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La Taberna Del Corsario
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Libro electrónico446 páginas7 horas

La Taberna Del Corsario

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Manfredo vende joyas, abastece las tiendas de hoteles ubicados en los litorales de una isla tropical y paradisiaca, donde a menudo encuentra sus amorosas relaciones. Él se reúne en La taberna del Corsario con sus amigos de siempre, Manuel, Yuan, Harry, Rey, Daniel y Alberto, en dicho lugar discuten sobre diversos tópicos, como el amor y la fe, siendo este último el sentimiento que los une. Los amores de Manfredo conforman la construcción de esta obra dividida en tres libros, pero su autor considera a Alberto como el personaje central de la narración por su grado de evolución espiritual.
IdiomaEspañol
EditorialBookBaby
Fecha de lanzamiento1 nov 2016
ISBN9781543931464
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    La Taberna Del Corsario - Leon Bosch

    Secunda edición, May 2018

    © León Bosch García, 2018 Reservados todos los derechos

    eBook ISBN: 978-1-54393-146-4

    ® Este libro ha sido inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual.

    Está totalmente prohibido cualquier tipo de reproducción, tanto de imágenes como de texto, sin el permiso del autor.

    Dedico esta novela a mis hijos y nietos, a mi esposa Altagracia, a la memoria de mi padre Juan, quien fue un escritor y a mi madre, Isabel.

    A Manera De Preámbulo

    Esta narración, escrita a mano en unos cuantos cientos de páginas, apareció en una caja de madera cuando se construía un refugio de los que usamos por estos días, mientras se cavaba para plantar un grueso horcón que ojalá resulte tan duradero como esta especie de cofre. El hallazgo llegó a mis manos porque soy uno de los escogidos para investigar nuestro pasado. La humedad dañó muchas de sus páginas y, quienes les presten atención, verán el esfuerzo realizado para ubicar los nombres de las naciones que ya no existen y los gentilicios de sus gentes, por lo poco que sabemos sobre las épocas anteriores.

    Esto es así, porque después del gran cataclismo quedamos desconectados del ayer y, analizamos todo lo que sobre el mismo encontramos, porque al desconocer nuestra historia nos sentimos huérfanos en el sentido material y en nuestras necesidades espirituales. Con este relato, pues, una vez rehecho y legible tan solo hurgaremos en nuestros orígenes y, si no valió la pena tenerlo en cuenta por los días en que fue escrito, a nosotros, los que Dios dispuso que continuáramos sobre este planeta, sí nos atrae cualquier información de este tipo.

    También nos preocupa el no saber cuándo fue el cataclismo y por tanto ignorar en qué siglo estamos con relación al nacimiento de Jesús, pero a veces aparecen manuscritos e impresos, algunos en buen estado y por eso pensamos que algún día situaremos nuestra era con respecto a ese determinante hito en el devenir de nuestra especie.

    Sin más preámbulo los dejo ante la mencionada narración y, después del esfuerzo realizado para rescatarla, espero que les resulte agradable a quienes con ella se entretengan.

