Historia patriótica de España
Por José María Marco
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Historia patriótica de España - José María Marco
José María Marco
Historia patriótica de España
© El autor y Ediciones Encuentro, S.A., Madrid 2023
Esta es una edición corregida y aumentada de
Una historia patriótica de España
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Colección Nuevo Ensayo, nº 113
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-137-3
ISBN EPUB: 978-84-1339-470-1
Depósito Legal: M-1797-2023
Printed in Spain
Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa
y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a:
Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
PRÓLOGO. QUEREFONTE, o del patriotismo
Querefonte o del patriotismo
I. LOS ORÍGENES DE ESPAÑA
Los confines del mundo
Los abismos del tiempo
Novedades
Tartessos. La España fenicia
La España de los griegos
Los iberos y la España oriental
La España celtíbera
Los cartagineses
II. LA ESPAÑA ROMANA
Un poeta español
Sagunto, Viriato y Numancia. La difícil conquista de España
La romanización de España
España romana
Roma española
La crisis del Imperio
La evangelización de España
III. ESPAÑA BAJO LOS VISIGODOS
El ocaso del mundo
Unidad política y religiosa
Continuidad
La gloria de España
El hundimiento del reino visigodo
IV. AL-ÁNDALUS. LA ESPAÑA MUSULMANA
Conquista o destrucción de España
El islam
El régimen islámico: el miedo y las poblaciones «protegidas»
Resistencia
Los españoles musulmanes
El esplendor de la España musulmana
Lo que el islam debe a España
V. LA RECONQUISTA. ESPAÑA EN OCCIDENTE
La memoria de España
La resistencia en el norte y la expansión hacia el sur
La gran expansión
Turbulencias. Siglos XIV y XV
Los Reyes Católicos
VI. LA CULTURA DE LA ESPAÑA MEDIEVAL
Recuperación de la cultura clásica
Diversidad cultural
El castellano
Una Historia patriótica de España
España en verso
Lenguas españolas
Los españoles judíos
VII. LA ESPAÑA AMERICANA
La llegada al Nuevo Mundo
América antes de los españoles
México
Una empresa continental
La ambición mundial
La destrucción de las Indias
La naturaleza de la España de ultramar
América cristiana
La Corona en América
La nueva España
Una sociedad plural
VIII. LOS SIGLOS DE ORO
España en el Imperio
El emperador
Felipe II y la Monarquía española
Felipe III. El monarca pacífico
Felipe IV, Olivares y la reputación de la Monarquía
Carlos II. Paz y recuperación
La sociedad y la riqueza
IX. PASIONES ESPAÑOLAS
El debate político y económico
La fe y la conciencia del pluralismo
Antiguos y modernos
La lengua
X. LA ESPAÑA DE LA ILUSTRACIÓN
La nueva dinastía y las primeras reformas
La familia real y los intereses de España
Reformismo y amor a la patria
La apoteosis de las Luces
La nación española
La América ilustrada
Las reformas en la España americana
La Revolución contra las Luces
XI. LA ESPAÑA LIBERAL
La Guerra de la Independencia
Arranca la Revolución
Las Cortes de Cádiz y la primera Constitución liberal
Preparativos de guerra en América
La otra Guerra de la Independencia
El reinado de Fernando VII
La Guerra Civil carlista
Regencia y Revolución
Isabel II y los moderados en el poder
La Unión Liberal y la prosperidad de España
La Gloriosa Revolución
La Constitución de 1869 y la Monarquía democrática
La Primera República
Monarquía constitucional
Un régimen liberal
La derrota de 1898
XII. DEL ROMANTICISMO A LAS VANGUARDIAS
Los españoles románticos
La imagen romántica
La crisis del 98
Continuidad conservadora
La España virgen
Las consecuencias del Desastre
Modernismo y vanguardias españolas
XIII. EL SIGLO XX. DEL LIBERALISMO A LA DEMOCRACIA
La hora de la democracia
El intento conservador
El fracaso de los políticos
Primo de Rivera. El experimento regeneracionista
El advenimiento de la República
Una República para los republicanos
Republicanos y socialistas
Dos levantamientos revolucionarios
Guerra y revolución
El nacionalismo de Francisco Franco
Un régimen sin política
Modernización
Una oposición debilitada
El fin de un régimen personal
La Transición y la búsqueda del consenso
La reforma
Pluralismo
La España de las Autonomías y los límites del consenso
Una lección de historia patriótica
XIV. LA DEMOCRACIA EN ESPAÑA
Los primeros gobiernos democráticos
El socialismo de Felipe González
Aznar. La hora del centro derecha
El experimento radical
La crisis permanente
Nación de naciones
XV. ESPAÑA EN LA CULTURA DE LOS SIGLOS XX Y XXI
La cultura en el exilio. Esencias de lo castizo
La superación del problema de España
El desmantelamiento de España
AGRADECIMIENTOS
BIBLIOGRAFÍA
A la memoria de mi padre, José Marco Gallego
Para Pilar Elías
PRÓLOGO. QUEREFONTE, o del patriotismo
Durante mucho tiempo, la patria fue el lugar donde se nace. El amor que se le profesaba resultaba natural. Por eso el término «patriotismo» no adquirió relevancia hasta que la patria se convirtió en algo distinto: la comunidad que garantizaba la libertad de las personas. Este sentido es muy antiguo, y para hallar sus raíces podríamos remontarnos a Pericles y su famoso discurso ante los atenienses reunidos para rendir tributo a los soldados muertos en el campo de batalla. En Occidente, sin embargo, hizo falta redescubrir la libertad según los antiguos para que el patriotismo adquiriera todo su sentido. Desde entonces, el patriotismo da nombre al conjunto de virtudes y deberes que relaciona a una persona, o mejor dicho, a un ciudadano, con su patria: el amor, la amistad, la lealtad, la disposición al servicio, la conciencia de unidad y de pertenencia a una comunidad política que llamamos nación o patria, como los griegos hablaban de polis. Claro que si la nación o la patria garantizaban unos derechos, patriota era el que estaba dispuesto a cumplir con sus deberes con respecto a ella.
A finales del siglo XIX, el patriotismo empezó a ser absorbido por fórmulas políticas que excluían la universalidad del ser humano y subordinaban los derechos a un relativismo moral en el que prevalecen valores étnicos o culturales. Estamos hablando de las ideologías nacionalistas y su naturaleza asesina. El descrédito del patriotismo culminó cuando las revoluciones antiautoritarias de finales del siglo pasado repudiaron, en nombre de la autonomía individual, cualquier concepto de responsabilidad y de deber. Hoy en día, los términos de «patria» y «patriotismo», aún envenenados por el nacionalismo y la exaltación individualista, han cobrado un nuevo significado. Sociedades pluralistas como las nuestras vuelven a debatir la posibilidad, cuando no la necesidad, de compatibilizar una noción básica de bien común con la libertad individual. También ha vuelto a primer plano la relación de la identidad con el pasado. Y la urgencia de dar un sentido a la vida individual, más allá de la satisfacción de los propios deseos. No parece que hayamos superado, como un día pareció, el amor a la patria y la disposición a servirla.
El debate no es nuevo. El padre Feijoo lo resumió, en plena Ilustración española, con su contraposición entre «amor de la patria» y «pasión nacional». Los antiguos también reflexionaron sobre el asunto. Buena prueba de ello son De los deberes de Cicerón y este diálogo, titulado Querefonte o del patriotismo, publicado aquí por vez primera.
