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Y El Viento Volvió
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Y El Viento Volvió
Libro electrónico974 páginas14 horas

Y El Viento Volvió

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Dispar. Y cay muerto, para darse cuenta que segua viviendo. Un milagro haba ocurrido: no muri!, o s? Almenos suicid su sufrimiento.

Teuamextli, un joven psiclogo a punto del suicidio, encuentra el motivo de su andar por esta vida y con l la verdadera felicidad. Mas no por esto su vida se convertira en un camino de rosales; tuvo que seguir luchando, y ms arduamente, pero con otros incentivos, otras metas, otras convicciones. En ese nuevo "paraso infernal" entra en contacto con un maestro inmaterial, un dios desconocido, lejano e ntimo, quien siempre haba estado cerca de l, incluso desde antes de nacer: su alma. Las corrientes de ese nuevo camino lo llevan a cruzar las fronteras del tiempo en donde el pretrito y el futuro se confunden con el presente y el presente con la fantasa. Gracias a esta desilusin del tiempo puede comprender mejor su vida, sus races, sus crisis emocionales y el desarrollo inminente de la humanidad, aunque a veces se crea que va en retroceso. Un desarrollo que no sera acequible sin la venia de los seres que han trascendido la vida material, convertidos en espritu, en luz, en amor. Por eso es fundamental el esclarecimiento de los verdaderos motivos de la Conquista de Amrica, de quines lo haban planeado detrs de la ambicin insaciable de oro y del cartel de la evangelizacin cristiana, para construir un vado de paz sobre la turbulenta laguna del pasado.

Entonces Cristo est inmiscuido? Indudablemente, y bajo otra careta predic y profetiz la revolucin poltica y religiosa americana. La Historia nos evidencia que hemos crucificado al Cristo infinidad de veces sin haberlo reconocido, igual que hace dos mil aos. Suceder una vez ms? Sin duda. Porque no necesita resucitar y escribir un nuevo testamento cada vez que regresa, o s?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 abr 2008
ISBN9781466957244
Y El Viento Volvió
Autor

Topiltzin II

Nació en México, en 1954, en donde estudió ciencias de la comunicación. En Suecia estudia administración de empresas y en su maestría obtiene un premio a nivel nacional con la tesis The Athletic Leadership. Y el Viento Volvió es el debut tanto del miedo como de la imposición de tener que ser novelista; no habîa otra salida.

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    Y El Viento Volvió - Topiltzin II

    Topiltzin II

    Y el

    Viento Volvió

    Contents

    Topiltzin II

    Y el

    Viento Volvió

    1      Libertad y Miedo

    2      Oblígación y Destino

    3      Dialogando con Conciencia

    4      Y Perder es Ganar

    5      Coincidentia Oppositorum

    6      Toca y se te Abrirá

    7      Fiat Lux

    8      En el Séptimo Cielo

    9      Nasheli, La Filosofia

    10      EC Ensueño de la Realidad

    11      Carrusel·sin Principio

    12      Consummatum Est

    13      Viento nunca Olvida

    No es por ella el nombre de mi personaje, ésta nació antes de saber que aquélla existía. Cuando ella ganaba el mundial, el final que se me deslinda; entonces se me abrió la verdad. Por eso te lo dedico a ti, princesa de ‘Sue-land’: ¡Carolina!

    Y a un amigo que me dejó, creyendo que ese camino era menos escarpado, pero se equivocó, el malvado.

    Si estás por elegir entre morir y vivir, elige mi libro primero. Si te arrepientes, tienes opción de morir feliz después, pero alrevés, no le veo los pies.

    *Al final hay un glosario que dificultará la incomprensión de la lectura*

    *PRELUDIO*

    1

    Libertad y Miedo

    Si uno fuera lo bastante inteligente

    para escoger un amante para siempre

    el corazón entonces no decidiría

    sino la calculadora mente

    y la vida, monótona, perdería

    —Y qués la vida; qués la verdad: Verdad a medias, total mentira. Ni verdades grandes ni mentiras chicas hay: verdad es verdad, ¡y mentira la vida! Porque una vida difusa es una verdad difusa. Si la vida no está clara, la verdad es mentira. ¿Es eso el paraíso al que uno, infantil, enamorado, se abraza, o un cenote profundo, difuso, y si ojos, calma y perseverancia te falta… ¡ni esperanza!?

    Almenos el tráfico fluye con bastante agilidad, pensó ‘el hombre’, quien a pesar del terrible calor prefería sudar a encender el aire acondicionado o abrir la ventanilla; el sol ardía en el coche como temazcal en flamas. Y en verdad que lo más tedioso había pasado ya, el gran grueso de turistas que había salido para pasar la Semanasanta fuera de la monstruosa ciudad de 40 millones de contaminantes estaba seguramente ahora tostándose la panza en alguna playa, o cuando menos en algún charco. Agua y sol; sol y agua: combinación vivificante hasta para el que tiene deseos suicidas. Hoy jueves por la mañana estarían saliendo los postreros, y desde esta tarde hasta la del domingo se quedaría la metrópoli con aproximadamente el sesenta por ciento de sus habitantes. Se podría respirar.

    Toda la gente feliz, con su familia; unidos los padres y los padres con sus hijos. Yo, en cambio, luchando por deshacerme de estos fúnebres pensamientos que no me dejan en paz ni un solo minuto de mi despierto tiempo, que no es nada corto, iba

    enjuiciando amargamente el conductor del auto. "Si por lo menos pudiera dormir cuatro o cinco horas diarias, ¡tres!, para poder descansar de esta maldita obsesión; que no me persigue, no, qué va, sería majestuoso, sería justo y menos fatigoso, sino al contrario, controla todos los movimientos y sentidos de mi latiente universo, reducido a una sola idea: ¡Muerte!

    Si se pudiera huir o esconderse de sí mismo, de la irreversi-bilidad del fracaso, de la acechanza demoníaca de tu maestro interno, del implacable remordimiento que de tanto remorder, no queda ni hueso, pero esto no es posible; no, es, posible; no, es, posible. Si pudiera engañar a la vida viviendo otra vida que no fuera la mía. Simular que nada ha pasado metiéndole zancadilla a la suerte, y no solamente creer creativa e impulsivamente que siempre hay tiempos mejores que la muerte, sino vivir en una fantasía, sería una maravilla, un milagro, y para mí, vida. ¿Pero es esta idea una pueril utopía, una irrealizable ilusión? No, claro que no, pero qué intrépida osadía, qué esquizofrénica su realización: Simular que soy feliz, simular que estoy completo; fingir que tengo corazón; y sobre todo esto, engañarme que todavía late.

    La derrota es peor que la muerte. Con la muerte todo se acaba, pero el derrotado se SIENTE, acabado: le duele la muerte aunque no esté ni agonizando; por eso es peor, porque siente la flama del infierno sin inflamarse y se quema por dentro sin quemarse; se avergüenza de existir cargando no sólo con la derrota, sino con la existencia misma, aplastado por la conciencia de saber que no sólo no ha podido con la vida, sino que ésta, condolida, le ha perdonado dejándole respirar, cuando el más grande anhelo es desaparecer de este inmundo glorioso. Si por lo menos pudiese disfrazarme de hombre feliz para no ser reconocido ni siquiera por el espejo cotidiano de la vanidad y el reproche. Y cómo aplasta el fracaso; hasta el propio nombre pesa toneladas cuando la vita-lidad se ha gangrenado. Mi nombre. Qué diantre me habrá puesto este estigma, como al ganado, para que todos se enteren, no de quien soy, sino de quien soy: Teuamextli, ¡qué ridículo!, ni siquiera nadie lo pronuncia correcto, y ese nadie es, ¡yo! Es un alivio almenos no tener que lidiar con el tráfico. Pero no, para qué, no tengo prisa de nada más que de morir, y la parca que se empeña en hacerme sufrir, dejándome vivo, como si no fuera ya suficiente todo este denigrante fiasco."

