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Cuando la crianza no es perfecta
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Libro electrónico279 páginas4 horas

Cuando la crianza no es perfecta

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¿Realmente existen los padres perfectos?

La perfección es el enemigo de la crianza de los hijos. Es admirable que lleguen a ser los mejores mamás y papás que puedan ser para sus hijos. Pero a veces al hacerlo, dejan de lado la gracia, tanto para sí mismos como para sus hijos. Podemos convertirnos en padres fariseos, citando reglas interminables y estableciendo estándares imposibles de alcanzar. Pero Dios no quiere que seamos perfectos, ni tampoco nuestros hijos lo necesitan. Como padres, estamos llamados a hacer nuestro mejor esfuerzo. Y cuando fallamos, tenemos la obligación de volver a intentarlo.

Aunque Jim es el presidente de Focus on the Family, no promete que este libro será un catalizador para una familia perfecta. Pero puede guiar el camino hacia una buena familia, que se sienta segura y acogedora, llena de amor y sonrisas. Este libro animará a madres y padres a aceptar el caos de la paternidad y mostrar gracia a sus hijos aunque no sean perfectos. Daly guiará a mamás y papás hacia una mejor comprensión de lo que es ser una buena familia.

Perfection is the enemy of parenting. Jim Daly sees and hears from mothers and fathers trying hard to pursue perfection. They listen to the best experts and read all the right books. When someone gives them a “World’s Best Mom” or “No. 1 Dad” coffee mug, they want it to be true. And they want their children to pursue perfection, too.

It’s admirable for parents to be the very best moms and dads they can be for their children. But sometimes in so doing, they leave grace behind—both for themselves and their children. Jim believes that our quest for perfection, a quest that he believes is particularly strong among Christians, runs counter to God’s own boundless gift of grace. We can become Pharisaical parents, quoting endless rules and holding everyone to impossible standards. But God doesn’t want us, and our kids don’t need us, to be perfect. As parents, we’re called to simply do our best. And when we fail—which we will—we’re called to try again tomorrow.

Though he’s the President of Focus on the Family, Jim does not promise that his book will be a catalyst for a perfect family. But it can help point the way toward a good family—one that feels safe and warm; one filled with love and laughter. This book will encourage mothers and fathers to embrace the messiness of parenthood and show grace to their own less-than-ideal children. Jim, through his own experiences, expertise, and array of stories, will lead both moms and dads to a better understanding of what being a good family is all about.

IdiomaEspañol
EditorialZondervan
Fecha de lanzamiento24 abr 2018
ISBN9780829759990
Cuando la crianza no es perfecta
Autor

Jim Daly

Jim Daly espresidente y CEO de Focus on the Family. Daly ha recibido el Premio Centro Humanitario de Niños a nivel Mundial 2008 y el Premio Fondo Campeón para la Desnutrición Infantil. Ha aparecido en programas de televisión tales como World News Tonigh y Religion & Ethics; y ha sido destacado en Time, el The Wall Street Journal, The New York Times, USA Today y la revista Newsweek, que lo nombró uno de los 10 mejores líderes evangélicos influyentes de la próxima generación. Daly y su esposa tienen dos hijos y residen en Colorado Springs, Colorado. Visita: www.focusonthefamily.com.  

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    Cuando la crianza no es perfecta - Jim Daly

    PRIMERA PARTE

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    ¿Qué tan bueno es así nomás?

    Capítulo Uno

    INSUFICIENTE

    star1

    Con cuanta facilidad caemos en la trampa de pensar que estamos trabajando camino a la perfección; ponemos tanta presión sobre nosotros y nuestras familias, a pesar de que esa presión va en contra de lo que Jesús dijo mientras estaba aquí en la tierra. Nos esforzamos tanto por ser justos por nuestros propios medios, aun cuando Jesús ya nos ha dicho: no lo van a lograr, esa es la razón por la cual yo morí por ustedes.

    Sí, Jesús murió por nosotros, pero nosotros aún llevamos la cuenta, vivimos como buenos fariseos; es como si nos hubiésemos olvidado de leer nuestras Biblias, y si la estamos leyendo, no estamos prestando atención como debiésemos para aplicar las enseñanzas a nuestras vidas. ¿Cuántos versículos hablan de nuestras debilidades y el poder de Dios? ¿Cuántos refuerzan el hecho de que no podemos ser perfectos en esta vida? ¿Cuántos hablan de cómo la gracia de Dios es nuestra única esperanza?