El autor perteneció sin duda al círculo de la Academia platónica. La conoce bien, como lo muestran las alusiones a Critias y a Alcibíades. Así lo indica también el protagonismo de Querefonte, uno de los «leales amigos» de Sócrates, según Jenofonte, y personaje popular, por su aspecto y su carácter, en la Atenas de Pericles. Aristófanes nos dejó de él un buen retrato, en particular en Las nubes, comedia en la que juega el papel de socio de Sócrates en el negocio, más bien turbio, de pedagogía entre sofística y filosófica que entre ambos tienen montado. Querefonte aparece también en dos diálogos de Platón, el Gorgias y el Cármides. En este último recibe con entusiasmo a Sócrates, recién llegado de la guerra. Fue él quien tuvo la ocurrencia, o la cara dura, de preguntar al oráculo de Delfos si había algún hombre más sabio que su amigo Sócrates. Sorprende el entusiasmo democrático que el autor presta a su protagonista, algo ajeno a los círculos socrático y platónico. Quizás sea una advertencia formulada en términos esotéricos.
Este diálogo sobre el patriotismo, excepcionalmente bien conservado sobre su soporte de papiro, forma parte de los descubrimientos realizados en Oxirrinco, Egipto, en 1897. Por causas no aclaradas todavía, fue desgajado del conjunto de los famosos documentos y no ha sido incluido en la edición oxoniense de los Oxyrhynchus papyri. L. Blancherie y O. Muñoz preparan su edición crítica de la que podemos adelantar, con su amable autorización, una posible atribución a Hermodoro, llamado de Siracusa. Hermodoro era amigo de Platón, autor de sendas obras perdidas sobre las Matemáticas y sobre el propio filósofo ateniense del que fue también editor, como Ático lo fue de Marco Tulio.
Querefonte o del patriotismo
Querefonte, Menipo, Centauro
Menipo.— ¿A dónde vas tan temprano, Querefonte?
Querefonte.— ¡Menipo! Qué alegría volver a verte.
Menipo.— Es bueno encontrar a un ateniense de verdad… Sigues igual de flaco que siempre, aunque menos demacrado que de costumbre.
Querefonte.— ¿Qué te trae por Atenas justo cuando nos disponemos a entrar en guerra?
Menipo.— Sabes que he vivido mucho tiempo aquí. Estaba en Eleusis, pero ahora que las ciudades griegas han decidido hacerse la guerra unas a otras, he pensado que Atenas no es el peor de los sitios para contemplar el espectáculo. Triste espectáculo, por cierto.
Querefonte.— Lo es, sí.
Menipo.— ¿Pero a dónde te diriges tú, mi joven amigo? Parece que no vas al ágora solo para conocer las últimas noticias. Te veo vestido con la clámide, la espada colgada del hombro y lanza en ristre.
Querefonte.— Así es, Menipo, han llamado a filas a mi batallón y nos reunimos hoy para marchar al frente en formación. Como ves, de soldado de infantería.
Menipo.— A perseguir la gloria de morir por la patria.
Querefonte.— Es dulce y es honroso morir por ella. El héroe tutelar de nuestro batallón es Áyax, el más valiente de la Guerra de Troya, después de Aquiles.
Menipo.— Valiente, pero también fogoso e insensato. Imposible de encajar en los usos de la ciudad.
Querefonte.— No te burles, Menipo.
Menipo.— No me burlo. Me pregunto si el héroe tiene cabida en la ciudad. Los héroes han sido siempre cosa del pasado.
Querefonte.— Sería un honor morir por mi patria, aunque por ahora, la verdad, me conformo con defenderla y si puede ser, contribuir a su gloria.
Menipo.— Aún no llegado a Atenas, todavía en la Vía Sacra y ya estoy hablando con un patriota. Los atenienses vais siempre muy aprisa. Supongo que es una buena señal.
Querefonte.— La mejor, sin duda. ¿Qué pensarías de Atenas si te hubieras tropezado con un cobarde que anduviese huyendo de sus deberes para con la ciudad?
Menipo.— Que Atenas habría empezado a cambiar, y quizás no del todo para mal. Pero Querefonte, como conozco tu gusto por la conversación, y nos falta un rato para llegar a la Puerta Sacra, ¿por qué no me ayudas a comprender la situación? Todavía corre una brisa agradable, el sol se muestra benigno y los árboles dan buena sombra. Incluso el rocío parece que alegra el ánimo y la vista. La conversación nos ayudará a pasar un rato amable.
Querefonte.— ¿Y qué quieres saber, Menipo? Yo no soy un general de los que llaman estrategas, ni tengo responsabilidad alguna en los asuntos de la ciudad.
Menipo.— No me digas que no te interesas por la política. Después de correr a enteraros de las novedades, chismorrear y encasquetar vuestra opinión al primero que se preste a escucharos, lo que más os gusta a los atenienses es la política.
Querefonte.— Otra cosa es hacerla, más allá de las obligaciones ciudadanas. Hace no mucho tiempo acompañaba a Alcibíades, que iba al ágora a hablar ante la asamblea. Había decidido que los atenienses le necesitábamos para conducir nuestros asuntos. Quería ser político, en una palabra. Tropezamos con Sócrates, como ahora nos hemos encontrado tú y yo, y después de mucho insistir en que su amor por Alcibíades era incomparablemente superior al de cualquier otro de sus admiradores, Sócrates le demostró que no estaba preparado para ocuparse de algo que ni siquiera sabía definir. Y ya sabes lo convincente que puede llegar a ser Sócrates.
Menipo.— Me temo que eso no ha impedido que Alcibíades se esté convirtiendo en uno de los hombres públicos más en boga de Atenas.
Querefonte.— Aunque eso tampoco le impedirá alistarse. Lo veremos dentro de un rato, luciendo la melena de los caballeros y montado en el mejor de sus caballos.
Menipo.— Tú, en cambio, vas a pie.
Querefonte.— Yo soy hijo de campesinos, de un poco más al norte, cerca de Eleusis, por cierto. De allí vengo ahora. En mi casa sigue oliendo a vino nuevo, a queso fresco, a lana, a orujo de aceituna. Pero además de amigos, y amigos de Sócrates los dos, Alcibíades y yo somos atenienses.
Menipo.— Por ahí podíamos empezar, querido Querefonte. ¿Qué es la patria, esa patria que te aprestas a defender con tanta gallardía?
Querefonte.— Antes de contestarte, te recordaré lo que ocurrió con Alcibíades y Sócrates. Y es que, por mucho que discutamos sobre la patria, no por eso voy a dejar de ser un patriota.
Menipo.— Ni yo pretendo que dejes de serlo. Todo el mundo conoce tu fama de testarudo y de arriscado. Pero contéstame, si te parece bien. ¿Qué es para ti la patria?
Querefonte.— El lugar donde he nacido.
Menipo.— ¿Quieres decir la casa donde te concibieron tus padres y tu madre te dio a luz?
Querefonte.— No, claro que no.
Menipo.— Ni tampoco la familia, deduzco de tu respuesta.
Querefonte.— Así es, ni mi casa, ni mi familia, ni mi clan son la patria. Claro que sin ellos no concibo lo que sería la patria.
Menipo.— ¿Tus amigos, entonces, o tus conocidos, además de todo eso?
Querefonte.— Me temo que no conozco a todos mis conciudadanos, y te puedo asegurar que no todos son amigos míos. La patria es todo eso y la mía es Atenas, la ciudad donde he vivido desde que tomé las armas por vez primera, y el Ática.
Menipo.— ¿Un territorio, por tanto?
Querefonte.— Un territorio y sus habitantes.
Menipo.— Como Tebas o como Esparta.
Querefonte.— Sí, pero con su propia historia.
Menipo.— Cada una tiene la suya.