    Índice

    A Manera De Preámbulo

    LIBRO 1

    CAPÍTULO 1: LA VOZ

    CAPÍTULO II: EL ENCUENTRO

    CAPÍTULO III: EN LA TABERNA

    CAPÍTULO IV: UN GRAN NEGOCIO

    CAPÍTULO V: COMBATE EN LA TABERNA

    CAPÍTULO VI: LA REACCIÓN DE MARIANELA

    CAPÍTULO VII: EL VIAJE A PUERTO PLATA

    CAPÍTULO VIII: LA CABAÑA FRENTE AL MAR

    CAPÍTULO IX: LA JOVEN DE LAS FLORES

    CAPÍTULO X: CENA EN LA CABAÑA

    CAPÍTULO XI: REGRESO A LA CIUDAD

    LIBRO II

    CAPÍTULO I: NUEVOS AMIGOS

    CAPÍTULO II: ALBERTO

    CAPÍTULO III: EL AMOR LE SONRÌE AL POETA

    CAPÍTULO IV: DÍA DE LLUVIA

    CAPÍTULO V: ENCUENTRO EN EL RESTAURANTE

    CAPÍTULO VI: MANFREDO ENCUENTRA UN NUEVO AMOR

    CAPÍTULO VII: EL ENOJO DE MANFREDO

    CAPÍTULO VIII: LA FINCA DE MONTAÑA

    CAPÍTULO IX: LA VISITA DE IGNACIO

    CAPÍTULO X: LA COMPRA DEL RESTAURANTE

    CAPÍTULO XI: LA COMPRA EN LA MONTAÑA

    LIBRO III

    CAPÍTULO I: CAMBIOS

    CAPÍTULO II: EL FLORECIMIENTO DE LOS CEREZOS

    CAPÍTULO III: EL VIAJE DE BETTY

    CAPÍTULO IV: EL MATRIMONIO DE MAGALIS Y ERIC

    CAPÍTULO V: LUISA

    CAPÍTULO VI: EL VIAJE DE ALBERTO Y MANFREDO

    CAPÍTULO VII: EL RETORNO DE BETTY

    CAPÍTULO VIII: LA APARICIÓN DEL DIAMANTE

    CAPÍTULO IX: EL REGRESO DE MANFREDO

    CAPÍTULO X: EL NAVEGANTE SOLITARIO

    CAPÍTULO XI: LOS DOS MATRIMONIOS

    A Manera De Epílogo

    LIBRO 1

    CAPÍTULO 1

    LA VOZ

    Amanecía el treinta y uno de diciembre del año 1979 y nueve después de Jesús, el Hijo amado del Señor. Manfredo despertó, dejó la cama, se cubrió con la misma sábana que lo protegía del fresco nocturno y caminó hasta una ventana abierta. Desde allí contempló techos de zinc y concreto, enmohecidos y vetustos por efectos del tiempo y el estuario del río con los primeros fulgores del Sol. Luego miró bajo la ventana, atraído por el piar de ciguas y arrullo de palomas, bien atentas al temprano alimento que les proveía: maíz y arroz. Para facilitarse esa tarea él llenaba un recipiente con esos granos y, cuando echaba puñados que del mismo tomaba, las diferentes aves elegían a su conveniencia. No bien terminó ese diario quehacer, contempló de nuevo cómo los viejos techos llegaban hasta el río con sus reflejos y así exclamó:

    ─¡Oh, Dios; tú eres el creador de toda esta belleza!

    Y escuchó una voz que le dijo:

    ─Me verás mañana en Palma Chica.

    Manfredo dio un tremendo grito y empezó a correr, asustado, pero se le cayó la sábana que lo cubría. Al saberse desnudo se sintió peor y en su desplazamiento agarró la toalla que tenía colocada sobre una silla, con la cual se tapó como pudo, porque sentía escalofríos y las manos le temblaban. Sobre esa silla también estaban el cepillo de dientes junto al tubo de pasta, el jabón, la afeitadora y un frasco de loción recibido de una novia extranjera, que fueron a parar por diferentes lugares con el tirón de la toalla:

    ─¡Ayayay…, madre mía!─gritó de nuevo, mientras se protegía en una esquina de la habitación.

    Los escalofríos le desaparecieron poco a poco y, después de respirar hondo varias veces, se atrevió a recoger los enseres para el aseo desparramados por el piso, no sin dejar de sentir otros temblores menores. Con ellos en sus manos salió al pasillo envuelto en la toalla, donde encontró un compañero de la pensión:

    ─¿Qué sucede, Manfredo?... , te noto asustado —le dijo:

    ─Buenos días, Duque —le respondió con sequedad y entró al baño. Allí puso los utensilios a usar en sus lugares correspondientes y manipuló la llave de la ducha:

    ─Dios mío, Tú tienes todos los derechos habidos y por haber, pero no a causarme este miedo… ¿O quieres que me muera de un susto? ─dijo en voz baja y se puso bajo el agua, empezó a enjabonarse y continuó diciéndose─. No contaré lo que me ha sucedido porque nadie lo creerá…, éste es mi secreto y ninguno lo sabrá—Así concluyó Manfredo cuando se bañaba.

    No lejos de esa pensión, despertó Manuel con el piar de las ciguas y el arrullo de las palomas. Una vez de pie caminó a la sala y abrió su ventana y se regocijó con el murmullo de las aves y los fulgores del Sol en los follajes de unos cuantos caobos que bordeaban las ruinas del primer hospital del Nuevo Mundo, construido centurias antes por gente de una península que llamaban Iberia, los primeros navegantes que desde otros mares llegaron a estas latitudes tropicales:

    ─¡Oh, Dios del alma mía, tú eres el creador de toda esta belleza! —exclamó, pero a diferencia de Manfredo no escuchó voz alguna; sintió la hermosura de la vida y agradeció al Señor de todo lo creado por entregarle la expresión completa de la belleza en la forma de un nuevo día; recordó entonces que esa noche celebrarían el final de un año y el comienzo de otro, regresó a su habitación para ver cómo estaban sus haberes, comprobó que no tenía dinero suficiente y pensó en cobrar algunas cuentas.

    Allá en su habitación, ya duchado y vestido, Manfredo también revisó sus economías y, como las encontró abundantes se dijo que no trabajaría ese día, pero abrió el maletín donde llevaba sus mercancías, que eran joyas, corrigió como se veían sobre los muestrarios y, al verlas tan bien organizadas, le salió el vendedor que llevaba adentro y decidió que saldría a vender. Eso haría. Manfredo se iría a las calles de la más antigua ciudad del Nuevo Mundo con la intención de vender joyas sin tener que hacerlo, porque en sus bolsillos había bastante para celebrar la entrada del año mil novecientos ochenta después del nacimiento de Jesús.