    Somos débiles, tenemos familias imperfectas, y sí, ante nuestros estándares farisaicos, no somos lo suficientemente buenos.

    Y tenemos razón, no somos lo suficientemente buenos si nos medimos con la regla santa de Dios. Él nos pintó a su imagen, somos la Mona Lisa de su creación, la obra maestra del universo; pero no contentos con eso, tomamos la decisión de «mejorar» el producto con pintura de dedos. No llegamos a la grandeza de su hermoso diseño, y estamos conscientes de eso, ahí se originan muchas de nuestras tendencias farisaicas. Dios nos pide que volvamos a nuestro diseño original, él nos pide que nos esforcemos por alcanzar la perfección, así que lo intentamos, ¡sí que lo intentamos!

    Pero en lugar de tratar de ser perfectos ante sus ojos, tratamos de ser perfectos ante los nuestros; nos concentramos en nuestro comportamiento: sacamos A, ganamos estrellitas doradas, decimos lo correcto ante la gente para que todo el mundo alrededor nuestro diga ¡oh! y ¡ah! ante lo buenos que somos. Nos olvidamos de que Dios pesa la perfección en una balanza diferente; pensamos que la perfección radica en lo que hacemos, nos olvidamos que se trata de quienes somos.

    Cuando vamos tras esta meta solemne e intimidante, nos olvidamos que la gracia va mano a mano de ella. En una fe llena de paradojas, esta puede ser una de las más grandes: Dios nos pide que busquemos la perfección, aunque él sabe que nunca la vamos a hallar; nos ama a pesar de que hemos malogrado su obra maestra. A veces pienso que sentimos más de su amor en medio de ese caos porque esos son los momentos en los que más lo necesitamos.

    En Mateo 5.48, Jesús nos dice: «Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto» (RVR1960). Esto es muy abrumador; nos sacamos úlceras tratando de ser esa imagen de perfección, y demandamos la misma perfección de las personas que están más cerca de nosotros.

    Pero, ¿por qué mientras luchamos por alcanzar esa perfección, rara vez pensamos en demostrar la perfecta gracia de Dios? ¿Su perfecto perdón? ¿Su paciente y perfecto amor?

    Porque es mucho más difícil; podemos fingir una «A» en comportamiento, pero no podemos fingir el carácter, tenemos que ganarlo, tenemos que aprenderlo, y a veces solo se logra por medio del sufrimiento.

    Nos encontramos cara a cara con una paradoja: mientras que medimos nuestra propia imperfección por medio del éxito, desarrollamos la perfección de Dios por medio de nuestras fallas, errores, y aun nuestros fracasos.

    Y a veces se desarrolla cuando esos fracasos nos apartan de él.

    Decepción y desastre

    Casey tenía diecinueve años cuando quedó embarazada.

    Ella había sido criada en un hogar cristiano; la biblioteca de sus padres estaba llena de libros de los mejores expertos en crianza de hijos, su papá y mamá monitoreaban la música que escuchaba, las películas que miraba y los libros que leía. La familia entera cenaba junta todas las noches, y ella y su mamá leían la Biblia todas las mañanas.

    Se fue a una universidad, una universidad cristiana, con un promedio de notas de estudio altísimo. Cuando sus padres la dejaron en la universidad lloraron un poco. «Cariño, vas a lograr grandes cosas aquí», le dijo su papá. «Grandes cosas». Y Casey deseaba que lo que él le decía se hiciese realidad, se iba a esforzar por hacer que su papá estuviese orgulloso de ella.

    Después de poco tiempo, se enamoró de Doug, un estudiante de inglés, un muchacho que tenía el mismo trasfondo que ella: buena familia, aspiraciones altas, una fe sólida.

    A pesar de ello tuvieron relaciones sexuales, y todas las lecciones que había aprendido, toda la culpa y vergüenza que sentía después de cada encuentro amoroso no la convencían para que dejase de hacerlo.

    No le vino su período menstrual durante la primavera de su segundo año de estudios universitarios; después de dos semanas, ella y Doug fueron a un centro para embarazos cercano, sin decirle a nadie; la prueba salió positiva.

