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La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos
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Libro electrónico508 páginas9 horas

La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos

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"El partido de los estúpidos": tal es la denominación que John Stuart Mill da a los conservadores. Este juicio, como tantas otras afirmaciones que los liberales del siglo XIX creyeron de validez eterna, necesita ser revisado en esta época de des­integración de las filosofías radical y liberal.
Es cierto, desde luego, que a la causa del conservatismo ha prestado su inercia mucha gente obtusa e irreflexiva. Edmundo Burke, el más grande pensa­dor conservador moderno, no se avergonzaba al reconocer la fidelidad de los hombres humildes, garantizada por los prejuicios y las normas consuetudinarias, pues, afectuosamente, los equipara­ba al rebaño que pace bajo los robles ingleses sordo a los insectos de las innovaciones radicales.
Pero los principios conservadores también han sido defendidos, durante los últimos ciento cincuenta años, por hombres ilustrados y de genio. El pro­pósito de este libro, que no pretende ser una histo­ria de los partidos conservadores, es revisar las ideas conservadoras examinando su validez para esta nuestra confusa época.
Consiste en un amplio ensayo para su definición. ¿Cuál es la esencia del conservatismo británico y norteamericano? ¿Qué sistema de ideas, común a Inglaterra y a los Estados Unidos, ha mantenido siempre a hombres de tendencias conservadoras en su resistencia contra las teorías radicales y la transformación social desde el comienzo de la revolución francesa?
Este documentado y muy bien escrito libro, de fácil lectura e interpretación, da luces a quien lo consulte para comprender mejor las diferencias doctrinarias entre liberales y conservadores, sin los prejuicios partidistas y apasionados que suelen acompañar las discusiones políticas modernas. Recomendado 100%

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento23 may 2019
ISBN9781370904334
La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos
Autor

Rusell Kirk

Russell Kirk fue un filósofo político, historiador y crítico social estadounidense, conocido por sel enfoque analítico de sus escritos para promover la importancia del renacimiento del pensamiento conservador clásico del siglo XX, con énfasis en Estados Unidos y la proyección de esta doctrina política en el resto del planeta.

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    La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos - Rusell Kirk

    La mentalidad conservadora en Inglaterra y Estados Unidos

    Rusell Kirk

    Colección Sociología Política Internacional N° 5

    Ediciones LAVP

    www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9781370904334

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    La mentalidad conservadora de Inglaterra y Estados Unidos

    Idea del conservatismo

    Burke y la política consuetudinaria

    John Adams y la libertad dentro de la ley.

    Románticos y utilitaristas

    El conservatismo en los Estados Meridionales de Norteamérica: Randolph Y Calhoun.

    Los conservadores liberales: Macaulay, Cooper y Tocqueville.

    Conservatismo de transición. Aportaciones de Nueva Inglaterra

    Un conservatismo con imaginación: Disraeli y Newman

    Conservatismo legal e histórico: una época de presagios

    Conservatismo frustrado: Norteamérica 1865-1918

    Conservatismo inglés a la deriva: el siglo XX

    Conservatismo crítico: Babbitt, More, Santayana

    Recrudecimiento del conservatismo

    Idea del conservatismo

    "El partido de los estúpidos": tal es la denominación que John Stuart Mill da a los conservadores. Este juicio, como tantas otras afirmaciones que los liberales del siglo XIX creyeron de validez eterna, necesita ser revisado en esta época de desintegración de las filosofías radical y liberal.

    Es cierto, desde luego, que a la causa del conservatismo ha prestado su inercia mucha gente obtusa e irreflexiva. Edmundo Burke, el más grande pensador conservador moderno, no se avergonzaba al reconocer la fidelidad de los hombres humildes, garantizada por los prejuicios y las normas consuetudinarias, pues, afectuosamente, los equiparaba al rebaño que pace bajo los robles ingleses sordo a los insectos de las innovaciones radicales.

    Pero los principios conservadores también han sido defendidos, durante los últimos ciento cincuenta años, por hombres ilustrados y de genio. El propósito de este libro, que no pretende ser una historia de los partidos conservadores, es revisar las ideas conservadoras examinando su validez para esta nuestra confusa época.

    Consiste en un amplio ensayo para su definición. ¿Cuál es la esencia del conservatismo británico y norteamericano? ¿Qué sistema de ideas, común a Inglaterra y a los Estados Unidos, ha mantenido siempre a hombres de tendencias conservadoras en su resistencia contra las teorías radicales y la transformación social desde el comienzo de la revolución francesa?

    Pasad junto al Liffey de Dublín, por una callejuela al Oeste de la cúpula de los Four Cauris, y llegaréis al viejo portal de un negro muro. Son los restos, sin techo, de una casa del siglo XVIII. La casa, hasta hace muy poco aún, estaba habitada, aunque declarada ruinosa ya. Es el número 13 de Arran Quay.

    Ha sido un edificio de ladrillo de tres pisos que comenzó siendo residencia señorial, descendió a la condición de tienda, fue utilizado modernamente como oficina gubernamental y fue demolido en 1950: historia que sugiere, en una escala mayor, los cambios sufridos por la sociedad irlandesa desde 1729. Pues en ese año nació allí Edmundo Burke, el más grande hombre nacido en Irlanda.

