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El sapo y el brujo
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Libro electrónico273 páginas8 horas

El sapo y el brujo

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Las consecuencias de la brutal dictadura de Pinochet se mantienen. Han pasado 40 años de los crímenes por los que se acusa a Carlos, hoy detenido en el exclusivo Penal de Punta Peuco. Los familiares de los detenidos siguen preguntándose: ¿dónde están? Al ex agente de la DINA, conocido como “El Sapo”, uno de los muchos informantes de los servicios de seguridad de Pinochet. El pasado escabroso le empieza a pasar la cuenta cuando va llegando al ocaso de su vida. Lo único que desea es el perdón de las familias ofendidas. Había participado en la cruenta campaña de exterminio de los jóvenes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria MIR y de la cúpula del Partido Comunista. Un pasado sangriento y ominoso del cual quisiera escapar, ahora en la vejez.
Un casual encuentro en una clínica oncológica de la ciudad de Santiago de Chile, le permite entablar amistad con Luis Lautaro, profesor y fervoroso partidario del presidente Allende en su juventud, a quien los alumnos y amigos llamaban cariñosamente “El Brujo”, por las habilidades premonitorias que poseía. El don de adivinar de Luis lo fue adquiriendo en su juventud mientras estudiaba las humanidades en el Liceo Oscar Castro de Rancagua. En ese lugar conoció al poeta Pablo Neruda. En ese encuentro pudo preconizar anticipadamente el fin de la vida del Premio Nobel como también los sanguinarios hechos ocurridos el once de septiembre de 1973: la Moneda, el Palacio de gobierno en llamas, y la muerte del presidente Allende, mientras era arrinconado por las fuerzas militares.
Mientras escribe estos y otros hechos va entablando con Carlos una extraña relación de amistad, a todas luces incomprensible. Solo explicable por el misticismo de Luis, cuyas contradicciones le permiten con el paso de los días y los meses ir humanizando a este tenebroso personaje. Carlos y Luis protagonizan la historia que narra la novela “El Sapo y El Brujo”. Una ficción que busca retratar lo ocurrido en Chile desde los años que antecedieron al golpe militar del once de septiembre de 1973 y las dificultades que se viven en la convivencia nacional cuatro décadas después, de producida aquella felonía.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 may 2018
ISBN9789568675455
El sapo y el brujo

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    El sapo y el brujo - Claudio Espínola Lobos

    Lobos

    CAPÍTULO UNO

    Las cenizas

    Cada vez que lo visito, lo veo triste, muy triste. Casi abatido y no es de extrañar. Se siente completamente abandonado. En el penal nadie le habla. Es como si fuera un desconocido para los demás.

    Carlos está próximo a cumplir los sesenta y cinco años de edad. Se encuentra purgando una pena en el exclusivo penal de Punta Peuco, una cárcel donde cumplen sentencias los militares por crímenes cometidos en dictadura. Son muy pocos los civiles como él en este lugar.

    Nadie le dirige la palabra. Lo miran con desprecio. Será siempre un extraño. Punta Peuco fue especialmente acondicionado para los militares condenados por delitos de lesa humanidad. Él no lo es. Los reos, casi todos efectivos militares en retiro, mantienen dentro del penal sus rentas, grados de oficiales y de suboficiales. Así se tratan. A él, apenas lo conocen. Solo saben que fue un informante, lo que muchos denominaban en aquella época, un Sapo. Primero de la DINA y, luego, de la CNI, cuando la primera fue disuelta.

    La última vez que habló con alguien en el presidio, fue con un coronel de apellido Sepúlveda.

    —Tú vas a ser mi estafeta dentro del penal.

    —Deberás buscarte otro. Estoy muy enfermo —replicó Carlos aquella vez y, no volvió a cruzar palabras con ningún otro ex uniformado.

    Carlos se encuentra viviendo una agonía física y, también, del alma. Cada día más alejado de los suyos. Su familia, desde que se conoció el fallo que lo condenó a cinco años de presidio, lo ha ignorado completamente. Los pocos amigos que alguna vez tuvo, nunca se han acercado al lugar. Solo lo visita Luis, el Brujo, apodo que ganó durante su juventud y, que es un viejo profesor como él, con quien se reencontró casualmente hace dos años en la clínica oncológica de Providencia.

    El penal se ubica en Til Til, en las afueras de Santiago. Un lugar semiárido, donde se localizan los principales vertederos. Ahí llegan los desechos y residuos dejados por la urbe y, al parecer, también se dejan, los desechos humanos, aunque cueste aceptarlo.