    En ese momento a Casey le parecía que el aire se helaba; podía sentir la mano de Doug, resbaladiza del sudor frío.

    «¿Está segura?», preguntó Doug; con una sonrisa amable, la doctora les entregó unos panfletos. «Opciones», les dijo.

    Caminaron de regreso al departamento de Doug en silencio, en cuanto entraron, Casey comenzó a llorar, y Doug también; esto no estaba en sus planes, Casey aún estaba sacando sobresalientes, y Doug tenía la esperanza de poder viajar después de graduarse de sus estudios, caminar por Europa con un par de amigos quizás, o escribir su primer libro. Pero ahora parecía que el futuro de ambos se había destruido sin siquiera haber comenzado. Tuvieron temor, temor por ellos, temor de lo que significaba un bebé en sus vidas, temor de pensar en qué clase de padres serían.

    Sobre todo, tenían temor de lo que dirían sus padres.

    Comenzaron a conversar en medio de las lágrimas, para ninguno de los dos el aborto era una opción, no podían desaparecer el problema así de fácil, y Casey no podía imaginarse poner a su bebé en adopción, ella quería tenerlo, aunque eso significase que tenía que hablar con su papá y su mamá, los padres a quienes ella amaba más que a nadie en este mundo, los padres que hasta ese momento creían que ella no podía hacer nada malo.

    Doug sonrió, se fue a su cocinita pequeña, Casey oyó cuando él abrió un cajón; cuando regresó tenía un alambrito, que había convertido en un anillo, dobló una rodilla y tomó su mano, le preguntó: «¿Te quieres casar conmigo?». Casey asintió con la cabeza frenéticamente, sonriendo y llorando un poco más.

    Con esa decisión tomada, no podían posponer la parte más difícil de este día inmensamente duro.

    Casey sacó su teléfono y llamó a su casa.

    «¿Aló?», contestó su mamá.

    «¿Mamá?».

    «¡Casey!», respondió su mamá, «espera, voy a llamar a tu papá».

    Casey se podía imaginar a su mamá con el auricular en su pecho, cerca de su corazón; oyó una llamada amortiguada, y en unos momentos oyó que se levantaba el otro teléfono, y luego la voz de su papá.

    «¡Hola!», dijo él, «¿qué novedades, cariño?».

    Casey cerró sus ojos y dijo una pequeña oración en silencio, tragó saliva, y comenzó: «Tengo algo que decirles, algo difícil»; casi podía oír cuando la respiración de sus padres se detuvo en una pausa fugaz.

    «Cariño», dijo su mamá, «¿qué pasa?».

    «Mamá», dijo Casey, el tono de su voz se agudizaba mientras que comenzaba a llorar nuevamente, «voy a tener un bebé».

    Silencio.

    «Ay, Dios», dijo su mamá, Casey la oyó llorar suavemente en el teléfono, el mismo llanto que ella había oído una vez cuando murió su abuelo; en el otro teléfono podía oír la respiración de su papá que iba alterándose cada vez más.

    Finalmente él dijo algo.

    «Nos has decepcionado Casey, nos has decepcionado muchísimo», le dijo.

    Luego colgó el teléfono.

    Los riesgos de una crianza de hijos perfecta

    En Juan 16.33, Jesús nos dijo: «En el mundo tendréis aflicción» (RVR1960); lo curioso es que en realidad no creemos que la aflicción verdaderamente puede llegar a nuestros hogares, a nuestras familias. Casey podría ser su hija, Doug podría ser su hijo, más aun pudiesen ser usted o pudiesen ser yo.

    Focus on the Family, la organización a la cual yo sirvo, se dedica a prevenir que días como estos sucedan. En el programa cotidiano de Focus tengo la oportunidad de conversar con las mentes más brillantes en lo que respecta a la crianza de nuestros hijos; a propósito, nuestro personal está lleno de pastores, consejeros y expertos en este tema. El fundamento de nuestro ministerio es poder dar a los padres consejo práctico, que honra a Dios, en cuanto a cómo cultivar familias fuertes y amorosas, y Dios mediante, esperamos que estos consejos funcionen la mayoría del tiempo. Todos creemos en Proverbios 22.6 (RVR1960): «Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él».