    Las conmemoraciones del Dublín moderno no se extienden más allá de la época de O'Connell y la destrucción de la casa natalicia de Burke no parece haber levantado protesta alguna. Detrás de la casa (de las tristes ruinas que quedan de ella), hacia la vieja iglesia de St. Michan en la que, se dice, fue bautizado, se extienden ruinosos barrios bajos donde niños descalzos pelean sobre otros muros desmoronados.

    Si se vuelve hacia O'Connell Street, un tranquilo paseo conduce hasta la noble fachada del Trinity College y a las estatuas de Burke y de Goldsmith; hacia el norte, cerca de Parné Square, se puede oír a oradores irlandeses proclamando, por medio de altavoces, que han conseguido aumentar las pensiones de las viudas en siete veces más, lo que constituye una simple muestra de lo que intentan hacer. Y entonces se piensa, con Burke, "Sombras somos y a sombras perseguimos".

    Desde los tiempos de Burke han tenido lugar en Dublín muchos cambios. No obstante, para el visitante, Irlanda aparece frecuentemente como un refugio de la tradición en la corriente de nuestra época, y Dublín como una vieja ciudad conservadora: y lo son.

    Un mundo que condena la tradición, exalta la igualdad y recibe alborozado las innovaciones; un mundo que ha hecho presa en Rousseau y se lo ha engullido totalmente, y que reclama profetas aún más radicales; un mundo ennegrecido por el humo del industrialismo, regido por las masas, centralizado por el gobierno; un mundo mutilado por la guerra, que tiembla entre el coloso del Este y el del Oeste, y que mira por sobre una destrozada barricada hacia el abismo de la disolución: este mundo, nuestro mundo, es la sociedad que Burke pronosticó, con toda la ardiente energía de su retórica, en 1790.

    En conjunto los pensadores radicales han triunfado. Durante siglo y medio los conservadores han ido cediendo campo de un modo que, excepto por acciones de retaguardia accidentalmente victoriosas, ha de ser considerado como una derrota.

    Las causas de su derrota no son, sin embargo, del todo claras. Es posible hallar dos explicaciones generales. Constituye la primera la "difícil" situación en que se halla el mundo moderno: las ideas conservadoras, aunque sólidas, no pueden resistir las inmoderadas fuerzas del industrialismo, la centralización, la secularización y del impulso igualitarista. La segunda es que los pensadores conservadores han carecido de la suficiente perspicacia para descubrir los enigmas de los tiempos modernos. Y ambas explicaciones tienen fundamento.

    Este libro es una exposición crítica del "pensamiento" conservador. El espacio de que dispongo no permite un estudio exhaustivo de las fuerzas materiales y de las corrientes políticas que han sido, al mismo tiempo, lecho conformador y fruto de las ideas conservadoras.

    Por razones semejantes sólo pueden ser examinados brevemente sus adversarios, los radicales. Pero existen buenas historias políticas que abarcan desde 1790 en adelante, y las doctrinas del liberalismo y del radicalismo son suficientemente conocidas por el pueblo; en cambio el conservatismo ha tenido pocos historiadores.

    Aunque el estudio de las ideas conservadoras francesas y alemanas (ligadas al pensamiento británico y norteamericano por la deuda con Burke de De Maistre, Bonald, Guizot, Gentz, Metternich y con otra docena de hombres de gran talento) estaría lleno de interés, es materia demasiado intrincada para ser tratada aquí: sólo Tocqueville ha sido considerado adecuadamente de entre los intelectuales del continente, y ello principalmente por su duradera influencia sobre norteamericanos e ingleses.

    Está, pues, limitada a los pensadores británicos y norteamericanos que han defendido la tradición y las viejas instituciones. De entre las grandes naciones, sólo Inglaterra y norteamericana han escapado a las revoluciones desde 1790: ello parece ser un testimonio de que su conservatismo es un producto tenaz y de que su estudio puede ser remunerador.

    Para limitar aún más estrechamente el campo de este libro sólo se estudia a los pensadores que están en la línea de Burke. Convencido de que la de Burke es la verdadera escuela de los principios conservadores, he omitido la consideración de los liberales más antidemocráticos (Lowe), de los individualistas más antigubernamentales (Spencer), de los escritores más anti-parlamentaristas (Carlyle).

    Todos los pensadores conservadores estudiados en los capítulos subsiguientes—incluso los federalistas, contemporáneos de Burke—padecieron la influencia del gran whig, aunque algunas veces sus ideas sólo penetraran en ellos a través de una especie de filtro intelectual.

    El conservatismo consciente, en sentido moderno, no se manifestó hasta 1790, con la publicación de Reflections on the Revolution in France (Reflexiones sobre la revolución francesa). En ese año, el poder profético de Burke definió, por vez primera, en la conciencia pública, los polos opuestos conservación-innovación. La Carmañola anunció el comienzo de nuestra época y la humeante energía del carbón y del vapor fue la señal, en el norte de Inglaterra, de otra revolución.

