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El desaparecedor
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Libro electrónico306 páginas4 horas

El desaparecedor

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Tres historias se entrelazan en el puerto de Valparaíso: en 1930, un hombre fabrica una ciudad en miniatura, y una niña se desvanece sin dejar rastro entre las calles del Cerro Alegre. En 1971, dos universitarios llegan a vivir a una casona en Valparaíso que alberga secretos. En 1989, un adolescente desadaptado recién llegado a la ciudad conoce a una chica extraña que colecciona huesos y se dedica a mirar los barcos, y juntos entablan una amistad que los llevará a escarbar en el pasado.
El desaparecedor es una novela sobre la ciudad y el arraigo a los lugares, sobre el paso del tiempo y las cosas que se van.
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento21 sept 2020
ISBN9789563175714
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    El desaparecedor - Carlos Bennet

    Teillier

    Valparaíso, 1930

    Allá abajo, un submarino

    Creo que todo empezó unos meses antes de la desaparición de Amalia, cuando vimos por primera vez el acto de desaparición de Karl Wiedmar. Involucraba un sombrero de copa y un conejo.

    —¡Vengan todos! —gritó, jovial y enrojecido, con su grueso acento alemán. Estaba montado en una tarima, y blandía teatralmente su sombrero. Llevaba una capa negra, de interior escarlata. Su cabeza estaba descubierta, y su frente perlada en sudor.

    —¡Vengan todos! —repitió— ¡Vengan todos a mirar al Gran Desaparecedor! —dijo alegremente, marcando excesivamente las erres.

    —No creo que esa palabra exista —dijo Amalia, entrecerrando los ojos con escepticismo, y luego mirándome con gesto de interrogación. Yo sabía que Wiedmar hablaba con un español un poco quebrado, y que más de una vez inventaba palabras, o simplemente soltaba una jerigonza en alemán. Pero esta vez no estaba seguro. No quería quedar como ignorante delante de mi hermana, así que cambié el tema.

    —Vamos a verlo —le dije—. Seguro que hace el ridículo.

    En esa época Karl Wiedmar ya era un personaje en el puerto (uno de tantos). La mayoría de la gente reconocía la figura del enorme inmigrante alemán. Era respetado porque era ingeniero, y porque siempre parecía alegre. Ese día era la kermés de la ciudad, otra tradición extranjera que habíamos adoptado alegremente. Todos los años la plaza Victoria se llenaba en esta fecha de estantes en donde los mismos comerciantes que uno veía todo el año parecían cambiar de rubro: instalaban juegos como el tiro al blanco, la pesca milagrosa o la ruleta; aparecían también funciones de títeres, y un sinnúmero de vendedores ambulantes de papas fritas y salchichones. Muchos de los pequeños espectáculos eran montados por gente que conocíamos, tal como Karl Wiedmar ahora. Él era el padre de Claus, mi mejor amigo del colegio. Siendo una fiesta alemana, disfrutaba más que nadie con la kermés.

    —¿Crees que Claus esté por aquí? —preguntó Amalia.

    —Lo dudo —le respondí. Claus sí que efectuaba un verdadero acto de desaparición cada vez que llegaba el tiempo de la kermés. Los que lo conocíamos sabíamos que le avergonzaba ver a su padre dando un espectáculo.

    Ahora Wiedmar mostraba ante todo el mundo un enorme conejo de aspecto abúlico, gordo y simpaticón. Era blanco con manchas negras y tenía grandes orejas caídas. Lo puso sobre la gran mesa de madera que había sobre la tarima, dejó un momento para que el escaso público que se había congregado lo examinara y luego lo cubrió con su sombrero. El conejo no se quejó mientras Wiedmar lo cubría. El gordo animal apenas cabía bajo él, y de hecho el pompón de su cola alcanzaba a sobresalir, entre el sombrero y la mesa.

    —No quiero que le haga nada al conejo —susurró Amalia.

    —No temas. No le pasará nada.

    —¡Ajá! —exclamó Wiedmar, retirando espectacularmente su sombrero. El animal seguía allí, con los mismos ojos tiernos y la expresión de indiferencia.

    —Nada de nada —repetí yo.

    Hubo un par de silbidos desde el fondo y algunos niños rieron mientras Wiedmar se rascaba la cabeza, fingiendo incredulidad. Parte de su espectáculo, con toda seguridad, pero yo me preguntaba si no estaría tan poco dotado para la comedia como aparentemente lo estaba para la magia.