    A pesar de la soledad y del abatimiento, Carlos está en paz consigo mismo. Sabe que merece estar detenido, y con creces, en un lugar tan despreciable como este. Entiende que se lo buscó desde el primer minuto en que comenzó a colaborar con los servicios de seguridad de Pinochet. Habiendo transcurrido más de cuarenta años, hoy debe pagar por ello. Lo tiene asumido desde el día que el juez Fidel Sotomayor, mandó que ingresara al penal. Está arrepentido de haber colaborado en esas masacres, de haber sido un informante de la DINA.

    Como nadie conversa con él, estar aislado le ha permitido ir internalizando un proceso personal de conversión y perdón. Para lograrlo, se apoya de su fe y en la asistencia de un capellán. Aún así, vive pensando en los hechos que lo tienen confinado.

    No. Nunca debí involucrarme en esas cacerías realizadas contra el MIR, contra los comunistas y los socialistas. ¡No! ¡No! Nunca debí involucrarme. No me di cuenta que estos huevones hacían una matanza después de detenerlos. ¿Tenían que exterminarlos y hacerlos desaparecer? ¿No les bastó con detenerlos?

    La orden que tenían esos criminales era que nadie saliera vivo de los centros de detención. Yo no lo sabía. Nunca imaginé tanta barbarie.

    Los hechos por los que se me acusa, ocurrieron mientras estudiaba en el Pedagógico. Era muy joven. Fui un tonto al comprometerme con estos fascistas de mierda.

    El Brujo recuerda muy bien la última conversación que tuvo con su amigo Carlos hace dos semanas. Este sabía que su fin se aproximaba. Por eso fue muy explicito en contarle su verdad.

    —Luis, amigo mío, nunca fui malo en mi vida. Quiero dejarte eso muy claro. Me dejé llevar por el fanatismo y las ideas nacionalistas, esas que me inculcaron mi padre y la gente de Patria, Libertad y Orden.

    —No te lamentes hombre, lo hecho, hecho está —respondió el Brujo, tocándole el hombro.

    —Quiero que me comprendas. Eres mi único amigo. No olvido que entre las personas que denuncié estaban esos amigos tuyos. También ese profesor que murió de manera horrorosa, que detuvieron en la plaza Egaña, al que le quebraron las piernas.

    —Como dije, Carlos, es pasado. Por mucho que te lamentes, no les devolverás la vida. La tuya, la tienes que vivir como se presenta, con lo bueno y lo malo. Ahora te toca vivir el lado amargo de ella. Sin la cercanía de la familia y con esa enfermedad que sigue avanzando. Es lo que te toca vivir ahora, mi amigo. ¡Qué más te puedo decir! Si tú dices que te lo buscaste. Así nomás fue.

    —Lo acepto, Luis. En este tiempo me he acercado a Dios esperando que me perdone. Estoy preparado para cuando llegue el momento del encuentro final. Sé que me queda muy poco tiempo.

    —¡Qué bueno que te prepares! La oración y esa conversación personal y secreta que tienes con él, te ayudará a sobrellevar esta carga y este sufrimiento.

    —Luis, eres la única persona que me viene a ver. Nunca me has recriminado. Nunca me has dejado solo ni un instante. Has sido un gran apoyo para mí. —dijo el Sapo—. Aquí la mayoría de los detenidos hablan de que no se respetan sus derechos, que están injustamente detenidos. Los huevones son orgullosos, no reconocen que violentaron personas. Están en campaña para pedir amnistía y beneficios. Luis, estos tipos fueron criminales. Conmigo no hablan, pero sí los escucho conversar. Son unos frescos de raja, por no decir sinvergüenzas.

    —De eso no hay ninguna duda, mi querido amigo.

    —Los tipos torturaban, mataban y hacían desaparecer personas, como si nada. Yo solo fui un colaborador, no maté a nadie, Luis, tú lo sabes. Ahora, enfrento mi destino como hombre, porque lo busqué y debo pagar por ello. Fui un colaborador, uno de los muchos informantes que trabajó para la DINA. Ese es mi verdadero pecado, Luis.

    —Sí, Carlos. Tengo muy claro todo lo que me dices. No te juzgo. He aprendido con el tiempo a no juzgar a nadie. ¿Sabes, Carlos? Yo también tengo un secreto. Hay algo que no te he dicho en todo este tiempo.

    —¿Qué cosa?

    —A ti, te conocí hace muchos años, aunque tú no lo recuerdes. Debes haber tenido unos treinta años. No eras un mal tipo. Solo molestaba tu fanatismo por Pinochet. Lo hacías sentir frente a los demás. La gente te tenía miedo.

    —¿Me conociste durante ese tiempo? ¿Dónde?