    En la vida no hay cosa más atractiva

    que la vida cuando estás enamorado,

    ni nada más indeseable que la vida

    cuando el amor te ha decepcionado.

    Dime entonces, Vida: ¿Qué es el amor?

    —¿El amor? ¡Ji, ji! Soy yo… ¡en flor!

    Recordó el final de un poema que en su infancia le había oído recitar cuantiosas veces a una de sus hermanas mayores y que su cerebro, no teniendo más libertad, lo había memorizado.

    Todo era un nauseabundo remolino para este tigre, de pasión, destrozado—otrora obstinado luchador, eterno enamorado de las aventuras de la vida y adulador de los altibajos que el mismo hombre se inventaba—, no porque creyera que el mundo fuera cruel y miserable; miserable era solamente su vida y por tal motivo la detestaba. El mundo tenía, obviamente, cosas positivas y negativas; más de esto que de aquello como idea general, por cierto, pero era algo que a Teua, como invariablemente todos sus conocidos desde la infancia le llamaban, en este momento tan crucial de su crecimiento, ni le iba ni le venía. Había perdido el interés por todo, absolutamente por todo. Ni siquiera el cariño a su profesión y clientela del consultorio privado de psicología y superación personal que tenía, a quienes había cancelado todas las visitas pretextando estar enfermo—y en realidad, ¿no lo estaba?—, podía motivarlo a regresar a su rutina de trabajo. Cómo ayudar a otros cuando ni siquiera podía escucharlos; cómo salvarle a otros la vida si él mismo iba cayendo en el atormentado abismo de la desolación y abatimiento y no tenía ningún punto dónde apoyarse, era su razonamiento.

    Para qué inyectar esperanza y fuerza a sus pacientes y caminar con ellos un tramo tratando de persuadirles que la vida era un jardín de rosas y sólo había que regarlas y labrarlas para que siguieran estando hermosas. Para qué exhortarles tenacidad y gritarle a sus corazones que toda tempestad es pasajera, que todo como llega se aleja, que la marea sube y luego baja, que el pusilánime al primer trueno se acobarda y que los problemas, por más inicuos o estúpidos que parezcan, siempre son dignos de afrontar, de cualquier forma, color e intensidad, si él mismo ya no creía en la veracidad de la afirmación, si él mismo ya no seguía convencido de que la vida sólo fuese un corredor al paraíso, ni mucho menos un campo de batalla legal, sino todo lo contrario, en donde él había caído derrotado; y además le daba igual. Ahora creía más y más que la vida, en ciertos casos como el de él, era una hecatombe a menudeo, una lucha desigual, peor que la efectuada contra el conquistador europeo, y no valía la pena luchar: ¿contra un incorpóreo canalla? Almenos entonces la espada era de carne y hueso. ¡Mejor darle la espalda! Porque ninguna batalla, ningún sacrificio, ninguna victoria ni ningún placer podía balancearse con el desamor, con el dolor de haber sucumbido, y todavía con el hedor de la derrota, en el alma como en la ropa, ir detrás de lo que era tuyo sin lograr comprender todavía un ápice que lo que era, ya no es, aunque tuviese la misma imagen, aunque oliese al mismo perfume, aunque vistiera el mismo traje y recitara el mismo verso de ayer, pero ya no en tu oído. Su sonrisa ya no era por verte porque sus ojos no tenían tiempo de mirarte, y qué malogro intentar recuperarlo, pues más lejano lo harías de ver, porque tu ganancia es ahora el quebranto y el desamor tu mujer. No, obviamente que no podía ser tan hipócrita, y falso jamás lo había sido. Lo mejor era renunciar y nunca más volver a ejercer, o hasta nuevo aviso, hasta no cambiar de mentalidad. O de corazón.

    Había salido esa mañana de la ciudad de México, donde residía en un pequeño y desamueblado apartamento y adonde se había mudado apenas ni tres meses, para que ningún malre-cuerdo de mi antigua casa me torture y quizá más rápido pueda librarme del ayer. Había vendido lo vendible, y el resto, si no había encontrado alguien que lo quisiera regalado, lo había tirado. Su nuevo hogar era muy modesto y pequeño: comedor-sala acondicionada con nada pero con visión de ocuparse, si acaso, como estudio, y la alcoba, donde como cama tenía un colchón en el suelo, en un suburbio de la gran metrópoli azteca. Barato por dos motivos: uno, que la gente no se sentía atraída a escalar diez pisos varias veces al día; y el otro, en tiempos de calor y sequía, almenos medio año, se llenaba tanto de polvo que semejaba una duna sahárica; la gente le llamaba al área La Polvareda. Pero además del buen precio, tenía otra ventaja: muy caliente en verano y heladísimo en invierno; construido especialmente para hacer que la gente se marchara de allí en cuanto encontraran otro inocente que lo quisiera comprar. Mejor era pasársela afuera todo el día. Pero a pesar de todas esas ‘comodidades incómodas’, era suficiente para sus primitivas necesidades: ni televisión ni ningún aparato eléctrico o de sonido; lo único que sonaba era el aire pero no ambiental, sino de la tubería del agua porque con frecuencia no alcanzaba la presión, ni el agua. Obviamente que todo esto no se lo había advertido el vendedor, sino que ‘el hombre’ lo iba afrontando poco a poco conforme pasaban los días. Teua-horcá, se decía a sí mismo cuando descubría más y más verdades ocultas, aludiendo a la expresión familiar que sus compañeros de adolescencia solían recurrir para contraatacar cariñosamente las perradas que él cometía contra ellos.

    Desde la ventana de la salita, en días claros como éste, sin smog y sin polvo, se podía apreciar la belleza de los volcanes. A toda villa le llega su misa, pensó ‘el hombre’ gratamente sorprendido la primera vez que descubrió tan fenomenal vista, refiriéndose a que siquiera algo positivo tenía el apartamento. Por la mañana, en un afán de hacer algo distinto para evadirse de ese aire asfixiante que paulatinamente lo iba consumiendo, además de aprovechar los últimos días que tenía el carro, también había decidido deshacerse de él, al abrir la ventana y sentir el aire fresco, según él, de la montaña, resolvió visitar la pareja volcánica.

    Iba adentrándose ya en las faldas del terreno montañoso dejando atrás las últimas casuchas y la claridad: la densidad del bosque y el manto platinado de la neblina que se iba despertando con el calor de la mañana le cerraban un tanto la cadencia del paso. Encendió las luces amarillas, por precaución, al mismo tiempo que sentía cómo la temperatura súbitamente había descendido, y con un escalofrío respondió su magro cuerpo al sentir la inmersión, de un mundo nítido, cálido y rec-to, a otro oscuro, gélido y serpentino. La atmósfera y la orografía de ese nuevo mundo le llevó a pensar que al no poderse vislumbrar la meta detrás de las curvas, podría de hecho estar muy lejana y ser imposible de alcanzar, entonces para qué esforzarse inútilmente en llegar, si es que había alguna llegada. Como cuando uno se topa con la sirvienta respondona, a veces es preferible optar por la salida más ‘honorable’, similar a la inminente huída del campeón que se siente vencido aún estando todavía lejos de haber sido derrotado: abandonar la competencia con aparente donaire para sabotearle a los contrincantes la vanidad del triunfo y atenuar la humillación de la derrota. Nadamás que el verdadero atleta no es más feliz por el sabor de la victoria, ni por el dolor del vencido, sino por la lucha realizada.