    —¡Amigos! Tranquilos, no desesperéis —dijo, dirigiéndose una vez más a su público—. La magia es un asunto difícil. Pero ¡paciencia! Como que me llamo Karl Wiedmar este conejo desaparecerá. Dejadme hacer un nuevo intento.

    Esta vez repitió el mismo procedimiento, pero luego de cubrir al conejo con el sombrero tomó su gran capa y cubrió todo (conejo, sombrero y mesa con ella). Pronunció unas extrañas palabras en alemán, y luego retiró la capa con un gesto rápido. Escuché una inspiración ahogada proveniente de Amalia. Ciertamente, el conejo no había desaparecido: ahí estaba, mordisqueando una hoja de lechuga que había sacado quién sabe de dónde. Era todo lo demás lo que había desaparecido: el sombrero y la gran mesa de madera. La mirada de incredulidad de los espectadores contrastaba con la mirada de satisfacción de Wiedmar. Demoraron en aparecer los primeros tímidos aplausos (después de todo, el conejo aún estaba ahí, y el público estaba tan confundido como impresionado). Solo Amalia aplaudía feliz. Puse mi mano en su hombro y le dije que siguiéramos caminando; el acto ya había terminado. Mientras caminábamos, vi que Amalia miraba ocasionalmente hacia atrás.

    Mi hermana Amalia desapareció en el verano de 1930, cuando solo contaba con trece años. Lo que sigue a continuación es una crónica de los sucesos de ese verano: es el mejor recuento que he podido hacer de los hechos, las personas y las situaciones que rodearon su desaparición. Principalmente es lo que yo recuerdo, sumado a los pocos retazos de información que he podido obtener de otras fuentes. Tal vez alguno pueda recordarlo: el hecho apareció en los diarios de la zona (El Mercurio le dio un cuadro en las páginas centrales en tres ediciones seguidas), y el asunto despertó el morbo de la gente por un tiempo.

    Buscando información para escribir esta crónica, regresé hace poco a la casona familiar y hurgué en su habitación, entre sus antiguas cosas, todavía embaladas entre las cajas en que mi padre las había puesto. Todo estaba lleno de polvo. Abrí una caja llena de sus viejos dibujos: allí estaba uno que recordaba bien, una cebolla. Era una extraña naturaleza muerta, porque la cebolla no estaba sobre una mesa: era un paisaje urbano, era nuestra ciudad y una cebolla gigante creciendo en medio de ella. Recordé entonces cómo es que todas sus cosas habían terminado allí, en cajas.

    Por muchos años, mi padre mantuvo el dormitorio de Amalia intacto, inmaculado. Cada cosa en su sitio —incluso un dibujo a medio terminar sobre su escritorio— esperando por ella. Hasta que un día archivó todo. Clasificó sus juguetes, su ropa, sus libros y sus dibujos. Guardó todo en cajas, y sobre cada una, corcheteada, colocó una lista escrita en su Olivetti que detallaba su contenido. Aquello no tuvo ninguna utilidad, pues no se liberó ningún espacio, ya que las cajas seguían en la misma habitación. Supongo que el viejo, ya retirado, solo buscaba algo que hacer. Hasta el final de sus días fue un hombre pragmático, y simplemente escribía lo que veía. En esa ocasión mi madre me llamó y tuve que ir a la vieja casa familiar, que con el pasar de los años cada vez visitaba menos. Luego me obligó a acompañarla a hablar con el párroco para denunciar a mi padre.

    —Yo pienso que es algo normal, señora —nos dijo el padre John, con el acento que mantenía aun después de veinte años en Chile, al tiempo que se sacaba los lentes y los limpiaba meticulosamente—. Sabe, las cosas materiales son importantes para guardar los recuerdos. Los símbolos son necesarios. Esa habitación, de cierta manera, es un templo. El templo de la memoria de Amalia. Él piensa que es el guardián del templo, y está en lo correcto.

    Mi madre se movió inquieta en la silla, no muy contenta de que el cura no le diera la razón. Revolver esas cosas le parecía raro (había una larga lista de cosas que mi madre encontraba «raras», y que por ende le disgustaban. Ella misma no entraba a esa habitación hacía años). Cuando volvíamos cerro abajo hacía la casa, le escuché una de las pocas cosas lúcidas de sus últimos años:

    —¿Guardián del templo? ¿Qué va a ser él eso y qué son esas listas que hace? A lo más debe creer que es un notario.