    —Cuando dabas clases de matemáticas en el liceo nocturno de La Granja. Yo también trabajaba allí. Tú no lo relacionas ni me recuerdas.

    —¿Por qué no me lo dijiste antes?

    —Creo que fue el año 1985. Debió ser durante la misma época cuando conociste a Cecilia, la muchacha del sur. La madre de Carolina Alejandra, tu hija. Sí, fue en ese tiempo. La época del liceo fiscal. Fuimos compañeros de trabajo en la jornada nocturna. Tal vez, no lo recuerdes, pero yo tengo muy buena memoria.

    —Solo estuve un año en ese colegio. Era la época de las protestas.

    —Bastó ese poco tiempo para que todos te sindicaran como el Sapo de la CNI. Nuestros compañeros de trabajo se dieron cuenta inmediatamente cuando hubo un anuncio de bomba. Los carabineros de las Fuerzas Especiales pidieron hablar contigo, antes que con los directivos del colegio. Eso fue muy revelador.

    —¿Por qué no me lo dijiste, Luis ? —preguntó de nuevo.

    —Consideré que no venía al caso porque tú no me recordabas. ¿Para qué traerlo a colación si han pasado muchos años? Te reconocí inmediatamente, apenas nos vimos ese día, casualmente en la clínica oncológica de Providencia. Te reconocí por ese tic nervioso que aún tienes en los ojos y párpados.

    —¿Ese día? Fíjate que ya han pasado más de dos años.

    —Sí, ese día. Cuando me hablaste de tu enfermedad y del tratamiento que estabas iniciando. Al parecer surgió una empatía especial entre nosotros. Me buscabas con la mirada para desahogarte en ese momento. Al acercarme, pensé que me habías reconocido, pero no. Lo vienes a saber ahora, que te lo estoy contando.

    —Luis, debiste habérmelo dicho antes.

    —No. Tal vez, no me habrías contado lo de tu hija.

    —Y, aún así me ayudaste. ¿Sabiendo quién era?

    —Sí, porque los hijos no tienen que pagar los errores de los padres. Son inocentes. Y si puedo ayudar, bien.

    —¿Sabes, Luis? Mi cuerpo ya no resiste más. Cada día me siento peor. Solo la morfina alivia los intensos dolores que tengo. Empiezo a vivir mi agonía. Por favor no vengas más a verme.

    —No digas eso, Carlos. Vendré con tu hija y tu nieto en las próximas semanas. Quieren verte y me han pedido que los acompañe. No puedo rehusarme… Ellos te quieren.

    La escasa brisa de la tarde en Punta Peuco y, la sequedad del paisaje, llenan de polvo los zapatos de Luis, mientras camina al estacionamiento, fuera del recinto penitenciario. El gendarme le devuelve la cédula de identidad y Luis se despide de él. Ya es conocido en el penal. Al cabo de algunos días, se entera que su amigo es llevado al hospital militar, se produce lo inevitable: Carlos muere solo y abandonado. El único que estuvo a su lado, el capellán, lo ha encomendado a la misericordia de Dios.

    El abogado Ariel Balmaceda Rissopatrón, a nombre de la fundación Mártires de la Patria, ha retirado el cuerpo de Carlos desde el hospital Militar y, ha organizado, en privado, una ceremonia para entregar las cenizas. Había solicitado ser incinerado antes de morir. A la entrega de las cenizas, llegaron solamente los más cercanos: Luis, el Brujo, su leal amigo; Carolina, la hija no reconocida; y, Valentino, el nieto. Este último, la copia fiel de su abuelo, cuando era joven. El abogado Balmaceda hace entrega del ánfora a la joven, después de pronunciar un escueto y vehemente homenaje.

    —Estamos aquí, despidiendo a un leal soldado de la nación. Un auténtico patriota, que prestó grandes servicios a la pacificación de Chile en tiempos que el marxismo arreciaba y quería imponerse en Chile. Fue un hombre valiente. Un digno habitante de esta república, liberada por nuestro excelentísimo general Augusto Pinochet de las garras del comunismo internacional. Reciba, usted, a nombre de la familia estas cenizas. Dele el destino que un héroe como él se merece.

    La joven no comprende el sentido de las palabras del abogado de la fundación. Solo sabe que estas cenizas son lo único que tiene de su padre. El muchacho de ojos verde intenso, solo se limita a mirar. Tampoco entiende lo dicho por Balmaceda Rissopatrón.

