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Posibilidades Infinitas De La Vida: El Inicio De La Aventura
Posibilidades Infinitas De La Vida: El Inicio De La Aventura
Posibilidades Infinitas De La Vida: El Inicio De La Aventura
Libro electrónico345 páginas5 horas

Posibilidades Infinitas De La Vida: El Inicio De La Aventura

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Información de este libro electrónico

Tienes en tus manos una obra maestra de riquezas y acontecimientos vividos por dos jvenes adolescentes llenos de sueos, inquietudes y sed de sabidura.
Te remontars a momentos vividos en el pasado y recordars momentos inolvidables de tu propia vida.
Juan y Walter descubren tesoros en cada una de sus aventuras y encontrars en cada una de ellas una invitacin abierta a volver a vivir las tuyas mientras aprendes verdaderas joyas de auto-ayuda.
Cuando el espritu humano es liberado,
el destello de su libertad
atraviesa las paredes de la duda, la desesperanza y el dolor.

-0-

Todo cuanto nuestros ojos ven,
todo cuanto nuestros sentidos sienten
todo por cuanto nuestro corazn palpita
ha sido un sueo alguna vez.

-0-

Nunca tengas miedo de emprender tus viajes,
porque ellos te llevarn ms all de lo que imaginas.

-0-

Dale rienda suelta a tu imaginacin
y atesorars recuerdos en tu corazn.

-0-

Mira a tu alrededor y encontrars esperanza,
vers la esperanza de una flor
en la semilla seca por el suelo
vers la esperanza de un ocano
en la solitaria gota de agua del roco
vers la esperanza de un gran ser humano
en el humilde corazn de aquel frente al espejo.

-0-

Puedes buscar en las alturas de las montaas
en la profundidad de los ocanos
en las vastas extensiones de los valles
pero si no buscas en tu corazn
no encontrars los mejores tesoros de la Creacin
IdiomaEspañol
EditorialAuthorHouse
Fecha de lanzamiento28 dic 2012
ISBN9781477299524
Posibilidades Infinitas De La Vida: El Inicio De La Aventura
Autor

Max Siles

Max Siles nació en San José, Costa Rica. Él creció junto a su madre quien le inculcó los valores de honestidad, auto disciplina, respeto por los demás y tomar la vida con optimismo. Desde temprana edad Max se interesó por la dinámica del ser humano y se dedicó a entender las formas de pensamiento de extraordinarios individuos de la historia. Esta curiosidad por entender al ser humano le ha llevado a indagar una gran cantidad de autores clásicos y contemporáneos que le han ayudado a poder plasmar con eficacia y sencilléz los pensamientos que ayudan a mejorar la vida de sus lectores. En sus años iniciales de vida adulta se aventuró a descubrir otras tierras e hizo de Nueva Jersey, USA su casa. Max continúa influyendo positivamente a jóvenes y viejos a través de su escritura de libros de auto ayuda y su programa de motivación personal de 30 días.

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    Vista previa del libro

    Posibilidades Infinitas De La Vida - Max Siles

    Contents

    Posibilidades Infinitas De La Vida

    Los Sueños Se Hacen Realidad

    La Mascarilla

    Lealtad

    Integridad

    El Marifufo

    El Viaje Más Largo De Sus Vidas

    Imaginación, Una Fuerza Celestial

    Mono

    Todo Lo Que Necesitas Ya Lo Tienes

    Cuanto Más Das, Más Recibes

    Doña Pasión

    El Éxito Tiene Muchos Nombres

    Destino

    Factor Miedo

    Dogmas

    Las Doncellas De Su Vida

    Actitud

    El Cucurucho

    Chirripó

    3820 Msnm

    La Montaña De Las Aguas Eternas

    El Ascenso

    El Adiós

    El Encuentro

    El Último Verano

    Dedicatoria

    Dedico, de todo corazón, este libro a todas aquellas personas que han sido parte maravillosa de mi vida, a todas aquellas personas que de una y otra manera han sido parte de mi viaje por el Planeta Tierra.

    Agradecimiento

    Mi más profundo agradecimiento a Vivian Osejo Villegas, mi amiga del alma, mi compañera y mi esposa. Sin su apoyo y sin su compañía, mi vida no sería lo que ha sido. Han sido innumerables los momentos preciosos que hemos vivido juntos, los lugares que hemos descubierto y las aventuras que hemos disfrutado.

