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Más allá de los sueños
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Libro electrónico215 páginas7 horas

Más allá de los sueños

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Descripción del libro:

“Ciertos eventos nos marcan para siempre. No quiero hablar de la muerte de alguien cercano, de ese tan esperado nacimiento, de un matrimonio muy deseado. No, pienso más bien en esa oportunidad que se manifiesta cuando uno ya no la espera, en esa persona que uno encuentra en un lugar bien preciso y bajo circunstancias extrañas […] Esas situaciones que, anodinas a veces a los ojos de otros, nos tocan en lo más profundo de nosotros mismos […] Eso me sucedió hace unos meses, en marzo, en el transcurso de mis breves estancias en la capital. Terminaba mi Maestría…”

Sueños de un realismo sorprendente perturban las noches de Vincent Vermont. Su vida de estudiante se tambalea cuando se cuestiona sobre la enigmática Lilwen que obsesiona sus pensamientos.

¿Quién es ella? ¿De dónde viene? ¿Por qué huye de la policía? Es más, ¿existe realmente? Cuando los sueños se convierten en pesadilla, Vincent está más decidido que nunca a encontrarla.

Una búsqueda que lo llevará a conocerse mejor. A comprender por qué, contrario a sus compañeros de clase, tiene dificultades para adaptarse a los nuevos métodos de enseñanza. A descubrir el objetivo de pruebas de inteligencia que el excéntrico profesor Lassale aplicaba a sus estudiantes. Porque, aunque Vincent no lo sepa, el también es un “Sin”.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento11 jun 2018
ISBN9781547532919
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    Más allá de los sueños - Cyril Sagot

    Primera parte

    Dreams are real while they last — can we say more of life?

    Havelock Ellis, sexólogo y escritor, 1859 – 1939.

    Capítulo 1

    Julio 2028

    ¿Cree usted en los sueños premonitorios?

    Yo estaría tentado a decir que no, pero dudo. Sí, dudo y me cuestiono después de esa noche del 25 de marzo.

    Ciertos eventos nos marcan para siempre. No quiero hablar de la muerte de alguien cercano, de ese tan esperado nacimiento, de un matrimonio muy deseado. No, pienso más bien en esa oportunidad que se manifiesta cuando uno ya no la espera, en esa persona que uno encuentra en un lugar bien preciso y bajo circunstancias extrañas, en esa elección que uno hace sin saber muy bien por qué.

    Entonces, uno se pregunta si fue el fruto de un jubiloso azar, de estar en el lugar correcto, en el momento oportuno… o es el resultado de una misteriosa casualidad que nos rebasa, o simplemente una señal del destino. Esas situaciones que, anodinas a veces a los ojos de otros, nos tocan en lo más profundo de nosotros mismos.

    Esos instantes que nos sorprenden, que nos harán tomar una decisión tal, que tenemos la íntima convicción de que nuestra vida no será exactamente la misma.

    Eso me sucedió hace unos meses, en marzo, en el transcurso de mis breves estancias en la capital. Terminaba mi Maestría en Informática, un curso de cinco años después del bachillerato, contando mi año sabático dividido entre viajes y pequeños trabajos. Yo no aspiraba más que a una cosa: obtener mi título y descubrir la ciudad, dejar mi muy aburrido pueblo natal, muy aislado, muy encerrado en él mismo.

    Las pascuas se acercaban y nuestros cursos, a punto de concluir, nos dejaban tiempo para revisar los exámenes y terminar nuestro proyecto de fin de año. Para ello, había conseguido una pasantía dentro de una start-up local que había desarrollado un ingenioso sistema para informar al instante, a los pescadores de la región, en dónde se encontraban los bancos de peces. Era, en cierto sentido, un servicio en línea parecido a las previsiones del clima. Una vez más, la tecnología ayudaba a aprovechar de mejor manera nuestros recursos naturales, haciéndose indispensable.