    Si alguien trata de descubrir las ideas conservadoras en Inglaterra antes de esa época, inmediatamente se enredará con whigs y tories, pues los principios modernos, aunque en formación desde antes, todavía no aparecían distintamente. Ni la lucha entre conservadores y radicales norteamericanos se hace intensa hasta que el ciudadano Genét y Tom Paine trasladan, desde el otro lado del Atlántico, el entusiasmo por la libertad francesa, pues la revolución norteamericana había sido esencialmente una reacción conservadora, dentro de la tradición polí tica inglesa, contra las innovaciones regias.

    Si tuviéramos que encontrar realmente un maestro conservador anterior a Burke no nos satisfaría Bolingbroke, cuyo escepticismo religioso le descalifica para ello, ni el maquiavélico Hobbes, ni aquel anticuado Filmer. Verdaderamente Falkland, Clarendon, Halifax y Strafford merecen ser estudiados, más todavía Richard Hooker en el que se encuentran observaciones conservadoras, que Burke heredó con su anglicanismo y que Hooker sacó, en parte, de los escolásticos y de sus autoridades, pero así llegamos al siglo XVI y luego nos remontaríamos al XIII, y este libro trata de problemas modernos, Burke es prácticamente el fundador de nuestro conservatismo.

    Canning, Coleridge, Scott, Southey y Wordsworth debieron sus principios políticos a Burke; Hamilton y John Adams leyeron a Burke en América, y Randolph promulgó las mismas ideas de Burke en los estados meridionales de Norteamérica. Los discípulos franceses de Burke acuñaron la palabra "conservador" que Crooker, Canning y Peel aplicaron al gran partido que ya no fue ni tory ni whig después de que los seguidores de Pitt y Portland hubieron unido sus fuerzas a él. Tocqueville aplicó el criterio de Burke a sus propios fines liberales; Macaulay copió su talento reformador.

    Y todos estos hombres transmitieron la tradición de Burke a las generaciones sucesivas. Con una tal lista de discípulos, el título de Burke para hablar como verdadero genio conservador será difícil de negar. No obstante, algunos discípulos eminentes han tratado de colocar a Hegel como una especie de coadjutor de Burke. Samuel Johnson, refiriéndose a Hume, decía: Señor, ese hombre es por casualidad...

    Igualmente accidental es el conservatismo de Hegel. El hecho de que Schlegel, Göeres y Stolberg—y la escuela de Taine en Francia— admiraran tanto a Hegel como a Burke puede explicar, tal vez, la confusión entre su parecido superficial y su fundamental hostilidad.

    La metafísica de Hegel parecería a Burke tan aborrecible como su estilo, y el mismo Hegel parece leyó a Burke. Los que piensen que estos representan facetas distintas de un mismo sistema a están en el peligro de confundir el autoritarismo (en sentido político) con el conservatismo: Marx pudo obtener algo del pensamiento de Hegel; en Burke no habría encontrado nada adecuado para él.

    Pero estas distinciones son más propias de un capítulo final que de un prólogo. Lo que se requiere justamente aquí es una definición preliminar de la idea conservadora.

    Todo conservador instruido siente repugnancia a condensar sistemas intelectuales profundos y complicados en unas pocas frases pretenciosas: prefiere dejar esta técnica al entusiasmo de sus adversarios radicales. El conservatismo no es un cuerpo dogmático fijo e inmutable, y los conservadores han heredado de Burke el talento para dar nueva expresión a sus convicciones de acuerdo con los tiempos.

    No obstante, como premisa sobre la que trabajar, podemos observar que la esencia del conservatismo social está en la preservación de las antiguas tradiciones morales de la humanidad. Los conservadores respetan la sabiduría de sus antepasados (esta frase era de Strafford y de Hooker antes de que Burke la esclareciese); dudan del valor de las alteraciones en gran escala; piensan que la sociedad es una realidad espiritual con vida permanente, pero constitución frágil: no puede ser estropeada y luego recompuesta como una máquina. Abraham Lincoln preguntó una vez: ¿Qué es el conservatismo? ¿No es la adhesión de lo viejo y ya experimentado, frente a lo nuevo y no comprobado? Es esto, pero también es algo más.

    El profesor Hearnshaw, en su Conservatism in England (El conservatismo en Inglaterra), enumera una docena de principios conservadores, aunque posiblemente pueden quedar comprendidos en una enumeración más breve. Creo que hay seis cánones del pensamiento conservador:

    1. La creencia de que un designio divino rige la sociedad y la conciencia humanas, forjando una eterna cadena de derechos y deberes que liga a grandes y humildes, a vivos y muertos. Los problemas políticos son, en el fondo, problemas religiosos y morales. El estricto raciocinio — al que Coleridge denomina "entendimiento" — no puede satisfacer por sí solo las necesidades humanas.

    "Todo tory es realista"— dice Keith Feiling — "y sabe que hay en el cielo y en la tierra grandes fuerzas que la filosofía humana no puede profundizar ni sondear. Cuando se nos dice que no debemos confiar en la razón humana, hacemos mal en negarnos a ello. No confiamos ni debemos confiar en la razón humana; fue ella la que levantó una cruz en el Calvario, la que levantó la copa de cicuta, la que fue consagrada en Nótre Dame" (1).

    (1) Torysm, a Political Dialogue, Keith Feiling. London, 1913, págs. 37-38.