    También agradezco a todas las extraordinarias mujeres que han hecho de mi vida una preciosa aventura por el mundo, iniciando por mi madre, Margarita Siles Monge, quien con esmero y cariño siempre me orientó por caminos de amor y esperanza; a mi hija Viviana Siles Osejo, quien con su presencia me ha enseñado lo mucho que de la vida desconozco, la energía implacable de la niñez y juventud; y a mi estimada Sonia Villegas González, madre de mi esposa, quien siempre me expresó su cariño y ternura.

    Por supuesto, agradezco infinitamente a Dios y a la vida por tan extraordinaria oportunidad de ser parte de mi amado planeta Tierra.

    POSIBILIDADES INFINITAS DE LA VIDA

    Cuando el espíritu humano es liberado,

    el destello de su libertad

    atraviesa las paredes de la duda, la desesperanza y el dolor.

    Juan, el joven que creció en las faldas del Cerro de La Cruz, correteaba cuando niño junto al riachuelo que traía las frías aguas cristalinas de la misma montaña. Sus juguetones piececillos aplastaban inocentemente los verduzcos helechos y la resbaladiza capa de musgo que crecía por doquier.

    Aquella era una mañana soleada y veraniega en la que el sol resplandecía orgullosamente a través de las enormes montañas que guardaban todo tipo de secretos para Juan.

    Como de costumbre, Juan se levantó temprano por la mañana, aún semi-dormido, rebuscó bajo la cama sus viejos zapatos, los mismos que su abuelita Tita, le había regalado en su 13avo cumpleaños hacía apenas 7 meses. Una vez que los encontró, se sentó sobre su cama de madera café y lisa. Estiró su brazo derecho hacia el techo de tejas de su hogar y con un movimiento sincronizado abrió su boca y dejó escapar una bocanada de aire caliente de sus pulmones de tal modo que lo hizo desvanecerse de espaldas nuevamente a su modesta cama, la cual quejóse con recios crujidos de madera seca.

    Inmediatamente terminó su primer estironazo, inició el ritual de su segunda estirada. Esta vez, aún acostado en su cama, estiró su brazo izquierdo, curvó su espalda y estiró ambas piernas.

    Mientras tanto, el bullicioso piar de las avecillas anunciaban un nuevo día. El bramar de las vacas y sus terneros anunciaban que ya estaban cerca del corral, como era de costumbre todos los días del año.

    Juan se apresuró a la rústica mesa de madera de la cocina, donde Mamá Apo le tenía su tinto café en el jarro azul de lata y loza. Una tortillota del tamaño del viejo y negro comal yacía sobre el plato de lata. El vaho que salía de esa tortilla invitaba a devorarla. Juan puso la manteca de cerdo que de costumbre se guardaba en aquel frasco reciclado por quien sabe cuantos años. Una vez la manteca se derritió sobre la tortilla, Juan le roció la áspera sal ahumada y húmeda e hizo lo que el vaho que emanaba de la tortilla invitaba a hacer.

    Una vez más, la rutina diaria envolvió los quehaceres de Juan: Abrir el portón del corral, separar los terneros de las vacas, alimentar al ganado, echar maíz a las gallinas y asegurarse que los barriles de leche estén llenos antes de que el camión pase a recogerlos.

    -Mamá, recuerda que hoy no tengo que ir a la escuela por ser feriado. Puedo ir con Walter al río más tarde.

    Mamá Apo sabía que Walter era un buen muchacho y que ambos estarían bien acompañados en el río que por tantas ocasiones entretuvo a su Juan.

    -Si, mi corazón, pero recuerda que . . .

    -Ya sé, ya sé, interrumpió Juan.

    -Recuerda que debes estar de regreso antes de que la noche llegue.

    Juan se fue antes de que su mamá cambiara de idea y antes de que algún otro quehacer asomara por ahí.