    Durante este periodo, mis camaradas, anticipándose a su fututo título, enviaban cartas para pedir empleo, en formas diversas. Para tener la conciencia tranquila, seguía su ejemplo sin mucho entusiasmo. Mis amigos decían que yo temía entrar al mundo laboral. No estaban tan equivocados. Cuando recibía las respuestas negativas, sin lamentarlo mucho, las hacía bolita y las lanzaba al bote de la basura mientras que mis camaradas insultaban, con todos los nombres posibles, a quien había osado tratarlos de una manera tan injusta.

    Recuerdo muy bien los consejos de despedida de nuestro profesor principal. Era el lunes 29 de febrero a las 18 horas, al término de su último curso, después de las frases animosas para presentar nuestros exámenes. Sus palabras enfriaron el entusiasmo de la clase; a mí me reconfortaron:

    «Frente a la debilidad económica, dijo magistralmente, frente a un mercado laboral que se ha convertido en ultra competitivo con la llegada de jóvenes titulados del Medio Oriente y de Asia, ¡no es, lamentablemente, el mejor momento para encontrar trabajo! ¡Más bien, piensen en hacer un año de estudios complementarios, o mejor: vayan a la aventura! ¡Sí, viajen! El objetivo de estudiar no es solamente obtener un título, es también conocerse mejor a uno mismo. Ahora bien, tienen todo a su disposición: un acceso ilimitado a la información, al Saber y, sobre todo, tiempo. Sí, tiempo para descubrir eso que realmente quieren hacer con su vida y lograrlo, aún si ello requiere de sacrificios y paciencia, atraiga críticas o los lleve a tomar caminos equivocados. ¡Porque no es sino intentando, saliendo de la zona de confort, que uno se conoce mejor!".

    Para mí la decisión era simple: amaba demasiado mi vida de estudiante. Entrar a la vida activa no era ni mi prioridad ni mi deseo. Encontrar pequeños trabajos durante las vacaciones me daba algunos pesos para completar los modestos desembolsos que hacía mi madre y obtener un lugar en una universidad. ¡Eso era lo que importaba! ¿Seguir una formación complementaria? Por supuesto, no importaba tanto de qué se tratara el asunto, como de ir a ¡Sertbourg! Vivir en el corazón de ese universo lleno de actividades y en agitación perpetua, ejercía sobre mí -de hecho, también sobre mis camaradas- una verdadera fascinación. Energética, dinámica, insomne, la capital vivía a un ritmo desenfrenado, con sus comercios, restaurantes, cines, antros, que no paraban nunca; ahí, donde cada mañana, los empleados madrugadores y los cansados parranderos se cruzaban en los transportes públicos.

    Pero eso era antes. Antes de esa terrible noche del sábado 25 de marzo.

    Desde entonces, no pasa una semana, un día, sin que piense en ella. Se llama Lilwen, no conozco más que su nombre. La vuelvo a ver, acosada, sus grandes ojos verdes dilatados por el miedo; corría sobre la calle con una mochila en la espalda que se balanceaba al ritmo de su huida. Lanzaba miradas llenas de temor sobre sus hombros, hacia los persecutores invisibles. Los mechones rubios, muy claros, escapaban de su capucha y reflejaban, bajo el brillo de los faroles, como listones de luz dorada. Una imagen grabada en mi para siempre. Después…

    Pero antes permítanme presentarme: me llamo Vincent Vermont. Tengo 25 años. Nací en el 2003 en Ussigny-sur-mer, un apacible y pequeño puerto de pesca, a medio día en tren de Sertbourg. Un pueblo, como decía, gris y aburrido para nosotros, estudiantes llenos de ambiciones y optimismo, que tenía como única distracción el asalto estival de nuestros cafés-terraza al borde del mar para los lugareños.

    Las circunstancias de la vida hicieron que yo estuviera mucho más cerca de mi abuela materna que de mis padres. No guardaba más que un vago recuerdo de mi papá: oficial superior y militar de carrera, garantizaba la seguridad para las organizaciones humanitarias en las zonas de conflicto del Sudeste de Asia y de los polos cuando los gobiernos se enfrentaron para tomar sus inestimables recursos petroleros y minerales. Su oficio le apasionaba, se entregaba a él en cuerpo y alma y se ausentaba regularmente por varios meses seguidos.