Querefonte.— La nuestra, Menipo, es particularmente gloriosa. No te olvides que nuestra ciudad es querida por los Dioses. Y recuerda el debate que mantuvieron estos en la Acrópolis sobre cuál de los dos dones que le habían otorgado era el mejor, si el olivo de Atenea o la fuente que el casco del caballo de Poseidón había hecho brotar allí mismo. Sabes que Atenas es obra de Atenea, la diosa del saber. No muy lejos, un poco más adelante, a la izquierda, podríamos pasar por el parque donde están los doce olivos sagrados de la diosa, crecidos de un esqueje del olivo sagrado del Erecteion, en la Acrópolis. Desde entonces el amor al saber y el amor al arte nos orientan a un mismo fin.
Menipo.— Bueno, aun suponiendo que eso sea cierto…
Querefonte.— Claro que lo es, Menipo.
Menipo.— Bien, pero aun así, la leyenda de la fundación de Tebas no es menos hermosa, creada como fue con los dientes del dragón muerto por Cadmo. Y qué decir de la de Esparta, que lleva el nombre de una reina nacida de un río y casada con un hijo de Zeus, ni más ni menos.
Querefonte.— Si no te bastan nuestros dioses, recuerda lo que hicimos los atenienses hace nueve mil años, antes del diluvio, cuando encabezamos la rebelión contra los Atlantes que vivían más allá de las columnas de Heracles y se habían propuesto sojuzgar a los pueblos del Mediterráneo. Con la alianza que creamos, logramos vencerlos y salvaguardar nuestra independencia y la de nuestros vecinos.
Menipo.— Nueve mil años… Pensaba que los atenienses eran un pueblo más joven. Eternamente joven, mejor dicho, como quieren siempre serlo los griegos, aunque los atenienses lo desean más y con más fuerza. Y menos preocupados por el pasado que por la actualidad.
Querefonte.— No te engañes, a los atenienses nos gusta la historia, el estudio de la leyendas y las investigaciones relativas a la antigüedad.
Menipo.— Pero eso que has contado no es historia.
Querefonte.— No te atreverás a decirle eso a Critias. En su casa están los escritos de Solón donde cuenta la historia de los Atlantes. El propio Solón se los dio al abuelo de Critias y él los conserva como oro en paño. Solón, a su vez, lo supo de un sacerdote egipcio de la ciudad de Nais, gran amiga de la nuestra, por lo que dicen.
Menipo.— Aun suponiendo que eso sea cierto, ¿cómo puedes suponer que aquellos hombres eran atenienses como lo eres tú? Tendrían costumbres muy distintas, vivirían en un régimen político diferente, una monarquía con toda seguridad, y hablarían otra lengua que no entenderíamos.
Querefonte.— Claro, Menipo, pero vivieron aquí, defendieron su independencia —y la de los demás— y empezaron a levantar algo que se perpetuó en el tiempo, hasta nosotros.
Menipo.— Bien, pero ni la Atenas de hoy es la de entonces, ni aquellos atenienses, si es que pensaban que lo eran, tienen nada que ver con los de ahora ni, me temo, contigo. Y aun así afirmas que tú y ellos participáis de una misma naturaleza.
Querefonte.— De una idea, si quieres. Ellos empezaron a crearla y los atenienses que vinieron después la desarrollaron y la llevaron a su perfección. Mira, ya se ve la Acrópolis. Y cómo resplandece a los primeros rayos del sol el nuevo templo de Atenea que Pericles está construyendo. Un buen presagio.
Menipo.— ¿No será más bien, Querefonte, que todo eso son formas de ayudarnos a vivir en un mundo que carece de sentido? Las ciudades y los ciudadanos, como cualquier empresa, necesitan esas mentiras nobles que nos fortalecen y nos impulsan en la acción, que nos sostienen contra los enemigos, nos incitan a echar una mano a los amigos y a imaginar los mitos que nos sirven para comprendernos a nosotros mismos.
Querefonte.— Antes que su carácter de mentiras, podríamos insistir en su nobleza, ¿no te parece? Además, ¿también es un embuste, aunque sea noble, la hazaña de Harmodio y Aristogitón, los dos amigos que acabaron con el tirano Hiparco? ¿O será una mentira la batalla de Salamina, donde, con Temístocles a la cabeza, detuvimos la invasión de los persas como antes lo habíamos hecho con los Atlantes? Y no me dirás que no es un hecho la batalla de Maratón. Mi propio padre combatió allí y me contó muchas veces cómo cayó a tierra sobre el hombro, se apoyó para quitarse el polvo, logró levantarse y de nuevo se metió en la pelea. Un hombre sufrido, terco… y desconfiado, mi padre. Él sí que era un ateniense cabal. En Maratón volvimos a salvar nuestra independencia y la de los griegos. Y esta vez solos, porque los espartanos no acudieron.
Menipo.— Entonces, Querefonte, la patria sería la ciudad de Atenas, el Ática, si te entiendo bien, la población y los mitos, o la historia ya que lo prefieres así, que da sentido al conjunto.
Querefonte.— Sí, y es todo aquello en lo que me reconozco ateniense: la tierra, los olivos de mi familia, el huerto donde jugaba, el Pireo y sus barcos, los almacenes, los comercios, el ágora, la calle donde saludo a los amigos y pongo mala cara a aquellos a los que no aguanto. Es esto: el campo, el cielo, el mar un poco más allá. Todo aquello en lo que vivo y que es mío.
Menipo.— Entiendo. Lo que es tuyo, dices, como si fuera una prolongación de tu alma.
Querefonte.— Eso es.
Menipo.— Y esa prolongación de ti mismo te pertenece a ti.
Querefonte.— Así es.
Menipo.— Y por tanto forma parte de tu alma, podríamos decir.
Querefonte.— Muy justo.
Menipo.— En tal caso, ¿cómo sabes que es también prolongación de la de los demás?
Querefonte.— No te entiendo.
Menipo.— Hablas de una realidad que creas en función de tu experiencia, pero ¿cómo puedes saber que los demás habitantes de la ciudad la comparten?
Querefonte.— No me hace falta preguntárselo, Menipo. Compartimos los dioses, los trabajos, los festejos, el gusto por los deportes, por la música, el baile y el teatro. Yo me alegro cuando ellos están alegres, y ellos —bueno, algunos de ellos— se entristecen cuando yo estoy triste. Y cuidamos unos de otros y la ciudad se ocupa de los huérfanos de los guerreros muertos en el campo de batalla y el Pritaneo acoge a los héroes y a los deportistas olímpicos. Y si se me trata con injusticia, los jueces se encargan de restaurarla. Es lo mío, pero no estoy solo.
Menipo.— Esa patria os pertenece a vosotros, atenienses, en exclusiva.
Querefonte.— ¿Cómo podría ser de otra manera? Somos independientes.
Menipo.— La patria vendría a ser entonces un recinto amurallado para que tú y tus compatriotas os sintáis bien, al abrigo del resto del mundo. Un muro como el que nos disponemos a cruzar dentro de un rato.
Querefonte— Los atenienses no nos hemos quedado en casa. Nos gusta el mar. Nos enseñan a nadar muy pronto, y no hay flota como la nuestra en todo el Mediterráneo. ¿Qué sería de Atenas sin el Pireo?
Menipo.— Pero sin duda lo vuestro es lo primero.
Querefonte.— ¿No das tú preferencia a los tuyos a la hora de cuidarlos, de protegerlos, de repartir o celebrar una buena noticia? Cada uno tiene que ocuparse de los suyos, al fin y al cabo las necesidades serán siempre infinitas y la generosidad no puede ser universal, pero la antorcha, ya sabes, no puede dejar de lucir.
Menipo.— ¿Y no crees, Querefonte, que eso es una forma de egoísmo? Egoísmo generoso, digámoslo así, pero egoísmo al fin y al cabo.