    Desde lo alto del camino silbó el silbido secreto que entre él y Walter tenían. No hubo respuesta. Volvió a silbar aún más fuerte, tomando entre los dedos de su mano derecha el labio inferior y dándole un doblez especial que haría que su silbido fuese más agudo; mientras subía un poco más el camino, de modo que el ruido creado pasara por sobre los arbustos de café. Esta vez, el ruido dulce de respuesta llegó hasta sus oídos. Juan no podía ver a Walter, pero sabía en su corazón que solo había otra persona en el mundo entero que podía silbar el silbido secreto y ese era su entrañable amigo Walter.

    Walter ya había terminado de cortar la leña con su hacha filosa que de costumbre cortaba todas las mañanas.

    Unos minutos más tarde, Walter se reunía con Juan para empezar las aventuras del día. Hoy irían al río, jugarían con la bicicleta roja de Walter, recogerían arandelas de plomo, revisarían el racimo de bananos que habían escondido entre las hojas la semana pasada para comer de camino al río y probablemente forcejarían a estilo de lucha libre un buen rato por la tarde.

    Como de costumbre Walter traía su camisa desabotonada, la flecha en el bolsillo trasero de su pantalón de mezclilla y los zapatos tractor semi-amarrados.

    La cabellera dorada de Walter reflejaba increíblemente los rayos del sol. Su cara pecosa dejaba escapar una sonrisa maravillosa que mostraba su calza de oro en uno de sus dientes. Juan y Walter se dieron la mano como si hacía años no se veían, en realidad habían pasado solamente unas cuantas horas desde que cada uno se había ido para su casa el día anterior.

    -Juan, creo que por aquí fue donde escondimos el racimo de bananos, ¿te acuerdas?

    -No Walter, ¿no se acuerda que dijimos que ahí no porque los zorros lo encontrarían fácilmente?

    Fue allá, en aquel tronco.

    -Hijue . . . aún así los zorros lo encontraron.

    Dijo Walter, mientras quitaba las hojas de banano que envolvían el racimo.

    -Bueno, veamos qué nos dejaron.

    Aún había una gran cantidad de bananos sin tocar y todos pecositos como la piel de Walter.

    Se sentaron a la sombra de aquellas matas de café y se hartaron de bananos mientras hablaban de Teresita, de Maricruz, de Silvia y de Cristina, las chiquillas por las que suspiraban. Hablaban de las vacas, y de Laica, la perra negra de Walter, que aunque pequeñita, siempre mostró un espíritu indomable y una lealtad que se extendía a Juan. Laica era media corbeta y su rabito corto siempre se movía en señal de alegría. Echaron algunos bananos más en la mochila verde que siempre llevaban de costumbre y emprendieron el camino hacia el río.

    Quién sabe cual de los cuatro, Walter, Juan, Laica o Chéster, el perro de Juan, era más feliz de camino al río. Hasta Laica y Chéster se habían hartado de bananos.

    Ya para el mediodía se estaban dando el primer chapuzón en la profunda poza cubierta por sendos robles. Laica y Chéster yacían descansando a la sombra de los robles con la lengua afuera y observando cómo sus amos intentaban conquistar altitudes mayores desde las rocas para zambullirse al agua.

    A veces eran panzazos, a veces espaldazos y otras veces clavadas perfectas, según los ojos del juez que veía al otro lanzarse.

    Ya caída la mitad de la tarde, Walter y Juan habían jugado y disfrutado de la Poza de La Mica de tal manera que su cansancio los obligaba a recostarse sobre las piedras y darse una siestecita antes de emprender su regreso de camino a casa.

    Los sueños se hacen realidad

    Todo cuanto nuestros ojos ven,

    Todo cuanto nuestros sentidos sienten

    Todo por cuanto nuestro corazón palpita

    Ha sido un sueño alguna vez.

    Juan y Walter, soñadores por naturaleza, hablaban constantemente de conquistar los límites de su existencia. Sus años de adolescente los encontraba una tarde sobre un joven árbol de mangos tiernos. Era una tarde veraniega y Juan había llegado al cerco de la casa de Walter. Una vez en las ramas de aquel árbol, Juan sacó de su bolsillo una bolsita plástica en la cual había traído sal para comer con los mangos celes. Walter, sacó de su bolsillo una vieja cuchilla bien afilada. El proceso era el mismo que ya antes habían seguido muy a menudo: sentarse en la horqueta preferida de aquel árbol, poner la sal al alcance de ambos, escoger el manguito preferido, el más tierno y jugoso, el más sabroso y ácido de ellos. Una vez escogido el mango, procedían a pelarlo, tirando las cáscaras verde claro al suelo cubierto de hojarascas. Siempre tenían mucho cuidado de no cortar la semilla, pues según ellos, así ésta podría nacer para dar más árboles de deliciosos mangos.

