Noches en el desierto
Por Susan Stephens
4.5/5
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Información de este libro electrónico
El jeque Rafik al Rafar reconoció la inexperiencia de Casey nada más verla, y bajo el sensual calor del desierto se encargó de su iniciación sexual. Para su sorpresa, Casey le enseñó a su vez el significado de los placeres sencillos de la vida; sin embargo, su sentido del deber como rey lo reclamaba…
Susan Stephens
Susan Stephens is passionate about writing books set in fabulous locations where an outstanding man comes to grips with a cool, feisty woman. Susan’s hobbies include travel, reading, theatre, long walks, playing the piano, and she loves hearing from readers at her website. www.susanstephens.com
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Noches en el desierto - Susan Stephens
Capítulo Uno
Tenía una mochila del tamaño de una montaña. Al ir a sacarla de la cinta transportadora, por poco le sacó un ojo a la mujer que tenía al lado. Hebillas y correas colgaban por todas partes, junto con una soga, un saco de dormir impermeable y un par de botas. Llevaba el pelo recogido debajo de un sombrero militar, de camuflaje, con su correspondiente pañuelo para protegerse el cuello del sol.
Cuando se enteró de que tenía que viajar al interior de A'Qaban como parte de su trabajo como directora de marketing para la agencia de desarrollo de aquel país, Casey había cambiado su traje de ejecutiva por el equipo de safari. Pero no había aterrizado precisamente en un remoto aeródromo de A'Qaban, sino en el aeropuerto internacional de la capital, uno de los más modernos del mundo.
Como tenía costumbre hacer con los proyectos que le encargaban, Casey se había documentado a fondo. Sin embargo, apenas unos minutos antes de abordar el avión, le habían comunicado que su itinerario había cambiado... y nada menos que por órdenes directas del jeque Rafik en persona, el nuevo monarca del país. Al parecer Su Majestad había insistido en reunir a sus más destacados empleados antes de empezar a gobernar.
Sorprendida de que se hubieran ocupado de una subalterna como ella, se había sentido halagada en un principio... hasta que le recordaron que Raffa, que era el nombre con que el jeque educado en Eton y formado en las fuerzas especiales prefería que lo llamaran, estaba más que habituado a despedir a los empleados que no satisfacían sus expectativas. Así que allí estaba, disfrazada de agente forestal y sin la ropa adecuada para enfrentar la jornada que se avecinaba.
¿Podía el ardor sexual atravesar un cristal? Mientras contemplaba a Casey Michaels cruzar la sala de equipajes, no tuvo ninguna duda al respecto. Incluso con aquella vestimenta estaba preciosa. Y muy diferente de la mujer vestida a la última moda que había visto en la fotografía de su expediente. Ahora se daba cuenta de que era una foto antigua, desfasada. Casey ya no estaba tan delgada, y el cabello que se adivinaba bajo aquel horrible sombrero militar era mucho más rubio. Todo eso, junto con sus curvilíneas caderas, su mirada imperturbable y su paso decidido, formaba un conjunto más que atractivo.
Sin dejar de acariciarse la barba de tres días, continuó admirando su esbelta figura enfundada en la vestimenta de safari. Su virginal inocencia clamaba al cielo. «Y eso que yo nunca mezclo los negocios con el placer», se recordó. Procuró concentrarse en lo único importante. Aquella mujer… ¿sería capaz de ilusionarse con su trabajo? ¿Podría dirigir? ¿Estaría preparada para luchar por su gente? Ésas eran las cosas que le importaban. Sólo los ejecutivos más eficaces lograban superar sus exigentes criterios de selección.
Pero Casey lo intrigaba. Se retiró de su posición de observador privilegiado: ya era hora de moverse si quería fiscalizar su progreso. Después de dar las gracias a los funcionarios de aduanas, abandonó la sala de control. Se sentía superconectado, como solía ocurrirle cuando se activaba su instinto cazador. No había nada malo en ello. Necesitaba un poco de locura, de frescura en su vida. ¿En su vida? ¿Negocios y placer?
