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Palabras no escritas
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Libro electrónico168 páginas1 hora

Palabras no escritas

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Información de este libro electrónico

¿Quién era realmente aquel hombre?
La maestra Lisa Kittridge había jurado que iba a mantenerse alejada de los hombres durante un tiempo, pero nada más ver a su guapo, aunque exasperante, nuevo voluntario, olvidó aquella promesa por completo. De pronto no podía contener el deseo de descubrir el secreto que ocultaba Ian Malone. Ian sabía que trabajar de voluntario en aquel refugio para indigentes no era exactamente como cumplir una sentencia, pero no podía revelar su identidad ni ciertos secretos… El problema era que la bella Lisa era demasiado peligrosa. Aquellos labios…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 jun 2018
ISBN9788491881735
Palabras no escritas
Autor

Marie Ferrarella

This USA TODAY bestselling and RITA ® Award-winning author has written more than two hundred books for Harlequin Books and Silhouette Books, some under the name Marie Nicole. Her romances are beloved by fans worldwide. Visit her website at www.marieferrarella.com.

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    Palabras no escritas - Marie Ferrarella

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2007 Marie Rydzynski-Ferrarella

    © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Palabras no escritas, n.º 1705- junio 2018

    Título original: Romancing the Teacher

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

    Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.:978-84-9188-173-5

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    Cuando se dio cuenta de que la oscuridad se debía a sus ojos cerrados, Ian Malone se esforzó en abrirlos.

    Poco a poco cayó en la cuenta de que la oscuridad en la que estaba sumido era natural. La cálida y protectora oscuridad de la noche. No eran las negras brumas de la inconsciencia en las que se había sumergido hacía tan sólo unos instantes, según creía. Sus dedos ya no estaban aferrados al volante del vehículo. De hecho, no se encontraba en su coche.

    Cuando intentó levantar la cabeza, Ian no pudo evitar un gemido. Era demasiado pesada para sus fuerzas, así que la dejó caer sobre la hierba húmeda.

    En ese momento, se dio cuenta de que alguien lo observaba con atención. Era una figura corpulenta que bloqueaba la luz de la luna.

    —Todavía no estoy muerto, ¿verdad? —preguntó al tiempo que sentía la boca como si estuviera llena de algodón.

    El hombre de facciones marcadas, que acusaban su cansancio, lo miraba airado. Llevaba un uniforme azul oscuro.

    «El uniforme de la policía, desde luego», pensó Ian. Tarde o temprano la policía siempre llegaba al lugar de un accidente o de un desastre, ¿verdad? Aunque a veces llegaba demasiado tarde. Como la otra vez.

    El policía, inclinado junto a él, sacudió la cabeza con el ceño fruncido.

    —No, hoy no se ha muerto. Espero que si hay una próxima vez tenga la misma suerte, amigo.

    —Le tomaré la palabra —murmuró Ian luchando por no gemir.

    Continuaba tendido en el suelo y sentía que la cabeza se le partía en dos mitades.

    El agente se enderezó a fin de examinar los daños. Parte del vehículo era un amasijo de metales empotrado contra un árbol. Tras quitarse la gorra, se rascó la cabeza calva.

    —Un hombre que se puede permitir un coche de lujo como éste debería tener más sentido común y no conducir en compañía de Johnnie Walker.

    Las botellas de Johnnie Walker formaban parte del pasado de Ian Malone. El whisky había sido el veneno de su abuelo, no el suyo.

    —No, fue vodka. Y no bebí lo suficiente como para quedar en este estado.

    Ian pensó que la culpa de todo la tenían los medicamentos. Considerando la fecha que era, tal vez en un descuido se había sobrepasado en la dosis.

    Los médicos tenían remedios para todo. Para todo, menos para la culpa que sentía cada vez que respiraba.

    Con gran esfuerzo, intentó incorporarse, aunque la tarea no era fácil. Al alzar la cabeza, le acometió un horrible mareo. Se llevó los dedos cautelosamente a la frente y los sintió húmedos y pegajosos.