    Después llegó el tiempo en el que las semanas transcurrían sin que él diera señales de vida. Yo tenía siete años. Sólo la oficina de la Armada nos informaba de sus desplazamientos. Fue en ese momento que mi madre descubrió que él vivía con otra mujer en alguna parte, al otro lado del mundo, en una de esas islas del Pacífico que yo hubiera sido incapaz de señalar sobre un mapa ¡de tanto que se movía! El año pasó, sus tarjetas de Navidad nos llegaron por correo al término de enero. En el fondo ya no lo quería: él vivía su pasión y, Ussigny-sur-mer, el pueblo natal de mi madre, nunca le gustó. Mi madre no sufría por su ausencia, había reorganizado su vida, retomado su trabajo de secretaria en el Banco y una vecina iba con frecuencia a la casa para cuidarme. Luego, a principios del tercer año, un oficial de la Armada nos informó que lo habían matado en un conflicto. Yo tenía diez años. La noticia tuvo tanto impacto que no entristeció a mi madre. Ella conoció a alguien y tiempo después, Celia, mi media hermana, la menor, llegó al mundo. Tiene seis años menos que yo; sobra decir que no teníamos apenas nada en común.

    Todas estas explicaciones para decirles que era el único Vermont que podía ocuparse de Abue Jeanne, como nosotros le llamábamos afectuosamente. Viuda, vivía sola en Sertbourg, en su pequeño departamento de dos piezas.

    Una tarde de febrero, me enteré por teléfono que estaba en cama luego de una mala caída sobre la calle cubierta de hielo. Quería reconfortarme: no es nada, un mal dolor de espalda que pasará en unos días. Vamos, no te inquietes, ¡he visto otras peores!.

    Mientras tanto, llamé a su doctor quien me advirtió que ella debía ser mucho más prudente: sus piernas ya no eran tan sólidas y un accidente a su edad podía ser fatal y dejarla paralizada. No dudé ni un instante y decidí pasar mis fines de semana con ella para ayudarla.

    Capítulo 2

    Todo comenzó en el transcurso de mi segundo fin de semana en Sertbourg, entre la noche del viernes 10 y el sábado 11 de marzo.

    Mi abuela vivía en una vieja colonia residencial no lejos de la estación. Su departamento estaba situado en el sexto y último piso, en un callejón enclavado entre altas fachadas con postigos cerrados. La circulación era rara. Los carros siempre estaban estacionados en el mismo lugar, como si hubieran sido olvidados por sus propietarios. Frente a nuestro departamento, alguien cubrió la fachada con una lona de decoración engañosa en la que había falsas ventanas camuflando hábilmente los trabajos de restauración. Bajo las farolas, eternamente encendidas, los peatones me saludaban con una pequeña inclinación de cabeza amigable o con una sonrisa furtiva. Comprendía la razón por la que esa colonia era popular entre los jubilados.

    Las fachadas medievales adornaban las esquinas, la mayoría de ellas ya irreconocibles de tanto haberse ennegrecido por la contaminación. En realidad, la única atracción o particularidad de la colonia era el viejo museo de Ciencias de la Vida y de la Tierra, a unos diez minutos a pie del departamento. Ya no atraía a mucha gente, vacío de personal, abandonado a beneficio de la competencia con sus líneas futuristas tan agradables al ojo y de sus exposiciones renovadas todo el tiempo.

    «¡Todas esas antigüedades recogidas de las colonias ya no interesan a nadie!, decía mi abuela. Estaba repleto, creían los vecinos del inmueble, de galerías oscuras llenas de piedras, animales disecados, de diversos esqueletos y también de monstruosidades infames llamadas cabinas de la curiosidad" que supuestamente mostraban al público especies tan raras como insólitas conservadas en frascos con formol.

    Calle abajo, las lámparas de neón indicando la entrada del metro, lanzaban sus flashes fosforescentes como recordándome que los cines lujosos, los enormes centros comerciales y los antros para insomnes solo estaban a una media hora de ahí. Y eso era exactamente lo que me prometí hacer…

    Llegué el viernes hacia las diez y media -una hora más tarde para mi abuela, que tenía la costumbre de acostarse a las nueve escuchando su emisión de radio favorita. Me esperaba pacientemente frente a la televisión, contenta de recibirme. Dormí en la pequeña recámara de visitas en la que la cama ocupaba casi toda la pieza y regresaba el domingo por la tarde en el último tren.