    Al volver a casa pasé por la habitación de Amalia una vez más: se veía distinta, llena de cajas. Higiénica, aséptica. Probablemente esa era la intención de mi padre, después de todo. Veía las listas de objetos sobre las cajas y no podía dejar de pensar en la palabra notario. Paladeé la palabra, con toda su frialdad.

    Tal vez mi padre tenía razón, y eso era lo que necesitábamos: ordenar los recuerdos, clasificarlos y guardarlos para siempre. Después de un tiempo perdimos la costumbre de hablar sobre Amalia, y luego aunque quisiéramos hacerlo, se hacía cada vez más difícil: el silencio tiene la facultad de alimentarse de sí mismo. Amalia lentamente pasó a ser un tema tabú, y cuando hubo transcurrido una década de su desaparición, su nombre ya no se pronunciaba en la casa familiar. Cuando mi padre finalmente abandonó su trabajo tuvo alguna dificultad para llenar las horas muertas; hay hombres que no están hechos para el retiro. Esos fueron los tiempos en que comenzó a reordenar las cosas de Amalia y a ponerlas en cajas. Y fue entonces cuando recién comencé a ver la magnitud del cambio que la desaparición de Amalia había obrado en él: por muchos años el trabajo al que se había volcado había sido una especie de narcótico, algo que lo alejaba de sí mismo. Luego de inventariar la habitación de Amalia, por un tiempo se dedicó a plantar flores y algunas verduras en el pequeño jardín trasero. Incluso instaló un pequeño invernadero. Otro día en que pasé a verlo, al preguntar por él mi madre simplemente me indicó con una señal de cabeza el patio, al tiempo que lanzaba un comentario despectivo. Hacía muchos años también que el suyo había dejado de ser un matrimonio feliz. Lo encontré dentro de su invernadero, mezclando la tierra de hojas de un almácigo. Tenía puestos unos gruesos guantes de lona, y sudaba copiosamente pese a que no hacía calor. Mi padre era un hombre que jamás había sido dado al romanticismo del trabajo de la tierra, por lo que me costaba comprenderlo. Se veía fuera de lugar. En una esquina tenia encendida una vieja parrilla, sobre la que estaba quemando algo. Se veía muy envejecido. Fue una de las últimas veces que hablamos: me contó que había leído que la ceniza tenía mucho potasio, y que era un buen abono para las cebollas. Le dije que esperaba que sus cebollas crecieran bien, y eso fue todo. Nuestras conversaciones siempre eran muy breves. Pero cuando me estaba marchando, me dijo algo:

    —¿Tú crees que crecerán hasta el tamaño que ella las dibujaba?

    Nunca hablábamos de Amalia, ya lo he dicho. No le dije nada, solo volví mis pasos lentamente mientras ordenaba mis recuerdos, y me senté a su lado, en un viejo taburete de madera entre las plantas.

    —Ella las dibujaba muy grandes, ¿recuerdas?

    Seguí sin decir nada, solo cerré los ojos un momento para recordar el breve período en que a Amalia le dio por dibujar naturalezas muertas. Había cebollas, cebollas por todos lados.

    —Cebollas gigantes —le dije—. Claro que me acuerdo.

    Él sonrió.

    Como dije, aquella fue una de las últimas conversaciones con mi padre. A esa edad ya estaba empezando a perder lentamente sus facultades, y hay veces en que no podía recordar cosas muy sencillas. Curiosamente fue aquella la época en que por primera vez en muchos años se permitió recordar a Amalia (o por lo menos hablar de ello abiertamente), incluso con detalles muy pequeños que nadie más podía recordar. Aquello sacaba de quicio a mi madre, que no quería saber nada del asunto. La mente humana es un misterio: ¿qué partes de su cerebro, muriendo, habrían abandonado la custodia de otras, que habían podido entonces ser libres? Me quedé haciéndole compañía el resto de la tarde, viéndolo espolvorear la ceniza que acaba de producir sobre los maceteros, revolver un poco la tierra superficial con gestos mecánicos y luego regar con parsimonia cada uno de ellos.

    Cuando murió, mi madre me dijo que encontró podridas las cebollas tiernas que él le había hecho comprar. Al parecer se había olvidado de sembrarlas, y aquello era una prueba más para mi madre de la locura de sus últimos días. Yo no pude dejar de pensar que mi padre se había pasado sus últimos días simplemente regando cenizas.