    Manfredo y Manuel dejaron sus lechos temprano, pero no sucedió lo mismo con Juan, un extranjero al que llamaban Yuan por la manera que él pronunciaba su nombre. Como hablaba otro idioma y nunca terminó de aprender éste, en el que se escribió esta narración y proveniente de Iberia, sus relacionados lo llamaban Yuan y no Juan. Pues bien, Yuan llegó al lugar donde habitaba cuando el Sol salía y así se dijo:

    —¡Qué cosa!... Me descuidé, empieza a amanecer y hoy me esperan muchos afanes. Es el último día del año y el negocio estará repleto, pero será a partir del ocaso y puedo reponerme con un largo sueño. Cada vez que me encuentro con el poeta especulamos sobre diversos temas y bebemos más vino de la cuenta. Debo descansar, porque esta noche me esperan largas horas de labor*.

    ─Yuan, llevo media hora esperándote, menos mal que apareciste... Tenemos que abastecernos para el fin de año, pero te veo amanecido y bien bebido─. Así habló Harry, otro extranjero y socio de Yuan que hablaba su misma lengua, porque provenía de una isla llamada Britania, de donde salieron los peregrinos que fundaron una poderosa nación situada al Norte del nuevo mundo, La Patria natal de Yuan.

    Éste pidió que fuera solo, porque el trabajo pesado en la venidera noche sería responsabilidad suya y harry lo observó unos segundos, aceptó la sugerencia y partió a la diligencia mientras Yuan abría su puerta. Él vivía en el segundo piso de una edificación contigua a la taberna de la cuál era codueño: el destino de las provisiones que el británico buscaría. El inmueble estaba situado frente a una amplia plaza que bordeaba al mismo río que Manfredo había visto más allá de los viejos techos enmohecidos y vetustos por efectos del tiempo.

    Yuan se detuvo en el balcón de su vivienda y el Sol naciente le dio de pleno en el rostro. Luego entró al apartamento y con todo y ropas se tiró sobre la cama. Allí recordó cuando se separó de su esposa e hijos y se quedó dormido. Sí, él partió de su casa para nunca regresar. Un buen día tomó algo de vestir y unos cuantos documentos y se marchó con la ilusión de encontrar una nueva vida, algo que buscaba en esa isla situada entre un mar que bautizaron Caribe y un océano que llamaban Atlántico.

    Horas luego, Harry llegó en un vehículo con la mercancía procurada: bebidas. Venían en cajas de cartón o de madera y las había de todo tipo y de diferentes lugares del mundo. También elaboradas en el país, entre ellas diversos rones y cervezas. Éstas gustaban mucho en esas latitudes y tanto nativos como extranjeros las preferían. Bajaba, pues, Harry la carga de dicho vehículo, cuando apareció Manuel, quien al verlo con todo aquello le preguntó por Yuan. El británico le respondió que su socio dormía y que era mejor dejar que descansara, porque él no pensaba tratar con borrachos esa noche. Manuel le dijo que no era su intención despertarlo, que le preguntaba al verlo solo con toda esa compra y ofreció su ayuda para trasladarla hasta el negocio. Harry le agradeció su buena intención y entre ambos llevaron la carga al interior de La Taberna Del Corsario, el nombre del lugar.

    Una vez las cajas adentro, Manuel entendió que debía hacer el favor de manera completa y ayudó a colocar algunas botellas en sus tramos, a almacenar otras y, en cuanto a las cervezas, entrarlas en unos refrigeradores que allí había, ya que fría se tomaba dicha bebida por esos tiempos. Como Harry tenía problemas con su espalda, Manuel se subió a un banco para recibir las botellas de sus manos y colocarlas en sus lugares y en una comentó que eran hermosas las viejas casonas construidas por la gente de Iberia, con sus nobles muros y diferentes puertas y ventanas que agraciaban todo el conjunto. Añadió que esa de la taberna era una agradable morada con su peculiar patio interior. Harry lo miró con una expresión significativa y le dijo que esa era la infraestructura más antigua del Nuevo Mundo y que esperaba un documento del Archivo de Indias que lo comprobaría. Manuel le aseguró que eso aumentaría el valor histórico a la propiedad, pero Harry afirmó que ese aspecto no era el más interesante de la casa, sino los fantasmas que allí habitaban. Manuel le preguntó por qué lo decía y él habló de unos ruidos extraños en el local. Manuel culpó a los ratones de dichos ruidos, pero Harry afirmó que no provenían de las ratas, sino desde adentro de los muros. Su amigo recordó que en Britania había muchas historias de antiguas viviendas y castillos con espíritus y fantasmas, pensó que no era extraño que sus nacionales tuvieran esas creencias y no comentó más sobre el asunto.