    Ese vaivén continuó todo el mes de marzo hasta… pero a eso voy.

    ***

    Esa noche de viernes, el 10 de marzo, me acosté un poco antes de la medianoche, con las piernas pesadas después de cinco horas de trayecto hecho de pie en el vagón abarrotado.

    Entonces tuve un sueño curioso, o más bien, una sucesión de sueños breves y parecidos, pero de un realismo sorprendente, como nunca los tuve. Empezaban siempre así, con características a veces incoherentes y desconcertantes:

    Mi despertador sonaba a las siete para ir a la entrevista con el director de esa start-up en la que hacía mi estancia. Me veía en una pequeña recámara de la pensión en Ussigny-sur-mer, con mi reflejo fijo en el espejo. Mis ojos azul oscuro (un rasgo de familia del que me sentía orgulloso) se agrandaban inquietos. ¿Por qué el director quería cambiar los objetivos de mi estancia? ¡Tendría que reescribir todo mi reporte! Entraba en razón y me decía que detrás de su aire taciturno y su actitud flemática, estaba dispuesto a ayudarme. Y, además, podía contar con mi jefe de proyecto para respaldarme.

    Me forcé en hacer una sonrisa optimista, lancé hacia atrás un mechón largo y oscuro, reajusté el cuello de mi camisa y eché una última ojeada a mi reloj.

    ¡Siempre las siete! La manecilla no se había movido. Una terrible duda me invadió. Pronto dio lugar a una prisa repentina. Tomé mi chaqueta, cerré mi recámara de un portazo y bajé a toda velocidad los escalones de los seis pisos de cuatro en cuatro. ¿Por qué seis si la pensión no tenía más que tres? Ese detalle pasó por mi mente, pero en medio de mi prisa no le presté mayor atención.

    Unos instantes más tarde, corrí sobre la calle. Solo. ¿Dónde estaba mi profesor? Habíamos quedado de vernos frente a la pensión. El cielo brillaba en lo alto de la calle desierta, detrás de la línea de tejados. Una atmósfera extrañamente tranquila reinaba en la pequeña calle. No era solo el silencio, me di cuenta sin dudarlo, sino también la ausencia de aire marino, la calle demasiado estrecha y las fachadas ennegrecidas de los inmuebles.

    Un peatón apareció en lo alto de la calle como por encanto y se acercó a mí. Era el viejo pescador a quien mi madre y yo le comprábamos el pescado las mañanas de los domingos, en el puerto. Su presencia me tranquilizó. Me reconoció, ya que una sonrisa iluminó su cara morena y extendió el dedo en dirección al sol levante.

    Subí el callejón y pronto llegué frente a un gran portón. Sus rejas de hierro forjado, bien abiertas, eran una franca invitación. Qué importaba si mi profesor no estaba ahí, debía acudir a esa entrevista. Avancé hasta la puerta chica de madera al pie del pequeño patio. Discreta, no tenía nada ostentoso y parecía mucho más un acceso de servicio. Giré la manija, la puerta se abrió sin resistencia.

    Enseguida me encontré al centro de un vestíbulo circular soportado por enormes columnas dispuestas alrededor de toda la periferia. Los rayos del sol se filtraban a través del domo, bañando los rincones de una luz ambarina. A una veintena de metros míos, una niña agitaba los brazos, de pie, entre dos columnas. Solo hasta que llegué a su encuentro, me di cuenta de mi error: su cara de rasgos delicados y graciosos no tenía nada de infantil. Sus largos cabellos de un rubio cenizo estaban mal peinados, su piel era muy blanca. Le calculé mi edad. Estaba vestida con ropa deportiva gris de aspecto común, sin preocuparse por gustar o hacerse notar. Sus ojos verdes expresivos, bajo unas finas cejas, tan claras como su cabellera, me observaron

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