Querefonte.— El ser humano no es un ser perfecto, Menipo. Ni siquiera los dioses extienden su benevolencia al universo entero. La ciudad, o la patria, están hechas a su medida y a la nuestra. Además, el amor que sentimos hacia ella y hacia nuestros compatriotas no nos impide apreciar todo lo bueno que tienen los demás. Traemos especias, papiros, lino. Nos gusta el vino de Rodas y el de Quíos.
Menipo.— ¿A quién no?
Querefonte.— El amor a la patria no es lo mismo que ese afecto delincuente que es la pasión exclusiva por lo propio. Sabemos, eso sí, que nuestra ciudad es, como debe ser, la más grande, la más poderosa, la más sabia, la más gloriosa de cuantas existen.
Menipo.— Eso mismo dicen los espartanos, contra los que te dispones a luchar.
Querefonte.— Puede ser, pero el amor a la patria, en nuestra ciudad, es inseparable del amor a la libertad. Y eso cambia la naturaleza del patriotismo.
Menipo.— Habría entonces un patriotismo local, que consiste en el amor a lo propio y otro más amplio, que añadiría al primero el gusto por ser libre.
Querefonte.— Sí, eso es.
Menipo.— ¿Y qué diferencia hay de uno a otro? Los dos exaltan lo propio, y un espartano siente por Esparta el mismo amor que tú sientes por Atenas. Y está convencido como tú que su ciudad es la primera en saber, opulencia, gloria y poder.
Querefonte.— Sin duda, aunque dudo que los espartanos sientan tanta curiosidad y tanto amor al saber como nosotros.
Menipo.— Por tanto no hay diferencia, en este punto, entre las dos patrias, y existe un patriotismo que no es amor a la libertad sino a lo propio.
Querefonte.— Tal vez, Menipo, pero lo que yo sé decirte es que mi patria no distingue entre una cosa y otra. Atenas es una ciudad soberana donde todos son libres y tienen los mismos derechos. Ante la justicia, el pobre vale tanto como el rico. El débil puede responder al poderoso que lo ataca y, si lleva razón, prevalecer sobre él. La libertad existe allí donde, como en Atenas, el heraldo pregunta: «¿Alguien presenta algún proyecto para el bien de la ciudad?». El que desea hablar se adelanta. El que no tiene nada que decir, se calla. Esa es mi ciudad. Ser ateniense es ser libre y querer seguir siéndolo.
Menipo.— No habría diferencia, por tanto, entre lo que nos mueve a querer las costumbres, las fiestas, todo aquello de lo que hablabas antes, y lo que nos lleva a amar una constitución política como la ateniense. Y sin embargo, son dos cosas distintas. Durante mucho tiempo Atenas no se rigió por las leyes democráticas. Tuvo reyes, durante largos años la gobernó la aristocracia, y solo hace 150 años que Solón promulgó las leyes que llevarían a la actual constitución. ¿Acaso esos hombres no eran atenienses?
Querefonte.— Claro que sí. La patria no es solo la constitución democrática. Es absurdo pensar que nuestros antepasados no tenían patria o que no tenían patria los atenienses sobre los que discurría Solón ante el abuelo de Critias, o aquellos que poblaron el Ática de Atenea y Poseidón… Ni a Solón, que escribió nuestras leyes, ni a Clístenes, que instauró la democracia, se les habría ocurrido anunciar a sus conciudadanos que solo con sus leyes habían llegado a tener una patria. «Atenienses, ya tenéis patria…» Se habrían reído de ellos, y de qué manera. Y acto seguido los habrían mandado al destierro. Dicho esto, claro que nosotros ya no podemos ser atenienses de aquel modo. En cambio, la libertad que hoy nos asegura nuestra constitución política se apoya en las costumbres, en los dioses, en el culto, en las celebraciones, en la realidad de la ciudad y del Ática. Y estos encuentran en la constitución democrática su razón de ser y su culminación. ¿Por qué te empeñas en separar una cosa de la otra? El otro día, en el jardín de la Academia, un sofista extranjero, un hombre atormentado, nos incitaba a seguir siendo atenienses para ser libres y virtuosos. Donde está la patria, allí está el bien, decía. Lo había entendido a la perfección a pesar de ser un ciudadano sin patria, un meteco patriota.
Menipo.— He oído hablar de ese sofista. Echa de menos algo que no soportaría. También es de los más escurridizos, y el que más quebraderos de cabeza causa allí donde va. Dará mucho que hablar, si le dejan.
Querefonte.— Aquí en Atenas sí que lo ha hecho.
Menipo.— Veremos hasta cuándo.
Querefonte.— Ya que sueles pasar largas temporadas en nuestra ciudad y ahora parece que te vas a instalar aquí durante el tiempo que dure esta guerra, ¿por qué no te naturalizas ateniense?
Menipo.— Si es para ir contigo al frente, estoy dispuesto a pensarlo.
Querefonte.— Eso no suena muy serio, mi querido Menipo.
Menipo.— Depende de ti, Querefonte. Hablando en serio, como dices, es un proceso largo y complicado. Sabrás que Pericles tiene pensado impedir la naturalización en Atenas a quienes no sean hijos de madre y de padre atenienses.
Querefonte.— Todavía no tiene respaldos para conseguirlo y ha habido muchos griegos que han conseguido la ciudadanía ateniense. También fue Pericles el que dijo —lo recordarás— que Atenas es una ciudad abierta a todos y que más que en el recelo y las prevenciones, confiamos en nosotros mismos, en nuestro arrojo y nuestro atrevimiento.
Menipo.— Más libre se es sin tener que rendir pleitesía a los gobernantes de una ciudad. O al menos rindiéndoles solo lo estrictamente necesario.
Querefonte.— Rendir pleitesía, efectivamente, no resulta imprescindible, pero la ciudad de los atenienses no pide eso. Aquí no debemos obedecer a un tirano, ni a una oligarquía. Aquí, y tú lo sabes, nos gobernamos a nosotros mismos. Esa es la característica de Atenas. Hay quien lo llama el gobierno del pueblo, y otros le dan otros nombres menos amables, pero la verdad es que hemos alcanzado, con el asentimiento de la multitud, el gobierno de los mejores. Nosotros reconocemos la igualdad de origen en el orden de la naturaleza, y esa igualdad nos fuerza, en el orden de la ley, a buscar la igualdad política. Por eso, en lo que a nuestro gobierno se refiere, no mostramos la menor complacencia como no sea para la virtud y la sabiduría. Los regímenes políticos forman a los seres humanos. Gente de bien cuando son buenos y gente malvada en el caso contrario. Nuestra constitución y nuestra patria nos incitan a la virtud.
Menipo.— Mucha virtud, sin duda, pero ¿dónde queda la libertad?
Querefonte.— Libertad es gobernarse a uno mismo, y cumplir con lo que hay que hacer para salvaguardar la patria que nos hace libres.
Menipo.— ¿Tendrás que hacer, entonces, lo que la patria y la constitución de Atenas exijan?
Querefonte.— Claro.
Menipo. ¿Y si quiero hacer algo que las leyes, o las costumbres de la ciudad, no hayan previsto?
Querefonte.— Puedes hacerlo siempre que la constitución y las leyes no lo prohíban.
Menipo.— Claro que no puedo contradecir lo que la constitución y las leyes prohíban.
Querefonte.— ¿Cómo podrías hacer eso? En tal caso se te trataría como a un criminal, o como a un tirano que quiere imponer su voluntad sobre la de los demás.
Menipo.— Pero esa voluntad no tiene por qué ser fundamentalmente injusta, o puede expresar un conocimiento legítimo, y no menos bueno.