    Continuaron, pues, ordenando las bebidas y en una vieron que Manfredo venía hacia ellos por la plaza bajo un Sol implacable que ya caía desde la mitad del firmamento. Cuando llegó saludó y habló del señor de la impresora Lugo, a quien había encontrado y le informó que tenía listo el pago de cierto trabajo que a Manuel debía; y esto dicho ofreció su ayuda para organizar las bebidas. La propuesta fue aceptada y Manfredo colocó su maletín sobre una silla y se sumó a la actividad de sus amigos. Con su intervención la labor concluyó antes y Harry propuso que tomaran algo en el patio interior de la taberna, pero Manuel pidió permiso para buscar los emolumentos que se le debían en la vecina impresora. No tardó en regresar y el británico les preguntó qué bebida preferían. Ellos escogieron cervezas, Harry fue por las mismas y, una vez servidas, apuró un sorbo de la suya y habló de nuevo sobre los espíritus que habitaban en la taberna. Manfredo lo escuchó, dio una especie de grito, dejó con brusquedad el asiento y derramó la cerveza sobre su pantalón, reacción que sin dudas se debió a la impresión que le causó aquella voz en su habitación. Manuel explotó en risas al ver el susto de su amigo, quien fue por otra cerveza, la sirvió en el mismo vaso y la bebió de una santa vez; entonces dijo que regresaría al atardecer, se despidió, recogió su maletín y se marchó. Harry comentó sobre su extraña reacción al escuchar sobre fantasmas y Manuel lo vio alejarse por la plaza y recordó como lo conoció. Sucedió pocos años antes, cuando entró a un restaurante donde él ocupaba una mesa con el difunto Bienvenido, quien le pidió de acompañarlos. Una vez con ellos sentado, así habló:

    ─Manuel, tú sabes lo que sucede conmigo─. Bienvenido se refería a la enfermedad que pronto se lo llevaría de este mundo y continuó diciendo─. Es mi buena intención presentarte a este joven. Su nombre es Manfredo y me gustaría que después de mi partida tú seas para él su hermano mayor; y a ti —le dijo a Manfredo─, te pido que trates a Manuel con el respeto del hermano menor.

    ─¿Es que vas de viaje, Bienvenido? —le había preguntado el vendedor de joyas:

    ─Sí, parto pronto, Manuel sabe adónde—, respondió el interpelado. Manfredo era apenas un adolescente y no captó el sentido de esas palabras del amigo, algo que comentaría con Manuel días luego, en la funeraria donde ambos lo despedían.

    En vida, Bienvenido tuvo estrechas relaciones con los cuerpos castrenses de aquel país, con problemas sociales por esos años. Manuel tenía familiares que incursionaban en la política y era mal visto por alguna que otra gente de poder. Bienvenido intercedió en su favor con sus contactos. Pero no tan sólo lo ayudó a él, también lo hizo con todo el que pudo y, Manuel entendió, en el pedido del amigo que pronto los dejaría, que el joven Manfredo necesitaba un consejero y se sintió comprometido con ello. En eso éste fue al baño y Bienvenido le dijo:

    ─Manfredo tiene un gran corazón, pero es muy joven.

    ─No te preocupes, Bienvenido, que yo seré su hermano mayor ─le dijo a su vez Manuel, quien en esos recuerdos estaba cuando el británico le preguntó a qué hora de esa tarde llegaría a la taberna. Manuel le aseguró que hacia el ocaso. Añadió que le traería de comer a Yuan y le pidió que se fuera tranquilo al hogar con su esposa, porque en la taberna todo marcharía bien. Afirmó que esperaría el nuevo año allí al igual que otros compañeros y que estarían pendientes de cuanto sucediera en el negocio. Harry lo escuchó, le dijo que él era un verdadero amigo y Manuel le recordó que la amistad era un regalo del cielo. Harry asintió moviendo su cabeza y ambos se despidieron. Manuel salió a la calle y miró la incipiente belleza vespertina. Hacia el Oriente ya se anunciaban los cúmulos que tanto le gustaba observar, cuando a su caída por el Oeste el Sol los matizaba con ocres y rosados, recortándolos de lo azul; entonces pensó que esa sería una tarde muy hermosa, que regresaría temprano para disfrutar de las nubes y marchó a las últimas diligencias del año.

    Hacia las cinco de ese atardecer llegó a los frentes de la taberna y a gritos llamó a Yuan. Éste reconoció la voz cuando despertó, dejó el lecho, salió al balcón y Manuel le mostró un paquete de comida y una refrigerada botella de cerveza. Yuan se dijo que esa bebida con algo de alimento le salvarían la vida y bajó las escaleras como pudo, abrió la puerta y recibió el paquete con el tardío almuerzo. Manuel le dijo que sus empleadas ya habían llegado y Yuan aseguró que se les uniría lo antes posible y subió de nuevo. Manuel, por su parte, escogió una de las mesas exteriores para abstraerse con el firmamento. A él se le antojaba que las nubes formaban figuras de gigantescos semidioses sonrientes, o a carcajada plena, inundando los cielos de felicidad. Se encontraba, pues, contemplándolas, cuando por los frentes de la taberna pasó una de las tantas mujeres bellas que en ese último ocaso del año se presentarían por allí:

    ─Tú también eres una semidiosa ─pensó Manuel al verla, pero entonces le gritó— ¡Tú eres más hermosa que las nubes!─, y seguido escuchó una voz:

    ─Tienes razón… Esa joven es más bella que cualquier cosa.

