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Emilio de Castbaleon: El arquero sin suerte
Emilio de Castbaleon: El arquero sin suerte
Emilio de Castbaleon: El arquero sin suerte
Libro electrónico444 páginas6 horas

Emilio de Castbaleon: El arquero sin suerte

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Información de este libro electrónico

En el interior de Emilio de Castbaleón se ha hecho el silencio. Para sus sentidos solo existen el arco, la f echa y la diana situada al fondo del estadio. Contiene el aliento mientras apunta y cuando siente que el momento ha llegado, exhala. En ese mismo instante suelta la cuerda y libera la saeta. El proyectil surca veloz la distancia que separa al arquero de la diana y hace un blanco perfecto en el centro de esta. Recién entonces, Emilio regresa y vuelve a sentir la caricia de la brisa sobre su piel, oye los vítores del público que lo ovaciona de pie y en su rostro se dibuja una sonrisa de satisfacción. Es la primera vez que el muchacho participa en una competencia y ha podido comprobar que lo que dice la gente es cierto: es tanto o más talentoso que su padre.
Desafortunadamente para él, con tan solo 14 años, sus sueños están a punto de verse truncados. Minutos antes de comenzar su turno, Emilio se vio involucrado en un confuso incidente que, como pronto podrá comprobar, hará que su increíble habilidad con el arco se esfume por completo. Confuso y perdido, se verá sumido en un período de oscuridad que lo arrastrará a él y a su familia a una profunda crisis. Sin embargo, llegará el momento en que el joven Emilio deberá levantar cabeza y embarcarse en una travesía para recuperar su talento perdido, que lo llevará a convertirse en protagonista de una aventura épica para proteger a sus seres queridos y la seguridad de todo el Reino de Montes Elquinos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2015
ISBN9789563381412
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    Emilio de Castbaleon - Daniel Leal

    EMILIO DE CASTBALEÓN,

    el arquero sin suerte

    DANIEL LEAL ARANCIBIA

    EMILIO DE CASTBALEÓN,

    el arquero sin suerte

    Autor: Daniel Leal Arancibi

    www.emiliodecastbaleon.cl

    Ilustrador: Fabian Todorović Karmelić

    www.personajesilustrados.com

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Editorial Forja

    General Bari N°234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Primera Edición: marzo, 2014.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: 224.581

    ISBN: Nº 978-956-338-141-2

    A Emilia, Alejandra y Felipe,

    pequeñas personas que iluminan nuestra existencia

    con sus enormes espíritus.

    Libérenlos como saetas ardientes.

    El joven y talentoso arquero sin suerte

    1

    Es el V Torneo de Arquería de la comarca de San Alfonso del Río Negro, uno de los más importantes de la Región de Aramía, en el extremo sur del Reino de Montes Elquinos, y el joven Emilio de Castbaleón siente que este es el momento ideal para probar sus habilidades. Desde pequeño, su padre, don Álvaro de Castbaleón, un noble y legendario arquero, se ha preocupado de que entrene todos los días, hora tras hora, para mejorar sus aptitudes con el arco. Y todo ese entrenamiento ha dado sus frutos, pues el joven Emilio es, a sus catorce años, uno de los mejores y más prometedores arqueros de la comarca, según su padre.

    El día del Torneo, Emilio casi no probó bocado del desayuno que su madre, doña Constanza, le había preparado especialmente para la ocasión. Ella se había levantado un poco más temprano de lo habitual y había dado instrucciones al ama de llaves y al jardinero, para que se dedicaran solo a sus menesteres y que no importunaran a su hijo por nada del mundo. Así, ella misma preparó los alimentos matutinos que consideró esenciales para la nutrición de su querido retoño.

    Pero Emilio poco disfrutó de los agasajos que su madre había dispuesto para él. Estaba concentrado en el Torneo, pero también se sentía muy nervioso por su debut como arquero. Una vez que terminó lo poco que se sirvió, pidió permiso a sus padres para retirarse de la mesa y se fue a su alcoba. Allí, sobre su cama, se encontraban su viejo arco y un par de flechas rotas. Se quedó largo rato mirando el arma con un gesto de añoranza en el rostro, hasta que su ensimismamiento fue interrumpido abruptamente por unos suaves golpes en la puerta de su habitación.

    —Hijo, ¿podemos pasar? —preguntó su padre.

    —Claro, pasen, pasen.