    Pero ya han pasado años desde eso. Mi padre ha muerto, mi madre también. Amalia sigue siendo una ausencia. Y yo sigo pensando que todos nosotros hemos seguido girando en torno a ese verano de 1930.

    Amalia era una niña particular. Quiso el azar que, siendo casi todos en mi familia de pelo castaño oscuro, ella tuviera el cabello claro. Era bastante rosada y rolliza al nacer, pero luego fue estirándose tímidamente. Era muy delgada y un poco espigada para su edad; a los 13 años era más alta que el resto de los niños del barrio. Ya he dicho que era un poco tímida, pero bastante inteligente y dulce.

    En enero de 1930 Amalia cumplió 13 años. Esto fue unas semanas después de la kermés y del acto de desaparición de Karl Wiedmar. Yo le regalé un bloc de dibujo y un set de lápices, que compré en la misma papelería en la que trabajaba. Chang, el hombrecillo que era el dueño, me había hecho un buen descuento. Mis padres le regalaron un vestido púrpura. Desayunamos todos juntos, como cada domingo, pero esta vez había además una torta.

    —Y bueno, ¿qué hará hoy día la festejada? —preguntó mi padre mientras cortaba una tajada del pastel de lúcuma—. Había pensado que tal vez podríamos ir a pasear en familia por el puerto.

    —Yo ya quedé con Claus para ir a jugar fútbol —dije. Claus vivía cerca, y casi todos los fines de semana jugábamos en unas canchas de tierra que había cerro arriba.

    —Oh, bueno, podemos ir los tres —dijo mi padre, mirando a Amalia—. Podríamos ir a…

    —Podrías ponerte tu vestido —lo interrumpió mamá.

    —Uhm… —pareció pensarlo Amalia—. De hecho, ¿estaría bien si acompaño a Joaquín? Puedo dibujar mientras él juega.

    A Amalia siempre le gustaba acompañarme. No la dejaban salir mucho sola, y si iba conmigo era su oportunidad perfecta para poder pasear por Valparaíso sin que la molestaran y solo sentarse a dibujar paisajes. La verdad es que cuando me acompañaba ni yo ni mis amigos le prestábamos mucha atención, pero aun así a mi madre no le gustaba que una niña de su edad anduviera jugando solo con chicos. Y empezó la diatriba de siempre.

    —¿No hay ninguna niña en el barrio con la que puedas jugar? ¿Es necesario que siempre vayas siguiendo a esos niños a todas partes? Además, te aseguro que ellos quieren hacer cosas propias de niños, y tú los estorbas.

    Mamá siempre tenía esa clase de delicadezas. Pero Amalia siempre respondía con corrección y timidez, como si ella misma dudara un poco.

    —No es verdad. Yo no me entrometo, no los molesto en nada. ¿Verdad, Joaquín? —dijo, dándome una mirada de súplica.

    —Es cierto —repliqué yo, concentrado en mi desayuno.

    Mamá resopló. Pareció considerar la perspectiva de quedar como la villana, y decidió retroceder. Papá bebía su café en silencio.

    —Está bien. Ya tienes trece años, no voy a estar diciéndote a cada momento qué hacer—dijo y, luego de una pausa: —Recuerden que hoy en la tarde tienen práctica de ajedrez —sentenció, sosteniendo aún su café humeante.

    —Sí, padre —respondimos los dos al unísono.

    El ajedrez era sagrado para él; una de las pocas cosas en que consentía que un hombre joven pudiera volcarse en algo que se pareciera a un dejo de apasionamiento. Todos los domingos nos impartía clases religiosamente sobre la base de unos libros muy antiguos de partidas clásicas que tenía, y aquel domingo no iba a ser la excepción. A mí no me molestaba, pero vi la angustia detrás de los ojos de Amalia. Era la parte que más odiaba de su semana. Pero aún faltaban horas para eso; antes, íbamos a jugar al fútbol. Claus pasó a buscarme, como siempre, mientras aún estábamos desayunando. Esto solía exasperar a mi madre. Apuré el resto de mi vaso de leche, tomé otro trozo de pan para comer en el camino y salí. Claus me saludó con un rápido apretón de manos, y empezó a caminar mientras me contaba las novedades para hoy: quién no podría jugar, y quién vendría en su reemplazo. Él tenía mi misma edad, pero era un poco más alto y fornido, y tenía el cabello de un amarillo claro. Con poca imaginación, el resto de los niños del barrio lo llamaban el Rucio. Caminamos un par de pasos antes de que yo me detuviera.