    La política es el arte de aprehender y aplicar la Justicia que está por encima de la naturaleza.

    2. Cierta inclinación hacia la proliferante variedad y misterio de la vida tradicional, frente a los limitativos designios de uniformidad, igualitarismo y utilitarismo de la mayor parte de los sistemas radicales. Es por esto por lo que Quintín Hogg (Lord Hailsham) y R. J. White describieron el conservatismo como un "goce"-. A este optimista concepto de la vida es a lo que Walter Bagehot llamaba la verdadera fuente del conservatismo vivo.

    3. La convicción de que la sociedad civilizada requiere órdenes y clases. La única igualdad verdadera es la moral; todos los demás intentos de nivelación conducen a la desesperación si son reforzados por una legislación positiva. La sociedad anhela la autoridad, y si el pueblo destruye las diferencias naturales que existen entre los hombres un nuevo Bonaparte llenará a poco el vacío.

    4. La creencia de que propiedad y libertad están inseparablemente conectadas y de que la nivelación económica no implica progreso económico. Sepárese la propiedad de la posesión privada y desaparecerá la libertad.

    5. Fe en las normas consuetudinarias y desconfianza hacia los sofistas y calculadores. El hombre debe controlar su voluntad y apetitos, pues los conservadores saben que hemos de ser gobernados más por los sentimientos que por la razón. La tradición y los prejuicios legítimos permiten derrotar el impulso anárquico del hombre.

    6. El reconocimiento de que cambio y reforma no son cosas idénticas y de que las innovaciones son con mucha frecuencia devoradores incendios más que muestra de progreso. La sociedad debe cambiar, pero su conservación exige cambios lentos—como la perpetua renovación del cuerpo humano. La Providencia es el instrumento adecuado para realizar estos cambios, y la piedra de toque de un estadista es su facultad para descubrir el sentido providencial de la sociedad.

    Tal sistema ideológico ha sufrido desviaciones y numerosas adiciones, pero, en general, los conservadores se han adherido a estos artículos de fe con una permanencia rara en la historia de la política.

    Más difícil es enumerar los principios ideológicos de sus adversarios. Cinco grandes escuelas del pensamiento radical han competido por el favor público desde que Burke abordó la política: el racionalismo de los philosophes y de Hume, la emancipación romántica de Rousseau y de sus aliados, el utilitarismo de Bentham y sus partidarios, el positivismo de la escuela de Comte y el materialismo colectivista de Marx y de otros socialistas.

    En esta enumeración no se incluyen aquellas doctrinas científicas —principalmente el darwinismo— que tanto han contribuido a socavar los principios de orden conservador. Tratar de expresar los diversos sistemas ideológicos radicales según su común denominador es probablemente pretencioso y ajeno a los principios filosóficos del conservatismo. Con todo, de manera general y rápida, se puede decir que el radicalismo, desde 1790, ha tendido a atacar el ordenamiento consuetudinario de la sociedad en los siguientes puntos:

    1. La perfectibilidad del hombre y el ilimitado progreso de la sociedad: mejoramiento progresivo. Los radicales creen que la educación, la legislación positiva y el cambio del ambiente pueden producir hombres semejantes a dioses; niegan que la humanidad tenga una inclinación natural hacia la violencia y el pecado.

    2. Desprecio por la tradición. La razón, los impulsos y el determinismo materialista son rigurosamente antepuestos como guías con los que obtener el bienestar social, más seguros que el criterio de nuestros antepasados. Es rechazada la religión constituida y, como sustitutivos, se ofrecen diversos sistemas anticristianos.

    3. Igualdad política. Clases y privilegios son condenados: el ideal profesado por los radicales es la democracia total, tan directa como sea posible. Unido a este espíritu radical aparece, generalmente, la aversión hacia las componendas parlamentarias y el anhelo de centralización y unificación.

    4. Igualdad económica. Los antiguos derechos de propiedad—especialmente la propiedad de la tierra—son mirados con recelo por casi todos los radicales y, por ello, los reformadores colectivistas han cercenado profundamente la institución de la propiedad privada.

    Como quinto extremo común a todo el pensamiento radical deberíamos tratar de definir la función que cumple el Estado en su sistema, pero en este punto las diferencias entre las principales escuelas innovadoras son tan profundas que no permiten llevar a cabo generalización satisfactoria alguna.

    Sólo se puede señalar eme todos los radicales se unifican en su aversión por el concepto eme Burke da del Estado: ente moral ordenado por Dios, unidad espiritual integrada por los muertos, los vivos y los que aún han de nacer.

    Lo dicho valga como delimitación preliminar. En último término, el radical es neotérico, enamorado del cambio. Es conservador el hombre que, con Joubert, dice, refiriéndose a las viejas instituciones de la política y la religión, ce sont les crampons qui unissent une génération á une autre y Conservez ce qu'ont vu vos peres.

    En los capítulos siguientes es descrito el conservador como estadista, como crítico, como metafísico, como hombre de letras. Napoleón lo sabía: son los intelectuales, más que los dirigentes de los partidos políticos, los que en definitiva determinan el curso de los acontecimientos. Y, de acuerdo con esta idea, he escogido los pensadores que integran este estudio.