    —Emilio —se adelantó su madre tomando sus manos—, sabemos lo importante que es este día para ti. Por eso queremos que entiendas que, pase lo que pase en el Torneo, estaremos contigo.

    —Tu madre tiene razón, hijo. Estamos seguros de que darás lo mejor de ti y por eso estamos muy orgullosos.

    —Gracias, mamá; gracias, papá —dijo Emilio con un hilo de voz.

    —Eso no es todo. Tu padre tiene algo para ti…

    —Toma, hijo —dijo don Álvaro haciéndole entrega de un nuevo arco—. Espero que te guste.

    Emilio lo recibió gustoso y mostró una gran sonrisa de satisfacción. Era un poco más grande que el viejo y estaba construido en madera de arce traída directamente del norte del reino, finamente tallada, con empuñadura de seda y protector de cuero de dragón blanco. Pero lo más llamativo era la inscripción tallada en él: "Tensa tu espíritu, llénalo de vida y libéralo como saeta ardiente".

    —Muchas gracias —soltó Emilio abrazando a sus padres.

    —Falta algo más —dijo doña Constanza entregándole un último obsequio.

    Emilio miró el nuevo regalo con emoción y le dio un sonoro beso a su madre. Nunca había tenido su propio carcaj, siempre se había visto obligado a transportar sus flechas en la mano, pero ahora tenía el suyo propio. Elaborado en piel de león aramés, tenía un par de pequeñas piedras preciosas incrustadas que realzaban su belleza. Estaba lleno de flechas de roble y plumas de coltén real. Por fin tendría sus propias flechas.

    —Hijo, ya es hora, debes partir. Te estaremos observando desde las tribunas.

    Pero, antes de salir, Emilio tomó con cariño su arco viejo y lo ubicó en un sitial de honor en la pared de su habitación.

    —Papá, mamá, muchas gracias. No los defraudaré.

    Acto seguido, Emilio se colgó el carcaj del hombro, tomó su arco nuevo, y salió corriendo rumbo al estadio donde se desarrollaría el torneo.

    2

    El estadio de la comarca estaba ubicado en pleno bosque. Había sido construido adaptándolo al entorno natural, sin derribar ningún árbol, como la mayoría de las edificaciones de la Región de Aramía. Ya fueran valles, bosques, prados o desiertos, el entorno era tan importante como las comodidades de sus habitantes y, por ello, el respeto de la naturaleza era fundamental para los aramenses.

    El torneo, en sus escasos años de existencia, se había transformado en una gran fiesta tradicional de la comarca y gente de toda la región concurría a ver la competencia y a participar de los carnavales, donde la comida y la bebida abundaban por doquier.

    Por ello, mientras Emilio corría colina abajo rumbo al estadio, se topó con mucha gente conocida que se dirigía al coliseo, pero también con muchos extraños.

    —¡Eh, joven Emilio! ¿Va a competir? —le preguntó al pasar Omar Canto, el panadero.

    —¡Sí! —contestó Emilio con un grito que se desvaneció a medida que continuaba su carrera.

    —¡Buena suerte!

    —¡Gracias!

    Y lo mismo ocurrió cuando pasó junto al almacén de verduras, al taller del carpintero y a la casa del herrero. Había mucha gente que esperaba con ansias el debut de la joven promesa local.

    Al llegar al estadio, Emilio disminuyó la velocidad y pasó mirando con curiosidad junto a los puestos de los comerciantes.

    —¡Plumas de coltén real, para sus flechas! ¡Llévelas por dos monedas de oro y una de plata! ¡Plumas de gaviol, por una de oro y tres de plata!

    —¡Flechas, compre aquí sus flechas! ¡Arce, roble, cedro, nogal!

    La gran variedad de artículos de arquería (y sus precios) sorprendieron a Emilio, quien hasta entonces solo conocía de cerca su viejo arco. Ya con eso el muchacho se dio cuenta de que el Torneo iba a ser una experiencia muy enriquecedora.

    Dejando atrás los puestos de los comerciantes, se aproximó con paso tranquilo al estadio, donde vio un gran letrero colgado que decía:

    V TORNEO DE ARQUERÍA DE LA COMARCA

    DE SAN ALFONSO DEL RÍO NEGRO

    Inscripción de competidores

    Emilio se acercó a la mesa que estaba bajo el cartel, donde un hombre mayor amablemente le preguntó:

    —¿En qué puedo servirle, joven?

    —Vengo a inscribirme en el torneo.