    Su razón le decía:

    —El camino sigue, sigue nomás; del otro lado está la mar con su nuevo amanecer y sus avatares, con sus dificultades pero también con sus posibilidades. Nada es fácil, lucha con denuedo, la felicidad es el trofeo de los valientes, no de los cobardes. Los cobardes buscan siempre las calzadas amplias, sin baches, los lugares concurridos y lúdicos, donde se pueda encontrar la presa fácil y llevársela a la cama sin necesidad de despeinarse. Pero su corazón no le entendía; éste gemía:

    —Aquí se acabó todo, tu amanecer de sopetón se hizo noche, y ni siquiera una nueva, sino la anterior; tu sueño pesadilla y tu esperanza roca. Tu mar se ha secado; tu vida una quesadilla que otro ha enchilado. ¿Quieres otro taco?

    —Cállate, tú qué sabes de vida si te niegas a entender; eres un idiota que no sabe razonar, le rebatía la razón. Dime, qué es la vida, para qué estamos aquí si no para aprender y la mejor escuela, la mejor universidad, es el sufrimiento, no el placer. Del placer, dime qué se puede aprender. ¿Te ha dejado algo valioso y duradero? ¿Podrías aplicar alguna enseñanza del placer el día de mañana? ¿Podrías vivir con el recuerdo de algún placer sin sentir nostalgia y ser completamente feliz? La felicidad es de los valientes y los valientes sufren mucho porque tienen que luchar contra el mundo. Pero vale la pena. Porque si la felicidad depende de ti, la infelicidad obviamente.

    —Pues dirás lo que quieras pero yo no puedo vivir solo, me quedo ciego, me quedo sordo, me quedo guango <>, desaliñado; mutilado me siento, y me ahogo: sin brazos para nadar y sin incentivo para seguir nadando. Sin la luz del amor, no puedo dar un solo paso, le interrumpió el corazón, y continuó: El que sufre soy yo, porque tú no eres corazón. Pero paradójicamente, si nunca sufres, si nunca sientes, si nunca te desinflas, no vives. ¡Y entonces cómo diablos vas a aprender a vivir! Dime, ¿de qué forma te has graduado de profesor de la vida? Eres pura teoría, crees que las cosas son como son y que son únicamente como las ves. Pero no son como las ves, sino como las sientes las ves, de allí que creas que como las ves sean. Por consiguiente, no son como son, sino son en cuanto son en tu corazón. Estás tan mutilado y neófito como yo, nadamás que entre tú y yo hay una enorme diferencia: ¡Yo no soy tan fanfarrón! Yo comprendo lo que tengo.

    —Será lo que no tienes, le destacó la razón, porque lo que tienes todavía no lo has comprendido.

    —Quiero decir que comprendo lo que me hace falta, pero también he comprendido que no lo puedo tener. Pero tú no puedes comprender nada porque a ti no te funciona ‘el sentido’ y sin sentido. de orientación, estás perdido, le replicó mordazmente el corazón, y añadió: Y sabes qué, razón, cantó muy irónico en desafiante falsete, tú vales solamente la mitad de lo que yo soy, porque con razón mi nombre es: co-razón.

    —Yo no dudo que creas saber lo que te hace falta, por eso es que sufres. De lo que no entiendes nada es acerca de lo que tienes, y es precisamente por eso que no lo añoras ni lo cuidas, porque lo tienes; si no lo tuvieras habrías de entender que te hace falta y llorar como lloras. Pero las cosas no se debieran valorar por lo que fueron sino por lo que son; por lo que significan, no por lo que significaron. Cuando ya se han ido, ni llorar es bueno. La felicidad es despierto, la infelicidad sueño. En cuanto a que vales lo doble que yo, es tu necedad de ver las cosas sin el filtro de la razón. Para mí, si te cortaras el ‘co’ verías mejor, estarías más saludable y no te costaría decir insensateces; podríamos hablar el mismo idioma y llevarte de la mano. Porque ese co que tienes demás es de co-lesterol, por eso es que no puedes razonar mejor.

    —Eres muy ágil, no lo puedo negar, pero no por ser ágil como el viento estás libre de impurezas. Mira cómo se tornan los cuellos de las camisas, negros de smog, y todo eso respiramos, así que ni tú puedes librarte de esa sucia densidad que a la larga te impedirá pensar claro.

    Después de un pequeño vacío en la contienda fraternal, el corazón disparó una vez más, pero no a matar, sino al aire, y más que para asustar, para huir:

    —Yo no presumo que soy fuerte, al contrario, soy sincero, y ahora mismo te confieso que ya no aguanto más, me niego a vivir un día más; para mí la vida tiene que ser felicidad y sin felicidad es mejor no vivir.

    —Y qué es la felicidad para ti, zahirió la razón.

    —Felicidad es la mar, el sol y la playa con fragancia de mujer. Es el aturdimiento que sólo la pasión de un nuevo amor puede ejercer… y embrutecer sin dejar un destello de no lo vuelvo hacer. Coquetear con las turistas extranjeras que de ninguna manera son más ligeras que tus paisanas de wipil <bi, yaciendo en la arena de la libertad y mostrando de la juventud corporal, su aturdido decoro y su desnuda vanidad. Ver esas pieles bronceadas, no solamente por el sol, sino por la temperatura interior, sonreír ante mis puntadas e ir venciendo con esas bromas osadas su intrincado pundonor. Ir a picar a los bares y discotecas, quien quite y allí encuentre el verdadero amor.

    —Tú no sabes qué es la felicidad. Y si no sabes qué es la felicidad, cómo puedes saber qué es la infelicidad. Sólo estás tratando de inventar consolaciones absurdas porque estás dolido. Así jamás vas a encontrar el verdadero amor. E imprimiéndole a sus palabras más ímpetu exteriorizó la razón: El amor no se caza como el venado. Quien siempre anda de cacería termina un buen día por ser cazado. Esos lugares son la antesala del prostíbulo. Todos acuden allí para buscar una li(e)bre y cazan, y al otro día al despertar se dan cuenta que no es ni liebre ni gato, sino el coyote disfrazado: otro cazador, y como tú, incauto. ¿Quién caza a quién? Nunca se sabe porque jamás se vuelven a ver, excepto cuando se montan otra vez la carabina y se encuentran conque nada ha cambiado. Podrán ser otras caras, otras máscaras, pero todo es un engañoso disfraz; detrás de los vistosos uniformes siempre se esconde un deleznable cazador: cazadores de aventuras, cazadores de sexo, cazadores de fortunas, cazadores de objetos de lujo para decorar sus vitrinas de exhibición, cazadores de emociones, cazadores de reforzadores egóticos, cazadores de pasiones: cazadores de ‘amor’. En suma, todos ellos son, en última instancia, deportistas coleccionistas. Su ‘felicidad’ consiste en agregar una nueva y valiosa pieza a su repertorio, llevándose el trofeo a casa o batiendo un nuevo récord, o ambos.

    —Pues aunque yo sea cazador, coleccionista o deportista, no puedo vivir sin sentirme deseado, querido, sensual y atractivo. No importa que la sensación dure solamente unos días o menos que unas escuetas horas, es lo suficiente sustancial para mantenerme esperanzado, con fiero fervor de existir y galopar por todos los cerros de la vida.

    —¡Hombre, si te digo que no sabes qué es la felicidad!

    —O-key, acepto que la vida es un eterno engaño, nadie está libre de un traspié. Qué le vamos a hacer, vivimos en la era del síndrome de la piñata: bonitos, hermosos, bien maquillados, con trajes suntuosos, y debajo del ornamento, barro y oquedad. Todo vacuidad, no hay sustancia, pero entre engaño y engaño, entre piñata y piñata, entre discoteca y discoteca, entre playa y playa, quien quite y un día aparezca la buena. Pero espera un momento, ya sé lo que me vas a decir, que todo esto es casquivano. No lo digas, yo también lo sé: puerilidad que no conduce a nada, o para ser más explícito, falso néctar que sólo atrae a las moscas, no a las abejas. Pero ya que me condenas impíamente, te pregunto: ¿acaso tú tienes una buena composición?

