Impyrium: La mentira de los tres héroes
Por Henry H. Neff
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La dinastía Faeregine ha gobernado Impyrium desde el Cataclismo. Pero su magia se debilita, y con ella, su poder sobre el imperio. Hazel, la menor de las princesas Faeregine, es distinta a sus hermanas; sin embargo la Emperatriz tiene planes para ella. Su magia parece ser la única baza para salvar el prestigio familiar. Hob, criado lejos del lujo de las grandes ciudades, es enviado a la capital como espía de la rebelión. Contra todo pronóstico, entre él y la joven maga nacerá una fuerte amistad. Una unión clave para salvar el reino o destruirlo.
No he leído nada sobre un mundo tan profundo, tan puramente mágico y tan bien desarrollado desde Harry Potter. James Dashner, autor de El corredor del laberinto. La vye asintió.
- Será como deseáis. Pero tengo que expresar mi preocupación. Estas exigencias supondrán una profunda, quizás insuperable, presión para vuestra nieta. La Magia Antigua es poderosa y ha de ser alimentada con cuidado. Existen preocupantes precedentes. Su Excelencia apenas tiene doce años. Es la última Faeregine.
Inesperadamente, la emperatriz rio ante esto último.
- ¡No es la última Faeregine, estúpida! ¡Es la primera en mil años!
Henry H. Neff
Henry H. Neff creció en Chicago pero actualmente vive en Montclair, Nueva Jersey, con su mujer y sus dos hijos. Además de escribir novelas, trabaja como profesor de instituto. Impyrium es segunda serie de fantasía épica, siendo el primer volumen nombrado en 2016 mejor libro juvenil por Entertainment Weekly. Para saber más sobre él o sus libros, podéis visitar su página web www.henryhneff.com
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Impyrium - Henry H. Neff
negro.
CAPÍTULO 1
Todo el mundo puede ver lo que pareces
pero pocos saben lo que realmente eres.
NICOLÁS MAQUIAVELO, FILÓSOFO PRECATACLÍSMICO (544 - 486 A. C.)
l día de Año Nuevo hay quienes se levantan de la cama decididos a ser más amables, más delgados, más trabajadores, más abiertos. Sea cual sea su propósito, todos tienen una cosa en común: creen que el año que comienza será mejor que el anterior.
Hazel Faeregine no era una de esas personas.
A pesar de lo tarde que se había hecho, siguió en la cama con sus dos gruesos libros de magia, un antiguo cuento de hadas, una jirafa de peluche y la sensación de que pronto se le acabaría la tranquilidad. Más abajo, las campanas resonaban en el Viejo Colegio de Rowan. Evidentemente, marcar las nueve no era suficiente: se requerían florituras adicionales, no fuera a ser que alguien no se diera cuenta de que era Año Nuevo. Hazel suspiró. Las campanas eran tan antiguas como el imperio. Debían tocarse con dignidad, no con entusiasmo.
Llegó un invasor. Como era habitual, se trataba de Isabel, que sorteó la cerradura, entró de golpe en la habitación, analizó la situación con una mirada y avanzó. Hazel le lanzó una almohada, que su hermana esquivó.
—No vas a librarte de esta —dijo Isabel—. Si yo tengo que ir, tú también.
Cuando Isabel llegó a los pies de la cama, Hazel le tiró su última almohada con un rugido. Intentó sonar fiera, como una bestia de los Grislands, pero el resultado pareció más el grito de un loro.
Isabel atrapó la almohada al vuelo y la usó para golpear a Hazel en la cabeza.
«Derecha, izquierda. Derecha, izquierda...»
—¿Por qué me fuerzas a hacer esto? —se lamentó Isabel, en tono aburrido, mientras Hazel se ocultaba bajo las sábanas. Dio a su hermana un último golpe de almohada, la dejó sobre la cama y se sentó con cuidado. Frunció el ceño: había una criada a la puerta de la habitación; parecía horrorizada.