    —Tenemos que esperar a mi hermana —le dije.

    Amalia salió un par de segundos después, corriendo con una mochila al hombro en la que llevaba todos sus útiles de dibujo y un bloc bajo el brazo. Se saludaron rápidamente con Claus; cualquiera que nos viera a los tres caminando habría pensado que los hermanos eran ellos. Tenían el cabello del mismo color. Echamos a andar cerro arriba. Claus iba todo el tiempo jugueteando con el balón de cuero que llevaba en las manos, tirándolo hacia arriba y atajándolo. Otras veces, cuando la pendiente era alta, lo pateaba y esperaba a que el balón volviera. Un par de veces pateó mal y tuvimos que correr a agarrarlo, antes de que cayera por la calle equivocada.

    Para llegar a la cancha teníamos que hacer un largo trayecto cerro arriba, lo que nos daba un buen rato para ir hablando de cualquier cosa. Claus había nacido en Alemania, pero llevaba mucho tiempo en Chile. De hecho, no tenía ningún acento, y hablaba en la misma jerga que el resto de los chicos del barrio (e incluso peor). Ese día Claus no paraba de hablar de una puta pelirroja que había visto el día anterior afuera del Cinzano, conversando con un marinero extranjero (a él le había parecido inglés).

    —Eran tremendas. Así cada una —decía, agarrando dos tetas imaginarias sobre su propio pecho—. Nunca en la vida nadie la va a mirar a los ojos, y eso que eran bonitos también.

    —A que son los ojos los que te gustan ahora.

    —A mí me gusta todo.

    —Y todas.

    Claus se encogió de hombros.

    —Un día se te va a caer la verga a pedazos —dije yo, pateando la pelota cerro arriba.

    En general, éramos yo y Claus los que hablábamos, y Amalia siempre iba un par de pasos más atrás escuchando todo, pero sin decir nada. Antes me avergonzaba un poco que Claus hablara de estos temas sin hacer caso de la presencia de mi hermana, pero de a poco olvidé el asunto. Amalia era casi invisible para nosotros en estos paseos. Nunca decía nada; no se ruborizaba ni parecía escandalizada o molesta por la verborrea de Claus. Creo que en el fondo, incluso a su corta edad, comprendía a la gente. Y sabía que Claus era solo labia. Hablábamos así imitando lo que escuchábamos de chicos mayores, pero no pasaba de ahí. Al menos eso creía. Una vez escuché de otro chico el rumor de que Claus sí se había acostado con una puta una vez, usando dinero que le robó a su padre. Éramos mejores amigos, pero nunca me había atrevido a preguntarle si era cierto.

    El camino cerro arriba nos llevaba en un recorrido en el que pasábamos por el paseo Yugoslavo, la casa Baburizza y el ascensor El Peral, en donde nos detuvimos un momento. Aquel era el ascensor que tomábamos cuando estábamos abajo, en el puerto, y queríamos llegar a casa sin cansarnos. Hacía un trayecto por la empinada ladera del cerro acortando significativamente el camino por unas pocas monedas, pero la verdad es que nosotros preferíamos subir caminando antes que gastar el poco dinero que teníamos. Creo que, de haber tenido el dinero, Amalia se hubiera pasado el día subiendo y bajando el cerro dentro de él. Ese día el ascensor no funcionaba: lo habían instalado a principios de siglo, es decir, ya llevaba casi treinta años en funcionamiento, y no era raro que presentara fallas. Un par de hombres estaba desmontando una gran pieza del motor del ascensor, una especie de tuerca gigante, con visible esfuerzo. Tuvimos que detenernos porque Amalia quería ver un momento cómo los hombres trabajaban. Claus sabía algo del asunto.

    —Ayer se atascó la polea. Ahora están desmontándola, y papá vendrá a mirarla por la tarde —dijo. Su padre, como he dicho, era ingeniero, y uno de los trabajos que hacía ocasionalmente era reparar los ascensores del puerto.

    —Realmente lo sabes todo sobre ascensores y putas, Claus —murmuré yo.

    Las puertas de la caseta mecánica del ascensor estaban abiertas de par en par, y podía verse toda la maquinaría que lo movía. A Amalia siempre le habían atraído los ascensores. Era uno de los temas más frecuentes en sus dibujos, y el hecho de ver una de aquellas máquinas expuestas la fascinó. Me di cuenta de que ella se hubiera quedado allí feliz mirando a los hombres trabajar y haciéndoles preguntas, pero su timidez se lo impedía. Finalmente, todos seguimos el camino cerro arriba, bajo un sol que cada vez irradiaba más calor.