    Hay algunos de ellos—Lord Salisbury, por ejemplo—sobre los que me habría gustado escribir más. He omitido algunos discípulos interesantes de Burke—entre ellos a Arnold, Morley y Bryce porque no son conservadores ortodoxos. Pero es seguida la corriente principal de las ideas conservadoras desde 1790 a 1952.

    En una época revolucionaria los hombres gustan a veces todas las novedades, se hartan de todas ellas y vuelven a los viejos principios, caídos ya en tan largo desuso que, al ser redescubiertos, parecen cordialmente estimulantes. Frecuentemente la historia se asemeja a una rueda de la fortuna —hay mucha verdad en la vieja idea griega de los ciclos—y puede ocurrir que sobrevenga un nuevo orden social conservador.

    Puede que una de esas llameantes tempestades que, negando que procedan de la Divinidad, atribuimos a nuestro propio destino, haga desaparecer nuestras elaboradas construcciones políticas actuales tan abruptamente como el toque de alarma que, en el Faubourg Saint Germain, acabó con una época cansada de sí misma. No obstante, este símil de la rueda de la fortuna habría degradado a Burke (o a John Adams), que sabía que la historia es el desenvolvimiento de un destino supremo.

    Los verdaderos conservadores ven este proceso, que parece hijo de la casualidad o del destino, como la actuación providencial de una ley moral de la polarización. Y si Burke pudiera contemplar nuestro siglo nunca admitiría que una sociedad desintegrada, tan próxima al suicidio, fuera el fin para el que la Providencia ha preparado al hombre.

    Si realmente ha de volver a regir la sociedad un orden conservador debemos conocer la tradición que se le asigna, de modo que podamos reconstruir la sociedad según ella; si tal orden no ha de ser restablecido, debemos también comprender las ideas conservadoras para poder rastrear, de entre las cenizas, los abrasados restos de la civilización que escapen al incendio de los desenfrenados apetitos y voluntades.

    Burke y la política de la norma consuetudinaria

    1. La carrera de Burke.

    Cuando la época de los milagros yacía obscurecida en la distancia como una tradición increíble y hasta la época de las convenciones era ya vieja, cuando la existencia del hombre había seguido durante generaciones simples fórmulas que habían quedado vacías en el curso del tiempo, y parecía como si ya no existiera la realidad, sino sólo fantasmas..., entonces, repentinamente, se abrió la tierra de par en par y, entre el humo y con una mirada de feroz resplandor, se elevó el Sansculotismo", con múltiples cabezas y ardiente respiración, y preguntó: "¿Qué pensáis de mí?".

    Así escribía Carlyle acerca del estallido de 1789. Lord Acton dijo que su French Revolution había liberado al espíritu inglés de la esclavitud de Burke. A través de sus cien años de influencia, la crítica liberal ha mantenido que Burke había disparatado desastrosamente acerca de la significación del Diluvio (según calificó el mismo Burke a la revolución más pasmosa que hasta ahora ha tenido lugar en el mundo), Buckle llegó a explicar en luctuosas páginas que Burke enloqueció en 1792 (1).

    (1) History of Civilization in England, Henry Thomas Buckle. 2 vols. London, 1857-61. I, páginas. 424-25.

    A pesar de ello la defensa intelectual de la revolución francesa nunca se recobró de los ataques de Burke. lames Makintosh, de la misma generación, se rindió sin condiciones a su gran adversario; los románticos desertaron de la causa del igualitarismo respondiendo a su llamada, y Carlyle no pudo compartir la extática visión de Paine.

    Las Reflections de Burke cautivaron la imaginación de la parte más poderosa de la generación naciente, pues su estilo ondulante y caprichoso como el rayo, encrespado como una serpiente (según la descripción de Hazlitt) eclipsó la llama de Rousseau ante los ojos de la mayoría de los jóvenes ingleses inteligentes. Su obra no sólo sobrevivió al ataque de Paine, sino que borró lo de éste.

    Burke fue quien ordenó el curso del conservatismo británico: se convirtió en modelo para los estadistas continentales, y hasta llegó a introducirse en el alma rebelde de Norteamérica.

    El mismo Thomas Paine, a quien Burke había favorecido anteriormente, le escribió desde París, ya en el verano de 1789, con la esperanza de que el gran orador accediera a introducir en Inglaterra "un sistema de mayor libertad", convirtiéndose en portavoz del descontento público y de la soberanía popular. También Mirabeau, citando largos pasajes de los discursos de Burke (unas veces con conocimiento de que lo hacía, otras sin él) al dirigirse a la Asamblea Nacional, alabó con fervor al jefe de los whigs.

    Esto puede parecer ahora sorprendente, pero entonces, cuando el juvenil Dupont podía esperar candorosamente que el adversario de Jorge III elogiara la revolución, era apenas singular. Burke el conservador era también el liberal Burke: antiimperialista en asuntos coloniales (como burdamente diríamos hoy), era, en asuntos económicos, partidario de Smith. Pero se enfrentó consecuentemente con la revolución francesa en particular y con la revolución en general.