    Manuel giró su cabeza y se encontró con los ojos sinceros de Rey. Ambos se saludaron y Rey dijo que vino a la taberna para compartir con los amigos en tan especial tarde, aunque aclaró que pronto regresaría con su familia, y preguntó por los otros compañeros. Manuel le respondió que Yuan bajaría pronto de su casa, que Manfredo llegaría en cualquier momento y especuló sobre qué beberían. Rey se hizo cargo, entró a la taberna, regresó con una botella de tinto y dos copas que colocó sobre la mesa y, luego de sentarse, de servir y de beber, así dijo:

    ─Las nubes y la joven son diferentes tipos de belleza... ¿A cuál de ambas dejaremos de ver primero? ─ y con un gesto de su cabeza señaló a la segunda, que hacia ellos regresaba:

    ─No te lo podría decir; pero si usas el vocablo primero incluyes al elemento tiempo, con su especie tan rara que no entendemos si en verdad existe ─respondió Manuel y la vio acercarse y sentarse en un banco, al otro lado de la calle. El gran astro entregaba sus últimos destellos y Rey pensó que tanto ella como las nubes desaparecerían con la noche. En eso miró hacia el fondo de la plaza y vio que Manfredo venía hacia la taberna con dos grandes bolsas que se notaban pesadas. Cuando estuvo frente a ellos las puso sobre la acera, sacó un pañuelo, secó el sudor de su frente y reparó en la joven del banco:

    ¡Hola, princesa! ─la saludó, y luego a sus amigos ─¡Hola, Rey… hola, hermano Manuel!

    ─¿Qué traes ahí?─, le preguntó Rey:

    ─¡Comida, mucha comida para la cena de personas pobres en esta especial fecha!─, respondió. La joven lo escuchó, alzó su rostro y, como vio a alguien confiable, le sonrió. Él le dijo así:

    ─Princesa, háganos compañía, que debe ser triste encontrarse sola en el último ocaso del año—. La joven miró a Rey y a Manuel, los encontró confiables también, dijo que no era buena la soledad en ese atardecer y con Manfredo caminó hacia aquellos, quienes la recibieron de pie. Ella saludó y se presentó como Mirian. Rey le pidió que se sentara y, una vez que ellos lo hicieron, así habló:

    ─Las nubes se fueron primero, entonces el tiempo existe─, pero Manuel no le respondió, porque se quedó fijo en el rostro perfecto de Mirian bajo las luces recién encendidas de la plaza.

    Manfredo llevó las bolsas a la taberna. El olor que despedían invadió el establecimiento y, Ría, una de las muchachas que allí trabajaban, le preguntó si ellas comerían de esos alimentos. Manfredo le aclaró que esa comida era para gente pobre y Ría dijo que era también pobre, como su compañera de labores, pero Manfredo le devolvió con que ellas producían algún dinero y no así las personas que recibirían los paquetes allí depositados, aclarado lo cual salió de la taberna con el rostro contrariado y se sentó con sus amigos. Por su actitud Manuel le preguntó qué le sucedía. Él dijo que las chicas de la taberna querían de los alimentos por él traídos y que les había explicado para quienes estaban destinados; esto dicho se sirvió del vino y bebió un largo sorbo. Rey a su vez le preguntó por los invitados a su comilona y él localizó con la vista a un niño limpiabotas y lo llamó a gritos. Éste, siempre alerta por la esperanza de hallar quehacer, se acercó y Manfredo le preguntó si lo conocía:

    ─Sí… Usté’ é’ Manfredo, el que vende aretico’, anillito’, cadenita’ y tú’ eso ─ le respondió el limpiabotas:

    ─Mira, muchacho; yo no te pregunté a qué me dedico─, le dijo Manfredo.

    ─¡Él tan solo ha confirmado que te conoce!─, exclamó Rey:

    ─Está bien, Rey, pero no me interrumpas ─dijo Manfredo y miró de nuevo al imberbe, señaló con su diestra el norte de la plaza y así continuó ─. Escúchame bien; vete al barrio, hay detrás, le dices a la gente que aquí hay cena para cincuenta personas y les aclaras que deben venir en seguida para que otros no se les adelanten—; y al preguntarle el jovencito si él también comería le respondió que sí, pero que primero debía cumplir con la encomienda. El niño colocó la caja de limpiar a sus pies, le pidió que se la cuidara y salió disparado hacía el cercano barrio.