    El hombre observó a otros dos que se hallaban cerca y los tres se largaron a reír a carcajadas.

    Emilio los miró inocentemente y esbozó una sonrisa, ignorando cuál sería el motivo de tanta risa.

    —Muy bien, muchacho. Dime tu nombre.

    —Emilio de Castbaleón, señor.

    Las risas de los hombres se apagaron de golpe y el encargado de las inscripciones miró detenidamente al muchacho.

    —¿Ha dicho Emilio de Castbaleón…, el hijo de don Álvaro de Castbaleón?

    —El mismo, señor. ¿Hay algún problema?

    —Ninguno, joven —dijo el encargado mientras anotaba el nombre en una planilla—. Entre al estadio y diríjase a la zona de sorteo. Allí conocerá a sus rivales y sabrá cuál será su turno. Buena suerte, joven.

    Aún extrañado por el incidente, Emilio dio las gracias al encargado y siguió sus instrucciones. Dentro del coliseo, vio a un gran número de participantes, todos ellos hombres adultos, fuertes y serios. Algunos le dirigieron miradas despectivas, otros ni siquiera le tomaron en cuenta.

    Claro que esa actitud cambió cuando llegó el momento del sorteo, que tuvo lugar una media hora después de que Emilio entrara al estadio.

    Uno a uno fueron pasando los participantes, quienes recogían un papel de una caja, en el que estaba marcada la sección y el turno en el que les tocaría participar. Cuando por fin le tocó a Emilio, varios de los competidores se voltearon a mirarlo con curiosidad al oír su nombre.

    —¡Sección 3, octavo turno! —exclamó el anunciador—. ¡Será rival de don Fernando de Fuegoargón!

    Durante varios minutos, que parecieron una eternidad, Emilio sintió que todos los ojos de los presentes en el estadio estaban puestos sobre su nuca. Y lo cierto es que así fue, pues un gran número de espectadores ya había tomado su lugar en el coliseo. Uno de los competidores se acercó a él y le dijo amablemente:

    —Hola, muchacho.

    —Buenos días, señor.

    —Nada de formalidades, por favor. Mi nombre es Samuel Altoencina. Te veo algo nervioso, chico.

    —Lo estoy.

    —Bueno, es mejor que te calmes un poco para que puedas disfrutar del Torneo. Siempre es difícil la primera vez, pero verás que cuando sueltes la primera flecha, todo va a andar bien.

    —Gracias, señor…, perdón, Samuel.

    Una vez que los nervios de Emilio se tranquilizaron un poco, dirigió su mirada hacia las graderías, intentando encontrar allí a alguien conocido, hasta que lo consiguió. Entre el público vio que se alzaba una delicada mano blanca, bajo la cual logró distinguir una larga cabellera rojiza. Era Catalina De San Marfil y a su lado estaba el corpulento Jaime Otarvalo. Emilio se acercó a la barda que separaba la tribuna del campo de tiro y acordó con ellos, sus mejores amigos, reunirse afuera del estadio.

    —¡Emilio! —exclamó Catalina una vez que se reunieron en el exterior del coliseo, casi saltando sobre el joven arquero, y rodeándolo con sus brazos—. Te vinimos a alentar, seguro que ganarás el Torneo.

    —No sé si podré ganarlo, pero voy a dar lo mejor de mí.

    —Así se habla —dijo Jaime estrechándole la mano con bastante menos efusividad que la muchacha.

    Los tres se conocían desde la infancia, habían sido educados por la misma institutriz y habían compartido sus mayores aventuras. El único que faltaba en el grupo era Carlos Fantón de la Sierra, un muchacho delgado y bastante enfermizo, quien precisamente ese día, había amanecido algo delicado de salud.

    —Pasamos a ver a Carlos, pero no se sentía muy bien —le explicó Jaime a Emilio.

    —De todos modos te mandó muchos saludos y te desea suerte para que ganes el Torneo —acotó Catalina.

    —Gracias. A los tres. Me tranquiliza mucho verlos aquí.

    —¿Cómo nos íbamos a perder tu gran debut? —exclamó entusiasta la muchacha—. A todo esto, la competencia va a empezar, ¿por qué no vamos a verla?

    —Me pone un poco nervioso. Vayan ustedes, si quieren; voy a esperar a mis padres.

    —Ellos ya llegaron —dijo Jaime—. Están en las graderías. ¿Quieres que te acompañemos?

    —Si no les importa perderse el inicio del Torneo…

    —No, no importa…, ven, vamos a comer algo.