    Burke, el amante de la tradición, era un hombre nuevo, humilde. El último tercio del siglo XVIII fue una época dominada por hombres nuevos: en toda la Europa occidental, y en Inglaterra, sobre todo, aquella igualdad intelectual y espiritual, que pronto reclamarían los revolucionarios apasionadamente, había sido en sustancia conseguida algunos años antes de la caída de la Bastilla.

    En la generación de Burke, los más eminentes nombres ingleses eran hombres nuevos, venidos de las clases medias o ascendidos de estratos más bajos, así: Smith, Johnson, Reynolds, Wilkes, Goldsmith, Sheridan, Crabbe, Hume y tantos otros. Una lista de philosophes revela lo mismo. La aristocracia natural a la que Burke habría confiado los destinos de la nación, le rodeaba mientras él hablaba en el St. Stephen's Hall.

    Este hombre nuevo, hijo de un abogado dublinés, se había convertido en el filósofo y organizador del liberalismo aristocrático.

    Definir la posición de los whigs no es fácil. Los whigs se oponían al poder arbitrario del monarca; abogaban por la reforma interna de la administración, y, generalmente, dudaban de la conveniencia de las intervenciones inglesas en el extranjero.

    Cuando Burke entró a formar parte de la Cámara de los Comunes, el partido existía ya desde hacía siete reinados: tenía casi tantos años como el actual partido conservador. Estaba tan ligado, aunque sólo vagamente, a los intereses comerciales le los grandes terratenientes.

    En el programa whig había mucho que atraía a un joven como Burke: libertad dentro de la ley, equilibrio dentro de la comunidad y tolerancia religiosa, hasta un grado considerable (legado intelectual de 1688).

    También los tories habrían dado la bienvenida a tal nuevo adepto, y Burke no carecía de relaciones entre ellos. Pero apoyaban la preponderancia de un rey terco, un proyecto de administración interior y colonial estúpidamente riguroso a veces en su aplicación y un método inadecuado, que parecía odioso a quien, como él, había presenciado la impotencia de los católicos irlandeses.

    En ninguna de las dos facciones había un átomo de radicalismo, ni tampoco realmente conservatismo consciente. Burke eligió a los whigs y Rockingham que lo necesitaban,

    Las deficiencias del sistema whig necesitan poco comentario. Y Lord Rockingham puso a trabajar enseguida al infatigable recluta en la restauración de las peligrosas grietas que se producían en la andariega mansión whig.

    Burke y sólo él, profundamente interesado por la economía política, capaz de dominar una infinidad de detalles que inevitablemente habrían parecido repelentes a la mayor parte de los políticos, pudo redactar y encajar en los comunes su plan de reforma económica; no obstante, y, al mismo tiempo, era el hombre que podía expresar más lúcida y bellamente aquellas ideas generales que tanto amaban sus compañeros de partido.

    Deseaba trabajar, virtud de la que pocos jefes whigs participaban; fue el más grande orador de una época de oradores, y como escritor fue cariñosamente admirado hasta por un crítico tan mordaz como el Dr. Johnson. Sobre Burke recayó casi la totalidad del peso intelectual de su partido y una parte desproporcionada de sus deberes administrativos, incluso después de que Fox se uniese a él como ayudante.

    Fue un genio que, como dijo Johnson, podía hacer cualquier cosa y todas las cosas: podía haber sido obispo, gobernador, poeta, filósofo, abogado, profesor, soldado, y todo con gran éxito. Hasta en la aristocrática época de Burke resultaba sorprendente que tal hombre pudiera ser uno de los rectores de un gran partido.

    Cuatro grandes asuntos dividen la carrera de Burke en cuatro períodos distintos: la limitación de la autoridad real; la polémica y revolución americanas; los debates sobre la India y el proceso de Hastings; y la revolución francesa y la guerra consiguiente.

    Sólo en la primera de estas luchas obtuvo Burke un triunfo práctico. Tanto él como sus colegas fueron incapaces para llevar a cabo la reconciliación con Norteamérica: Hastings fue absuelto, e incluso el curso de la guerra con la Francia revolucionaria fue dirigido por Pitt y Dundas de una manera muy distinta de la que Burke defendía.

    En otro asunto principal de su carrera parlamentaria—la reforma económica—(bastante obscura hoy para nosotros, pero medida de primera importancia entonces) fue Burke más afortunado, dotando a la administración británica de un beneficio duradero.

    Para nuestro presente propósito lo que importa es el desarrollo de las ideas conservadoras de Burke en tanto en cuanto afectan a estas urgentes cuestiones a que nos hemos referido: y fue el suyo un desarrollo firme y continuo.

    Dice Agustine Birrell que Burke fue durante toda su vida un apasionado defensor del orden de cosas establecido y un enemigo feroz de la política metafísica y de abstracciones. Las mismas ideas que hacen explosión a través de sus diatribas contra la revolución francesa se ven brillar con un dulce resplandor en sus primeros escritos, relativamente tranquilos (2).

    (2) Obiter Dicta. Augustine Birrell. 3 vols., London, 1887 Second Series, pags. 188-89.

    Burke fue invariablemente conservador, pero, ¿conservador de qué? Defendía resueltamente el mantenimiento de la constitución británica, con su tradicional división de poderes—sistema éste afianzado en su mente por las argumentaciones de Hoker, Locke y Montesquieu, como el más favorable a la libertad y al orden para ser adoptado en Europa.