    Pero hay mucha ambigüedad en ese proverbio, ¿no? El entrenamiento no siempre es sin problemas; los chicos pueden ser frustrantemente resistentes a las lecciones de los padres, y nosotros no siempre somos los mejores maestros. Y aun cuando pareciera que todo está marchando bien, cuando mandamos a nuestros hijos al mundo solos, confiados de que los hemos entrenado en el camino que deben seguir, algo. . . pasa, cosas inesperadas, situaciones aplastantes. Ninguno de nosotros es perfecto.

    El concepto de perfección en sí puede ser el obstáculo más grande de todos, y pensar que es en este obstáculo con el que las buenas familias cristianas suelen tropezarse; nuestro deseo de ser perfectos y honrar a Dios por medio de esa perfección es lo que en realidad nos está destruyendo.

    No me malinterprete, no está mal tratar de hacer lo mejor que podamos, no está mal animar a nuestros hijos a que hagan lo mismo, queremos que les vaya bien, y cuando les va bien debemos celebrar sus éxitos, ya sea que nadaron por primera vez todo el largo de la piscina, metieron el gol ganador, o sacaron una B bien ganada en algebra.

    Pero, por lo general, y sin darnos cuenta, cruzamos esa línea invisible entre celebrar las victorias de nuestros hijos y no aceptar nada menor de ello.

    «¿Una B? Será mejor que sea una A la próxima vez que revise».

    «Sí, seguro que metiste el gol ganador la semana pasada, pero esta noche fallaste con ese pase».

    «No me digas que le tienes miedo al agua, ¡deja de llorar y métete ahí!».

    ¿Y si nuestros hijos fracasaran de verdad? ¿Si en realidad cometiesen un error? Dios los ayude; y ¿si usted les fallara a sus hijos de alguna manera? Que Dios le ayude también, no se lo perdonaría nunca.

    ¿Y qué sucede si tienen éxito? ¿Qué sucede si es que logran las altas expectativas que tenemos para ellos? Bueno, eso abre otra lista larga de problemas.

    En su libro, The Road to Character (El camino del carácter), el autor David Brooks habla de cómo tenemos la tendencia de buscar dos clases de virtudes: virtudes de currículum vitae y lo que él llama virtudes de elegía, aquellas virtudes que la gente celebra cuando ya nos hemos muerto.¹ Y aunque conocemos el valor superior de esas virtudes de elegía, les enseñamos a nuestros hijos a enfocarse en las virtudes de currículum vitae; ponemos énfasis en los logros, no en el carácter.

    En el año 2016 Brook me dijo: «Así que, le hemos dicho a toda una generación de chicos que son maravillosos, y nos han creído. Y piensan que tienen una pequeña estatua de oro dentro de ellos que los hace intrínsicamente maravillosos. Y cuando uno cree eso, entonces uno no comprende su propia pecaminosidad, su naturaleza quebrada e imperfecta, y no puede desarrollar carácter, porque uno piensa que es simplemente maravilloso».

    Y a pesar de toda esa confianza, estos chicos son tremendamente vulnerables, especialmente ante las flechas que les lanzan sus propios padres.

    «Veo una epidemia de amor condicional en nuestra cultura», dice Brooks; «los padres aman a sus hijos, pero también quieren que tengan éxito, y si los chicos hacen algo que los padres piensan que los va a llevar al éxito, el rayo de amor brilla con fuerza; y si hacen algo que los padres piensan que no los va a llevar al éxito, el rayo de amor es retirado.

    »Se dan cuenta, la relación más importante en la vida de esos chicos es frágil», añade; «ellos sienten que tienen que ganárselo, y eso destruye su autoestima, y los aterra».

    Cuando nuestros hijos sienten que nuestro amor es condicional, y especialmente cuando sienten que no pueden cumplir con esas condiciones, ese sentir los empuja a ir en una dirección: lejos.