    Catalina tomó a Emilio de la mano y lo llevó a uno de los puestos de alimentos.

    —¿Qué quieres comer? Yo invito.

    —Gracias, pero no tengo hambre.

    —Pero hay astillas de jalombalí, tus favoritas.

    —Entre tantas otras cosas —intervino Jaime.

    —Él se lo pierde, entonces.

    —Tal vez después de mi turno… Creo que ahora es mejor entrar al estadio.

    —Está bien —dijo Catalina en voz baja mirando al suelo—. Vamos a estar gritando por ti.

    Y dándole un sonoro beso en la mejilla, se alejó de Emilio. Jaime, por su parte, le dio una buena palmada en el hombro deseándole buena suerte en el Torneo.

    3

    Las graderías del estadio estaban repletas de un público enfervorizado. Uno a uno se habían ido sucediendo los entrenamientos y ya varios participantes habían sido eliminados. El turno de Emilio se acercaba. En ese momento se enfrentaban Hermes Saltofor y Gaspar Mastrada, duelo del que saldría su eventual rival en la siguiente fase. La primera ronda de 6 flechas la había ganado Saltofor por 43 puntos contra solo 36 de su rival. En la segunda ronda el enfrentamiento fue más reñido y Mastrada se impuso por solo dos puntos, quedando la cuenta 39 contra 37. Mastrada había reído socarronamente tras vencer, provocando la molestia de su contendor y del público, que lo había abucheado sonoramente. Pero eso no pareció afectarle, pues finalmente se impuso cómodamente por 44 contra 35, ganando así el duelo.

    El público, molesto por la falta de caballerosidad y espíritu deportivo, pifió y abucheó durante un largo rato al vencedor, que se mofaba burlonamente del derrotado Saltofor. El rechazo del público molestó a Mastrada, quien se retiró furioso del círculo de lanzamiento y, para su infortunio, Emilio se encontraba justo en su camino. Mastrada lo tomó firmemente por los brazos y lo arrojó hacia un lado como una pluma. Emilio cayó pesadamente al suelo, pero se incorporó casi de inmediato, sin más heridas que la de su orgullo y un vistoso raspón en el brazo derecho.

    Emilio sintió el enorme impulso de gritarle un par de groserías, pero no supo si el sentido común o si los terribles nervios que sentía, le impidieron hacerlo.

    —¡Hey, muchacho! —oyó que una voz le llamaba haciéndose oír por sobre los gritos de la multitud—. Tranquilo, chico. Déjame ver tu brazo —le dijo Samuel Altoencina examinando el raspón—. No es nada de qué preocuparse, creo que podrás tirar sin problemas. Pero tus nervios dicen otra cosa. Ten, bebe un poco.

    Samuel le extendió a Emilio una pequeña botella y le dio a beber unas gotas de un líquido dulzón que lo calmaron casi de inmediato.

    —Gracias, Samuel, ya me siento mejor.

    —Eso quería oír. Ya es tu turno, muéstranos lo que tienes.

    Emilio ingresó al círculo de lanzamiento donde ya lo esperaba Fernando de Fuegoargón.

    —¿Estás bien, chiquillo? —le preguntó.

    —Sí, estoy bien —contestó Emilio sin disimular la molestia de ser llamado chiquillo.

    El árbitro del Torneo se le acercó y, con más amabilidad que su rival, le preguntó si ya estaba listo.

    —Sí, señor —respondió con seguridad.

    El primero en disparar sería Fuegoargón. Con toda calma extrajo una flecha de encino y pluma de gaviol de su carcaj y con maestría tensó su arco. Su primer disparo fue de 8 puntos, un muy buen inicio. A continuación, Emilio sacó una flecha de roble de su nuevo carcaj y tensó suavemente el arco. Con mucha concentración observó la primera diana, la banderilla que indicaba la dirección del viento, la flecha de encino de Fuegoargón y, de pronto, sintió que todo el ruido del estadio se apagaba dejándolo solo con su arco, su flecha y el blanco. Cuando sintió que el momento había llegado, exhaló lentamente, soltó con suavidad la cuerda y su flecha inició su frenético viaje rumbo a la diana. Entonces, el círculo central pintado de amarillo fue mancillado por un violento y perforador golpe al incrustarse la flecha en la zona de máxima puntuación. Emilio sintió entonces la ovación de la multitud. Dirigió la mirada hacia donde debían estar sus amigos y alcanzó a ver que Catalina le enviaba un beso a la distancia. Cerca de ellos, sus padres aplaudían con fervor.