    Era en las frondosas ramas de aquel pequeño árbol, alejado de los oídos de cualquier adulto o de cualquier otro ser humano no invitado a sus conversaciones, en que nacieron muchos sueños que vieron la luz del día minutos, días, meses y hasta años después. Fue debajo de aquel frondoso árbol en que las hojas de los cuadernos del tercer año de secundaria fuesen quemados ante la más espectacular ceremonia. Fue en las ramas de tan precioso árbol, que nació la idea de poder ver, en un día soleado, el fondo de la poza de La Mica. El único problema es que no existía en manos de Juan ni de Walter una mascarilla para poderlo hacer. Además, tal artefacto era extraordinariamente caro para ellos. Sin embargo, en aquellas ramas de tan frondoso árbol, nació la idea, el sueño y la creencia de un tal vez, de un podría ser, de un vamos a lograrlo.

    Inmediatamente, terminaron el mango cele que habían empezado, cerraron la bolsita de plástico en la que tenían la sal y Juan se la echó en la bolsa trasera del pantalón. Ambos se limpiaron la boca con el brazo derecho, y luego se limpiaron el brazo derecho en la parte lateral y posterior derecha de sus camisas.

    El sueño era más placentero que el delicioso mango cele. El sueño de comprar aquella mascarilla para poder ver los secretos del fondo de La Mica hacía que sus bocas salivaran más que el manguito y la sal que acababan de disfrutar.

    Inmediatamente se lanzaron a buscar arandelas de plomo y se las echaban en sus bolsillos delanteros conforme las encontraban escondidillas en el polvo arenoso de horillas de la calle principal. Los carros, las cazadoras, los camiones y las motos pasaban sin importarles a ellos el peligro que consigo traían. Ellos tenían una misión entre ceja y ceja. Entre más arandelas consiguieran, más opciones de alcanzar su cometido tendrían.

    Al día siguiente, el silbido de Walter no se hizo esperar. Juan lo escuchó con toda claridad. Esta mañana, ese silbido tenía un mensaje adicional: Juaaaaaaan, apúuuuuurese, veeeeeeeenga que descubrí una graaaaaan ideeeeeaaaa . . .

    Juan se apresuró y encontró a Walter en un charco de un líquido extraño, pedazos de plástico negro y sucio por todo lado. Walter tenía un viejo martillo en sus manos sucias y manchadas.

    -¡Mire lo que me encontré!

    -¿Y qué putas es eso?

    -Diay, ¿no lo vé? Era una batería vieja. Tiene tanates de plomo.

    Y manos a la obra se puso Juan sin esperar más detalles.

    En tan solo un día desde que iniciaron en pos de su sueño, Juan y Walter sentían que estaban a punto de alcanzar su meta. Esa mascarilla estaba en la vitrina de alguna tienda de Heredia, tan solo esperando a que ellos pusieran sus manos sobre ella. Esa mascarilla tenía nombre, ya les pertenecía.

    Sin embargo continuaban buscando plomo, tanto plomo como fuera posible. Ya las arandelas no se encontraban tan fácilmente como ayer, y las baterías viejas, como cofres de maravillosos tesoros, eran difícil de encontrar.

    Por la tarde se sentaron una vez más en las ramas predilectas del frondoso árbol de mango.

    -¿Y qué vamos a hacer con todo el plomo que tenemos?

    - Lo vamos a derretir y lo vamos a moldear y con las figuras que hagamos, las vamos a vender para así poder comprar la mascarilla.

    Al día siguiente, temprano por la mañana, después de los quehaceres cotidianos matutinos, Walter y Juan se dirigieron a su adorable Mica. Ese día no había escuela, de modo que no acarreaban consigo el sentimiento de culpabilidad de haberse escapado de clases, como tantas otras veces lo fue.