—¡El vestido, Excelencia! ¡El bordado!
—Es precioso —dijo Isabel, alegre—. Olo, elige otros zapatos mientras charlo con Hazel. Estos me aprietan.
—Pero la Rama Roja ha venido a escoltaros —susurró Olo—. Os espera en el vestíbulo.
—Como si fuera la mismísima Araña —replicó Isabel.
Hazel admiraba el descaro de su hermana, aunque sabía que nunca se hubiese atrevido a decir algo así si de verdad estuviera su abuela cerca.
Olo puso cara de desagrado, pero se fue. Isabel se colocó con cuidado la ganzúa —un pasador de pelo con una joya— en una de sus negras trenzas y dirigió a Hazel una mirada de cervatillo, conocida como «la mirada Faeregine», porque tenía los ojos más separados de lo normal, igual a la que podía verse en los retratos familiares desde tiempos de Mina I. Ciertamente, con su piel aceitunada, su nariz aguileña y su gracia de bailarina, Isabel era un brillante ejemplo de la estirpe.
—¿Hemos de tener la Conversación? —preguntó.
Hazel se sentó en la cama y se cogió las piernas con los brazos.
—¿Qué conversación? ¿Esa horrible sobre cómo están cambiando nuestros cuerpos? ¿O la otra en la que me recuerdas quién soy y por qué no puedo hacer lo que quiero?
—La segunda —dijo Isabel, ajustándose el corsé—. Sabes que tenemos que irnos.
—Yo no —contestó Hazel—. Soy la menor.
Eso hizo reír a Isabel; una risa fina y agradable que siempre notaban los chicos.
—Por diecisiete minutos. No, vas a venir aunque tenga que llevarte a rastras. Me sorprende que no lo haya hecho Rascha aún. ¿Dónde está?
—No lo sé —dijo Hazel.
Le había alegrado el hecho de que su tutora, Dàme Rascha, llegara inusualmente tarde. Pero ahora su ausencia resultaba intrigante, casi tanto como la presencia de una Rama Roja en la sala de espera de las trillizas. La Rama Roja se encargaba de muchas cosas, pero hacer de niñera no era una de ellas. ¿Dónde estaba el guarda habitual?
La puerta volvió a abrirse.
Violet e Isabel Faeregine eran idénticas, aunque nadie las confundía nunca. Violet nunca se apresuraba o levantaba la voz. Siempre mantenía una apariencia perfecta y raramente perdía su serena compostura. Si Isabel era fuego, Violet era hielo. Hasta su vestido era azul pálido. Recorrió la habitación con una mirada de vaga desaprobación.
—¿Estamos listas? —preguntó.
—¿Tenemos pinta de estar listas? —dijo Isabel.
Violet le dedicó una elegante sonrisa.
—No, no parece que lo estemos.
—Habla en plural otra vez y te mato —dijo Isabel. Hazel cruzó los dedos.
Violet replicó con desaprobación:
—¿Es que olvidamos que yo soy la mayor?
Técnicamente era cierto. Violet había nacido nueve minutos antes que Isabel, un detalle que no se cansaba de repetir. En cambio, no se molestaba en mencionar que también era veintiséis minutos mayor que Hazel: la gran brecha que las separaba era evidente.
Isabel hizo un ruidito con la nariz.
—Como si nueve minutos importaran...
A Violet le brillaron los ojos.
—Ya te darás cuenta de que son muy importantes. Nos vemos allí.
Se fue, con un leve frufrú de seda. Isabel se volvió hacia Hazel:
—¿Crees que la Araña va a anunciar algo? No, ¿verdad?
—¿Sobre su sucesora? —dijo Hazel—. No tengo ni idea.
Isabel saltó de la cama y se alisó el vestido de seda carmesí con rubíes bordados. El de Hazel era de seda verde con esmeraldas, y seguía esperando sobre la silla de terciopelo, aún envuelto en muselina.
—Date prisa y prepárate —murmuró Isabel—. Voy a alcanzar a