    —Este huevón todavía cree que estamos viviendo la guerra fría, que todavía hay que aplaudir al tirano. No sabe que vivimos en pleno siglo XXI… Y pensar que así como este señor, hay muchos otros. ¡No aprenden estos conchas de su madre! —musitó el Brujo mirando el ánfora, en manos de Carolina y no sin antes recordar el día cuando se encontraron en la clínica oncológica, después de treinta años sin verse. No pudo evitar decir—. En lo que has terminado, Carlos. Te has convertido en un montón de cenizas.

    Después de aquel encuentro casual en la clínica, la amistad entre ambos se fue dando de manera natural. Surgió una especie de complicidad que los llevó hasta el recinto penal de Punta Peuco. Cada semana, durante este último año, el Brujo lo visitó casi sin faltar.

    —Don Luis, ¿y, qué hago con las cenizas de don Carlos? —le pregunta la chica, sacándolo de sus pensamientos.

    —Es lo único que tienes de tu padre —le recordó—. No sé qué aconsejarte, Carolina. Guárdalas en tu hogar. Quizás algún día aparezcan la esposa y las hijas reclamándolas. Ideal sería que te conocieran a ti y tu hijo. Ustedes son una parte de la vida de Carlos como lo son ellas.

    —Eso haré. Ubicaré el ánfora en el bibliotecario de mi casa.

    —Carolina, si la familia se contacta conmigo, les contaré de ti, de quiénes son ustedes y, del fin de Carlos… Sus últimos días en Punta Peuco y la agonía en el hospital Militar. También les diré cómo te pueden ubicar.

    Carolina lo besó en la mejilla y Valentino extendió la mano para despedirse.

    —Este chico, es igual a su abuelo con esos ojos verdes y esa tez morena. ¡Qué manera de parecerse! —Luis no pudo evitar el comentario.

    El Brujo tomó rumbo a su departamento, allá en Ñuñoa. Mientras caminaba, iba recordando cada una de las conversaciones sostenidas con Carlos durante estos dos años, tanto en la clínica como en la cafetería del GAM y en el centro penitenciario de Til Til.

    No puede dejar de pensar en la esposa e hijas de Carlos. Lo abandonaron para no exponerse al juicio público. No las juzga, pero cree que pudieron actuar de otra manera.

    Al llegar a plaza Egaña por avenida Larraín, le viene a la memoria el recuerdo del profesor Ortiz, una de las personas denunciadas por Carlos. Fue detenido justo en este lugar por donde camina ahora. Había sido su maestro de Historia Económica en la universidad. Fue secuestrado y, después, subido a un automóvil junto a un compañero de partido. Gritan desesperadamente sus nombres para que alguien acuda en su defensa o denuncien el hecho. Nadie quiso involucrarse. El miedo paralizó a la gente. Los maniatan y les ponen una capucha en sus cabezas. Arrancan a toda velocidad hacia Simón Bolívar 8800, el cuartel clandestino de la DINA.

    Luis busca dónde sentarse. Su respiración se hace entrecortada y su corazón late de manera agitada. Un nudo le aprieta la garganta. Aún le parece estar escuchando el eco de esos gritos desesperados. No olvida esa fatídica y execrable tarde del miércoles 15 de diciembre de 1976.

    Pasados algunos minutos y ya más calmado, sus pensamientos vuelven nuevamente a Carlos, su antiguo colega del cual quedan solamente las cenizas.

    Lo miré con detención. No podía creer que era él. Era la apariencia de un tipo totalmente acabado. Un enfermo que apenas podía movilizarse. Aún así, me pareció una persona conocida. Le acompañaba una mujer. El tipo apenas podía sostenerse en pie. ¿Dónde lo he visto?

    Miraba para todos lados. Finalmente, fijó su mirada en mí. Me hizo sentir incómodo. Con el tiempo fui comprendiendo que esa mirada, era una mirada de angustia, de desesperación, de profundo dolor, no solo físico, como vine a darme cuenta después. En medio de ese dolor, vi un ser humano, una persona que no solo buscaba en quién apoyarse, sino que también, en ser perdonado.

    CAPÍTULO DOS

    El encuentro

    Se internaron el mismo día y, coincidentemente, a la misma hora, en la clínica oncológica de Providencia, un centro especializado en esa enfermedad, muy cercano al hospital del Salvador, al instituto del Tórax y al hospital Geriátrico de Santiago.

    Luis, el Brujo, ya la conocía. Acompañó a su hermano varias veces, en sus últimos días de vida, cuando lo aquejó un cáncer fulminante. No pasaron dos meses desde que le diagnosticaron la maldita enfermedad. La metástasis pulmonar ya se había extendido a los demás órganos de su débil cuerpo. No había nada que hacer. Solo esperar el desenlace.