    Con la cuenta en el primer turno de 8 a 10, Fuegoargón volvió a tomar su lugar en el círculo de lanzamiento y su siguiente tiro estuvo a punto de lograr la máxima puntuación, pero no lo consiguió por muy poco. Emilio, ya más confiado en que podría ganar, se dispuso a disparar siguiendo el mismo procedimiento anterior. Fue entonces cuando las cosas comenzaron a ir mal. Siguió tan concentrado como cuando realizó su primer tiro, pero la flecha estuvo lejos de lograr la puntuación ideal. Obtuvo solo dos puntos. Y se pondría peor, pues en varios lanzamientos no logró siquiera acertar a la diana. La confianza en sí mismo iba menguando con cada lanzamiento que hacía, y al final de la segunda ronda, cuando su derrota ya estaba decidida, no creía ser capaz ni de atinarle a un megamastón, aunque lo tuviera a su lado.

    El estadio estaba en silencio. Aquellos que habían ido a ver el debut de la joven promesa local estaban estupefactos, y los padres y amigos de Emilio no podían creer lo que acababa de ocurrir. Emilio de Castbaleón no solo había sido derrotado: había sido humillado.

    4

    Con su honor destrozado, su orgullo lastimado y como si sangrara por cada parte de su ser, Emilio abandonó el estadio y se internó en el bosque, buscando un lugar lo suficientemente alejado para poder llorar sin que nadie lo viera. Pero al encontrar un buen refugio, las lágrimas no quisieron salir. Se encaramó en un árbol y se tendió sobre una de sus gruesas ramas, tratando de encontrar una explicación a lo que había ocurrido en el Torneo. Había entrenado durante tanto tiempo, puliendo las habilidades naturales que, según decían, había heredado de su padre, quien a menudo le decía que llegaría a ser un arquero mucho más grandioso de lo que él había sido. Ahora todo estaba arruinado: los sueños de su padre y los suyos propios.

    La maldición de la familia De Castbaleón

    1

    Tres días estuvo Emilio en el bosque sin comer y bebiendo muy poca agua de los manantiales o arroyos que abundaban en la zona. Tres días durante los cuales todos los habitantes de la comarca lo habían buscado desesperadamente, mientras finalizaba el Torneo que coronó a Samuel Altoencina como el mejor arquero en la comarca. Tres días durante los cuales el joven Emilio de Castbaleón sintió que abruptamente había dejado de ser un niño.

    Al cabo de aquel tercer día, caída la noche, el hambre pudo más y obligó a Emilio a regresar a casa. Aprovechó la oscuridad para recorrer los senderos sin ser visto, hasta llegar a su hogar. Una vez allí, se metió a hurtadillas en la cocina para buscar algo de comer.

    —¿Emilio? —oyó la voz de su madre.

    El muchacho trató de ocultarse, pero no encontró un lugar apropiado.

    —Hijo, no sabes lo preocupada que he estado por ti.

    —Mamá…, lo siento, no sé qué decir —dijo Emilio, sintiendo que las lágrimas por fin le iban a brindar algún desahogo.

    —¿Por qué huiste así?

    —¿No es evidente, mamá? No podía, no puedo mostrarle la cara a nadie, ni siquiera puedo presentarme frente a mi padre. Me humillé delante de él y, de paso, lo humillé a él también.

    —Hijo, tu padre no siente eso.

    —¿Eso crees? Ha estado durante dos minutos allí parado y no me ha dirigido la palabra —dijo Emilio con amargura y un nudo en la garganta que volvió a oprimir sus rebeldes lágrimas.

    Efectivamente, don Álvaro había estado allí durante un par de minutos tras los cuales se retiró al saber que su hijo había notado su presencia.

    —No sé qué pasó, mamá. Pero no fue algo normal. Mi rival dijo que era un fiasco y que mi primer tiro había sido pura suerte. No es cierto, mamá. Lo sentí…, siempre supe que iba a dar en el centro.

    —Tranquilo, mi amor, ya habrá tiempo para pensar en eso. Ahora es mejor que comas algo y descanses.