Querefonte.— Lo sea más o lo sea menos, siempre podrás exponer el caso ante la asamblea y esforzarte por cambiar las leyes o que se tome una decisión conforme a lo que propones. Lo que no se puede hacer es responder a lo que uno considera una injusticia con otra injusticia.
Menipo.— Es concebible, por tanto, que haya leyes injustas, o al menos mejorables.
Querefonte.— La leyes son todo lo justas que pueden serlo en una circunstancia. Lo importante es que hayan sido promulgadas respetando la constitución democrática de la ciudad, y que su aplicación respete también esa misma constitución.
Menipo.— Me concederás al menos que no todo en la vida de los seres humanos está fijado por las leyes de la ciudad.
Querefonte.— Sin duda. En Atenas muy particularmente, aquí donde actuamos libremente en la vida pública y no nos enfadamos si el prójimo hace su gusto en las actividades privadas. Ni siquiera les ponemos mala cara. Hace poco a Pericles le anduvo persiguiendo e insultando todo un día un hombre que estaba en desacuerdo con él. Ya te figuras: falso, ladrón, canalla… Cuando Pericles llegó a casa, ya de noche, ordenó al criado que le llevaba la linterna que acompañara a aquel hombre a su casa.
Menipo.— Pericles es un aristócrata.
Querefonte.— Gobierna porque es el mejor. Y siguiendo con la libertad, ¿tú has visto, en el teatro, a Aristófanes burlarse de Cleón el demagogo con palabras aún más gruesas que las que aquel hombre dirigía a Pericles, mientras Cleón estaba sentado en primera fila?
Menipo.— Y los dos hemos visto al pueblo, después de reírse de Cleón a mandíbula batiente, votarle con entusiasmo redoblado. ¿Estás seguro de que el ser humano puede gobernarse a sí mismo?
Querefonte.— Atenas lo demuestra. Nada de todo eso, ni las burlas ni el voto, les impedirá acudir al frente si la ciudad lo requiere. Lo que pide de nosotros es, antes que nada, que cumplamos las leyes. Eso es lo primero. También tenemos que participar en la vida pública y, llegado el caso, debemos estar dispuestos a defender la ciudad. Finalmente, cumplir con el culto, que es tanto como celebrar la vida de la ciudad.
Menipo.— Son muchas obligaciones, Querefonte. No sé si podría pensar con libertad teniendo que cumplirlas todas. Incluso tildáis de inútil, por no decir de idiota, a quien se desentiende de los asuntos públicos.
Querefonte.— Es al revés. Sin esas obligaciones dependerás de lo que querrán de ti los demás.
Menipo.— Me parece que soy un poco más… moderno, por así decirlo. Tanta exigencia resulta agobiante.
Querefonte.— ¿Un apátrida, entonces? ¿Un ser humano sin responsabilidad, ni obligaciones con nadie?
Menipo.— Obligaciones con el ser humano.
Querefonte.— ¿Con todos?
Menipo.— Con lo que es bueno y moral en cada uno.
Querefonte.— Te ocupas de la humanidad y dejas de lado a los hombres.
Menipo.— ¿No piensas que todos somos iguales?
Querefonte.— Lo que pienso es que de ese modo te pierdes lo mejor de la vida: la comida, el mar, la amistad, el compañerismo, las fiestas, las celebraciones, el teatro… Ninguna otra ciudad de Grecia celebra tantas fiestas como Atenas.
Menipo.— Todo eso estará siempre a mi alcance.
Querefonte.— Pero sin sabor, sin afecto, sin amor correspondido. Porque no será tuyo y serás un extranjero en todas partes.
Menipo.— Eso es la libertad, querido Querefonte. La vida en sociedad no dejará nunca de ser una forma de servidumbre, y el patriotismo, como las artes y las ciencias de cuyo cultivo tanto presumís los atenienses, una forma de hacerla más llevadera. Nos engañan con la apariencia del bien y de la belleza.
Querefonte.— La naturaleza nos ha hecho iguales y libres.
Menipo.— Nos hizo, tal vez. En cualquier caso, eso ya no tiene remedio.
Querefonte.— ¿Cómo que no? Si la naturaleza, que es quien gobierna a los hombres, nos formó de un mismo molde, es para reconocernos como compañeros todos, o más bien como hermanos. Confiamos los unos en los otros y somos el apoyo de los demás. La ciudad nos enseña a ser libres y no nos dejará vivir en soledad.
Menipo.— Así es. Los auténticos patriotas siempre viven en el exilio.
Querefonte.— Entonces, ¿habremos tenido nosotros dos un mal encuentro? Deja eso para el sofista atormentado del otro día. Te veo sin techo, sin recursos, sin criados. Durmiendo en el suelo, sin amante. Incluso sin mujer, sin hijos, sin instituciones de gobierno, tan solo la tierra, el cielo y un sombrero. Y un manto viejo.
Menipo.— Compruebo que has aprendido el arte de la ironía. Pero eso era antes. A los cínicos de ahora les pagan, y muy bien, por acabar con la ciudad y con la patria.
Querefonte.— Nunca lo he entendido.
Menipo.— Como no quiero ser un cínico de los de hoy, me contentaré con ser un meteco o si te parece mejor, una réplica, mala ni que decir tiene, de Ulises, que tanto empeño puso en llegar lo más tarde posible a Ítaca. Tú te inclinas por Aquiles, por no hablar de Áyax.
Querefonte.— Ulises, astuto y doble, y Aquiles, claro y recto. No está mal, Menipo. En cualquier caso, si fueras ateniense y no estuvieras de acuerdo con esta guerra, podrías hablar en la asamblea.
Menipo.— Y si no prevalece mi parecer, habré de aceptar lo que la asamblea ha decidido, acudir a la guerra y tal vez morir por algo con lo que estoy disconforme.
Querefonte.— Pero Menipo, irías a la guerra para luchar por la causa de la guerra, pero también para defender la constitución política de la ciudad gracias a la cual has expresado tu discrepancia con esa misma guerra. Claro que puedes pensar que te obligan a ir contra tu parecer. Ahora bien, lo que te lleva a aceptar tu participación en la guerra no es el miedo al castigo, es la ciudad o, si lo prefieres, la patria.
Menipo.— La patria me manda a la muerte, o a algo peor, a la esclavitud, y debo estarle agradecido.
Querefonte.— La patria no te pide nada. Te ha dado la posibilidad de convertirte en un ciudadano, la de ser justo y virtuoso. En caso de movilización, habrá llegado el momento de demostrar que lo eres. No se lo tienes que demostrar a la Ciudad. Te lo tienes que demostrar a ti mismo. Tampoco hay que afligirse antes de tiempo por lo que vaya a ocurrir. El peligro, hay que arrostrarlo con valentía y con despreocupación, con libertad y no por obligación. Al convertirte en ciudadano, tú eres la ciudad, y la ciudad es lo mejor de ti. ¿Qué significan, si no, las fiestas, los ritos y los símbolos que celebran a la ciudad de Atenas?
Menipo.— O las honras fúnebres.
Querefonte.— Teseo, el fundador de Atenas, declaró la guerra a Tebas para rescatar unos muertos que los tebanos se negaban a devolver.
Menipo.— Tardaron en convencerle.
Querefonte.— Pero acabó haciéndolo. Y cuando los hubo rescatado, él mismo, con sus propias manos, lavó las heridas de los muertos, les preparó el lecho y cubrió los cuerpos. Así mostró que la piedad es la virtud más alta que infunde el patriotismo.
Menipo.— Acumular muertos para rescatar a los muertos.