    Carlos, en cambio, la conoció cuando fue derivado a ella para iniciar el tratamiento de un cáncer ya declarado.

    La clínica se llena de gente mayor. Parecen autómatas caminando con sus radiografías bajo el brazo, las cabezas rapadas, los inhaladores en la nariz, conectados sutilmente a minúsculos balones de oxígeno. Sus bocas tapadas con mascarillas. Algunos han perdido el cabello y otros delgados en exceso. Muy pocos jóvenes se divisan en el lugar. Esta es la imagen que deprime a Luis.

    Ha venido ha realizarse una serie de exámenes que le fueron solicitados y, es por ello que debe internarse en este lugar. No lo hace de agrado, sino a regañadientes. Su esposa, sus hijas e hijo y, su médico tratante se lo han exigido.

    Carlos, en cambio, ha iniciado su tratamiento. Cumplió los protocolos médicos. Deberá atenerse a la planificación dejada por el médico tratante, el mismo que atiende al Brujo, el famoso doctor, Eliseo Ruiz Peralta.

    Luis recuerda, mientras camina por los pasillos de la clínica, el día que acompañó a su hermano cuando le fue diagnosticada la mortal enfermedad.

    —Amigo mío, ya no hay nada que hacer por ahora. Solo paliativos para que tenga una vida sin grandes sufrimientos. La clínica le atenderá en su hogar. Todo lo que hagamos está demás —dijo de manera tajante el doctor, después de observar detenidamente las radiografías y exámenes.

    ¡Cagué! —Fue lo único que se atrevió a decir su hermano en ese momento.

    Pocas veces se le había escuchado decir un garabato tan certero. Fue como un lamento premonitorio de un desenlace inevitable. Efectivamente, no había nada más que hacer. Ingenuamente, había pensado que lo suyo era algo al colón o al estómago. Algo pasajero. Pero no. El cáncer ya se había extendido a otros órganos.

    Salió de la consulta en completo silencio. Mientras se desplaza en la silla de ruedas por el pasillo de la clínica, le confidencia a Luis:

    —¿Sabes, hermano? Te debes acordar. He fumado ininterrumpidamente desde los 12 años, desde que estábamos en el colegio. Al principio un par de cigarrillos, luego una cajetilla. A partir de los 20 años, una vez que egresé del servicio militar, subí la cuota a dos cajetillas diarias. Desde esa fecha no he parado. Fumé siempre los mejores y los más caros. Durante mucho tiempo, preferí los sin boquilla, los Lucky Strike, luego, los Marlboros. Ahora, mírame, me estoy extinguiendo como el motorista de la publicidad de esos cigarrillos. ¿Te acuerdas? El que conquistaba lindas muchachas.

    —Hermano —prosiguió—, voy a morir igual que él, tal como dijo el médico. Ese es el destino que me espera.

    Luis, el Brujo, acarició suavemente la cabeza de Arturo, su hermano.

    —No te preocupes, hermano. Mientras tengas vida vamos a luchar hasta donde sea posible. Cuenta conmigo para ello. No te dejaré solo —dijo el Brujo, tomándole las manos.

    Increíblemente, Luis se encuentra ahora en la misma clínica donde antes fue desahuciado su hermano… Estar aquí le trae tan malos recuerdos. De no ser necesario, no se habría internado. No cree estar enfermo. El médico que atendió a su hermano, piensa lo contrario, que, posiblemente, él también tenga el mismo tipo de cáncer.

    Al igual que su hermano, el Brujo, fue un gran fumador en su juventud. Fumaba una cajetilla al día. Al nacer la segunda hija, lo dejó de sopetón, de un día para otro. Estaba próximo a cumplir los treinta años. Muchos le han preguntado ¿cómo hizo para dejarlo? Se sabe que es una adicción difícil de abandonar. Responde que a causa de un intenso dolor de muelas y, de mucha fuerza de voluntad. La famosa muela del juicio, que le fue extraída de urgencia una noche de Navidad. El dentista le prohibió fumar por unas semanas y, lo hizo para siempre.

    —Sabe, doctor, dado que usted me consulta, sí tengo antecedentes familiares —le dice al médico—. Pareciera que el cáncer me persigue. Hace algún tiempo tuve que extirparme algunos lunares malignos. Una herencia de mi padre que debió extraerse un lunar que tenía sobre el labio superior izquierdo y, que para disimular la fea cicatriz, se vio obligado a usar bigotes por el resto de su vida. Aunque igual le sentaban bien.

    —Entonces, mi amigo, deberá internarse en la clínica para una revisión completa y poder contar con un diagnóstico certero. A lo menos una semana. Con esta enfermedad no se

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