    ¡Sangre!

    «¡Brenda, no te mueras! ¡Por favor no te mueras! ¡No me dejes aquí, por favor!».

    La voz, su propia voz, agudizada por el terror, resonó en su cerebro obligándolo a recordar. Con un increíble esfuerzo de voluntad, suprimió las imágenes que empezaban a desfilar por su mente.

    Como siempre hacía. Hasta la próxima vez que los recuerdos volvieran a asaltarlo.

    Entonces alzó la cabeza y miró al agente.

    Lentamente, su vista registró el resto del entorno, así como la cadena de sucesos que lo habían llevado hasta allí. Recordó que cruzaba el campo desierto por caminos secundarios. Había elegido esa ruta deliberadamente, con toda lucidez, a pesar de su aflicción. No quería causar daño a nadie.

    Excepto a sí mismo.

    Recordó que de pronto había tomado una curva bruscamente. El coche derrapó y fue a estrellarse contra un árbol surgido de la nada. Y luego no recordaba nada más.

    Ian sintió la humedad del rocío en el rostro y en la ropa. ¿Qué hora era? ¿Las tres de la madrugada? ¿Más tarde?

    No lo sabía.

    —¿Usted me sacó del coche?

    —No. Cuando llegué estaba tendido aquí mismo. Seguramente logró salir a rastras. Parece que una parte de usted todavía quiere seguir con vida.

    —Toda una novedad para mí —murmuró.

    En ningún momento deseó la vida para sí, sino para los otros. Había rezado por sus seres queridos, hasta que al fin se dio cuenta de que era demasiado tarde. Aunque yacía junto a ellos, los otros estaban muertos.

    Ian intentó levantarse, pero todos los huesos del cuerpo protestaron, obligándolo a tenderse otra vez.

    —Quédese como está. Voy a pedir refuerzos —ordenó el policía.

    Ian obedeció.

    —¿Por qué? Prometo no oponer resistencia cuando me detengan.

    —Para estar borracho habla con mucha coherencia —comentó el agente Holtz.

    —Pura práctica —repuso Ian.

    De hecho, en su cuerpo había más píldoras que alcohol.

    Esa noche, el sufrimiento había ganado la partida y su único deseo había sido acallarlo.

    Pero aún seguía ahí. El dolor físico desaparecería, pero el viejo dolor nunca lo abandonaba, independientemente del rostro que enseñara al mundo.

    —¿Cree que es inmortal?

    —Espero que no —respondió Ian, con serenidad.

    Y fue lo último que dijo antes de caer en el profundo pozo negro.

    —¿En qué demonios estabas pensando?

    La pregunta de Marcus Wyman resonó en la pequeña y limpia habitación de la comisaría donde los abogados podían hablar en privado con sus clientes. La ira se reflejaba en su voz y en el brillo de los pequeños ojos castaños mientras observaba a su cliente y amigo.

    Sentado al otro extremo de la mesa rectangular, Ian balanceaba las patas traseras de la silla en la que estaba reclinado con el rostro vuelto hacia la ventana.

    —No pensaba en nada, a decir verdad.

    Marcus, un hombre bajo y corpulento, se paseaba sin descanso por la habitación. Costaba creer que apenas tenía un año más que Ian con sus sienes plateadas y la boca siempre fruncida. Solía decir que su amistad con Ian Malone había terminado por envejecerlo. Hombre analítico, tenía el hábito de reflexionar paseando de arriba abajo sin dejar de masajearse el pecho mientras tejía meticulosamente sus pensamientos hasta llegar a una conclusión perfectamente elaborada. Decía que esa costumbre lo ayudaba a pensar mejor.

    Se conocieron cuando Ian tenía once años y la amistad se había mantenido inalterable durante veinte años.