    Los cuatro a la mesa miraban cómo corría, cuando apareció Yuan, quien saludó y preguntó quién era la linda joven que los acompañaba. Ella le dijo su nombre y, luego de Yuan devolverle con el suyo, agradeció a Manuel por la cerveza y el alimento que, según afirmó, tanto bien le hicieron; entonces pidió permiso para ver como andaba el negocio, pero reparó en una cantidad de personas que hacia la taberna venían encabezadas por el limpiabotas:

    ─ ¡Manfredo…, aquí están! ─gritó el niño al llegar:

    ─¡Pero muchacho, carajo…, yo te dije cincuenta ─gritó también Manfredo al ver la cantidad de personas allí llegadas. El limpiabotas se justificó con que no sabía contar muy bien y el numeroso grupo rodeó la mesa.

    En efecto, eran más de cincuenta y, Rey pensó, después de darles una ojeada, que podían duplicar esa cifra. Al ver toda esa gente Yuan preguntó qué rayos sucedía y Rey le explicó sobre los alimentos traídos por Manfredo, y, cuando le informaron donde éstos se encontraban, así habló:

    ─¿Cómo?... ¿Comida estando en taberna?... ¡Pero Manfredo…, taberna siendo un negocio!**

    ─¡Yo te dije cincuenta!─, gritó Manfredo de nuevo al limpiabotas y, éste, asustado por completo, repitió que no sabía contar muy bien:

    ─Bueno!... El caso es que ahora tenemos un problema —intervino Manuel; pero Rey se puso de pie y así dijo en alta voz:

    ─¡Muchacho, busca a Céspedes, el policía, que él nos ayudará con este lío!─.

    El niño escuchó esa orden, salió disparado por segunda vez y Rey le pidió a Yuan que no se preocupara porque repartirían esos alimentos antes de que el grueso de su clientela llegara. Céspedes no andaba lejos. Como encargado del orden en la plaza había notado el gentío frente a la taberna y hacia ella se dirigía. Al llegar preguntó cuál era el problema y Rey lo puso al corriente y reclamó su ayuda para repartir los servicios allí depositados. Como éstos no alcanzaban para tantos comensales, le pidió al policía que contara cuantos individuos componían el montón. Céspedes los alineó y luego de contarlos dijo que eran ochenta y siete:

    ─Pues esto es muy sencillo, faltan treinta y ocho raciones con la del niño—dijo Rey y averiguó con Manfredo el precio de las mismas, sacó dinero de un bolsillo y empezó a contarlo, pero Manuel quiso aportar la mitad. De esta forma, entre ambos reunieron la cantidad necesaria para que esas humildes personas celebraran con la última cena del año. Rey entregó el dinero al policía y le pidió que fuera con treinta y ocho individuos del grupo al negocio donde Manfredo compró las cincuenta unidades. El limpiabotas preguntó qué grupo le tocaría. Manfredo lo mandó a callar y lo acusó de causar ese inconveniente, pero Manuel le pidió que se tranquilizara, porque se trataba de un niño.

    Después de esta dialogada escena Céspedes partió con su grupo y Manfredo trajo las bolsas y los amigos repartieron sus contenidos. Yuan recuperó la calma al ver como se retiraban los que recibían sus paquetes y agradeció a Rey la iniciativa que despejó el tumulto allí formado. Manuel, por su parte, reparó en un joven sonriente que desde la plaza observaba la especial situación creada con dichos alimentos. Luego lo vio alejarse y perderse entre las personas que ya llenaban el área.

    Una vez resuelta la repartición de comida, los amigos con Mirian se sentaron a la barra de local. Rey pidió una ronda y Yuan sirvió en cinco copas porque él también bebería. Ese hombre del Norte, que se puso nervioso cuando supo dónde estaban los mencionados alimentos, era un ser más humano que cualquiera y con un desprendimiento como pocos tenían, así que presentó su trago a los otros y brindaron por el cercano año nuevo. Terminado el brindis Rey pidió la cuenta, pero Yuan dijo que ninguno de ellos pagaría en su local esa noche. Añadió que él también era generoso, aunque aclaró que la taberna era un negocio y Rey les auguró lo mejor para el año que esperaban, besó a Mirian en una mejilla, dio las manos a sus amigos y, con todo esto hecho, se marchó. Yuan entonces preguntó como conocieron a Mirian y Manuel respondió que a través de Manfredo. Éste miró a Yuan con cierto aire, sacó de algún bolsillo un tabaco con una caja de fósforos y Manuel tomó con su diestra una mano de Mirian, que ella estrechó más. A la taberna llegaban más parroquianos y al rato estaba repleta. Manuel vio las hermosas mujeres en el lugar presentes, pensó que Mirian era igual de bella, le besó una mejilla y ella apretó más su mano. Allí pues compartían mientras pasaba el tiempo y en una Manfredo salió del lugar. Regresó al rato con dos servicios de comida, se los entregó a Ría y, cuando regresó con sus amigos, así les dijo:

    ─Ahora mi conciencia está tranquila; compartamos con un brindis…, Mirian, hermano Manuel, Yuan─, y los cuatro chocaron sus copas cuando fuegos artificiales marcaban el fin de un año y el comienzo de otro. Todos se abrazaron e intercambiaron augurios, mientras el estruendo de los artificios ahogaba la música en la taberna y las exclamaciones de aquellos que desde la plaza admiraban como se pintaban en la noche sus fugaces y multicolores formas.

