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El árbol de la vida: Colección de cuentos cortos
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El árbol de la vida: Colección de cuentos cortos
Libro electrónico269 páginas2 horas

El árbol de la vida: Colección de cuentos cortos

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Desde 1984 hasta 2001, Josh Pachter publicó un total de diez cuentos sobre Mahboob Chaudri, un policía paquistaní que vive y trabaja en la isla emirato de Bahréin. En la publicación The Ethnic Detectives, el crítico Bill Pronzini llamó a Chaudri “uno de los más encantadores nuevos detectives”. Este libro recopila los diez cuentos de Chaudri, que originalmente se publicaron en Ellery Queen's Mystery Magazine, Alfred Hitchcock's Mystery Magazine y en otras revistas, en un volumen. A cada cuento le sigue un epílogo ilustrado, donde se presenta “el cuento que dejamos atrás”.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 nov 2019
ISBN9781071504222
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    El árbol de la vida - Josh Pachter

    Este libro está dedicado a mi hija,

    Rebecca Kathleen Jones.

    Aunque nunca estuvo en Bahréin,

    su historia comienza aquí.

    ÍNDICE

    INTRODUCCIÓN

    EL DILMUN EXCHANGE

    EPÍLOGO

    LOS BEBEDORES DE CERVEZA

    EPÍLOGO 

    EL ÁRBOL DE LA VIDA 

    EPÍLOGO

    LA CARRETERA QATAR 

    EPÍLOGO 

    UAA 

    EPÍLOGO 

    JEMAA EL FNA 

    EPÍLOGO 

    LA NOCHE DE PODER

    EPÍLOGO 

    LA PLAYA DEL JEQUE 

    EPÍLOGO 

    LA BESTIA DE MARFIL 

    EPÍLOGO 

    LA ESPADA DE DIOS 

    EPÍLOGO 

    Información de publicación y derechos de autor

    Sobre el autor

    INTRODUCCIÓN

    Quiero que ahora vayas a Bahréin, me dijo mi jefe por la línea telefónica WATTS que conecta la sede de la división de Heidelberg de la Universidad de Maryland con la oficina de educación de la base naval estadounidense en Rota, España, donde yo estaba dando clases ese verano de 1982.

    ¿Bahréin?, le pregunté. ¿En qué país está?

    "Bahréin no está en un país, me explicó David, Es un país".

    Los 10 meses que terminé pasando en Bahréin me cambiaron la vida desde maneras pequeñas (descubrí la música de Michael Franks) hasta enormes (conocí a la mujer que cuatro años después daría a luz a mi hija, Becca). Entre otros cambios, ese fue el año que abandoné mi retiro como escritor de crimen.

    El primer cuento corto que escribí y se publicó, lo escribí a los 16 años y se publicó en el número de 1968 de la revista Ellery Queen’s Mystery Magazine.

    Durante los siguientes seis años, mientras me graduaba de la secundaria en Nueva York

    y obtenía un grado de la Universidad de Michigan, escribí varias docenas de cuentos más, vendiendo seis a EQMM y otros cinco a la revista Alfred Hitchcock’s Mystery Magazine. En 1973, vivía en Reno, Nevada y trabajaba como guionista en una pequeña productora de medios.

    Mis cuentos cortos, pensaba, cada vez eran mejores, pero cuanto mejores creía que eran, menos dignos de publicarse parecían encontrarlos los editores de las revistas. Un día, durante la hora del almuerzo, escribí un cuento corto tonto, solo por escribirlo, y se lo envié a Ernie Hutter, en AHMM... y para mi sorpresa, Ernie lo compró.  Parecía no poder vender ficción de calidad, pero, ¿compraban porquerías? Disgustado, dejé de escribir cuentos sobre crímenes.

    En 1976, pasé nueve meses viajando por Europa en una destartalada motocicleta checa. Mientras visitaba a unos amigos en Holanda, conocí a una holandesa con quien me casé al año siguiente. Lydia y yo vivimos en Pennsylvania por un tiempo, y en 1979 nos mudamos a Ámsterdam.  Al siguiente año, en 1980, vi un aviso de la división europea de UMd en el

    International Herald Tribune, y ese año impartí clases para ellos durante cuatro meses en Alemania y Grecia y tres meses en Inglaterra en el 81, justo cuando el príncipe Carlos se estaba casando con lady Diana.