    —Tengo una, no es mía; una hermana maya me la obsequió: La felicidad no consiste en tener lo que quieres, sino en querer lo que tienes.

    —Suena muy bonito. Creo que yo también estaba cuando te lo dijo.

    —Estabas pero tramando ligártela, por eso se te había olvidado.

    —No tiene nada de malo, era muy atractiva, jugadora de basket, y yo no había cumplido ni los veinte. ¿Te imaginas qué efervescencia en mi. pajarera?

    —¡Bueno, y qué?

    —Prefiero seguir engañándome con mi volátil deleite, como el niño que haciendo a un lado el verdadero alimento por chuparse una paleta ni siquiera imagina que a la larga demasiada delicia es fatal. ¡Ay, cómo necesito ver faldas para sentir que vivo! Las faldas son mi pasión, mi aperitivo y mi turrón, aunque luego me causen dolor de cabeza, vómito e indigestión.

    —¡Aquí hay faldas!, gritó la razón exasperada, regocíjate en ellas, también ellas tienen corazón. Estas faldas no son infieles, éstas son perennes y leales, y otrosí, huelen a rocío y a pino en flor, no como las que persigues por las calles: malolientes a tráfico, a cigarro y a licor. Estas son las faldas de mis volcanes, y aminorando el ritmo del discurso, dijo pausadamente, como susurrándole a alguien el final de un epílogo: las del Iztacciuatl y el Popocatepetl.

    * *

    * *

    *

    El solitario monumento de Paso de Cortés de golpe se interpuso en su trayecto, interrumpiéndolo; había llegado mucho más rápido de lo esperado. Y no es que hubiese conducido con prisa, sino que los pensamientos eran tantos y tan contradictorios que ya ni ellos mismos se soportaban y se iban matando unos con otros. Marx se hubiera sentido muy plácido al escuchar aquellas frecuentes querellas y hubiese dicho:—Ya ven, es el antagonismo de las clases sociales; ni siquiera dentro de uno mismo puede darse libremente el capitalismo. Y ‘el hombre’, en el calor de los disparos, a los que ya se había acostumbrado desde hacía unos meses, mejor optaba por evadirse y así más rápido se fugaba el tiempo. Se salió de la carretera para estacionarse a sólo unos metros del vergonzoso monumento y se quedó mirando un rato los dos amantes: primero uno, luego al otro, al lado contrario, y luego al primero otra vez, y después al otro. Y antes de apearse del carro enjuició:

    —¿Qué vale la vida sin amor? Se lo preguntaré al viento, al volcán Popocatépetl, quien todavía está esperando que su amada Izta se despierte del sueño eterno antes de que su pasión, ahora sí que volcánica, se consuma o explote en millones de quebrantos. "Pero si la vida sin amor es indeseable, amor y vida debe ser lo mismo, y si vivo sin amor, entonces no vivo, y aunque sé que no estoy muerto, cómo puedo estar seguro que estoy vivo. ¿O es acaso que la vida y la muerte se puedan dar al mismo tiempo? Parece que sí, porque aunque siento que no vivo, el dolor me acusa que no estoy muerto. Y si se puede estar muerto en vida, se ha de poder estar vivo en muerte.

    Qué lástima que no pueda disfrutar de este panorama, seguían supurando quejas de sus llagas, qué lástima que no pueda admirar tu altivo y níveo pecho; ni tu escandinava cabellera, ni tu piel divina y tersa atrevidamente asoleada, mi voluptuosa Izta, mi idealizada extranjera, ya que el peso de la desgracia me asfixia. Quisiera llorar y no puedo: No puedo llorar desde hace mucho tiempo, y desde aquel día en que en una lacónica epístola me revelaba que ya tenía otro sueño sobre la piel y que se iba con él, tengo tanto llanto acumulado que no veo, no veo ni la mano que me asiste."

    Qué terrible es llorar en seco, porque las lágrimas van anegándose en el pecho hasta que te ahogas con tu mismo llanto. Te van apresando tanto, tanto, como una anaconda hambrienta sólo abraza, hasta que ya no aguantas más y te pones flácido, inerme, pálido, sin coraza.

    "No puedo ííorar; no tengo llanto…

    o quizá sólo se haya congelado.

    Qué terrible es tener fuerza para suicidarse,

    pero sentirse débil para levantarse.

    Qué terrible es amar y no entender porqué la vida,

    en vez de corresponderte,

    te pone en la línea de la muerte.

    Qué difícil es llevar la parca a cuestas

    y morirte cada día

    sin que verdaderamente fenezcas.

    Qué puedo hacer para mantenerme en vida.

    Mi cerebro me pide comida

    pero mi estómago siente náusea.

    Y ya nada quiere mi alma,

    ya no soporta ni al viento.

    Feliz, muy feliz quiero que seas, y no miento;

    al mismo tiempo sé que no puedo ofrecerte esa dicha.

    Tanto te quiero que no podría menos desearte:

    toda la felicidad que no supe y que ya no puedo darte.

    No puedo llorar; no tengo llanto…

    o quizá sólo se haya congelado.

    No quiero que me quieras, sería pedir demasiado,

    sólo quisiera que escucharas mi plegaria

    para conseguir de ti el perdón,

    porque muy a pesar de todo,

    todavía palpito por tu amor.

    El camino no se acaba en el horizonte,

    desdichadamente,

    pero esto no lo entiende el aturdido corazón.

    Quizá ni siquiera la mente.

    Todo se me hace tan extraño;

    todo es nuevo, y sin embargo de años.

    Era yo que estaba ciego.

    ¿No será que estoy viviendo sólo un sueño?

    ¡O será que la vida solamente…

    es un despertar hacia la muerte!

    No puedo llorar; no tengo llanto…

    o quizá sólo se haya congelado."

    * *

    * *

    *

    "Cada vez que llego aquí, no precisamente a Paso de Cortés, sino al *Pathos de Cortés*, la Historia me aprieta, me hace callos, me jalonea, me arrincona y me impide huir golpeándome despiadadamente en los bajos, y no puedo seguir ni siquiera un paso. Me recuerda que no ha descansado mi alma y que tu nombre está ligado a mí como ambos a esta tierra, buscando un no sé qué que sólo es comparable con esa maldita sed. que le llaman venganza; aunque en tu caso al principio sólo fue auri sacra fames: ¡la maldita hambre de oro! Siento deseos de llorar, no por mí, sino por Ella, porque no soy el único a quien inin-tencionadamente hace sufrir, sin ser mala, porque no es mala, ni inhumana. Sólo es una mujer, y como toda mujer, bella, caprichosa e imposible de comprender, como una chichilaza. Oigo sus gritos en mí, en lo más recóndito de mí, hasta que el pensamiento me sangra, los intestinos me revientan y el corazón se llaga.—Cámbiame, cámbiame por favor, me lamenta. Y yo la cambiaría con todo mi amor, si pudiera. Yo la redimiría de esa prisión que es el pasado y de la que nadie absolutamente se puede escapar, sólo resignadamente cargar, como un Jesús a su pesada cruz. Si yo pudiera demostrar que el pasado es mentira, si pudiera cambiar todas las hojas de los libros donde está escrito que tú, Cortés, porque no fue España, no; España nunca nos conquistó, que nuestro imperio no ha caído, que jamás cayó, que todo fue un sueño, una broma, como la pesadilla que estoy viviendo. Pero ninguna de las dos es broma, sino dos hechos tan dolorosos como la agonía y la pobreza, como el tiempo y la vejez, como la añoranza y el temor—el temor a la libertad—, como el desengaño y el amor. Si yo pudiera levantarme en armas, derrumbar las murallas del tiempo y borrar las páginas que nos ningunean y deshonran, despertar a Moctezuma, Cuitlahuac y a Cuauhtemoc y decirles: no temáis, yo soy el mexicano extranjero, el II, mas esta vez vengo en son de paz.