    Como siempre, llegamos a la cancha ya exhaustos, antes siquiera de empezar a jugar. La cancha era poco más que un sitio eriazo, desmalezado y con un par de arcos que había instalado la junta de vecinos, pero era suficiente para nosotros. Quedaba en la parte más alta del cerro Alegre, y desde allí se veía gran parte de la ciudad. Por eso a Amalia le gustaba. Se sentaba en las gradas que habían quedado desde que una vez se había organizado un campeonato juvenil, y elegía alguna perspectiva. Desde allí podía verse el mar, el puerto y también uno de los ascensores. Se sentó y empezó a sacar sus lápices, mientras yo y Claus nos estirábamos un poco, esperando a los demás. Habíamos llegado muy temprano.

    Luego empezamos a darle un poco al balón, mientras hablábamos de los últimos resultados de la Liga de Valparaíso. Esto siempre llevaba a discusiones, porque a mí me gustaba el Santiago Wanderers y Claus seguía al La Cruz.

    Pateé varias veces, y Claus contuvo siempre con facilidad. No estaba en el mejor de los días, mis disparos no tenían ninguna saña. Iba a volver a probar suerte cuando escuchamos una vocecilla tímida desde la galería. Ambos nos volvimos a mirar; era Amalia quien nos llamaba, desde el borde del campo.

    —Hey, Claus —volvió a llamar. No era raro que Amalia quisiera acompañarme mientras iba a jugar fútbol, pero en general siempre se ocupaba de sus asuntos. Y nunca hablaba con mis amigos. Pero estaba claro que había estado dándole vueltas a algo en su cabeza, desde que viéramos aquel ascensor averiado.

    —¿Sí? —respondió Claus.

    —¿Crees que tu padre podría mostrarme alguna vez el ascensor que está reparando? Mostrármelo por dentro, me refiero… Me gustaría ver cómo funciona.

    Claus me miró a mí por un momento, un poco sorprendido.

    —Pues… claro —dijo después de un segundo—. No creo que haya problema. Si quieres pasemos por mi casa después del partido, y tú misma puedes hablar con él.

    Aquella respuesta pareció satisfacer a Amalia, que volvió a su lugar en las gradas y siguió dibujando hasta el final del partido. No era mi día; hice un par de goles, pero erré varios disparos a puerta con el arquero entregado. Nos dieron una paliza, que hubiera sido peor si no fuera porque Claus cumplió un buen cometido bajo los tres palos. Terminamos apaleados y sudorosos, y estábamos preparándonos para emprender el camino cerro abajo cuando Claus fue el que propuso:

    —Hey, ¿qué tal si pasamos por mi casa a refrescarnos? Si tenemos suerte, papá estará allí, y Amalia podrá hacerle las preguntas que quiera sobre los ascensores.

    La casa de Claus quedaba cerro abajo, no muy lejos de la nuestra. Amalia y yo nos miramos y ambos accedimos de inmediato. A todos los chicos del barrio les gustaba ir a la casa de los Wiedmar.

    Claus vivía con su padre en una casona al final de un pasaje, en el centro del cerro Alegre; una casa con un frontis totalmente plano, de color gris y unas ventanas alargadas muy particulares, de marcos blancos, que hacían parecer la casa aún más larga de lo que era. El tejado era rojo, de un color demasiado vivo para lo que se usaba entonces. De las ventanas abiertas colgaban unas banderas con franjas celestes y blancas, algo sucias ya, que el padre de Claus había colgado para una fiesta alemana tiempo atrás y se había olvidado —o no había querido— retirar.

    —Son banderas de Bavaria —nos aclaró Claus—. Las puso para el Oktoberfest del año pasado. Es un asunto que se toma muy en serio.

    El padre de Claus había llegado a Chile hacía un poco más de 10 años, cuando Claus aún era un niño. Por eso Claus hablaba muy bien el español, y solo se le escapaban de vez en cuando algunas palabras que nadie entendía. Por otra parte, Karl, su padre, pese a los diez años que llevaba en Valparaíso, hablaba una jerigonza llena de sonidos extraños que a veces era muy difícil de comprender. Llevaban el mismo tiempo en

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