    Terminado el espectáculo de luces, Mirian le dijo a Manuel que se sentía mal. Él le preguntó qué harían y ella habló de irse a su lejana casa, pero comentó sobre la dificultad de conseguir un transporte en esa noche. Él aclaró que vivía solo, le ofreció su apartamento y le dijo que luego de llevarla regresaría a la taberna y la vería de nuevo al amanecer. Mirian aceptó su propuesta, insistió en su malestar y le pidió que la llevara de inmediato. Manuel estuvo de acuerdo, informó a sus amigos lo que haría y les aseguró que pronto volvería. Manfredo lo escuchó y así dijo:

    ─¡Regrese, hermano…, porque cuando amanezca deberemos ver a Dios en Palma Chica.

    ─Dios está en todas partes… ¿Por qué ir tan lejos? ─le dijo Manuel y dejó el sitio con Mirian.

    A unas cinco cuadras se detuvo frente a un portón, el cual abrió y subieron por unas escaleras. Llegados al piso superior abrió la puerta del apartamento y le mostró a Mirian la habitación, el baño, la cocina y le dijo que en el refrigerador había diferentes bebidas y alimentos. Agregó que compartiría con sus amigos mientras se reponía y repitió que la vería en unas horas. Ella prometió que lo esperaría, él besó su frente y se marchó. Mirian caminó a la habitación, se quitó el vestido, se echó con toda su belleza sobre la cama y se durmió de inmediato.


    * Cuando se supone que Yuan piensa o habla con su socio Harry o con cualquier otra persona en su idioma, se redactan esos pasajes de manera correcta. No será así cuando los dos extranjeros hablan en el idioma de Iberia.

    ** Aquí yuan habla un español incorrecto. Igual sucederá con Harry a veces

    CAPÍTULO II

    EL ENCUENTRO

    Manuel regresaba a la taberna y Manfredo y Yuan conversaban. Éste notó que a su interlocutor Mirian no le interesaba y comentó con él al respecto. El vendedor de joyas le dijo que ella era muy niña y, como Yuan le preguntara cuantos años él tenía, le respondió que pronto cumpliría veintidós, pero que tenía por norma no andar con muchachitas; con esto dicho aspiró de su tabaco y miró a Yuan, quien le devolvía la mirada, como si indagara por cual razón una mujer que le llevaba dos o tres años le parecía tan joven. En eso, una cincuentona algo llena llegó a la barra y pidió una cerveza. Lucía un arreglado y brilloso pelo negro y un traje de luces:

    ─¡Hola, princesa; feliz Año Nuevo!─exclamó Manfredo al verla:

    ─Feliz Año Nuevo tenga usted también─, le devolvió ella con una sonrisa pícara:

    ─¡Tú eres la mujer más elegante en este sitio! ─, exclamó de nuevo Manfredo:

    ─Gracias por el piropo ─dijo la señora y se retiró con una agradecida mirada al que vendía joyas:

    ─¡Esa sí es bella, Yuan…, qué muchacha más linda! —exclamó Manfredo por vez tercera, tratando de verla entre el gentío, pero ella regresó a la barra acompañada de dos jóvenes mujeres:

    ­­Princesa, si no hubieras regresado yo te habría buscado... Mi sangre late, al verte de nuevo... Siéntate ahí y entrégame con tu presencia el mejor comienzo de año en mi corta y sufrida vida ─dijo Manfredo y le mostró un taburete con su diestra. La señora ocupó el asiento ofrecido, aunque sintió que lo hizo sobre un sueño de hadas, del cual fue despertada por una de sus acompañantes con el tema de dar una vuelta por la plaza. Ella les pidió que esperaran para presentarle al joven de quien no sabía su nombre. Él se lo dijo, le tomó una mano e, inclinándose, dicha mano besó. La dueña de esa mano atinó a decirle:

    ─Me llamo Marianela y éstas son mis sobrinas, Luisa y Froncine

    —Manfredo estrechó a las jóvenes sus diestras e introdujo su amigo a las tres féminas. Terminado ese protocolo, una de ellas habló de nuevo sobre la anunciada vuelta. La tía les recomendó que no tardaran mucho y las vio caminar hacia la plaza con risas y cuchicheos hasta que se perdieron en el gentío. Manfredo le preguntó a Yuan por la mejor bebida en el negocio y éste sacó una botella de un agujero del viejo muro y la puso sobre la barra. Manfredo comprobó en su etiqueta que provenía de un país llamado Galia y pidió a Yuan que sirviera de ese elíxir porque, según dijo, las reinas bebían lo que él definió como exquisiteces. Marianela a su vez dijo que se sentía bien con las cervezas, pero Manfredo insistió en que las reinas no bebían cualquier cosa. Ella le recordó que al momento de conocerla la llamó princesa y ahora la situaba en un rango superior:

    ─Así es, eres la reina de mi corazón desde el mismo momento en que te vi

    — le afirmó el vendedor de joyas, mientras el único testigo de esa escena, Yuan, veía como Marianela caía ante las tropas dialogadas por Manfredo. Éste elevó su copa y, cuando procedían a beber, llegó Manuel. Yuan le sirvió del coñac y juntos brindaron.

    Las horas transcurrieron. Muchos parroquianos de la taberna se dirigieron a la avenida que bordeaba el mar, para cumplir con la tradición en esa ciudad de esperar allí la primera alborada del año. Otros se retiraron a sus casas, como Marianela y sus sobrinas, no sin antes ella entregarle al vendedor de joyas un pequeño papel con su número telefónico; pero éste, Manuel y Yuan continuaron en el bar. Poco a poco se disipó la noche y un cielo verde azul anunció el nuevo día. Manfredo habló de ver al Señor en Palma Chica y Manuel le repitió que Dios se encontraba en todas partes. En eso el Sol apareció al otro lado del río. Manuel notó a Yuan agotado y le sugirió que fuera a descansar. Él estuvo de acuerdo y, como habitaba en el segundo piso contiguo, cerraron la taberna y subió a su lar. Con Yuan a buen recaudo, Manuel y Manfredo caminaron al mismo lugar donde se conocieron a través del difunto Bienvenido, donde pidieron cervezas. No habían dormido nada y sí bebido mucho, pero se veían alertas cuando el camarero les trajo lo que ordenaron. Manfredo agarró su jarra por el asa, apuró un largo sorbo, miró a su amigo con ojos inspirados y le habló sobre el Señor en Palma Chica. Manuel le repitió que Dios estaba en todas partes y que no debían ir tan lejos. Manfredo estuvo tentado de contarle su experiencia con la voz que había escuchado, pero se contuvo. Su amigo de pronto recordó a Mirian, dijo que debía ver como ella se encontraba y salió del lugar. Cuando llegó a su apartamento vio una página donde ella escribió que debió marcharse, que se sentía contenta de haberlo conocido y que pronto se verían; entonces fue al dormitorio y encontró la cama muy bien arreglada. De Mirian, en aquel apartamento, tan solo flotaba su fragancia:

    ─Espero verla de nuevo…¡Es tan bella! ─ se dijo y regresó al restaurante donde el joven amigo lo esperaba. Éste, abstraído por completo, no se percató de su regreso hasta que el camarero les trajo nuevas cervezas.

    Las horas transcurrieron. Los amigos apuraban sus bebidas y Manfredo insistía en ver al Señor en la mencionada playa. Hacia el mediodía lo repitió por enésima vez y Manuel exclamó:

    ─¡Pues que así sea!... Si eso te hace feliz, allá iremos─; y pagó la cuenta, dejaron el sitio y caminaron a la parada de vehículos que viajaban a Palma Chica. Por esos tiempos, había diferentes automotores activados por un derivado del fósil negro que llamaban petróleo. Uno de ellos tomó los amigos y el auto rodó por las calles de la ciudad hasta salir a la vía que llevaba al mencionado poblado, cuyo litoral con su arena blanca, más cierta paz que allí se respiraba, atraían a muchos visitantes de la no lejana urbe. Manuel reparó en la belleza del día cuando se desplazaban por dicha pista, con la vista de palmeras, almendros, uvas de playa y otras especies de plantas que se recortaban sobre el azul profundo del mar que bautizaron Caribe. Era poco más del mediodía y los reflejos plateados del Sol en los follajes de los árboles causaban una hermosa impresión al paso del vehículo. Él conocía bien esos parajes y, acuciado como estaba por causa de las cervezas ingeridas, le pidió al conductor que los dejara en un lugar dado:

    ─¡Pero hermano…, nosotros vamos a Palma Chica!─, protestó Manfredo.

    ─Es aquí, ya llegamos ─le afirmó Manuel y el vehículo se detuvo frente a un estrecho camino que se abría en un gran matorral. Una vez afuera del auto, Manuel caminó por el trillo seguido de Manfredo y, luego de avanzar unos metros, le pidió a éste que continuara su marcha. Satisfecha su necesidad física lo alcanzó y juntos llegaron hasta un

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