    He venido a restablecer vuestro reino, a rescatar al cautivo, a emancipar al indio y a resucitar lo lívido. Pero no, no me entenderían; no hubieran aceptado restringir su imperio, cambiar a ese. su dios guerrero, por otro dios, no de sangre, sino de luz sediento; proveedor de amor, no de conflictos bélicos. Cada vez que llego aquí, al *Pathos de Cortés*, la Historia me aprieta y me causa grietas en silencio."

    Dejando el coche atrás, iba internándose en el bosque. Caminaba cabizbajo, lento, con pasos pesados y abstraído en sus tenebrosos pensamientos. Caminaba sin un lugar definido, con las manos en los bolsillos de su chaqueta, pero hacia una sola dirección, como si supiera el camino, como si supiera el destino, como si lo hubiera antes caminado, no precisamente ayer, pero alguna vez, paramnésicamente, y todo fuese cuestión de explorar un poco y seguir adelante sin necesidad de mirar a los lados, sólo al suelo, sólo al pasto seco y a los pequeños arbustos que empezaban a despertar ante el calor impasible de la primavera, y revivir la sensación del recuerdo jamás vivido. Se llevó la mano derecha al pecho para cerciorarse que allí estaba, en el bolsillo interno de su chamarra. Una ola fecunda de paz le envolvió en ese momento que hasta un profundo suspiro le estremeció el cuerpo. Ya era tiempo. Ya; se había decidido. Ya; no más esperas lastimeras.

    Había andado como kilómetro y medio y hasta entonces se dio cuenta que el aire le faltaba y que su corazón latía enérgica y aceleradamente; sin duda se trataba de un paseo en las alturas. Se detuvo, tomó el objeto del bolsillo con la decisión de quien acaricia un rostro terso, amado, propio y a la vez lejano, y lo miró sin ver lo que miraba. Estuvo allí parado hasta que su respiración se tranquilizó, se llevó el objeto a la altura de la sien y miró al cielo. Inexplicablemente el cielo despejado se había nublado, pero enfrente de él, a unos 60 grados por encima de su cabeza, las nubes se abrían formando un boquete, un hoyo no completamente circular sino más exactamente oval, perpendicular a su propio cuerpo, como una enorme boca de un azul profundo y con labios cuyo contorno delineaba un intenso color oro brillante y dejaba traslucir un tenue rayo. Era como si aquella gigantesca boca le hubiese hablado y dicho:

    —¡Oye, estoy aquí, mírame, necio!

    Qué hermoso, pensó, al mismo tiempo que su cuerpo se electrificaba. Una extraña vibración recorría todo su cuerpo sacudiéndolo, como la energía sutil del viento hace titilar los cabellos desordenando momentáneamente el peinado. Se quedó mirando extasiado, el escalofrío continuaba y no pudo menos que pensar en Dios. Era imposible no relacionar la visión con en esa mítica palabra: Dios. Mas no, La Palabra se apagó en sus resecos labios, su mano derecha le empezó a temblar, y a pesar del gélido aire, comenzó a sudar. Cerró los ojos. Mas no para no mirar más, sino para no vivir jamás. Pero el impacto del cielo había sido tan seco que no pudo hacer nada. Y se quedó paralizado, estático, embarrancado en una isla de tiempo. Luego, mirando hacia atrás, retrocedió unos pasos; y le dio la espalda al cielo. Tan fuerte había sido la visión que la seguía viendo adondequiera que mirara, pero continuó su camino: adelante, decidido, avanzando, erguido, sin saber que iba retrocediendo, sin saber que se iba arrastrando, porque toda huí-da es retroceso, todo miedo herida, toda evasión rastra, todo efugio trampa, y todo fracaso, más que tortura, aliciente y esperanza; y aun la insistente voz seguía gritándole en el pecho:

    —Sí, soy yo, mírame, no me rehuyas porque de todas maneras nos vamos a ver las caras. No temas, de mí nadie se puede esconder, así que ni lo intentes. Voltéate, estoy acudiendo a tu llamado.

    No, sólo los pusilánimes creen en dios, reflexionó, sólo los iletrados, sólo los débiles le piden cosas a dios. Nosotros los universitarios, los profesionistas ortodoxos, o quizá indoctrinados, sabemos que nada de eso existe. Mas de todas maneras volvió la mirada: La epifanía es irresistible, más irresistible que una miss universo en su noche de gala. Y de un capotazo de lucha dialéctica en la cara, se detuvo, dio media vuelta y se encaminó nuevamente a esa parte del bosque que dejaba un claro entre las copas de los árboles, volviendo a experimentar la misma sensación, sólo que con más vehemencia, y para su asombro, con un recelo tambaleante. Y más cuando en su corazón oyó:

    —Te estoy abriendo las puertas de tu casa y tú te niegas a entrar. ¡Perdido!

    No, caviló ‘el hombre’, ya no puedo más, en eso recordó las palabras de Ernesto Renán: Dios mío, salva mi alma, si es que tengo alma, pero no pudo pronunciarlas. La palabra. dios. no, era indecible, era una palabra que desde chiquillo no decía, se había extraviado en su nuevo vocabulario de términos académicos, latinos y extranjeros; era un sacrilegio a su conciencia, a su sabiduría de científico positivista. No, era un pensamiento absurdo: pensar en alguien que no existe, que no solamente es una idea, sino descabellada; hablar con alguien que no tiene boca ni rostro, y por encima, de mala gana. Pero más, no podía; entonces porqué no hacer el último intento, la última salida—debut o despedida. Y como Ernesto Renán y todos los racionalistas gnósticos, comprendió que Dios no existe, pero no porque no sea posible su existencia, sino porque no puede existir mientras haya un alma que no se acepte como alma.

    No hay otro remedio, decidió; aquí nadie me oye, nadie lo sabe y nadie lo sabrá, y después de una bocanada de aire, con los ojos llenos de lágrimas y los labios temblorosos, llevándose nuevamente la mano derecha a la cabeza, balbuceó:

    —Huitzilopochtli, en ti encomiendo mi alma, si es que hay algún Huitzilopochtli. Ya no puedo más, ¡ya no. puedo más! Tú sabes, mejor que nadie, cómo voy sufriendo esta agonía a la que no le veo ningún final. Tú sabes, mejor que nadie, que yo solo no me puedo curar; necesito tu ayuda, necesito tu mano para poderme levantar. Devuélveme la esperanza de vivir, borrando de mi alma el pasado aciago. Quita de mi corazón esta terrible obsesión, o toma mi corazón, si esto te sacia mejor, que es mejor andar sin corazón que vagar con un corazón agujereado. Aparta de mi mente esta maldita idea, estos pensamientos que me corroen y no me dejan ni un minuto tranquilo, o déjame almenos enfrentar la muerte en paz. No te pido mucho, no te pido tanto; ni lo imposible. Ni que regrese, ni que me diga:—¡Perdón, te quiero; me haces falta mi amor! Eso ya no cabe en ningún renglón de mi desgraciado libro de amor. Haz solamente que ya no piense en lo mismo, deja descansar mi alma, permíteme empollar otros pensamientos, cualesquiera que sean, sólo sean de otra ave, para sentir que existo, o que hay alguna razón para existir, para ver que hay otro mundo parecido al de ayer. ¡Para ver! Sí, para ver otra realidad que mis ojos cegados por el desamor se niegan a ver. Reconcíliame con la vida y con el sueño, con el ayer y con el mañana, con la espina y con la flor, con la lluvia y con el sol. Aparta de mí el velo de la decepción y de la pequeñez, de la miseria y la nulidad, de la penumbra en las tinieblas y de andar tanteando a gatas para ver si puedo encontrar aunque sea una hedionda rata. De amor: tengo hambre, mi cuerpo tiembla de necesidad, me muero de debilidad; guango he quedado. Permíteme ver el amanecer y el atardecer de un nuevo día sin que me ataque la incesante duda de no poder librar las pesadas horas que entre ellas median. Sácame la infausta daga que yo mismo me clavé por ignorante y farsante, o clávamela aún más hondo. Si he de morir, que muera, pero no más medias tintas, ya no. lo soporto. Apaga el fuego que yo mismo jugando encendí y que se ha convertido en el infierno sutil que destruye sin exterminar, que quema sin consumir y suicida sin matar.