Querefonte.— Las honras fúnebres y el homenaje a los caídos vienen a ser el reconocimiento público de que han vivido y han muerto como hombres justos. Ahora, como podrás figurarte, he recordado el juramento que hicimos cuando, todavía muy jóvenes, tomamos por primera vez las armas en el templo de la diosa Aglauro, con la mano sobre el altar: «No deshonraré las armas sagradas que llevo; no abandonaré a mi compañero de combate; lucharé por la defensa de los santuarios y de la ciudad y no legaré a la posteridad una patria más pequeña, pero mayor y más fuerte, en la medida de mis fuerzas y con la ayuda de todos. Obedeceré a los magistrados, a las leyes establecidas y a las que serán promulgadas debidamente en asamblea; si alguien quiere subvertirlas, se lo impediré con todas mis fuerzas y con la ayuda de todos. Honraré los cultos de mis padres. Tomo por testigos: Aglauro, Hestia, Enyo, Ares y Atenea Area, Zeus, Taló, Auxo, Hegémone, las Lindes de la patria, los Trigos, las Cebadas, las Viñas, los Olivos, las Higueras».
Menipo.— Y esta caminata mañanera por entre mirtos y fresnos te ha despejado la memoria. Las lindes de la patria… ¿Dónde estarían cuando se formuló ese juramento?
Querefonte.— Eso es lo de menos. Sabemos que sigue siendo lo que fue un día y que seguirá siendo así.
Menipo.— ¿Aunque perezcamos?
Querefonte.— Sí, y aunque todo esto cambie hasta volverse irreconocible, la ciudad, la idea de la patria que entre todos hemos creado aquí, en este mismo lugar, no se perderá. Es inmortal y buena, como el alma de los que han dado su vida por ella.
Menipo.— Quizás lo que os amenaza ahora, como a las ciudades que participáis en esta guerra entre griegos, no sea el enemigo, sino la ambición y la arrogancia.
Querefonte.— ¿Y qué podemos hacer, Menipo? Atenas hace a los hombres y los gasta. Nos gustaría ser eternamente jóvenes, somos impulsivos y no siempre tenemos buena memoria, pero también sabemos que en algún momento nos tocará enfrentarnos a algo superior a nosotros, y que nos arrollará.
Menipo.— Fuego de los Dioses en el querer bien.
Querefonte.— Eso es. Recuerda a nuestro Áyax cuando, cegado por Atenea, degolló todo un rebaño de bueyes y a sus pastores creyendo que mataba a sus compañeros griegos de los que quería vengarse. Nunca hemos ignorado lo que es el destino. La ciudad también nos ha enseñado a afrontarlo. Por eso cada uno de nosotros responde por todos los demás y espera que los demás harán lo mismo. No pedimos nada. Yo no quiero nada. Soy ateniense y eso basta.
Centauro.— Sube a la grupa, Querefonte. Estoy aburrido de ir cargando solo con tu escudo y tu coraza. Y tú tienes que reservar fuerzas para cuando llegue el combate.
Querefonte.— ¡Adiós, Menipo! Espero que te quedes con nosotros.
Menipo.— ¡Hasta pronto, amigo mío! Que Atenea te sea propicia. En cuanto llegue a la ciudad, llevaré a su altar una torta de higos secos.
I. LOS ORÍGENES DE ESPAÑA
En tiempos remotos de la antigüedad, España era el fin del mundo, un cabo al extremo de Occidente que se adentraba en un mar desconocido y peligroso. Sus costas, en cambio, eran fértiles y de clima benigno y habitable, como las de los países del Mediterráneo oriental. También eran estrechas y dejaban paso a montañas abruptas que resguardaban extensiones ilimitadas cubiertas de bosques poco habitados, con temperaturas extremas. Las cuencas que rodeaban los grandes ríos que bajaban de aquellas tierras se podían cultivar. También había grandes extensiones donde el ganado, dada la sequedad del clima, era la mejor garantía de supervivencia. Algunas de estas zonas eran bien conocidas, como la cuenca del Guadiana y la del Guadalquivir. Accesibles y fértiles, habían atraído a los seres humanos hacía mucho tiempo. Otras, más remotas, estaban habitadas por pueblos con los que tal vez sería posible comerciar. Más que ningún otro territorio conocido, España era un continente, un continente en pequeño por su variedad de paisajes, las diferencias de clima, la diversidad de los habitantes que la poblaban. También atesoraba una riqueza al parecer infinita de minerales y metales preciosos. Así que España, poblada desde muy antiguo, se convirtió en un imán para los comerciantes y los exploradores más valientes del Mediterráneo.
Los confines del mundo
El nombre de España tiene su origen la palabra latina «Hispania». Este a su vez parece proceder de otra palabra, de origen fenicio: I-span-ya. Los fenicios eran un pueblo del Mediterráneo oriental. Llevaban instalados en parte de lo que hoy es Líbano, Israel y Siria desde el tercer milenio antes de nuestra era. Grandes comerciantes, recorrieron todo el Mediterráneo y fundaron algunas de sus ciudades más importantes. Entre ellas está Cartago, que acabaría siendo más poderosa que la antigua metrópoli. A partir de ahí, los fenicios se lanzaron a explorar la parte más occidental del mundo. Explotaban riquezas, en particular plata, que luego vendían a sus vecinos más poderosos. Aquí, en España, instalaron también algunas colonias, entre ellas Gadir (hacia 1100 a. n. e.), Gades para los romanos, la actual Cádiz. Era un emporio estratégicamente situado a las puertas del gran océano, que daba salida a los productos del interior de la península. También debemos a los cartagineses la fundación de Málaga (Malaca), Almuñécar (Sexi) y Adra (Abdera). En 654 a. n. e., sus continuadores los cartagineses fundaron Ibiza (Ebussus), además de Cartagena.
Los fenicios llamaron a todo aquel territorio I-span-ya, (tierra de lamanes) porque al parecer les sorprendió la abundancia de conejos o lamanes, unos roedores abundantes todavía en algunas regiones de África. Según otra teoría, la palabra quiere decir «costa de metales». Los fenicios, interesados en el comercio y la explotación de las riquezas de I-span-ya, no se esforzaron por ir más allá de las costas, aunque el nombre abarcaba el conjunto de la península: las zonas costeras y los territorios interiores, algunos de ellos muy ricos. Los romanos, que además del interés comercial y económico trasplantaban su cultura allí donde iban y se empeñaban en asegurar un imperio territorial, retomaron la denominación fenicia y la convirtieron en «Hispania».
El territorio español estaba situado en el extremo occidental del mundo conocido. Era la puerta a un océano y a un mundo sin explorar, infinitamente abierto a la imaginación. Así es como se ha querido relacionar nuestro país con Tarsis, supuesto nombre hebreo de Tartessos, el arcano reino del suroeste de España, en Andalucía. Tarsis aparece en el Libro de los Reyes, en el Antiguo Testamento, cuando se relatan las expediciones comerciales que Salomón organizó con el rey fenicio Hiram I de Tiro, en el siglo X a. n. e:
Todas las copas del rey Salomón eran de oro y toda la vajilla era de oro macizo. No había nada de plata, no se hacía caso alguno de esta en tiempos de Salomón, porque el rey tenía en el mar naves de Tarsis con las de Hiram y cada tres años llegaban las naves de Tarsis trayendo oro, plata, marfil, monos y pavos reales¹.
El profeta Isaías habla también de las naves de Tarsis, siempre en relación con la riqueza, y el Salmo 72, al cantar la venida del reino de Dios, dice que los reyes de Tarsis y de las islas le ofrecerán sus dones, antes de vaticinar que «se postrarán ante él todos los reyes y le servirán todos los pueblos». La identificación de Tarsis con España por medio del reino de Tartessos ha sido muy discutida, aunque hoy se mantiene todavía porque en Huelva, una de las ciudades de aquel reino legendario, se han encontrado cerámicas fenicias de tiempos del rey Salomón, en el siglo X a. n. e.