    2

    A la mañana siguiente, mucho más temprano de lo habitual, Emilio se levantó, tomó su viejo arco y salió al campo de entrenamiento. Se dispuso a disparar, pero se contuvo. ¿Por qué había fallado de forma tan desastrosa? No era un mal arquero, de hecho era muy talentoso. No habían sido los nervios, pues había logrado calmarlos antes de realizar su primer tiro. ¿Habrá sido la presión que sintió durante el Torneo? No, no podía ser, se había sentido feliz de poder participar y nunca se fijó como meta obtener el título de campeón. Y ese primer tiro no había sido suerte..., no, esa era su verdadera habilidad.

    Esperó fuera de su casa hasta que vio salir a Miguel Ángel, jardinero y asistente de la familia, devoto y leal servidor de don Álvaro. Se escabulló para que no lo viera y se metió presuroso a la casa, evadiendo también la mirada de Blanca, la criada. Alcanzó a llegar hasta el comedor sin ser visto, pero allí se encontró frente a frente con su padre.

    —Papá, no sé qué decirte.

    —Yo tampoco, hijo.

    Sin decir más, Emilio cogió una hogaza de pan de la mesa, le metió una rebanada de queso y otra de jamón de jalombalí y salió casi corriendo del comedor. En su apuro, no pudo oír a su padre susurrando con amargura un te quiero, hijo.

    Doña Constanza, que sí escuchó a su marido, se le acercó y le dijo:

    —¿Por qué no se lo dijiste de frente?

    —No puedo. Él decidió pasar por esto solo, no debo entrometerme.

    —Siempre te has entrometido en su vida. ¿Por qué ahora no puedes? Ahora que él te necesita..., necesita el pilar que siempre has sido para él.

    —Porque él lo decidió así. Decidió afrontar esto como un adulto. Compréndelo, amor, él ya no es un niño.

    —Aun así, te necesita.

    Entrada la mañana, Emilio, recostado sobre su cama, sintió que llamaban a su puerta. No atendió y esperó a que quien quiera que fuese, se aburriera y se fuera. No ocurrió.

    —Emilio, abre la puerta, por favor.

    Era la voz de Catalina. Durante sus días de autoexilio en el bosque, había estado evitando pensar en ella, pero cada vez que creía que lo había conseguido, volvía nuevamente a ocupar un lugar de privilegio entre sus cavilaciones.

    —Vete, por favor, no quiero ver a nadie —dijo Emilio con el dolor de su alma.

    —No me voy hasta que abras esta puerta.

    La voz de la muchacha se oyó muy seria y Emilio sintió el ruido que hacía al sentarse apoyando la espalda contra la puerta. Testarudamente, él dejó pasar un buen rato sin moverse siquiera, pero finalmente desistió y abrió.

    —¿Qué haces aquí, Catalina?

    —Solo quise traerte algo de compañía, creo que la necesitas. ¡Chicos, vengan!

    Respondiendo el llamado de Catalina, Jaime y Carlos corrieron a la habitación de Emilio, antes de que su amigo los sacara a empujones de su casa. Jaime saludó con un sobrio apretón de manos, en cambio Carlos fue más efusivo y le dio un abrazo que Emilio sintió tan sinceramente cariñoso como molesto.

    —Hola, amigos, pasen. Creo que me vendrá bien un poco de compañía.

    El silencio acompañó durante largo rato a los amigos. Emilio, tendido sobre su cama, encontró la forma ideal de evitar encontrarse con la mirada de sus compañeros. Aun así, sabía que el tema que trataba de evitar pronto saldría a la luz.

    —Quiero que sean totalmente sinceros conmigo —dijo adelantándose a que alguno de ellos rompiera el silencio con una pregunta incómoda—. ¿Qué tienen en mente, qué es lo que los trae por aquí?

    —Bueno —se apresuró a responder Catalina—, a hacerte compañía. Sabemos que no lo estás pasando bien.

    La chica era honesta, pero Emilio sabía que había algo más. Y así lo hizo notar Jaime, quien no acostumbraba a andarse con rodeos.

    —Queremos saber qué pasó en el estadio, durante el Torneo.

    Catalina le dirigió una fugaz mirada recriminatoria, pero ya era tarde.

    —Emilio, te hemos visto entrenar mil veces —intervino Carlos— y nunca te vimos fallar más de dos tiros seguidos. ¿Qué te pasó?

    Emilio se sentó de golpe en la cama y miró a sus tres amigos. Catalina se veía incómoda, Jaime mantenía su expresión inmutable y Carlos esperaba nervioso una respuesta.

    —Si lo supiera...

