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Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán (A Coruña, 1851 - Madrid, 1921) dejó muestras de su talento en todos los géneros literarios. Entre su extensa producción destacan especialmente Los pazos de Ulloa, Insolación y La cuestión palpitante. Además, fue asidua colaboradora de distintos periódicos y revistas. Logró ser la primera mujer en presidir la sección literaria del Ateneo de Madrid y en obtener una cátedra de literaturas neolatinas en la Universidad Central de esta misma ciudad.
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Interiores - Emilia Pardo Bazán
Emilia Pardo Bazán
Interiores
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Interiores.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: info@linkgua.com
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-268-9.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-093-0.
ISBN ebook: 978-84-9007-830-3.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Bromita 11
Eximente 17
Las vistas 23
Las caras 29
Por dentro 35
La enfermera 39
La reja 45
El revólver 51
El gemelo 57
Abajo De un nido 63
El quinto 69
La argolla 75
El destino 79
Tío Terrones 85
Sin respuesta 91
Un duro falso 97
Las veintisiete 103
Vocación 109
La bronceada 115
El gusanillo 121
El tapiz 135
Libros a la carta 141
Brevísima presentación
La vida
Emilia Pardo Bazán (1851-1921). España.
Nació el 16 de septiembre en A Coruña. Hija de los condes de Pardo Bazán, título que heredó en 1890. En su adolescencia escribió algunos versos y los publicó en el Almanaque de Soto Freire.
En 1868 contrajo matrimonio con José Quiroga, vivió en Madrid y viajó por Francia, Italia, Suiza, Inglaterra y Austria; sus experiencias e impresiones quedaron reflejadas en libros como Al pie de la torre Eiffel (1889), Por Francia y por Alemania (1889) o Por la Europa católica (1905).
En 1876 Emilia editó su primer libro, Estudio crítico de Feijoo, y una colección de poemas, Jaime, con motivo del nacimiento de su primer hijo. Pascual López, su primera novela, se publicó en 1879 y en 1881 apareció Viaje de novios, la primera novela naturalista española. Entre 1831 y 1893 editó la revista Nuevo Teatro Crítico y en 1896 conoció a Émile Zola, Alphonse Daudet y los hermanos Goncourt. Además tuvo una importante actividad política como consejera de Instrucción Pública y activista feminista.
Desde 1916 hasta su muerte el 12 de mayo de 1921, fue profesora de Literaturas románicas en la Universidad de Madrid.
Bromita
Había un compañero de oficina, un señor Picardo, que nos divertía infinito —díjome el cesante, sacudiendo momentáneamente la preocupación que le abruma, a consecuencia de haberse quedado sin empleo—. Tanto nos divertía, que desde que él faltó, la oficina parecía un velatorio, a pesar de las diabluras y humoradas de nuestro célebre Reinaldo Anís.
Picardo y Anís andaban enzarzados siempre, y eran impagables sus peloteras. Ha de saberse que Picardo, siendo un cuitado en el fondo, tenía un genio cascarrabias. Por eso nos entretenía pincharle, porque saltaba, ¡saltaba como un diablillo! Y era perderse de risa oír los desatinos que discurría Anís, las invenciones que se traía cada mañana para desesperar al santo varón.
Picardo padecía la enfermedad de admirar; era apasionado de Moret, a quien oía en La Tribuna del Congreso; apasionado de Silvela, como estadista; apasionado de la Barrientos, desde una noche que le regalaron unos paraísos y oyó el Barbero. Y nosotros le volvíamos tarumba negando la elocuencia de don Segismundo, el acierto de don Francisco y los gorgoritos de la diva. Anís ponía a votos la cuestión.
—Verá usted lo que todos opinan...
—A mí no me convencen ustedes. Cada cual tiene su criterio.
¿Su criterio? Eso no se lo consentíamos. Caía sobre él la oficina en peso. Y había que verle, medio loco, defendiéndose como ciervo entre alanos. Ya persuadido de que le aturdíamos y no lo dejábamos resollar, se encogía, se enfurruñaba y casi desaparecía su cabeza bajo el cuello de su famoso gabán color chocolate barato. Picardo era calvo, engurruminado, pequeñito; no tenía cejas, y cuando tardaba en afeitarse, le salía un pelo de barba como hierba pobre. Al irritarse poníase colorado de súbito, desde la nuca hasta la nuez, cual si le hubiesen escaldado con agua hirviendo. Era una cosa tan fija, que nos guiñábamos el ojo.
—¡Ahora! ¡Ahora! ¡El pavo!
No obstante, a la larga nos pareció que a Picardo se le embotaba la sensibilidad. Ya oía tranquilo, o poco menos, nuestras herejías contra oradores y cantantes. Habíamos gastado aquel resorte. Entonces acordamos buscar otros.