    Y defendía también la conservación de la aún más grande constitución de la civilización: en sus escritos y discursos hay implicada una constitución universal de los pueblos civilizados, y éstos son sus principios más importantes: respeto por el origen divino de la inclinación de la naturaleza humana a la sociedad; confianza en la tradición y en los prejuicios como guías públicos y privados; convicción de que los hombres son iguales a los ojos de Dios, pero sólo de ese modo; devoción hacia la libertad personal y la propiedad privada; oposición a la alteración doctrinal o teórica.

    Todos estos elementos no son meramente ingleses, sino de aplicación general: para Burke eran tan válidos en Madras como en Bristol, y sus discípulos franceses y alemanes, a través de todo el siglo XIX, los encontraron susceptibles de aplicación a las instituciones continentales.

    El sistema intelectual de Burke no es, pues, simplemente una especie de centinela de las instituciones políticas británicas: si fuera así, la mitad de su significación para nosotros sería puramente arqueológica. No obstante, una breve consideración de la particular constitución alabada por Burke, puede recompensar nuestra atención.

    Decía Burke que la constitución inglesa existía para protección de los ingleses en todos los caminos de la vida, para garantizar sus libertades, su igualdad ante la justicia, su oportunidad de vivir con decoro. ¿Cuáles fueron sus orígenes?

    La tradición de los derechos ingleses, los estatutos concedidos por los reyes y los convenios concertados entre el soberano y el parlamento después de 1688. El pueblo participaba en el gobierno de la nación a través de sus representantes — no "delegados" sino representantes — elegidos de entre los antiguos cuerpos sociales de la nación más bien que de la masa amorfa de los individuos. ¿Quiénes constituían el pueblo?

    En opinión de Burke el pueblo estaba integrado por unos cuatrocientos mil hombres libres, ociosos, propietarios o miembros de un cuerpo social responsable que les permitía aprehender los elementos de la política. (Burke concedía que la amplitud del sufragio era una cuestión que había de ser determinada según aconsejaran la prudencia y la oportunidad de acuerdo con el carácter de cada época.)

    Los hacendados rurales, los granjeros, las clases profesionales, los comerciantes, los industriales, los universitarios, en algunos distritos electorales, los tenderos y artesanos prósperos, los propietarios: todas estas clases sociales disfrutaban del derecho de sufragio.

    De este modo las distintas clases sociales calificadas para ejercer una influencia política (la corona, la nobleza, los hacendados, las clases medias, las viejas ciudades y las universidades del reino) se equilibraban y refrenaban exactamente.

    El verdadero interés de cualquier inglés estaba comprendido en una u otra de estas categorías. En buen gobierno, el objeto del voto no consiste en permitir que todo hombre exprese su voluntad, sino en representar su interés, deposite o no directa y personalmente su voto.

    Nadie mejor que Burke (que era editor del Annual Register) comprendía el estado de la nación y los cargos contra el sistema electoral del siglo XVIII, y nadie comprendió mejor las razones para su reforma.

    Pero toda reforma, decía Burke, necesita una ejecución delicada. Sabía la existencia de distritos corrompidos, sabía que las nuevas ciudades industriales estaban imperfectamente representadas, estaba al corriente de la total corrupción de los concejos municipales que alcanzan hasta el mismo parlamento, conocía la preponderancia de los grandes magnates whigs: lo conocía todo.

    Estaba dispuesto a promover la reforma siempre que fuera llevada a cabo reparando y reforzando la fábrica de la sociedad británica, pero no la reforma que rompiera la continuidad del desarrollo político de la nación. No simpatizaba con la petición del duque de Richmond sobre el sufragio universal y los parlamentos anuales: fue siempre liberal, pero nunca demócrata.

    La continuidad espiritual, la inmensa importancia de mantener los cambios sociales dentro del límite de la costumbre, la verificación de que la sociedad es un ser permanente eran verdades profundas impresas en el espíritu de Burke a través de su observación de las instituciones libres de Inglaterra.

    Algunos escritores que debían conocer mejor a Burke gustan de afirmar que él consideraba a la sociedad como un "organismo, término que rezuma positivismo y evolución biológica. En realidad, Burke cuidó de no comprometerse con esa precipitada analogía: él hablaba de la sociedad como de una unidad "espiritual", de una participación eterna, de un cuerpo en constante destrucción y, no obstante, siempre en renovación, de modo muy semejante a esa otra sociedad y unidad permanente que es la iglesia.

    El buen éxito de las instituciones inglesas depende de la conservación de esa noción de la sociedad, pensó Burke, defendiendo una posición implícita en el pensamiento inglés desde Hooker, aunque nunca fuera tan claramente formulada con anterioridad.

    Burke sabía que la libertad floreció como consecuencia de un elaborado y delicado proceso, y que su mantenimiento dependía de la conservación de aquellos hábitos del pensamiento y de la acción que guiaron al salvaje en su lenta y fatigosa ascensión hasta el estado civil de hombre social.