    En 1982, Maryland me envió de vuelta a Grecia, y de ahí al suroeste de España, y fue durante el tiempo que estuve en España, que tuve la conversación con la que comenzó esta introducción y supe que mi próxima asignación sería en la isla emirato de Bahréin, que queda en el Golfo Pérsico, en la costa de Arabia Saudita.

    Fui al Medio Oriente como el único pasajero en un avión de carga militar que llevaba provisiones a la Unidad de Apoyo Administrativo de la marina de EUA, en Manama, la capital (y única ciudad) de Bahréin).

    El sistema educativo dependiente del Departamento de Defensa, que dirige las escuelas elementares, medias y superiores en lugares donde a los soldados estadounidenses se les permite llevar sus familias, tenía una escuela en Bahréin, aunque en la mayoría de los casos, las asignaciones a UAA se llamaban períodos de servicio no acompañados. La mayoría de los estudiantes en la escuela de Bahréin eran hijos de estadounidenses, diplomáticos y banqueros y muchas familias ricas de Bahréin también enviaban a sus hijos ahí, ya que la calidad de la educación impartida era superior a la disponible en la economía local. En un momento, la escuela había sido un internado, pero cuando yo llegué, estaba abierta solo para alumnos del día, y siendo el único miembro del cuerpo docente de la Universidad de Maryland que vivía ahí, me asignaron para vivir el apartamento del supervisor de la residencia estudiantil, que ya estaba desocupado.

    Levante la mano izquierda, con la palma hacia afuera, cuatro dedos tocando el pulgar un poco separados de los dedos. Ahora encuentre la forma de un mapa del Medio Oriente y estará viendo a Arabia Saudita (su mano) y Qatar (el pulgar). Entre el pulgar y los dedos, verá el azul del Golfo Pérsico, y si mira detenidamente, verá (dependiendo de la escala del mapa) un punto minúsculo que podría confundirse con un error de impresión.

    Ese punto minúsculo es Bahréin.

    En realidad, solo es parte de Bahréin. El país es un archipiélago conformado por varias islas, la mayoría de ellas deshabitadas y demasiado pequeñas para ser mostradas en cualquier mapa del mundo, salvo Bahréin. Estando ahí, en 1982, comprendía un total de 33 islas con un área total de un poco más 648 kilómetros cuadrados.  Hoy, los proyectos de reclamación han aumentado el número de islas a 84, con un área total de un poco más de 777 kilómetros cuadrados. Como comparación, Rhode Island, el estado más pequeño de Estados Unidos, tiene un área de un poco más de 3.108 kilómetros cuadrados, cinco veces el tamaño de Bahréin cuando yo estaba allá, y la ciudad de Los Ángeles, con 1.300 kilómetros cuadrados, tiene el doble del tamaño del Bahréin que yo recuerdo.

    Así que es un lugar muy pequeño, y era aún más pequeño en 1982, y más pequeño aún, cuando se toma en cuenta que la mitad inferior de la isla de Bahréin, la isla principal, la que se ve en los mapas, donde yo vivía, era un zona militar (de ellos, no nuestra) y una zona prohibida a los extranjeros.

    La población también era pequeña, lo cual significaba que los recién llegados, casi automáticamente se convertían en celebridades. A las tres semanas de haber llegado, había sido entrevistado por la estación de radio nacional y por los dos periódicos nacionales, había sido invitado a cenar a la casa del embajador estadounidense y del comandante de la flota estadounidense en el Medio Oriente y me habían pedido que diera un discurso en el British Council. (El bahreiní que me llamó para invitarme a hablar en el British Council tenía un acento muy marcado y me sorprendió cuando me dijo que mi público sería de cien panaderos). Siendo un país tan pequeño, no podía imaginarme que hubiera necesidad para tanto pan. Sin embargo, cuando llegué a dar mi presentación, descubrí que lo había entendido mal por su acento y el público que se había reunido para escucharme, era de cien banqueros. Pensarán que aún hay menos necesidad para banqueros que para panaderos en un país que solo tiene un tercio de un millón de habitantes, pero como Bahréin no tiene petróleo, lo compensó convirtiéndose en un refugio para la banca extraterritorial, donde todas las principales instituciones financieras del planeta tienen una filial.