De la lengua hablada por los fenicios interesados en las riquezas de I-span-ya quedan pocos rastros. El más importante es el nombre de nuestro país. El fenicio desapareció tras la victoria de los romanos sobre los cartagineses. Otro de los idiomas que se hablaban en la península antes de la llegada de los romanos era el griego. Como los fenicios, los griegos eran un pueblo comercial. A ellos les debemos uno de los primeros nombres para todo el territorio: Iberia, derivado de la palabra «iber». Aunque el nombre latino Hispania, es decir, España, es posterior al griego, en su raíz es más antiguo que el de Iberia.
Para los griegos, España señalaba el fin del mundo conocido. En esta tierra remota tuvieron lugar algunos de los trabajos que superó Hércules, los más arduos y difíciles. Aquí el propio Hércules (o Heracles) levantó sus dos columnas, una en el Peñón de Gibraltar y otra en Abyla, tal vez el monte Hacho, en Ceuta. Marcaban el paso del mundo de la realidad al de la fantasía, en el que vivían los héroes como Hércules. Hasta Iberia vino Hércules a buscar el ganado de Gerión, un monstruo que «tenía los cuerpos de tres hombres, crecidos juntos, unidos en uno por el vientre y divididos entre tres desde los costados y los muslos»². Gerión era hijo de Crisaor —hijo a su vez de la horrenda Gorgona Medusa— y de Callírroe, hija del Océano. Además, era el dueño de un «rojo rebaño», según el escritor Apolodoro de Atenas, del que se ocupaba el pastor Euritión y el perro guardián Orto, de dos cabezas. Hércules, después de matar al perro, al pastor y al rey, se hizo con el rebaño de bueyes.
Desde el primer momento, los toros parecen formar parte del paisaje español. También forman parte de él, como ya hemos visto, las riquezas. Además de vencer y despojar a Gerión de sus rebaños, Hércules tuvo que robar las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, las hijas del atardecer, encargadas de la custodia del jardín donde crecía el manzano de fruto dorado, símbolo de la inmortalidad. Se dice que aquí, en España, los Titanes hicieron la guerra contra los dioses, y aquí, en los bosques de Tartessos, tuvo también lugar la historia de Gárgoris y su nieto Habis.
Según la leyenda, el rey Gárgoris fue el primero que descubrió la utilidad de criar abejas para recoger miel. También forzó a su hija, y de la unión incestuosa nació Habis, del que intentó librarse abandonándolo en la naturaleza, como ocurrió a Moisés y a los hermanos Rómulo y Remo. Incluso lo arrojó al mar, aunque este, más compasivo, lo devolvió a la playa, donde lo alimentó una cierva. Ya crecido, fue capturado y ofrecido a su abuelo Gárgoris, que lo reconoció y lo elevó a la dignidad real. Habis «sometió a leyes a un pueblo bárbaro bajo el yugo del arado y a procurarse el trigo con la labranza y obligó a los hombres, por odio a lo que él mismo había soportado, a dejar la comida silvestre y tomar alimentos más suaves. […] Prohibió al pueblo los trabajos de esclavo y distribuyó la población en siete ciudades. Muerto Habis, sus sucesores retuvieron el trono durante muchos siglos»³.
España fue el escenario de unos hechos míticos en los que los griegos parecían resumir el principio de la civilización, instaurada gracias a un rey, Habis, que inventó la agricultura y puso a su reino y sus ciudades bajo la protección de los dioses. En el diálogo Critias, Platón describió una tierra próxima a España, y que a veces se ha querido identificar con ella: la Atlántida, la gran isla que se hallaba frente a las columnas de Hércules. En el Timeo, uno de los interlocutores da noticia del apogeo y el final de aquel territorio que dio nombre al océano que más adelante estaba destinado a ser español. «Era una isla más extensa que África y Asia reunidas», y sus reyes «habían creado un extenso y maravilloso imperio, dueño de toda la isla y de otras muchas islas y regiones continentales». En el espacio de un día y una noche ocurrió un cataclismo: «La isla Atlántida desapareció sepultada bajo las aguas. Por ello, todavía hoy —dice Platón—, aquel mar es difícil de franquear y explorar por el obstáculo de los fondos y de muchos escollos que la isla, al hundirse, ha dejado a flor de agua»⁴.
La presencia de Grecia en España tuvo más de alcance simbólico que de influencia concreta. Debemos a los griegos, eso sí, las primeras noticias de nuestro país. Curiosos y observadores, excelentes publicistas, los geógrafos e historiadores griegos fueron los primeros en describir aquella tierra del confín del Occidente. La tradición culmina en el Libro III de la Geografía de Estrabón, del siglo I a. n. e. Estrabón había recorrido todo el mundo conocido en torno al Mediterráneo. Nunca estuvo en España, sin embargo. Para la descripción de nuestro país se basó en el testimonio de Posidonio, otro historiador y geógrafo griego que estuvo aquí hacia el año 90 a. n. e. Estrabón también cita al geógrafo y cartógrafo Artemidoro de Éfeso (siglo II a. n. e.) y a Polibio (s. II a. n. e.), que también visitó España y fue el primero en escribir una historia de Occidente.
A pesar del interés de aquellos hombres, de la lengua griega apenas nos queda nada, como no sea el nombre de alguna ciudad. Bastantes de estos nombres los adaptaron los griegos de los nombres iberos. Cinco siglos antes de que Estrabón dedicara un libro de su Geografía a lo que él llamaba Iberia, ya Heródoto había hablado de ella, una tierra situada en el extremo occidental del mundo conocido, poblada por gente a la que llamaba «iberos» y atravesada por el río Iber, el Ebro o tal vez el río Tinto. El historiador Apiano de Alejandría (s. II n. e.) dice que en su tiempo había quien llamaba Hispania a lo que antes se llamaba Iberia.
Tanto el nombre de Iberia como el de Hispania, o España, abarcan el conjunto del territorio. Los íberos, en esta perspectiva, como los hispanos o españoles, eran y son el conjunto de los nacidos aquí.
Los abismos del tiempo
Según las teorías hoy vigentes, los antepasados del ser humano aparecieron en África hace dos millones y medio de años. Un millón de años después, viajaron a Asia y a Europa. Llegaron a España, claro está, donde puede haber rastros de ellos en Atapuerca (Burgos), en Tossal de la Font (Castellón) y tal vez en Pinilla del Valle (Madrid), entre otros lugares. Los restos humanos encontrados en Atapuerca tienen una antigüedad de más de 780.000 años, y por ahora son los restos más antiguos de seres humanos hallados en Europa. Sabemos que utilizaban la piedra, es decir el sílex, para manipular los animales que cazaban.
Entre los 200.000 y los 300.000 años a. n. e., aquellos hombres (hoy llamados «Homo naenderthalensis») vivieron en cuevas y abrigos, o al aire libre, según el clima, y aunque han sobrevivido pocos restos humanos, quedan rastros de su vida en los lugares que ocupaban. Los hay en Gibraltar, en Bañolas (Gerona) y, entre otros, en la cueva de la Carigüela, en Granada, y en la del Sidrón, en Asturias.