Sabíamos algo de su historia; no ignorábamos que Picardo había sufrido infortunios conyugales, y hasta que había estado loco, o punto menos, una temporada. También decían que por poco se mete trapense, y que su esposa residía en Barcelona gastando boato. Nos propusimos que nos contase estas aventuras; pero no hubo forma. Lo único que logramos fue hacer reaparecer el consabido rubor de toda su cara y seguramente de toda su piel.
Como no dio más juego el asunto, emprendimos la tarea de herir los sentimientos de Picardo; porque ha de saberse que Picardo era una mina de sentimientos, y que si la noble indignación se vendiese al peso, Picardo se hace poderoso. Anís le banderilleó atacando a ministros y grandes hombres, autoridades y celebridades, y no dejando a ninguno hueso sano. La verdad es que no entiendo por qué esto le arrebolaba tanto a Picardo el cuero cabelludo. Agotado el filón, Anís arremetió con la Iglesia y, hecho un Renan, destrozó el dogma. Después le tocó el turno a las instituciones, pero aquí le atajamos, no fuese que un portero oyese la retahíla, la tomase por donde quema y se armase un caramillo. En pos de la fe y los poderes constituidos, acometió Anís a la moral, y expuso doctrinas de un inmoralismo crudo y canibalesco. Los argumentos que desenterró para convencer a Picardo de que debemos comernos los unos a los otros eran de lo más salado y bufo. Picardo gruñía; pero lo que le sacó de sus casillas, lo que le puso no rojo, sino violeta, fueron los insultos de Anís a las mujeres. Aquel día, al final, se abalanzó contra el deslenguado —fue el nombre que le dio—, y creíamos que en un rapto de furor le sacaba los ojos. Anís se echó atrás tartamudeando:
—Pero ¿qué le pasa a este imbécil?
No tardamos en saber lo que le pasaba. Averiguamos que Picardo tenía una hija, a quien adoraba, de quien no hablaba nunca, y que algunas frases de Anís le habían sonado como alusiones a la muchacha. Pura casualidad, pues Anís ignoraba su existencia.
Lo cierto es que Anís quedó deseoso de jugarle una gorda a Picardo, y que no tardó en conseguirlo.
—Dejémosle ya en paz —recuerdo que dije al bromista—. Da fatiga torearle tanto.
—Nada de eso —protestó él—. Lo que haré será discurrir algo fino, una broma que se pegue al cuerpo.
Me acuerdo de que esta conversación fue el sábado antes de Carnaval, y el domingo convidé yo al teatro a toda la oficina. Nos reímos como benditos con el gracioso sainete Los pantalones; hasta Picardo se reía. Anís tomaba en la representación interés especial.
Pasados los Carnavales, volvimos a nuestras tareas. Yo creí que Anís había renunciado a su propósito. Hablaba con Picardo muy formal, demostrándole una cortesía deferente. Cuando sonó la hora de retirarse, Anís me hizo una seña disimulada de que saliésemos con Picardo. Miré de reojo. Picardo recogía del bastonero su bastón y se apoyaba en él como todos se apoyan; sin fijarse. Al hacerlo, pareció que tropezaba. Le vimos examinar el bastón con sorpresa, encogerse de hombros y echar a andar.
—¿Ha cortado usted el bastón? —pregunté sofocando la risa.
—Tan poco, que apenas se nota —respondió Anís en el mismo tono—. Y pienso continuar todos los días, pero solo una pizca, una miaja. La gracia está en que el bonus vir se figure que el bastón encoge. Saco la contera y la vuelvo a colocar, y ni visto ni oído. Hoy algo percibió, pero se figurará que ha soñado. Verá usted cuando transcurra tiempo. No volvamos a salir con él: puede escamarse.
Así se hizo. Nos limitamos a observar al paciente con el rabo del ojo. Desde el cuarto día se reveló su preocupación. Era, no obstante, tan poquito lo que del palo raía Anís, que no pudo germinar la sospecha de la broma. A cada paso estaba Picardo más abstraído, más metido en sí, más melancólico. Llegó el período de hablar solo, de accionar sin causa. Alguna vez nos fijó angustiosamente. No sé si era que quería consultarnos o que recelaba. Esto último no debía de ser, porque todo se hizo de un modo impenetrable. El portero veía a Anís raer el bastón, pero un duro nos aseguró su silencio.
Alarmado yo por la expresión de extravío de la cara de Picardo, al fin me solivianté:
—Oiga usted, Anís: no más... Hay que desengañarle.
Anís se rió y asintió:
—Bien; pues se le desengañará mañana; entre otras cosas, porque ya el bastón no mide una altura verosímil.
Y el mañana no llegó nunca. Al otro día, Picardo no concurrió a la oficina: había tenido un acceso de su