Había un brillo de humor en sus ojos cuando se incorporó a la multitud en la sala de llegadas. Algunos lo reconocieron; más de uno se quedó sorprendido. Otros sólo lo conocían como Adam. La pregunta era: ¿lo reconocería ella?
Lo sentía en el estremecimiento que le recorría la espalda. Alguien la estaba acechando; alguien mucho más poderoso que los funcionarios con los que hasta el momento se había encontrado, la observaba. Tan distraída estaba por aquella sensación que hasta chocó contra una puerta.
«Nada de atravesar puertas», se advirtió firmemente Casey, pese lo fácil que le resultaba distraerse con el timbre ronco de la lengua árabe, el rumor de las túnicas y los pasos de las sandalias resonando en sus oídos. El sencillo trayecto hasta el mostrador de inmigración sirvió de hecho de presentación al misterioso Oriente, al igual que los incontables retratos del líder de A'Qaban servían de impresionante presentación de su jefe.
Había imágenes del joven y poderoso líder por todas partes, y cuando Casey se detuvo un momento para fijarse en uno, se dio cuenta de que era el mismo retrato oficial de la sede de su empresa en Inglaterra: una magnífica figura de cuerpo entero ataviada con la túnica tradicional de un guerrero beduino. Desvió entonces la mirada a la bandera real, que ondeaba en un alto astil del centro del vestíbulo. Una luna creciente de plata con fondo azul, y en primer plano, un león rampante con las fauces abiertas.
Volvió a asaltarle un escalofrío cuando recordó que el león era el símbolo personal del jefe Rafik. El símbolo perfecto para un hombre que había remado en Eton, jugado al rugby en Oxford y boxeado en el ejército durante el tiempo que pasó en las fuerzas especiales, antes de estampar el sello de su autoridad en el mundo de los negocios, al igual que en su país. Rafik al Rafar era el indisputado león alfa del Golfo Pérsico, un hombre cuya ética laboral tenía fama de despiadada.
Casey se incorporó a una cola de pasajeros que se movía a buen paso mientras reflexionaba sobre su posición en la empresa del jeque. Indudablemente, su pasión por aquel país la había ayudado a promocionarse. A'Qaban era sin duda el más excitante proyecto imaginable. Rodeado de un mar turquesa y enmarcado por montañas de granito, el país alardeaba de tener una capital sin parangón en el mundo, y ella estaba decidida a convertirla en líder de mercado en la industria turística mundial.
Pero A'Qaban también tenía una inestimable joya que estaba por descubrir. En opinión de Casey, el interior del país era su mejor activo turístico. Un paisaje intocado por la mano del hombre, a excepción de las tribus nómadas de beduinos que estaban bajo la protección del jeque Rafik al Rafar. Casey proyectaba precisamente paquetes de viaje turísticos que combinaran el conocimiento respetuoso de la cultura de los beduinos con rutas y excursiones de interés cultural y ecológico.
Frunció rápidamente los labios con gesto decepcionado cuando recordó que, de no haber sido por el imprevisto cambio de opinión del jeque, en aquel preciso momento se habría encontrado en mitad del desierto. Ésa era la única razón por la que había bajado del avión vestida como un figurante de película de Indiana Jones. Esperaba, sin embargo, que ésa fuera la única decepción a la que tuviera que hacer frente aquel día.
Estaba a punto de sacar su pasaporte cuando la asaltó de nuevo el presentimiento: alguien la estaba observando. Tenía la fuerte impresión de que alguien había salido a cazar y que ella era la presa. Tenía que mantenerse alerta. Sus colegas la habían advertido de que Rafik al Rafar solía saltarse las reglas: una perspectiva que la había excitado cuando se lo contaron, ya que le gustaban los desafíos. Pero ahora que estaba allí, ya no se sentía tan confiada.