    Esa tarde, los manguitos celes con salcita no se pudieron disfrutar. Esa tarde la merienda fue cambiada por bananos pecositos y por naranjas dulcitas del cerco de quién sabe quién.

    Ese día fue para acariciar el sueño una vez más. En la poza de La Mica, yacía en el fondo el secreto escondido que probablemente ningún ser humano jamás antes había visto, el fondo mismo- Ni en los días de aguas cristalinas, pues conforme se intentaba zambullirse para tocar fondo, todo se convertía en un oscuro limbo. En los días de charcozas aguas, lo único que importaba era luchar contra la corriente del río mismo para que ésta no se los llevara. Ese día, se podían ver las verdes plantas que crecían a cierta profundidad y se mecían con las turbulencias de las corrientes de agua. El sol, con todo su esplendor intentaba también tocar fondo con sus afilados rayos, sin tener el éxito deseado. Tal parecía que nadie ni nada, excepto el agua y la arena podían dominar el fondo de la poza de La Mica. Incontables veces, muchachos astutos de gran respeto en los alrededores de la poza, se subían al más alto de los robles y se dejaban lanzar para tocar fondo. Después de momentos de haber desaparecido en sus zambullidas, momentos que parecían eternos, momentos suficientemente largos para ver desaparecer hasta la última burbuja de los clavados, salía el clavadista con su puño al aire y un movimiento negativo de cabeza dejándole saber a todos los que le observaban que no había podido conquistar el fondo de La Mica.

    En todas las visitas a La Mica, nunca vieron a alguien que tocara fondo de la poza. Habían otras pozas: La Cazuela, La Guachi, La Mona, pero ninguna como La Mica. De todas las demás, solo el fondo de La Mica no había sido conquistada.

    El fin de semana llegó y consigo trajo la oportunidad de emprender la empresa de fundición de plomo. Durante días Walter y Juan habían trabajado arduamente, robándole tiempo a los quehaceres diarios, a la escuela y a las tareas, para hacer moldes de madera en los cuales chorrear el plomo derretido que una vez frío, sacarían y venderían para lograr su sueño de comprar aquella ventanita al fondo de La Mica.

    El cerco de la parte de atrás de la casa de Walter, ya tenía el escenario para tan maravillosa aventura: Tres piedras que sostendrían la mitad de un comalón rajado, una interminable fuente de suplicio de agua traída por la sequia que corría detrás del cerco, una buena carga de leña traída de todas partes del cerco-las mejores maderas que cualquiera hubiese querido usar para su fogón: ramas de café seca, pedazos de laurel y otros de guachipelín.

    En el bolsillo trasero izquierdo, Walter tenía una cajita de fósforos, listos para iniciar el fuego. Mientras el fuego tomaba autoridad de fuego, Walter y Juan se fueron al árbol de mango a comerse el manjar acostumbrado. Desde allá arriba les era posible vigilar el fuego, el pedazo de comalón que ya empezaba a calentarse y a despedir un olor de viejos espíritus del pasado, la materia prima apuñada cerca del fogón, un tarro con agua de la sequia y los preciosos moldes de madera con figurillas echas a gubia de carros, cruces y lo que Walter y Juan consideraban una verdadera obra de arte y lo que les daría el más lucrativo de los productos, un caballito con todos sus detalles. Ese molde era una verdadera obra de arte, era un logro más del cual sentirse muy orgullosos.

    Desde allá arriba, mientras el manguito cele era devorado, el comalón empezaba a tomar un color rojizo. Walter fue el primero en dar la voz de acción y ambos bajaron del árbol para dirigirse hacia el fuego. El brazo derecho hacía su travesía de costumbre por la boca de los muchachos para después terminar su travesía final que empezaba en la parte trasera-derecha de la camisa y terminaba en uno o dos movimientos lúcidos que limpiaban cualquier impureza que pudiesen tener.

    Empezaron a tirar pedacitos y arandelas de plomo al comalón y éste abrazaba cual madre no ve a su hijo en muchos años de tal manera que lo hacía casi parte de él. El plomo empezaba a tomar un color metálico brillante, y pasaba de sólido a líquido. Era más precioso de lo imaginado. Cada pedacito de plomo hacía una capa arrugadiza de una sustancia que parecía la piel de una vieja. Walter ponía más leña al fuego, Juan quitaba la capa con un alambre y ambos echaban más pedazos y arandelas de plomo al fuego.