    No pasó más de un mes para que la novedad de mi llegada pasara de moda, y una vez que eso ocurrió, no había mucho que pudiera hacer en Bahréin. El suq, el antiguo mercado, era fascinante, estaba la playa del jeque (solamente para extranjeros), el Museo Nacional, la mezquita Suq-al-Khamis, el parque de vida silvestre Al Areen y algunas otras cosas. Los funcionarios del Departamento de Estado y el profesorado de la escuela Bahréin ofrecían cenas y parrilladas casi todos los fines de semana. Tenía mis clases, por supuesto, e hice amistad con algunos de mis alumnos.

    Cuando ya tenía dos meses allí, gran parte del tiempo me aburría.

    Y eventualmente decidí que quizás debería usar este lugar fascinantemente aburrido donde vivía como escenario para un nuevo cuento corto.

    Envié el resultado, al que llamé El Dilmun Exchange, a Eleanor Sullivan, la editora de la revista, Ellery Queen’s Mystery Magazine.  Lo compró y me pidió que convirtiera a Mahboob Chaudri en el personaje de una serie. Así que escribí la segunda historia de Chaudri y la tercera, y seguí escribiendo para ellos por un tiempo antes de volver a mudarme de Bahréin a Europa para radicarme en Alemania.

    En total, escribí 10 historias de Chaudri, pero luego, por razones personales demasiado complicadas para explicar aquí, dejé de escribir del todo. Esta vez, mi retiro duró más, desde 1988 hasta 2003, cuando mi hija, Becca, entonces de 17 años, comentó un poco en broma, que había debido ser divertido poder escribir ficción que para publicar.

    "Todavía puedo escribir ficción para publicar, querida, le dije, Pero no quiero. Me miró y me dijo: Seguro, papá", así que decidí probárselo y volví a abandonar mi retiro una vez más. Y aquí estoy, otra vez un miembro de la fraternidad de escritores sobre crímenes, gracias a Becca, que me motivó para volver a escribir hace una década y a mi esposa, Laurie, que hoy continúa estimulándome a escribir.

    También agradezco a John Betancourt y a la gente de Wildside Press, que me animaron a coleccionar mis 10 historias sobre Mahboob Chaudri en un solo volumen. Fue divertido escribir las historias a principios y mediado de los años 80 y fue divertido volver a leerlas y escribir los epílogos, aún ahora, 30 años después. Espero que se diviertan leyéndolas.

    Josh Pachter

    Herndon, Virginia

    Diciembre, 2014

    EL DILMUN EXCHANGE

    La llamada del muezzin para orar al alba se oyó con tristeza en la avenida Bab-al-Bahrain. Eran las 4:00 de la mañana, y la larga y angosta calle, la arteria principal del antiguo distrito comercial de Manama, el suq, estaba casi desierta. Una pordiosera estaba acuclillada inmóvil junto a la puerta de la casa de cambio y joyería al mayor, Dilmun Exchange Services and Wholesale Jewelers, completamente cubierta por un abba negra. Hasta su cara y su palma extendida envueltas en negro eran invisibles. Excepto por ella, la calle estaba vacía.

    Pasarían horas antes de que los comerciantes comenzaran a llegar para levantar las pesadas rejas de metal que protegían sus vitrinas, abrir las puertas de vidrio y encender las cajas registradoras eléctricas, revisar su mercancía y tomar una taza de café fuerte antes de que comenzara la locura.

    Era el primero de octubre, el primer día de las ventas de otoño. Durante las siguientes dos semanas, por decreto del propio emir, todos los negocios de la pequeña isla-nación, Bahréin, debían rebajar 20 por ciento o más a los precios de todas sus mercancías, excepto la comida.

    A las 8:00 de la mañana comenzarían las ventas y miles de árabes y expatriados de todo el país inundarían el suq, dejando cientos de miles de dinares a los comerciantes y artesanos, regresarían a sus casas a cenar con los autos llenos de una alucinante colección de televisores, videocaseteras, estéreos, cámaras fotográficas, calculadoras de bolsillo, relojes digitales, juegos electrónicos, refrigeradores, aires acondicionados, lavadoras, hornos microondas, muebles, alfombras tejidas a mano, joyeros, pulseras y collares de oro y plata, camisas, faldas, trajes y vestidos.