    —¿Por qué huiste? —interrumpió Catalina, dejando salir una pregunta cuya respuesta lo había mortificado durante tres días.

    —No podía..., aún no puedo..., no puedo explicarlo. No sé por qué lo hice. No sé nada de nada. Solo siento que todo lo que está pasando es muy extraño.

    Emilio se puso de pie y se dirigió a la ventana. Contempló con añoranza el horizonte, miró con tristeza a sus tres amigos y saltó por la ventana para echarse a correr sin rumbo fijo, no sin antes coger el viejo arco que había dejado tirado en el campo de entrenamiento. Lo único que alcanzó a oír fue el grito de Catalina pidiéndole que no se fuera.

    3

    Las noticias sobre la nueva huida de Emilio no tardaron en propagarse por toda la comarca, lo que no hizo más que aumentar el descrédito de la familia De Castbaleón.

    Por años, el clan De Castbaleón había sido uno de los más respetados de San Alfonso del Río Negro, llegando a ser una de las familias más nobles de la región de Aramía, tanto por los servicios que frecuentemente prestaba al reino, como por su desinteresada preocupación por la comunidad. A todo ello se sumaba la enorme fama de la que gozaba don Álvaro por sus extraordinarias dotes de arquero, las que había puesto en incontables ocasiones al servicio del mismísimo Rey de Montes Elquinos. Y, por si todo ello fuese poco, se había casado con una de las damas más hermosas, instruidas y distinguidas de toda la región.

    Eso explicaba por qué la comunidad de la comarca había estado siempre tan pendiente del futuro del joven Emilio de Castbaleón, de quien se esperaban muchas satisfacciones.

    Pero la fama había despertado, sin quererlo, la antipatía de algunos envidiosos. Y fueron ellos, precisamente, los que se encargaron de difamar a Emilio trás su estrepitosa derrota en el Torneo de Arquería, y luego a su familia, después que el muchacho volvió a desaparecer. La mayoría no hizo eco de la palabrería de estos insidiosos, pero con el tiempo, a medida que la conducta de Emilio empeoraba, algunos de los que admiraban a los De Castbaleón comenzaron a perder el respeto por la otrora connotada familia.

    Aquella mañana en que Emilio saltó de la ventana de su cuarto ante las miradas atónitas de sus amigos, el muchacho se perdió nuevamente en el bosque, y huía cada vez que sentía que alguien se acercaba a sus escondrijos.

    Con ramas de árboles caídos, fabricó algunas flechas artesanales, ayudado por el útil cuchillo multiusos de Miguel Ángel, que había tomado prestado al pasar. Las nuevas saetas le iban a servir para comprobar qué tan mal andaba su arquería. Con su viejo arco en la espalda y las flechas en la mano, recorrió largos tramos en el bosque, alejándose de los senderos que solían frecuentar los vecinos de la comarca, y buscando un sitio donde nadie pudiera encontrar las marcas de sus lanzamientos.

    Después de un par de días deambulando por el bosque, cuando por fin encontró un lugar adecuado para hacerlo, instaló una improvisada diana y tomó distancia para probar sus tiros. Colocó una de las flechas en el arco, tensó la cuerda, tal como solía hacerlo durante sus entrenamientos, y tal como había hecho en el Torneo. El Torneo. El día de la competencia llegó a su cabeza como un recuerdo cruel y distante. Tal vez lo era…, nunca había estado más de tres días sin disparar una flecha.

    El ojo izquierdo cerrado, el derecho haciendo puntería, la concentración. Bueno, la concentración era otra cosa. Soltó la cuerda, la flecha voló directamente hacia el blanco y… Falló.

    Furioso a causa del nuevo fracaso, tomó una segunda flecha, tensó su arco, disparó y cerró los ojos. Al abrirlos, lo único que vio fue la diana intacta. Tensó su arco una tercera vez, pero cuando estuvo a punto de soltar la cuerda, desistió de hacerlo. No tenía caso, iba a volver a fallar, tanto como lo intentara. Lo sabía.

    Aún más furioso que antes, tomó las flechas que aún no había disparado y las destrozó como si fueran la causa de su rabia y su dolor. ¿Qué fuerza poderosa había sido tan cruel y perversa como para quitarle aquello que más le gustaba?

    Emilio sintió que su espíritu, aquel que su abandonado nuevo arco le motivaba a llenar de vida y liberar como una flecha, se desvanecía en un enorme mar de desolación y caos.