    Walter y Juan habían pensado en todo detalle. De una vieja bolsa de papel, sacaron unos trapos viejos que se las ingeniaron en conseguir para poder tomar el comalón sin quemarse. Como el comalón tenía tan solo una oreja, Walter lo sostenía con un trapo mientras que Juan lo sostenía con un palo por el otro lado. Ambos se las ingeniaron para mover el pedazo de comal con su precioso contenido para chorrearlo en los moldes de madera. La anticipación, el entusiasmo y la cercanía de tocar la cumbre de su sueño no se hacían esperar. Tan pronto como el plomo líquido, brillante, precioso, caliente, tocó los moldes de madera, sucedió lo inesperado. Los moldes se incendiaron de inmediato, la madera se disipó como por arte de magia, el plomo hizo riachuelos brillantes hacia todos lados de los moldes. Todo lo que quedó fue laberintos de plomo ardiente en el suelo polvoriento de aquel cerco.

    Hubo otros intentos de domar aquel metal brillante, precioso, caliente y terco, pero todos ellos fueron simplemente dando cabida a otras posibilidades de lograr el sueño. El sueño no fue tocado en ningún momento, en ningún momento hubo vacilación de alcance. Todos los intentos fallidos, tan solo fueron eso, intentos fallidos. Pero el sueño de la mascarilla permanecía allí, intocable, puro, majestuoso.

    Fue por esta razón, por la razón de que el sueño permaneciera intachable, que muchas otras empresas vieron la luz del día y también murieran poco después. Fue un periodo de nacimientos de ideas empresariales de las mentes de Walter y Juan que morían cual si la fiebre negra estuviera al umbral de cada uno. Pero el sueño permanecía allí, intocable, indestructible, majestuoso.

    La venta de jocotes maduritos y jugosos permitió agregar unos centavos hacia el sueño de aquella mascarilla azul. En un intento por poder traer más producto para la venta, Juan ideó la construcción de una alforja para Laica. La alforja, hecha exclusivamente para Laica, le quedaba perfectamente. Tenía grupera que apenas se sostenía en el rabito corto que nunca dejaba de bailar lateralmente. La pechera tenía un ajuste perfecto que mantenía la alforja en su lado perfecto. Y la cincha, también ajustable, mantenía ambos lados de la alforja en su lugar. Laica, de acuerdo a las conversaciones de Juan y Walter, debía sentirse la perra más orgullosa del mundo con tan preciosa alforja. Habían traído a Laica al mismo nivel que solamente los caballos eran capaces de disfrutar. Y Laica, aparentemente estaba de acuerdo con ellos, porque correteaba por doquier junto a Chester, el joven perrillo de Juan.

    Ese día, caminaron más lejos de lo acostumbrado para recolectar los más jugosos y perfectos jocotes. La recolecta de jocotes fue extraordinaria. Las alforjas sobre Laica iban cargaditas, apelotadas, abarrotadas. El botón que cerraba cada lado apenas lograba pasar por el ojete. De regreso a casa, Laica, con su carga pesada, correteaba con Chester por los campos y cafetales. Desaparecidos de la vista de Juan y Walter, finalmente aparecieron casi al llegar a la casa de ellos. Las alforjas de Laica, las alforjas con los mejores jocotes de la recolecta, las alforjas repletas, ya no lo estaban. Laica regresó con las alforjas completamente vacías. Los mejores jocotes quedaron por doquier, por donde solo Laica y Chester sabrían dónde podrían estar. La alforja pasó a partir de ese momento al plano del olvido. De seguro que Laica nunca la extrañó. La venta de jocotes no fue tan maravillosa como anticipado, sin embargo, gracias a que Juan y Walter habían traído consigo algunos en sus mochilas, pudieron venderlos y con ello agregaron unas cuantas monedas adicionales al proyecto soñado.