Aparece entonces el Homo sapiens, ya moderno. Hoy en día se piensa que estos seres humanos procedían de África, donde se habían desarrollado por su cuenta. Pudieron llegar hasta aquí desde Oriente Medio, habiendo atravesado el Estrecho de Suez, o bien pasando de Túnez a Sicilia y volviendo luego hacia el sur. Quizás aprovecharan una regresión del nivel del mar que les abrió el paso en el Estrecho de Gibraltar, entre Tánger y Tarifa. A partir de ahí se habrían ido instalando por las costas de Levante y las del Atlántico, para entrar luego en el interior, asentarse en las mesetas y llegar después a la cuenca del Ebro y a la costa cantábrica. Solían vivir al aire libre, aunque también utilizaban cuevas, en particular en tiempos de grandes fríos. Cazaban todos los animales que entonces poblaban España, desde los más pequeños, como liebres, tejones y erizos, hasta los más gigantescos: uros, elefantes de piel desnuda y rinocerontes de narices tabicadas. Para hacerse con estos gigantes, tal vez se organizaban en grupos, encargados los unos de quemar la tierra para asustar a los animales y los otros, de cazarlos. Seguían manejando instrumentos de piedra y también debieron de utilizar cortezas, fibras vegetales, cuero y astas.
Entre el 125.000 y el 35.000 a. n. e., durante épocas cuya sola duración nos resulta inconcebible, nuestros antepasados habitaron en asentamientos repartidos por buena parte de Portugal y de España, sobre todo en Andalucía oriental, en Levante, en Cataluña, Santander, el País Vasco, Soria, Burgos y la zona de la desembocadura del Tajo. Hacían fuego en el suelo, en ocasiones con piedras alrededor. Una y otra vez, los grupos volvían a los mismos recintos, con frecuencia espaciosos, orientados hacia el sur y situados en la ladera de una montaña. Así lo muestran los depósitos de cuevas como la del Castillo, en Cantabria. Practicaban la caza en grupo, sin discriminar presas, y aunque comían más vegetales que otra cosa, también se alimentaban de moluscos, además de carne, cuando cazaban. Enterraban a sus muertos y atesoraban objetos que les llamaban la atención, como las conchas de colores y los cristales de roca.
En los últimos años empiezan a especializarse en el aprovechamiento de los recursos. La caza deja de ser estrictamente oportunista y se convierte en una actividad sistemática. Fabrican instrumentos de piedra de forma estandardizada, se ponen a pescar y el instrumental que tallan en hueso y en asta resulta cada vez más complejo. No suelen vivir a más de 600 metros de altitud y se reparten en dos grandes zonas: la costa cantábrica y la mediterránea o levantina. En los últimos veinte mil años de este período, en particular entre el 13.500 y el 9.000 o el 8.500 a. n. e., estos grupos imaginaron y crearon un mundo extraordinario. Empezaron a pintar con formas inigualables por su elegancia y su expresividad. De los más o menos trescientos enclaves con restos artísticos de por entonces conocidos en Europa, más de cien están en la costa cantábrica y en el Pirineo francés.
Los artistas solían pintar y a veces grabar figuras en las zonas apartadas y recogidas de las cuevas, en lugares especiales, donde las representaciones se acumulaban y se superponían con una finalidad que desconocemos. Representaban sobre todo bisontes, como en Altamira, y caballos, además de ciervos y cabras. No abundan las representaciones humanas, aunque sí las siluetas de manos, como en la cueva del Castillo. Ni los bisontes ni los caballos eran los animales más cazados por aquellos hombres. Más bien parecen haber suscitado una admiración sin límites por su fuerza y su agilidad. Hoy en día, algunos relacionan esas pinturas con prácticas de chamanismo. La belleza de las obras que han llegado a nosotros nos habla de una profunda sensibilidad, de una actitud de extrema atención hacia el mundo animal, de una infinita capacidad de observación, una concentración fuera de serie.
También en la zona de Levante, aunque más tardíamente, entre el 3.500 y el 750 a. n. e., se desarrollaron formas artísticas, albergadas en abrigos en la roca y en las partes altas de los barrancos. Representan escenas de caza, animales y —a diferencia de lo que ocurre en el norte— seres humanos en actividades variadas, sobre todo de caza, pero también de recolección, de guerra o de pastoreo. Siguen sorprendiéndonos la naturalidad y la viveza de las escenas, la precisión del trazo, la capacidad de abstraer lo esencial. ¿Intuirían aquellos habitantes de España algo de lo que iba a venir en esas mismas tierras donde ellos habían alcanzado una comprensión tan profunda de la realidad que les rodeaba?
Novedades
Hacia el 5.800 a. n. e., y ya definitivamente en el 5.500, aparecen en España, como en todo el resto de Europa, nuevas formas de vivir, muy distintas de las anteriores. Estas culturas se habían ido desarrollando lentamente en Oriente Medio y de pronto, sin signos de evolución previa, aparecen completamente maduras en Occidente. Los hombres del Neolítico, como se llama a esta etapa de la Historia, cultivan la tierra en vez de recolectar vegetales silvestres, y en lugar de cazar, se dedican a la ganadería. Fabrican instrumentos especiales de piedra pulida para recolectar y acabar de deforestar. También utilizan agujas, espátulas y cucharas, por lo que es de suponer que tenían costumbres alimentarias propias. Se adornan con anillos, pulseras y colgantes, y aparece, de pronto, la cerámica, a veces adornada con motivos geométricos o estilizados.
El uso de la cerámica constituirá un cambio muy profundo y hará la vida un poco más fácil. En cuanto a la agricultura, cultivan el trigo y la cebada, muchas veces mezcladas, probablemente para paliar los efectos de las malas cosechas. Con esta nueva cultura llegan también las ovejas y se domestica el perro, como, a su manera, se hace con la vaca y el cerdo. Aquellos hombres también pescaban y cazaban, aunque su actividad fundamental fue la agricultura, para lo que quemaban los bosques. Aquí se extendieron por toda la costa mediterránea y atlántica, excepto el noroeste, y aunque hay matices y distinciones, es notable la homogeneidad de su cultura.
También llegaron, o se contagiaron de otras zonas, nuevas formas artísticas completamente originales, que responden a una nueva mentalidad. Especialmente en Levante, se difundieron decoraciones y formas geométricas, impresiones cardiales (hechas con el borde de las conchas del berberecho), representaciones simbólicas y abstractas de la figura humana. Entre estas hay algunas de carácter evidentemente religioso, como la figura vertical en rectángulo, con los brazos levantados y las manos abiertas.
Ya en la segunda mitad del quinto milenio antes de Cristo aparecieron en Almería actividades metalúrgicas que, en los mil años siguientes, se extenderán por Andalucía, el suroeste de España, Portugal y la meseta norte. A partir del año 3.000 a. n. e., la metalurgia se consolida como una práctica habitual entre los habitantes de nuestro país. No hay, eso sí, complejos mineros de envergadura. Extraían el mineral de cobre a cielo abierto, en trincheras o en cuevas, pero la presencia del metal es tal que ha dado nombre a esta época, llamada Edad del Bronce, y que va del 2.500 hasta el 800 o el 750 a. n. e.
Los hombres de ese tiempo empiezan a asentarse en poblados, como el de Los Millares, en Almería, que llegó a contar con unos mil vecinos. Los poblados se levantaban en lugares con posibilidades de explotación agrícola y ganadera. Las técnicas agrícolas habían mejorado, lo que permitió que la gente se agrupara en poblaciones mayores que las conocidas hasta entonces. Se sigue cultivando la cebada y el trigo, y aparecen restos de olivo y de vid, lo que indica que estas dos plantas son anteriores a la llegada de los fenicios y los griegos. También aprovechaban la leche y otros productos de la ganadería. Además, han domesticado el caballo, el mismo animal que los habitantes de cuevas como la de Altamira parecen haber contemplado con tan rendida admiración, como si fueran seres superiores. Con la aparición de los poblados, surgen también desigualdades sociales, nuevas al parecer: se habla de transición al Estado, de formas de cesión de soberanía o, en cualquier caso, de jefaturas y formas inéditas de liderazgo. Entre los objetos que hacen referencia a prácticas religiosas, aparece una estatuilla labrada en piedra que representa un personaje femenino con ojos como