    De pronto, el monólogo solemne se sintió cortado, de muerte: un ruido sordo atravesó velozmente la angosta llanura entre las montañas y se fue perdiendo en ecos ahogados en la inmensidad del vacío. ¡Y cayó! Cayó su cuerpo, pero de rodillas. ¿No estaba muerto todavía? Así lo había creído, sin duda, si es que todavía en algo podía creer, pero para su asombro, se oyó sollozando y viose con las manos en el rostro y de cara al suelo, llorando sin consolación. ¿Estaba ya en otra dimensión? No podía precisarlo, las lágrimas se abarrotaban en sus senos oculares y se desbordaban de su cauce. Y lloró. Lloró y lloró como nunca en vida había llorado. Chorros de lágrimas que no podía parar. Lloraba y lloraba, chillaba y chillaba y no podía parar. Pasaron cinco, diez, quince minutos y más, y seguía llorando. Al principio experimentó gran alivio, había tantas veces deseado llorar para alivianar su amargo dolor que al arribo de las primeras lágrimas sintió cómo la presa de la pasión abría sus compuertas y dejaba salir el sufrimiento, la ansiedad y la impotencia, y su pecho se liberaba, su llanto se descongelaba y ocasionaba ríos de agua salada: hilos de desencanto que seguirían tejiendo el manto púrpura de la humanidad. Pero después, cuando se dio cuenta que parar era imposible, pues más imposible le era respirar, quiso detener el lamento a como diera lugar, sólo para angustiarse doblemente. Como de una incontenible tosferina, como una risa neurótica, como un sueño erótico: forzadamente incontrolable, ineludible, terco y profiláctico, creyó que de un momento a otro no le alcanzaría el aire y se moriría. No estaba muerto; todavía.

    Mientras lloraba, de cuando en cuando se preguntaba si era verdad lo que vivía y si no habría alguien que lo pudiera escuchar, pero era imposible, todo estaba desierto. ¿A quién se le ocurriría ir a la montaña en un Juevesanto, en México, en el 2029? Y se alegró que no hubiera más infelices, para no preocupar a nadie ni tener que explicar que a pesar de sus lágrimas hacía mucho tiempo que no se había sentido mejor, a pesar que la garganta se le empezó a secar y se agudizaba el ardor. Poco a poco se fue tranquilizando, aunque tuvieron que pasar cinco minutos más para que el llanto se fuera apagando en sollozos. Entonces se sonó la nariz, se enjugó las lágrimas mezcladas con los mocos que le habían escurrido por debajo de la boca y adherido a la descuidada barba sin rasurar y se limpió con la escasa hierba, luego se secó las manos en la tierra. Todavía se quedó allí un rato pero ahora con el tronco erguido, en la posición católica de devoción y respeto; parecía que estaba vivo. No, no era el valle de los muertos, sólo un pathos. Luego se levantó, dio unos pasos a la izquierda y se sentó sobre una piedra fijando su vista en donde momentos antes había yacido, minutos, luego miró al cielo y vociferó estoicamente:

    —¡Prometo no ser infiel jamás! Es tan grande el dolor que esta pasión me causa que no se la deseo a nadie, ni a mi enemigo peor, y mucho menos ser yo el causante. Prometo no involucrarme más en una relación triangular. ¡Jamás!

    Todavía sollozando pero casi en silencio, con suspiros profundos, aislados, que le entrecortaban la respiración, caminó hacia el coche, avergonzado por su actitud, su debilidad, sus propias palabras y aún más por su determinación. Se enjugó las últimas lágrimas y recapacitó: un psicólogo pidiendo ayuda psicológica—qué ridículo—a un señor que no sabía exactamente quien era, sólo sabía que había sido dios de los aztecas. Pero no importaba cómo se llamara, sólo era un sinónimo del mismo dios de los europeos, de los judíos y de los árabes; de los negros y de los blancos; del indio y del asiático. Y qué más da este o aquel nombre, lo importante es la esencia, porque Dios no es presencia, y aún más vital era que había dado aquel paso, aunque de esto, no tenía idea, y mucho menos que había perdido el regreso.

    * *

    * *

    *

    Con una incipiente tranquilidad, pero alfín tranquilidad, y con el pie casi constantemente en el freno, fue conduciendo cuesta abajo hasta descender poco menos de dos mil metros. De compulsión, con la mano derecha palpó por encima de su chamarra y se dio cuenta que no había nada allí, ni en sus bolsillos ni por ningún lado. Estuvo tratando de memorizar dónde había dejado el objeto, y a la conclusión que llegó, después de revivir paso a paso todo el acontecimiento, fue que cuando se llevó las manos al rostro ya no tenía nada en la mano. Y en el suelo no había habido nada porque de lo contrario lo hubiera visto cuando estaba de hinojos, o después cuando se sentó en la piedra.

    Al ver la plaza de Amecameca se olvidó del incidente recordando cómo años atrás, junto con unos amigos, había saboreado las quesadillas más exquisitas del mundo, hechas de nixtamal y a mano; cocidas a fuego de árbol: fuego viviente, ardiente por vivir y sustentado por el aire proveniente de la montaña, del Izta y del Popo, aire puro, puro amor, y rellenas de queso sin pasteurizar: todo natural. El fuego tiene espíritu, es espíritu, y cuando se apaga no se extingue, vuelve a su forma original, y si no lo crees, porqué crees que primero se convierte en humo, pero su alma se queda viva, latiendo en la tortilla, por eso es que estaban ricas, por eso es que sabían a gloria, pero él no lo sabía, estaba muy joven para saberlo y muy entusiasmado por el mundo para imaginarlo. Esas quesadillas, más que a quesadilla, sabían a Historia, a alma y amor indígena, sin homogenizar. Lo que picaba no era la salsa del chiltepin, sino la amargura de la tortillera, sus necesidades básicas convertidas en lujos extravagantes, sus derechos cívicos en sueños inalcanzables; seguro que nunca había leído ningún libro y quizás tenía años que ni se miraba al espejo ni se preocupaba por verse bien: tenía huesos más gruesos que roer; y las lágrimas y resoplidos de los comensales no eran por la fortaleza del chile, eran por la debilidad y el ardor guardado durante 500 años sin poder salir a flote. No eran las más sabrosas del mundo porque tuvieran los ingredientes más puros, sino porque sabían a auténtica vida, a hambre, a decepción, a sueños, a amor; sí, a sueños, de amor, porqué no, ¿o no tenía también ella derecho a soñar?, y así, con lágrimas, sabían mejor.

    —De qué la quiere, joven, se le presentó rápidamente con amargura el pasado alegre y rosado.

    —De queso, seño.

    —A mí me da una de uitlacoche, dijo uno de mis amigos sin esperar a que le preguntaran.

    —Y a mí una de flor de calabaza, dijo el otro. Habíamos andado como cinco horas: de Paso de Cortés a las chichis del Izta, del Izta al Popo y regreso a Paso de Cortés y ahora andábamos desmayándonos de hambre, completamente extenuados.

    —Ya démela así, dijo desesperado uno de mis compañeros.

    —Todavía no está lista, contestó la quesadillera.

    —Así la quiero, replicó el hambreado.