    Todos hemos escuchado el cliché de: «la hija del pastor», el estereotipo del «hijo del pastor». ¿Por qué siempre asumimos que la hija del pastor va a ser alocada, o que el hijo del predicador va a ser el chico más frustrante en la escuela dominical? ¿Por qué parece que fuese algo tan predecible? Creo que es a causa de la presión del perfeccionismo y esas expectativas inalcanzables. Los pastores pueden tener una presión increíble por ser un buen ejemplo para sus congregaciones, vivir la vida cristiana y no ser hipócritas. Esta presión gotea, o cae a borbotones sobre la esposa del pastor y sus hijos. Los miembros de la congregación piensan que debido al caminar cercano que el pastor tiene con Dios, él y su familia deberían estar en gran armonía con los deseos de Dios; en otras palabras, el pastor debería ser, bueno, casi perfecto. Aun si nadie en la congregación le ha pedido o espera que sea perfecto, el pastor mismo puede sentir esa presión.

    Podríamos hablar acerca de expectativas saludables y moderadas hasta quedarnos sin aliento; la mayoría creemos que así son nuestras expectativas. Pero ¿cómo lidiamos con los fracasos, los nuestros o los de nuestros hijos? ¿Qué sucede cuando no logramos alcanzar nuestras metas sencillas? ¿Cuál es nuestra reacción en esos momentos?

    Cuando se siente el fracaso

    No hace mucho, un amigo mío, una persona involucrada en un ministerio cristiano prominente, regresó a la casa y encontró a su esposa parada en la entrada, sus ojos estaban hinchados por el llanto y sus mejillas llenas de lágrimas; él seguramente pensó que su suegra había fallecido.

    Salió de su carro, abrazó a su esposa, y le preguntó: «¿qué pasó?».

    «Nathan ha estado mirando pornografía», le respondió.

    Mi amigo no dijo nada, pero por dentro la noticia lo dejó pasmado; primero llegó la negación, luego la ira y el dolor. Un nuevo entendimiento de nuestras imperfecciones. ¿Qué debo decir?, se preguntó, ¿Qué tengo que hacer? Todo cayó sobre él como una cascada en el espacio que toma dar un respiro, pero antes de que él pudiese decir algo, Kathy derramó su dolor e ira.

    «Hemos sido terribles padres», dijo; «¿cómo hemos podido dejar que esto le pase a nuestro adolescente de catorce años», levantó la mirada, y le dijo: «¿Cómo has podido dejar que esto pase?».

    Así es como puede ser el fracaso, parece que cuando alguien en la familia falla, todos han fallado, como si todos mereciesen ser castigados. Cuando sus hijos miran pornografía se siente como si una bomba hubiese estallado, ¡BUM!

    Pero ¿sabe qué?, bombas como esa explotan en los hogares todos los días, quizás hasta cada minuto, y no importa si tenemos versículos bíblicos pegados en nuestras neveras.

    Un estudio de la universidad de New Hampshire descubrió que sesenta y dos por ciento de chicas y un gigante noventa y tres por ciento de muchachos han sido expuestos a la pornografía antes de cumplir dieciocho años;² y hoy en día, la pornografía está al alcance de la mano con un solo clic. En mis años de crecimiento, los chicos quizás miraban a hurtadillas una revista de Playboy a la edad de trece años; ahora, gracias al internet, los chicos ven pornografía cada vez a edades más tempranas. Nuestros propios recursos en Focus on the Family dicen que la edad en que los chicos son expuestos por primera vez es ocho años; ¡ocho! Algunos chicos no saben cómo montar una bicicleta a esa edad todavía.

    La familia de Nathan sabía de los peligros, así que no es como que ellos hubiesen dejado un marcador en esa página web para adultos para que Nathan la encontrase con facilidad; siguieron todos los pasos que deberían haber tomado: mantuvieron la computadora en un área pública y bien transitada de la casa, no en la habitación de Nathan; pusieron un software de rastreo para poder monitorear los hábitos de internet de sus hijos, y le habían hablado a Nathan acerca de los peligros de la pornografía.

    Pero siempre hay accidentes; los padres pueden dormirse en sus laureles, y los chicos pueden ser muy solapados: si existe una forma de esquivar la regla por algún lugar, es muy probable que la encuentren.

    En este caso, la compañía que había hecho el software de rastreo había caído en bancarrota, y el software ya no funcionaba, así que cuando Kathy instaló uno nuevo en la computadora familiar, este delató a Nathan; el mundo entero, bueno, al menos el mundo que era importante para él, podía ver cada página web inapropiada que él había visitado en los últimos seis meses.

