los pétalos blancos, de manera que las gotas se equilibraban en ellos como diamantes que brillaban al sol. Los había ubicado a la entrada, pues eran la atracción de su tienda. Quería que lucieran frescos, luminosos e irresistibles.
El señor Flores amaba a las flores, y también a los animales. Por eso, cuando desvió la vista de sus estupendos crisantemos, le llamaron la atención la niña y el perro que se aproximaban por la acera del frente.
–¡Florinda! –llamó–. ¡Florinda! Ven a ver esto, que vale la pena.
Del interior, entre macetas de plantas, canastillos con gladiolos, rosas y claveles, emergió la figura baja y gruesa de su esposa.
–¿Qué ocurre, hombre? ¿A qué viene tanto alboroto?
–¡Mira… mira! –exclamó el señor Flores, entusiasmado, mientras su dedo índice señalaba a la pareja–. ¿No dirías que esa niña y el perro conversan como si ambos fuesen humanos?
La señora Flores no compartía el entusiasmo de su marido.
–¡Pamplinas! –exclamó–. ¿De dónde sacas eso?
–Pero fíjate como le habla la niña.
–Todos los niños hablan con sus perros cuando los sacan a pasear; incluso lo hacen algunos adultos.
–Sí, pero este perro le contesta. Fíjate, la mira, le da un par de ladridos y luego se queda escuchando. Ella le dice algo y él vuelve a ladrar.
–¡Pamplinas! –repitió la señora Flores–. Olvídate de los animales y preocúpate más de nuestro negocio, que ha decaído bastante.
–Ya se compondrá –dijo el señor Flores, sin dejar de mirar a la niña y al perro que habían cruzado frente a su tienda y se dirigían hacia una antigua plaza en la que jugaban los niños a esa hora de la tarde.
–Por supuesto que se va a componer, siempre que dejes de perder el tiempo mirando el rabo de los perros y te dediques a nuestras flores –le reprochó doña Florinda.
–No te preocupes, mujer –repuso el señor Flores–; recuerda que Perversín ha prometido que nos hará millonarios.
–¿Y tú le crees a Perversín?
–¿Y por qué no habría de creerle? Es uno de nuestros proveedores más eficientes. Fue él quien nos trajo estos crisantemos desde su reino de Malvadonia.
–¡Perversín…! ¡Perversín de Malvadonia! –masculló doña Florinda–. Hay algo en ese tipo que no termina de gustarme.
–Tú siempre pensando mal de todo el mundo… Se te agriará el carácter y te volverás tan amarga como un vaso de vinagre.
El señor Flores movió la cabeza e ingresó a la tienda, donde su mujer se había refugiado tras el mesón.
Entretanto, la niña y el perro ya se encontraban en la plaza, engalanada con columpios, balancines y toboganes. Las madres y las nanas cuidaban a los pequeños que jugaban en el prado, bajo los árboles a cuya sombra habían crecido muchas generaciones de chicos como los que en ese momento correteaban alborozados. El señor Flores se habría ido de espaldas si hubiera estado allí cuando la niña le preguntó al perro:
–¿Es aquí, Cosco? ¿Estás seguro de que esta es la plaza?
El perro movió la cabeza afirmativamente y respondió:
–Guau guau… –Y luego insistió, aún más enfático–: ¡Guau... guau… guau!
Entonces la niña le acarició la cabeza y lo tranquilizó:
–Está bien, Coscorrón Colorín, no te enfades. Tú sabes que te quiero y confío en ti. Quería asegurarme, porque hay varias plazas como esta en el reino de Pica.
Pero el señor Flores se encontraba en su tienda floral, tratando de no dar importancia a los rezongos de su esposa Florinda porque nadie entraba a comprar.
El perro era Coscorrón Colorín, y la niña, la princesa Monserrina. Ella entendía el lenguaje de los animales, por lo que el señor Flores estaba en lo cierto cuando presumió que charlaban de igual a igual mientras se apresuraban hacia la plaza.
Coscorrón guiaba a la