    —Esta es del güero, recalcó la señora con una risa contenida. Y así siempre había sido, no sé si por mi fisonomía, por el color de mi pelo o porque simplemente era agradable; la gente siempre me había favorecido. De cuál salsa le pongo, güerito, preguntó luego la señora, mirándome: roja o verde.

    Podía verse mirando la salsa carmesí derramarse sobre la quesadilla, humeante y lechosa, henchida de queso, tiñéndola de sangre y de deseo, mientras un manantial de saliva afloraba de su boca; lástima que ahora no pudiera ni siquiera antojárse-le. Lo único que su paladar podía aceptar era proteína en polvo y vitaminas, para sobrevivir, qué asco, no por la vida, ¿o sí?, sino por la industria alimenticia: comida sin alma—comer a fuerza es tan repugnante como besar sin ganas de morder—, y aunque se maldijese por vivir, se mantenía agonizando. Nada se le antojaba y además todo le sabía amargo, nada le caía bien; había bajado algunos nueve kilos en un cuerpo que ya de por sí era delgado.

    Como no tenía nada que hacer se desvió casi instintiva como desinteresadamente para darle una vuelta al parque, y si encontraba algún sitio vacío, detenerse un rato sólo para dejar correr los minutos. Necesitaba aire y luz directa. Pero había mucha gente en la plaza y los autos estaban incluso estacionados en doble fila, nadamás que la suerte quiso que un coche saliera en ese preciso momento que él llegaba a las inmediaciones del parque y se estacionó allí. Paseó unos minutos, le dieron ganas de entrar al mercado sólo por curiosidad, para comparar lo que sus ojos habían visto hacía más de diez años, pero desistió: todo parecía igual, todo seguía igual; el pueblo era el mismo, seguía su propia vida, lo que cambiaba eran sus pobladores. Encontró una banca vacía y se sentó.

    Mirando sin mirar, oyendo sin oír y hablando sin hablar, con la mirada fija en algún lugar pero sin ver ese lugar ni ningún otro punto, sentado de cara al mundo, se encontraba ‘el hombre’, enmarañado en su propia tela, cautivo en su propia ratonera, cuando un viejo octogenario se acercó, se detuvo a su lado un momento mirándole fijamente a los ojos en espera probable de alguna reacción, pero ‘el hombre’ de nada se dio cuenta; o lo ignoró. El viejo sonrió para sus adentros y se sentó con sigilo en el otro cabo. Tenía aspecto de mendigo pero más de campesino pobre. Pobre campesino: vestía pantalón de indio y waraches tan gastados que uno se hubiera imaginado que seguro sabía de qué sabor era el chicle que pisaba, pero sus pies eran tan ásperos, mostraban las huellas del caminante descalzo con sus respectivas grietas en los dedos y talones, que con certeza no sólo era inmune a los sabores artificiales de los chicles citadinos, sino a todos los miasmas y bacterias que se pueden encontrar hoy día en el suelo agrario. Le miraba de hito en hito al hombre pero éste parecía no haberse dado cuenta ni de la presencia de su vecino ni de lo que estaba sucediendo en el parque. Al ver el anciano que el joven a su lado no daba muestra de presencia, se resolvió por traerlo de regreso al mundo, atreviéndose a decir:

    —Oye hijo, no tienes ni un cigarrillo. No hubo respuesta. El abuelo repitió la pregunta, ahora más decidido, y lo mismo. A la tercera ocasión vino la respuesta, pero sin voltearse, sin inmutarse, como si se hubiese estado dirigiendo a toda la concurrencia presente de bancas y de moscas:

    —No, no fumo. Bebo pero no fumo. No le encuentro chiste al fumar, continuó hablando ‘el hombre’, y entonces volviéndose lentamente al viejo, le escupió en la cara: ¡Aborrezco a todos los fumadores por irresponsables; nadamás contaminan mi aire!

    —Perdón, yo sólo lancé una pregunta retórica, no esperaba un discurso de moralidad. ¡Ya sé que no fumas!

    —¿Y cómo lo sabes?

    —Pues me lo acabas de decir.

    —¡Qué sagaz! ¿Estás tratando de tomarme el pelo? Le contestó ‘el hombre’ visiblemente malhumorado.

    —No, yo no me burlo de nadie y menos de alguien que ya bastante carga lleva en sus espaldas, psicoanalizó el vejestorio afablemente, contrastando la dulzura de su voz con el tono áspero del joven.

    —¿Qué cosa dices?, refunfuñó ‘el hombre’. ¿Acaso eres fi-siognómono?

    —No, no soy psicólogo, los psicólogos tienen generalmente más traumas que los locos, pero sin ser ‘fisiognómono’, sé tres cosas de ti: que no fumas, que tomas con medida y que estás muerto. Habías de ir a la iglesia para encontrar la paz que necesitas.

    —¡Patético!, dijo el hombre bufando. ¿Se puede encontrar allí?

    —Hay muchos que la encuentran, pronunció el vetusto en tono ortodoxo.

    —¿La encontraste tú?, gruñó ‘el hombre’ exasperadamente.

    —Yo no la he necesitado; en esta vida estoy en paz conmigo mismo y con mi prójimo, pero hay muchos que empiezan por allí, creo que es un buen comienzo, aunque en realidad no hay necesidad de ir a ninguna iglesia—Dios está en todos lados. Puede estar aquí, puede estar en la iglesia y puede estar allá arriba, en la montaña. Al decir esto se le quedó mirando intensamente al muchacho, luego continuó pausadamente: En todos lados y al mismo instante; es. Omnipresente. En mi caso, yo soy mi propia iglesia, yo soy mi propia Biblia y mi propio predicante. Dios es Verdad, es verdad. Porque la Verdad es el verdadero amor y el Amor la única verdad, aunque puede manifestarse de muchas formas y en distintos grados. Hay gente que necesita de la presencia para creer; bienaventurados los que sin ver creen. Y La Verdad no se encuentra en ningún libro santo, sino en ti mismo, en tu mundo ultra, porque tú eres espíritu al igual que Dios, y La Palabra emitida por Dios es la que escuchas con tu corazón, no la que se lee en los salmos y de nueve a diez los domingos. Veo que dudas de mi palabra; detenme si encuentras algo falso. Si la vida tiene un principio, debe tener un fin, y un progenitor. Y el Progenitor no puede dejar que te vayas arrastrando toda la vida, de lo contrario cómo alcanzarías ese fin, porque tu fin es el fin de Él. Un entrenador no es grande mientras ninguno de sus adeptos sea grande. El milagro más grande de tu vida es cuando descubres la presencia de ese Progenitor, y sintiéndote amado y libre de temor, le dejas abierto el balcón de tu caprichoso corazón. Luego, en lo subsecuente, podrían manifestársete algunos otros milagros de suma importancia, pero por más grandiosos que sean no podrán equipararse con el primero, porque todos éstos son sólo una consecuencia de aquél, el mayor de todos, ya que es por el que has salvado tu alma. Y no es que Dios venga y salve tu alma; Dios es tu propia Alma, ha estado contigo desde tu creación. De lo que tienes que percatarte es que tú eres Alma. Dios no salva a nadie: ¡Se salva a Sí mismo! Por eso no puede dejarte morir; por eso eres inmortal, pero para tener capacidad de saberlo, necesitas primero estar consciente de que eres parte de esa Presencia, la encarnación de Dios. Vi una vez un programa de gente que se había salvado milagrosamente de las zarpas del león. El caso más dramático fue el de un africano que sin más arma que la palabra, se acordó del Progenitor y dijo: ¡Dios mío, sálvame! Y el león inexplicablemente le soltó la pierna y se fue. Luego fue encontrado por un jeep: ¡en la selva y de noche! Así va la gente destrozada por las fauces del león hasta que desaparece, sin saber que hay una Suprema Oreja que está esperando que: pidas, para darte; busques, para indicarte; llames, para abrirte; chilles, para consolarte; y mueras, para abrazarte.