    La principal preocupación de toda su vida fue la justicia y la libertad, que deben mantenerse o caer juntas (la libertad dentro de la ley, una libertad definida, cuyos límites estuvieran determinados por la norma). Había defendido las libertades de los ingleses frente al rey, y las libertades de los norteamericanos contra el rey y el Parlamento, y las libertades de los hindúes frente a los europeos.

    Y había defendido tales libertades no porque fueran innovaciones descubiertas en la Edad de la Razón, sino porque eran antiguas prerrogativas, garantizadas por un uso inmemorial. Burke era liberal porque era conservador, y Tom Paine fue totalmente incapaz de apreciar este matiz de su espíritu.

    Burke estaba satisfecho con la vida política del siglo XVIII a que nos hemos referido. No siendo "meliorista", prefería aquella época de relativa paz y tranquilidad, fueran cuales fueran sus defectos, a la incierta perspectiva de una sociedad reconstruida por los visionarios.

    Luchó, con todo el titánico poder de su intelecto, para proteger las líneas fundamentales de aquella época. No obstante, uno de los pocos cargos que pueden ser esgrimidos con razón contra Burke es el de que parece haber ignorado las influencias económicas en la sociedad política:

    ¿Qué se puede decir de su silencio acerca de la decadencia de la sociedad rural británica? Las innovaciones (Burke y Jefferson lo sabían) vienen de las ciudades, donde el hombre desarraigado trata de recomponer un mundo nuevo; el conservatismo siempre ha tenido sus más leales partidarios en el campo, donde el hombre es lento para romper con los viejos tiempos que lo ligan al Dios que está en el cielo infinito y a su padre que yace en la tumba, a sus pies.

    Y mientras Burke defendía la estolidez del ganado paciendo, en grandes cercados al pie de los robles ingleses (origen de gran parte del poder de muchos magnates whigs), los hacendados agrícolas, los campesinos y los habitantes rurales de las clases más humildes estaban siendo diezmados como cuerpos sociales; y así como el paisanaje libre estaba disminuyendo numéricamente, la influencia política de los terratenientes iba menguando ciertamente también. Sin embargo, esto constituye una excepción en Burke.

    Él no dejó de tener en consideración muy frecuentemente las influencias materiales importantes: era eminentemente, casi omniscientemente, práctico. Tengo que ver las cosas, tengo que ver los hombres. Elevó el oportunismo político de su usual plano maquiavelista a la dignidad de virtud: la prudencia.

    Todos conocen los vuelos de la imaginación de Burke; sin embargo, habló de su política general exactamente como un estadista, basando todas sus decisiones importantes en un estrecho examen de las circunstancias particulares.

    Detestaba la "abstracción"—que no equivale a principio general, sino más bien a una generalización vana que no tiene en cuenta la fragilidad humana ni las circunstancias particulares de una época y de una nación. De este modo, creyendo en los derechos de los ingleses y en ciertos derechos humanos de aplicación universal, despreciaba los "derechos del hombre" que Paine y los teorizantes franceses habían de proclamar pronto inviolables.

    Edmundo Burke creía en una especie de constitución de los pueblos civilizados, del mismo modo que Samuel Johnson era partidario de la doctrina de una naturaleza humana universal. Pero el ejercicio y extensión dé estos derechos humanos sólo podrían ser determinados por la costumbre y por las circunstancias locales (en este punto Burke seguía a Montesquieu mucho más fielmente que lo hicieran los reformadores franceses). El hombre siempre tiene derecho a la propia defensa, pero no debe tener derecho, en todo tiempo y en todo lugar, a llevar una espada desenvainada.

    Cuando la caldera revolucionaria francesa empezó a bullir, Burke tenía cincuenta y seis años y, habiendo encanecido en la oposición al gobierno y habiéndosele negado cargos ministeriales—excepto en dos períodos transitorios—durante toda su carrera parlamentaria, debió parecer a Paine, a Mirabeau y a Cloots el más natural jefe para hacer desaparecer el viejo régimen británico. Durante varias décadas había estado denunciando a hombres que ejercían la autoridad con una vehemencia que nadie se había atrevido a imitar en Francia, ni aun Voltaire: había llamado "tirano intrigante" al rey de Inglaterra y al conquistador de la India "saqueador sin escrúpulos".

    Pero lo que Paine y Mirabeau y Cloots olvidaban era que, si atacó a Jorge III y a Warren Hastings, fue porque eran innovadores. Adivinó en la Edad de la Razón un proyecto innovador que estaba destinado a cambiar la sociedad totalmente, y expuso esta nueva amenaza con una tan apasionada virulencia que superó todas sus invectivas contra ¿oríes y ricachos.

    Pues el gran portavoz práctico de los whigs sabía más de los anhelos de la humanidad que todo aquel notable grupo francés de economistas y hombres de letras. Burke ha quedado como un manual permanente de sabiduría política sin el cual los estadistas serían como navegantes en un mar desconocido.

    Y esto no lo dijo ni Churchill ni Taft, sino el fallecido profesor Harold Laski. Al análisis que Burke hizo de las teorías revolucionarias debe su existencia el conservatismo filosófico.

    2. Los sistemas políticos radicales.

    Reflections on the Revolution in France fue publicada en 1790, después de que Burke se había retirado del parlamento. A Letter to a Member of the National Assembly (Carta

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