    Marcus se consideraba unos de sus mejores amigos, aunque Ian Malone, también conocido como B.D. Brendan, autor de quince exitosas novelas de ciencia ficción, tenía muchísimos amigos. Pero Ian sabía que no eran más que unos parásitos. Adondequiera que iba atraía a la gente como un imán, especialmente a las mujeres, gracias a su apuesto físico, a su agudo ingenio y a una reputación de chico malo. Sin embargo, en el interior de su sombrío espíritu, Ian Malone era un solitario.

    Había elegido su soledad deliberadamente. Su amigo Marcus sabía que se castigaba a sí mismo por un suceso sobre el que no había tenido ningún control. Hacía dos décadas, el destino había dispuesto que quedara con vida en el devastador terremoto en el que habían fallecido sus padres y Berta, su hermana mayor, junto con un amigo de ella. Nunca se perdonó haber sobrevivido a la tragedia, nunca había dejado de preguntarse por qué él había sido el único que quedó con vida.

    No obstante, había ocasiones en que Marcus deseaba aferrarlo de los hombros y sacudirlo con fuerza para que entrara en razón. Y precisamente esa tarde era una de aquellas ocasiones.

    A las cinco de la madrugada, Ian lo había llamado desde la comisaría. Y desde la seis de la mañana Marcus se había entregado en cuerpo y alma a resolver el problema.

    —Tuve que tocar varios resortes, pero creo que he logrado mantener este asunto fuera del alcance de la prensa —lo informó. Sin inmutarse, Ian continuó de espaldas a él y eso le irritó más aún. Preocupado por su amigo, había salido apresuradamente de su casa tras contestarle mal a su mujer y sin desayunar. Ambos hechos contribuían en gran medida a su irritación. Al no recibir respuesta, Marcus alzó la voz—: Y creo que puedo conseguir que te conmuten la pena que se aplica en estos casos. Ian, ¿me estás escuchando?

    Había oído hasta la última palabra, pero se mantuvo en la misma posición.

    —¿Sabes qué día fue ayer? —preguntó finalmente, sin dejar de mirar a través de la ventana.

    Con un suspiro, Marcus se llevó la mano a la frente, que cada año se ampliaba más. Sólo unas franjas de cabello alrededor de las orejas indicaban que hacía cuatro años había lucido una cabellera tan espesa como la de Ian.

    —¿El día que destrozaste tu Porsche?

    —No. Fue el vigésimo primer aniversario.

    Marcus se puso rígido.

    —Lo había olvidado —admitió, contrito.

    Si lo hubiera recordado habría pasado el día con su amigo porque sabía que en una fecha como ésa Ian era capaz de hacer cualquier cosa.

    Ian dejó escapar una bocanada de aire.

    —Yo no —murmuró.

    Marcus se acercó a él y le puso una mano en el hombro. A pesar de las apariencias, era un hombre amable y compasivo. Su esposa decía que era un oso de peluche gigante. Además de los abuelos de Ian, Marcus era el único que conocía la verdadera historia. Siempre había sospechado que aún había más y que Ian se había guardado parte del dolor para torturarse a sí mismo.

    —Ian —dijo con suavidad—, alguna vez tienes que superar esa tortura. ¿No crees que veintiún años de sufrimiento ya son más que suficientes?

    Ian se las ingenió para ocultar un ramalazo de ira. Marcus no merecía que arremetiera contra él. Tenía buenas intenciones y sólo quería ayudarlo. Sin embargo, su amigo no comprendía lo que significaba haber quedado sepultado vivo con todos los seres queridos muertos a su alrededor.

    Marcus tuvo que retirar la mano al sentir que Ian la rechazaba con un movimiento del hombro.

    —No —replicó con suavidad, aunque con una pasión contenida.

    El abogado suprimió un suspiro y volvió a su lugar en el otro extremo de la mesa. Sus manos recorrieron lentamente los lados de la lujosa cartera que Ian le había regalado el día que aprobó el último examen de su carrera de abogado. En ese entonces, Ian apenas tenía dinero para pagar el alquiler del pequeño estudio en que vivía. Había empeñado el reloj de oro que su abuelo le había regalado y con ese dinero había comprado a su amigo la cartera

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