    ‘El hombre’ se sintió inerme. Fue como si algo adventicio lo hubiese enganchado del cinturón, por la espalda, y levantado, y toda su atención se centrara en recuperar el equilibrio y en el temor de ser soltado en el aire, sin atinar qué decir, gritar o pedir auxilio. ¿Contraatacar? No había forma, no podía ver ningún enemigo, y aunque se imaginara que estaba por algún lugar, era por demás, no podía hacer nada. Había sido infantilmente sorprendido, y antes de que su cerebro lograra organizar algún pensamiento congruente, volvió a escuchar la voz que se había detenido un momento:

    —La carne carne es, y tanto su satisfacción, conduciendo al placer, como el sufrimiento, deseo insatisfecho, son efímeros y por ende, vanos, improductivos y retrógrados. La carne es consecuencia, no origen; es fruto, no semilla; es carro, no camino; es palabra, no aliento; es sustento para los zopilotes, no para las flores. Siempre que tengas un problema pregúntate si es de carne o de espíritu, y si eres sincero contigo mismo, la respuesta invariable será que es de origen material. Mientras más te empecines en la necesidad que aflige, más poder le darás y más te hará sufrir su privación, y mientras más te jactes de su deleite y de su posesión, más dolor te causará perderla. Y como nada es para siempre.. Pero te voy a dar un pase para ‘La Mejor Vida’: La persona que depende de otra para ser feliz, termina estrangulando la felicidad. o a la otra persona.

    —No hay mejor punto de apoyo quel centro de tu ser, continuó el primevo. Siendo sano y rico de espíritu, sin apego a las cosas de la carne, desaparece toda aflicción. O cuando menos ya no se queda a vivir de ti, comiéndote, alimentándose de tu mejor pan, fortaleciéndose con tu espíritu y matando tu creatividad; y mientras más fuerte y vigorosa, más débil tu personalidad.. Pero mencionaste que aborreces a los fumadores porque contaminan tu aire, me parece interesante. ¿Y tú, no contaminas el ambiente de los demás?

    —Ya dije que no fumo, arguyó ‘el hombre’, un tanto ablandado por el hermoso y filosófico discurso recién expresado y el que todavía estaba rebotando en las paredes de su tímpano sin poder comprenderlo del todo. Tal parecía como si el abuelo hubiese estado totalmente compenetrado en lo que estaba pasando no sólo en su vida, sino hasta en sus pensamientos más recónditos, y esto hubiera sido imposible de pasar desapercibido por ningún hombre, por lo que ‘el hombre’ atenuó marcadamente la inflexión de su voz. Si hay alguien que te reprende, cuando menos merece tu respeto porque te está mostrando implicación en tu vida, era uno de sus consejos favoritos a pacientes y amigos, y en buena hora se le atravesó.

    —Bueno, el no fumar es una cosa, el no contaminar es otra. No nadamás fumando ennegrecemos el ambiente, remató el vetusto.

    —Yo me refiero a que si tomo no le causo daño a nadie más que a mí mismo. Los fumadores, aparte de sí mismos, perjudican al mundo entero, y luego cuando se enferman de cáncer absorben los recursos sociales de la comunidad en vez de canalizar esos recursos a otros sectores a los que se les debiera dar prioridad, como la educación, mujeres embarazadas fuera del servicio médico social, niños desnutridos y desamparados, etc. Hay cientos de miles de niños que mueren de inanición o que crecen en condiciones paupérrimas, con una desnutrición crónica que les impide desarrollarse adecuadamente y a su vez no sólo no producen un bien a la sociedad sino hasta se vuelven un lastre social. Podría continuar indefinidamente, pero para qué, el cuadro se torna sólo más y más patético. El fumador es un asesino.

    —Muy loable tu forma de pensar pero, y tu coche. Dime, ¿no estás contaminando? Sí, ya sé lo que me vas a decir, así que guárdatelo. A lo que quiero llegar es que todos contaminamos y lo hacemos de distintas maneras, pero los que más contaminan son los infelices. Ellos ennegrecen más el ambiente que los fumadores. Ciertamente a nadie le hace bien el humo, pero hay una niebla que no se ve, es la niebla peor, causa más daño, es muy maligna y mucho más dañina para el ambiente porque es imperceptible; es la niebla de la infelicidad, la niebla del odio, la niebla del rencor. En fin, la niebla del desamor. Hay fumadores fieles a sus cónyuges, en cuerpo y alma, y el amar es más importante, abrillanta más la atmósfera quel no fumar. Además, causarte daño solamente a ti sin causar daño a los demás, es una falacia. Todo está relacionado con todo. Lo que tu vecino haga o deje de hacer te afectará siempre de algún modo, por lo tanto debe incumbirte. Cuando intoxicas tu cuerpo, digamos bebiendo, tus malas vibraciones, el malestar de los microorganismos de tu cuerpo, se desplayan a tu contorno y afectan negativamente el ambiente en el que te desenvuelves. Una persona sana, armónica, feliz, en cambio, sin decir ninguna palabra, sin tener ningún contacto directo con la gente, armoniza el espacio donde se encuentra. Por eso la gente amorosa es buscada y a la amargada se le rehuye, es una reacción natural de los organismos. Para mejor tragarse el palabrerío, ‘el hombre’ miraba fijo el piso enlosado, mientras el anciano, después de una pequeña pausa, disparaba a bocajarro:

    —¿Por qué te quejas teniéndolo todo?

    —No me estoy quejando.

    —No verbalmente pero se te nota a leguas que eres infeliz. Llevas una expresión cadavérica que conmueve hasta a la misma muerte. Te quejas de la vida porque las cosas no te han salido como las habías soñado y te compadeces de ti mismo; te das lástima en vez de perdonar tu inmadurez, olvidarlo y seguir adelante; te apapachas y consientes tu agonía en vez de sacarte la daga y enfrentarte a la vida. Nunca has estado satisfecho con lo que tienes y mucho menos con lo que.

    —Dime, quién está satisfecho con lo que tiene, le interrumpió bravamente ‘el hombre’.

    —¡Yo! Respondió firmemente el abuelo.

    —Mmm, pero andas mendigando cigarros.

    —¡Quizá cigarros sí, pero no amor! Además, no te pedí ningún cigarro, te propuse que no tenías ningún cigarrillo, lo que luego me confirmaste. Te voy a recordar algunas cosas. Tienes sol almenos 300 días al año. Este sol es muy benigno, ni muy caliente ni muy frío. El Sol es la cobija de los pobres, como dicen, pero es ‘verdad chica’; los ricos también necesitan esta cobija. En Europa septentrional, en donde casi todos son ricos, ya no necesitan preocuparse por el pan de cada día, la gente sale de vacaciones cada año a lugares calientes para cobijarse con el manto que también alimenta, no sólo con su calor sino con su luz y con elementos invisibles e imperceptibles que, como todo, sólo se añoran cuando escasean. El Sol no solamente da calor y vitalidad a tu cuerpo, también a la naturaleza, y la naturaleza a ti. Sin el Sol no sería posible ningún árbol frutal, y la fruta es el alimento de los semidioses, como tú. Ni el agua tendría vida, porque el agua que llaman potable, no tiene vida, está muerta, necesita reciclarse, recargarse y vivificarse con la luz solar. Oye cómo se alegran los pájaros; es que para ellos las vibraciones solares son música y la reinterpretan con sus trinos, pero tu alma no puede captarla porque está amortajada. Cuentas además con otra excelente fuente de energía muy cerca de ti: con sólo estirar el cuello alcanzas a besarle las nalgas a las montañas, las chiches, por si no lo sabías, del náhuatl chichiuali, teta, o chi-chiua, amamantadora, de

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