    No quiero minimizar este asunto, obviamente la pornografía es mala; ningún padre cristiano quiere que su hijo adolescente esté mirando fotografías obscenas; son denigrantes, explotadoras, y pueden distorsionar seriamente nuestro conocimiento del sexo y volverlo algo peligroso.

    Entonces, ¿de quién fue la falla aquí, y cuál fue el nivel del fracaso?

    Quizás tanto el padre como la madre pudiesen haber hecho algo más con su software de monitoreo, o pudiesen haber tenido más conversaciones francas con Nathan, pero no fueron ellos quienes hicieron las búsquedas inapropiadas por su hijo, ni fueron ellos quienes apretaron el botón, fue Nathan quien lo hizo, él hizo las búsquedas, él hizo lo que el noventa y tres por ciento de los chicos han hecho; él es el culpable; pero ¿eso lo hace un fracaso?

    Cuando yo jugaba como mariscal de campo para la escuela secundaria de Yucca Valley en el sur de California, aprendí que el éxito es algo más que tirar los pases correctos; debía tener memoria de corto plazo para poder olvidar los malos pases que hacía. Uno aprende de sus errores, pero también hay que aprender a sacárnoslos de encima: tienes que seguir tirando los pases, no puedes tener miedo, no puedes andar cabizbajo de vergüenza, y no lo tienes que hacer si quieres ganar.

    Creo que hay una lección aquí para las familias cristianas, aunque sea una lección difícil de aprender; cuando cometemos un error, debemos quitárnoslo de encima, debemos seguir tirando, quizás fallemos, pero eso no quiere decir que somos un fracaso.

    Insuficiente

    El despliegue de esa noche fue terrible en la casa de Nathan.

    Kathy culpaba a su esposo, culpaba a Nathan, se culpaba a sí misma, parecía como si las paredes de su mundo hubiesen colapsado.

    Aunque ella estuviese sintiendo mucho dolor, Nathan tenía más dolor; él se castigó a sí mismo, más de lo que sus padres pudiesen haberle castigado.

    Nathan pasó la mayor parte de la noche en la oscuridad de su cuarto, sintiéndose indignado y avergonzado, y esa noche les entregó una carta a sus padres.

    «Yo perdí la confianza que ustedes me tenían», decía la carta. «Va a tomar mucho tiempo para poder volver a ganar su confianza».

    Se disculpó por lo que había hecho, y dijo que iba a hacer todo lo que estuviera a su alcance para repararlo, aunque él sabía que iba a demorar mucho tiempo. Luego dijo: «He partido el corazón de Dios, le mentí».

    Su impresionante carta era humilde, contrita y sumisa en una manera muy saludable. Nathan había cometido un error y trataba de enmendarlo de la mejor manera.

    Firmó la carta: «Insuficiente».

    Insuficiente.

    ¿No luchamos todos con eso en nuestras familias? Todos: madres y padres, padres e hijos, sentimos que no somos lo suficientemente buenos, y nuestro temor es que nunca seremos suficientemente buenos; nos tachamos con nuestros errores y siempre llevamos las cicatrices.

    Tenemos altas expectativas para nuestros hijos, queremos que sobresalgan y tengan éxito, que sean las estrellas en la clase o en el campo deportivo o en la plataforma; queremos que sean respetuosos y amables, pero no pusilánimes; que sean honestos, pero sin exceso; que sean dulces, independientes y obedientes.

    Yo he puesto este tipo de presión sobre mis propios hijos, y me he pillado a mí mismo cuando mis hijos Trent y Troy traen una nota más baja que su nivel de rendimiento.

    Algunas veces les he dicho, y me da vergüenza haberlo dicho: «¿Ustedes quieren ser peones?».

    En una oportunidad me salió el tiro por la culata, Trent me dijo: ¿Qué tiene de malo ser un peón si amo al Señor? Aún quiero que Trent se esfuerce y que haga lo mejor que puede en la escuela, pero me hizo pensar en algo. Sí, soy un peón, era lo que él me estaba tratando de decir; amo a Dios papá, ¿no es eso algo bueno? ¿Eso no es suficiente para ti?

    A veces pienso que queremos que nuestros hijos sean mejores que nosotros, para poder enmendar nuestros errores, y cuando ellos

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