    Después de su fallido intento con el arco, Emilio ocultó el arma en el bosque y regresó a casa más delgado, hambriento y retraído. Don Álvaro lo esperaba junto a la puerta de entrada, como si hubiera intuido su regreso.

    —Hijo, vete de inmediato a tu cuarto —le dijo con dureza, pero sin elevar la voz—. Te prohíbo salir de allí hasta que yo lo diga.

    A pesar del hambre que tenía, Emilio obedeció a su padre, pasó junto a él dejando caer el viejo arco y se encerró en su habitación. No tenía ganas de protestar, ni siquiera de hablar con él sobre lo que le estaba pasando. Así que se metió en su cama y durmió durante toda la noche.

    4

    —Joven Emilio —susurró Blanca por la mañana, tras entrar a su habitación—, le traigo el desayuno.

    Emilio, que ya estaba despierto desde un poco antes, no respondió y esperó a que la criada se retirara. Cuando sintió que se alejaba de su habitación, abrió la puerta y encontró en el suelo una bandeja con pan, un pocillo con dulce de moras y un vaso de leche. El muchacho tragó todo con rapidez, pero se sintió desilusionado por lo escaso de los alimentos. Seguramente era parte de su castigo. Pero él no estaba dispuesto a pasar hambre. Se escabulló por la ventana y, sin que nadie lo viera, ingresó al huerto de doña Lucía Medialba, su vecina. Cogió algunas frutas y se las llevó de vuelta a su habitación. Lamentablemente meterse por la ventana no era tan fácil como escabullirse por ella. Y para mala fortuna suya, quien lo sorprendió fue su padre.

    —¿Por qué saliste de tu habitación sin que yo lo autorizara? —le dijo secamente.

    —Tenía hambre, necesitaba comer algo.

    —Blanca te llevó desayuno.

    —Era muy poco.

    —¿Y qué quieres? ¿Un banquete? ¿Y de dónde has sacado esas frutas? Emilio no respondió.

    —Estas frutas son del huerto de doña Lucía. ¿Tú se las pediste? Emilio no respondió.

    —¿Las robaste? —preguntó perdiendo un poco los estribos.

    Y Emilio no respondió. Don Álvaro le exigió devolver las frutas a su vecina y ofrecerle personalmente una disculpa por su acción tan impropia.

    —Doña Lucía, siento molestarla —dijo don Álvaro al llegar a su casa—. Emilio tiene algo que decirle.

    —Tome —dijo el muchacho de mala gana.

    —¿Y esto? —preguntó la dama.

    —Emilio las tomó de su huerta y viene a pedirle una disculpa.

    —Pero no hay cuidado, él puede tomar toda la fruta que quiera.

    —No, doña Lucía, no así. Él la robó.

    La mujer comprendió que el asunto entre el padre y el hijo era algo más complicado que un simple robo de frutas, así que no objetó la conducta de don Álvaro.

    —Bueno, hijo, estamos esperando.

    —Perdón —dijo Emilio sin sentir arrepentimiento.

    —Está bien, hijito, pero la próxima vez que quieras algo de mi huerta, no tienes más que pedírmelo.

    —Muchas gracias, doña Lucía, le prometo que la conducta de mi hijo no se volverá a repetir.

    Si don Álvaro hubiese sabido en ese momento la cantidad de dolores de cabeza que la conducta de su hijo le causaría en el futuro, lo habría pensado dos veces antes de hacer aquella promesa, que a la larga no podría cumplir.

    5

    La mejor forma de explicar el comportamiento de Emilio es advirtiendo que sus actos fueron una escalada de fechorías. Al principio se trató de travesuras pequeñas, casi sin importancia, que poco a poco fueron aumentando en gravedad. En muchas de ellas se vieron involucrados sus amigos, los que en vano intentaban que el joven bribón enmendase su rumbo.

    La crisis provocada por la inusual pérdida de su talento de arquero y la adolescencia se habían transformado en el caldo de cultivo adecuado para que surgiera el lado rebelde de Emilio en toda su intensidad.

    Sus primeras fechorías tuvieron como víctimas a aquellos envidiosos que habían difamado a su familia. A decir verdad, Jaime y Carlos disfrutaron al participar en ellas, pues sentían como propias las afrentas contra los De Castbaleón. Dejar en ridículo a Julián Sotaverde delante de todos los habitantes de la comarca en el Festival de la Cosecha había sido simplemente reconfortante. Pero Catalina no sentía lo mismo y se negaba a formar parte del grupo de

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