    Entonces vino la idea de las los álbumes de fotografías. La idea era colosal. Walter y Juan habían asistido por meses a las clases voluntarias del club de encuadernación de la escuela. Allí habían aprendido a reparar y mejorar la cara de viejos libros de la biblioteca. Ahora era el momento para utilizar esos recientemente adquiridos conocimientos y crear unos álbumes preciosos, los cuales ellos podrían vender a familiares, amigos, vecinos y quienquiera se pusiera por delante. La librería de la esquina del parque central hizo una venta más allá de lo ordinario de tarjetas. Tarjetas lindas, tarjetas coloridas que adornarían el frente de los álbumes aún no creados. La inversión fue posible gracias a los jocotes vendidos anteriormente.

    Con el amor y cariño que solo un sueño puede poner en el corazón de un adolescente, Juan y Walter se dedicaron a la creación de su nueva empresa.

    Los álbumes fueron toda una pegada, los compraron sus amigos, los compraron sus familiares y los compraron desconocidos. Y la librería seguía vendiendo las tarjetas coloridas que adornarían más álbumes de fotografías. Ahora los álbumes estaban hechos de papeles metálicos y atractivos. Ya había suficiente dinero para comprar la mascarilla que les permitiría ver los tesoros escondidos de La Mica.

    Sí, fue un camino dificultoso y tedioso, fue un camino que ofreció sacrificios y obstáculos, pero también fue un camino que permitió crear preciosos recuerdos de los que solo dos personas y dos perros se adueñarían.

    La Mascarilla

    Crece, siempre crece, nunca dejes de crecer.

    El entusiasmo, el regocijo, la alegría y la maravilla de un sueño alcanzado se mostraban en los ojos de Juan y Walter. Ellos lo podían creer, porque habían tocado una y otra vez la mascarilla azul de vidrio claro en sus sueños desde las ramas del árbol de mango. Ahora, ahí mismo, la mascarilla pasaba de mano en mano, unas veces en las de Walter y otras en las de Juan. Cada milímetro de ella fue cuidadosa y minuciosamente revisado. El tornillo resplandeciente que sostenía la faja parecía estar en el lugar perfecto. El color azul era perfecto, ni muy oscuro ni muy claro, simplemente perfecto. No se podía encontrar mejor perfección que la que tenían en sus manos.

    El camino a casa en el bus se hizo eterno. Necesitaban llegar a casa para probar la mascarilla en la pila. Primero la probaría Juan, después Walter. No lo podían creer, el bus no llegaba lo suficientemente rápido. No importaba, simplemente le darían otra ojeada a la mascarilla de buceo. Les había alcanzado hasta para comprar el tubo complementario que les permitiría respirar en la poza de La Mica.

    Era claro, era muy claro, mañana por la mañana irían a la escuela, pero al encontrarse la manecilla pequeña del reloj con el número once, ni la escuela, ni el árbol de mango, ni nada en el mundo los detendría en su camino a La Mica.

    El día siguiente apareció vigoroso, espléndido, brillante. No podía ser más perfecto. Era un día de celebración, de regocijo. Anoche ni siquiera habían podido dormir pensando en lo maravilloso de la aventura que el día siguiente traería consigo. La prueba de la mascarilla en la pila el día anterior, había sido todo un éxito. El fondo de la pila se veía como nunca antes lo habían visto.

    Cuando el reloj anunció las once de la mañana, Juan y Walter dieron su primer paso hacia La Mica. Los ocho kilómetros entre cafetales, potreros, portillos y callejuelas pasaban desapercibidas a su lado. La Mica estaba esperando, como siempre, ancha, profunda, larga, paciente. La Mica yacía en sus espaldas, los rayos del sol la herían y como si nada, dejaba pasar el agua verdusca-cristalina entre su vientre.

    Juan y Walter venían a conquistar La Mica. Traían consigo un arma secreta. Nunca nadie le había intentado conquistar, ni por la razón ni por la fuerza, con tan potente arma: una mascarilla de buceo y un tubo para respirar.

    Primero fue el chapuzón acostumbrado, como para que La Mica no levantara sospecha alguna. Después, unas zambullidas aquí y otras allá como en pos de reconocimiento del terreno que tantas veces habían recorrido antes. No había persona alguna. Tan solo Juan y Walter. Cuando sacaron la mascarilla del salbeque, La Mica permaneció sin preocuparse. Juan se dirigió hacia la cabeza de la misma, y con la mascarilla puesta decidió

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