Atravesó los mostradores de inmigración sin incidentes. No esperaba que fuera nadie a buscarla, así que su plan era llamar a un taxi y dirigirse al hotel más cercano. Una vez allí, tomaría una ducha y contactaría con la oficina. Apenas había atravesado la mitad del vestíbulo cuando de repente se encontró rodeada de guardias. Todos llevaban túnicas negras y pantalones bombachos, con dagas a la cintura. Casey se giró en redondo. Era inútil, no tenía escapatoria.
Jamás le había sucedido nada parecido: era la experiencia más aterradora de su vida. ¿Qué terrible pecado habría cometido? No tuvo que esperar demasiado para averiguarlo. El círculo de guardias se abrió para dejar entrar a un hombre solo. Todo un bombón en tejanos.
En tejanos azules, ceñidos, botas y una camiseta ajustada, para ser exactos. Pelo negro, mirada acerada, tez morena, una boca sensual y... ¿un arete en la oreja? Por unos segundos fue incapaz de pensar con un mínimo de coherencia. Aquel hombre era altísimo y tenía el físico de un boxeador. Tragando saliva, rezó para poder recuperarse rápidamente. Aquél no era el momento más adecuado para quedarse deslumbrada y sin palabras ante la presencia… del jeque Rafik al Rafar.
–Te mueves más rápido de lo que pensaba, Casey Michaels.
Los ojos color castaño oscuro del jeque eran absolutamente impresionantes, pensó temblando por dentro mientras improvisaba una torpe reverencia.
–Su Majestad...
–Déjate de ceremonias y tutéame. Llámame Raffa.
Raffa no solamente era el hombre más guapo que había visto en mucho tiempo, quizá nunca, sino que además tenía una voz cálida y aterciopelada, con un levísimo acento, que trastornaba sus sentidos.
–Raffa.
–Ahlan wa sahlan, Casey Michaels.
Había un ligero matiz burlón en su voz. ¿Acaso podía leerle el pensamiento? Con el corazón acelerado, vio que se llevaba una mano al pecho, luego a los labios y por fin a la frente.
–Ahlan wa sahlan bik, Su Majes… Raffa –bajó la mirada, contenta de haber aprendido en Inglaterra unos rudimentos de árabe. Cuando volvió a alzarla, fue para descubrir que el jeque seguía contemplándola con interés.
–Vamos.
«¿Adónde?», se preguntó, nerviosa. En realidad le daba igual, siempre y cuando no la despachara de vuelta a casa. El jeque la llevó a un pequeño despacho que contenía un escritorio y dos sillas de aspecto incómodo, lo cual fue un alivio.
–¿Qué llevas en esa mochila, Casey? –le preguntó, volviéndose hacia ella después de cerrar la puerta a su espalda.
Por un instante se quedó completamente desconcertada.
–¿Qué llevas ahí? –insistió.
Casey la bajó al suelo, apoyándola contra el escritorio.
–Ábrela.
Se le encendieron las mejillas. Aquella orden no tenía apelación posible. Abrió la mochila y se irguió. Intentó recordarse que aquello no era más que un asunto de trabajo, que no había nada personal en ello, en un intento de recuperar su maltrecha confianza. Con los asuntos de trabajo sí que podía enfrentarse: el problema eran los hombres. Además, los hombres tan guapos como aquél jamás se fijaban en las mujeres como ella. Casey no tenía ninguna práctica en tratar a alguien como...
Se dio cuenta de que se había quedado mirando sus labios. Dio un respingo y se puso súbitamente alerta cuando el jeque volvió a hablarle.
–Enséñame lo que has traído, Casey.
Capítulo Dos
–¿Que te enseñe lo que he traído? –le preguntó mientras revisaba mentalmente el contenido de su mochila.
–Toma asiento, si lo prefieres –le sugirió él, apartándose de la pared en la que había estado apoyado.
¿Y dejar que lo intimidara más todavía con su estatura? Ni hablar.
–Prefiero permanecer de pie, si no te