    Pero aún faltaban horas para que comenzara la locura, y cuando Mahboob Chaudri giró de la calle Government y caminó bajo los altos arcos blancos del bab, la estrecha calle que tenía por delante estaba sola y silenciosa, excepto por la pordiosera y el eco moribundo de la llamada del muezzin.

    Chaudri cruzó la pequeña plaza dentro del bab y se detuvo a mirar el cartel azul y blanco sobre la puerta del bajo edificio grisáceo en la esquina. ESTADO DE BAHRÉIN, anunciaba el cartel en inglés y árabe. MINISTERIO DE INTERIOR, SEGURIDAD PÚBLICA, ESTACIÓN DE POLICÍA DE MANAMA. 

    ¿Por qué solo en inglés y árabe?, se preguntó, como se preguntaba todas las mañanas. ¿Por qué no en baluchi, punjabi y urdú, ya que dos tercios de nosotros en la fuerza policial somos paquistaníes?

    Y como siempre, se encogía de hombros, olvidaba ese pensamiento y subía los tres escalones de piedra a la estación de policía.

    Un pequeño grupo de mahsools, todos bahreiníes, estaba en la puerta fumando cigarrillos importados y charlando. Chaudri los saludó con deferencia, siempre tenía cuidado en ser cortés con sus superiores, y se encaminó hacia el vestuario.

    Esa mañana había llegado temprano y todavía no había nadie. Se desabotonó la camisa deportiva y la colgó en su casillero, se quitó los jeans, los dobló en otra percha y puso sus zapatillas de goma detrás.

    Muchos de los otros hombres iban a trabajar con jutti y el punjab tradicional paquistaní: una camisa de algodón a media pierna y pantalones holgados del mismo tono pálido naranja, marrón o azul, pero a Chaudri le gustaba la ropa occidental y siempre se la ponía cuando no estaba de servicio.

    Se puso la camisa y el pantalón del uniforme verde militar, se ajustó el cordón del hombro, se anudó la corbata verde oliva, metiendo la mitad inferior entre el segundo y tercer botón de la camisa y se puso los gruesos zapatos negros.

    Luego se miró en el espejo de la puerta de su casillero y se puso la boina verde oscuro, volteando a este y al otro lado para asegurarse de que estuviera bien puesta.

    Finalmente satisfecho, se apartó del espejo para verse mejor. Le gustó lo que vio: Mahboob Ahmed Chaudri, de 28 años, nada mal parecido con su piel marrón oscura, facciones regulares y su uniforme inmaculado e imponente.

    Mahboob Ahmed Chaudri, 18 meses como natoor en la fuerza policial bahreiní y listo para su primer ascenso en cualquier momento. Le daría lástima renunciar a la boina verde, pero le alegraría cambiarla por la gorra de visera de mahsool.

    El vestuario estaba comenzando a llenarse y Chaudri cerró la puerta del casillero y se unió a una de las charlas a su alrededor. Eran las 4:20 de la mañana y todavía le quedaban 10 minutos de su tiempo antes de que pasaran lista.

    Para cuando comenzó su media hora de descanso, a las 9:00 , las ventas ya estaban bien avanzadas. La avenida Bab-al-Bahrain, el laberinto de callecitas secundarias y los callejones que se ramificaban de ella estaban inundados de autos sonando cláxones y animados compradores. El aire estaba caliente y pesado con los olores de las frituras, los tubos de escape de los autos y el sudor y los sonidos de la humanidad y las maquinarias en una cacofonía irritante.

    Pero Mahboob Chaudri caminaba con una sonrisa, pacientemente permitiendo que la muchedumbre lo rodeara y lo tropezara: pequeños grupos de mujeres árabes con largos abbas negros, sus rostros escondidos tras finos velos o ligeras máscaras de cuero llamadas berga’a, hombres de negocios con thobes hasta los tobillos y ghutras a cuadros blancos y rojos cuidadosamente arregladas sobre sus cabezas, banqueros de 40 países con caros trajes de tres piezas, esposas de expatriados con modestas faldas y blusas, trabajadores de la construcción holandeses, estibadores coreanos y trabajadores petroleros británicos con jeans manchados de grasa, niñeras indias con coloridos saris, el vientre al aire o cubierto con una delicada gasa, y niños de todos los colores, nacionalidades y descripción.

    Chaudri tenía el sobre con su sueldo mensual en el bolsillo. Tenía una hora libre e iba en camino hacia el Dilmun Exchange a comprar rupias para enviar a casa a su esposa e hijos en Karachi.

    Junto a la puerta de la casa de cambio, seguía sentada la pordiosera. ¿O era una diferente? Cubierta de negro, sin un centímetro de piel visible e inmóvil, era imposible saberlo. Chaudri sacó una pieza de 100-fils del bolsillo y delicadamente la puso en su mano extendida y cubierta.  "El lo, majee", murmuró en su punjabi nativo.

    La mujer no le contestó, ni siquiera inclinando la cabeza. Bajo esa abba, podría estar dormida, pensó Chaudri. Hasta podría estar muerta.

    Entro a la casa de cambio. Era un recinto sencillo.  Detrás de un mostrador de madera contra la pared del fondo, un bahreiní de barba gris con thobe y ghutra trabajaba con una calculadora de bolsillo. Sobre su cabeza estaba colgada una pizarra negra con las tasas de cambio del día: compra y venta para dólares estadounidenses, canadienses y australianos, francos franceses y suizos, coronas danesas, suecas y noruegas, libras inglesas, marcos alemanes, florines holandeses, liras italianas, riyales sauditas, yenes japoneses y una docena de otras divisas. En las paredes había algunos afiches de viajes desteñidos, un cenicero de pie frente al mostrador para el uso de la clientela, un descomunal aire acondicionado que zumbaba y eso era todo.

    Había cinco hombres y una mujer esperando que los atendieran mientras el bahreiní sacaba sus cuentas y contaba pilas de billetes de 10 y 20 dinares.

    Chaudri se paró al final de la fila y miró la pizarra con la tasas de cambio. Casi 30 rupias por un dinar, leyó contento. Una buena tasa. Shazia y los niños tendrían un mes cómodo.

    El primer hombre de la fila recogió un montón de billetes del mostrador, murmuró un "shukran" y se fue. Chaudri y los otros clientes avanzaron un puesto en la fila.

    De pronto, la puerta de abrió de golpe y Chaudri se dio vuelta por el ruido. Un hombre alto con cabello marrón oscuro y ojos penetrantes estaba parado en la puerta. Era imposible saber si era un nativo o un expatriado. Una berga’a de cuero de mujer cubría la mayor parte de su rostro y no habló. Tenía un arma en la mano, un revólver negro y lo sostenía con firmeza, sin temblar.

    Se quedó parado un momento, permitiendo que sus víctimas comprendieran el peligro a través de las varias capas de shock. Luego, con la mano libre, dio vuelta el cartel en la puerta de vidrio para que se leyera CERRADO, la cerró con llave y bajó la persiana. Solo entonces les hizo señas con el arma para que se movieran a la pared lateral de la oficina. Dense vuelta, les dijo. Caras a la pared, las manos levantadas sobre la cabeza, las piernas separadas.  Su voz era fría y dura, hablaba en un árabe perfecto pero con acento.

    ¿Un yemení?, pensó Chaudri automáticamente con los ojos fijos en una mancha de la pared sobre su cabeza. ¿Un kuwaití?

    Sobre el ruido irritante del aire acondicionado escuchaba cómo el ladrón desdoblaba una bolsa plástica de compras y comenzaba a llenarla con pilas de billetes crujientes. Se llevará los dinares, los dólares estadounidenses y los riyales, pensó Chaudri, y dejará lo demás....

    Escuchen atentamente, la voz interrumpió sus pensamientos, "Sobre todo tú, natoor. Hagan exactamente lo que les digo y por la gracia de Alá nadie resultará herido".

    ¡Por la gracia de Alá!, dijo furioso el empleado canoso. ¿Cómo osas hablar de...?

    El ladrón atravesó el espacio violentamente y golpeó con furia al anciano bahreiní con la cacha del revólver.

    Chaudri se atrevió a mirar hacia un lado justo a tiempo para ver al empleado caer desmadejado al suelo y al ladrón retirarse.

    Hagan lo que él dice, instruyó Chaudri a los demás. No hablen, no se muevan y no se preocupen que todo va a salir bien.

    "Gracias por su ayuda, natoor", le dijo el bandido. Chaudri no percibió ningún sarcasmo, algo que le sorprendió. Este hombre está muy tranquilo, pensó. Sabe muy bien lo que está haciendo.

    "Si siguen el consejo que tan inteligentemente les ha dado el natoor, continuó el hombre, nadie

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