El caso cerrado para niños: Doce historias que te ayudarán a defender tu fe
Por Lee Strobel y Robert Elmer
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Lee Strobel
Lee Strobel, former award-winning legal editor of the Chicago Tribune, is a New York Times bestselling author whose books have sold millions of copies worldwide. Lee earned a journalism degree at the University of Missouri and was awarded a Ford Foundation fellowship to study at Yale Law School, where he received a Master of Studies in Law degree. He was a journalist for fourteen years at the Chicago Tribune and other newspapers, winning Illinois’ top honors for investigative reporting (which he shared with a team he led) and public service journalism from United Press International. Lee also taught First Amendment Law at Roosevelt University. A former atheist, he served as a teaching pastor at three of America’s largest churches. Lee and his wife, Leslie, have been married for more than fifty years and live in Texas. Their daughter, Alison, and son, Kyle, are also authors. Website: www.leestrobel.com
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El caso cerrado para niños - Lee Strobel
Primera parte
El caso de Cristo para niños
Capítulo 1
Lydia, niña misionera
Lydia lo vio venir, pero eso no hizo que doliera menos. Levantó el pie en alto por encima del pie extendido de Mandy Witherspoon para no tropezar, pero se le escaparon los libros de las manos. Y las risas de los niños hicieron que enrojeciera como el fuego.
«¡Vamos, adelante!» El conductor del autobús miró hacia arriba por el espejo retrovisor y le gritó. «Y si mañana vuelves a llegar tarde, tendrás que caminar».
Lydia contuvo las lágrimas —apenas—, recogió sus libros, y se apresuró a bajar del autobús tan rápidamente como sus piernas le permitían.
—¿Hablar inglés mucho?
No se dio vuelta para ver quién le gritaba el insulto, pero podía adivinarlo. Mandy Witherspoon. ¿Por qué esa muchacha estaba en su contra? Ella deseaba no tener que escuchar algunas de las burlas que le dirigían en la escuela; anhelaba poder entender por qué algunos de los niños a veces la miraban con odio.
—¡No perteneces aquí!
—¡Vuelve a cruzar la frontera de donde viniste!
Pero no vamos a volver. Lydia se quedó parada en el patio enlodado del frente de su casa durante un instante, mientras recobraba el aliento y permitía que la lluvia lavara las lágrimas que le corrían por el rostro. En realidad no echaba de menos lo que habían dejado en México. Salvo que allá, todos los demás eran tan pobres como Lydia y su abuela. Tan pobres e igual de desesperados por encontrar algo mejor. Al menos aquí …
«¿Al menos aquí qué, Señor?» oró en voz alta mientras abría de un empujón la puerta de entrada a su apartamento. Su hermana de trece años no estaba en casa, como de costumbre. Y su abuela no regresaría hasta dentro de dos horas, tal vez más, según el turno que le dieran en el negocio de hamburguesas. «¿Qué es lo que tenemos ahora que sea mejor que lo que tenemos allá en casa?»
Pues, bastante, ahora que lo pensaba con detenimiento. Se sentó a la mesa tambaleante de la cocina y se puso a secar sus libros empapados. Por ejemplo, libros. Una escuela a dónde asistir, y no todos los niños eran tan malos como Mandy Witherspoon. Un pequeño apartamento con baño y teléfono. Tres habitaciones pequeñas, que no era mucho comparado con lo que tenían muchos otros estadounidenses.
¿Pero comparado con lo que tenían allá en México? No le resultaría fácil olvidar la choza de cartón alquitranado donde antes vivían, ella y una docena de parientes más: tías, tíos, sobrinas, sobrinos, y todos sin baño. Apoyó un instante la cabeza en su libro de texto de inglés, y le dijo al Señor que estaba arrepentida por su manera de quejarse. Él las había traído allí por alguna razón, de eso estaba segura. Ella y la abuela habían orado al respecto, habían buscado una respuesta.
—Perdóname, Dios. Ayúdame a saber por qué estoy aquí, y qué es lo que quieres que haga.
Pero estaba cansada de tratar de entenderlo. Ahora cerraría los ojos por un instante…
Lydia sintió una mano suave en el hombro que la sacudía para que se despertara. Su abuela estaba de pie sobre ella, y todavía tenía puesto el uniforme del restorán de comida rápida. Lydia estaba un tanto desorientada. Hacía apenas un instante que había apoyado la cabeza.
—¿Cómo es que llegaste a casa tan temprano?
—¿Cuánto hace que duermes? Ya son casi las seis y media.
Lydia se levantó de un salto, y al hacerlo casi volteó una de las bolsas de comestibles que ahora cubrían la mesa. Debe haberse quedado dormida.
—¡Y mira todo esto! —Su abuela entró la última bolsa desde el pasillo y la apoyó con estrépito sobre la mesa de la cocina. Señaló hacia casi una docena de bolsas, ahora apiladas por todas partes. Cada una estaba cargada de cosas buenas: melocotones enlatados, un gran jamón, arándanos rojos…
—Nunca probé de estos. —Lydia acercó la lata para poder ver. Increíble. Todo se veía tan …
—¡Y mira aquí! —Su abuela sacó una enorme ave congelada—. ¡No hay un pavo solo sino … dos!
¡Dos pavos! Danzó con facilidad por toda la cocina, riéndose ante cada nuevo descubrimiento, mientras sacaba paquetes de malvaviscos y espaguetis, latas de atún y boniatos. Tantos alimentos desconocidos. ¿Acaso todos los estadounidenses comían así?
—¡Un banquete! —exclamó su abuela, pero luego se detuvo y miró a Lydia a los ojos—. Pero dime la verdad, ¿no escuchaste nada?
—Ni siquiera te escuché entrar.
—Entonces, ¿quién trajo todo esto? Estaba todo afuera junto a la puerta.
Lydia no tenía idea, salvo que había escuchado que grupos provenientes de iglesias a veces llevaban comestibles a familias necesitadas durante las fiestas. Y al parecer ellas constituían una de esas familias necesitadas. Pero cuando la miró a su abuela, ambas sonrieron a la vez. Por un instante se sintieron más como hermanas que como abuela y nieta.
—¿Acaso piensas lo mismo que yo? —preguntó Lydia, y su abuela asintió con la cabeza.
—Me parece que sí. Cada una de nosotras lleva una bolsa, y luego regresamos para buscar más.
—¿Una bolsa para cada casa?
Eso estaría bueno, de modo que sacaron latas y jamones de una bolsa para pasarlos a otras, a fin de distribuir los regalos que llevarían a otros menos afortunados que ellas.
Dios les había dado estos alimentos por una razón, ¿verdad? Y esto constituiría parte de la respuesta a sus oraciones.
Lydia no podía quitarse la sonrisa del rostro mientras caminaban apresuradamente por la lluvia fría y torrencial. Ahora no le importaba.
—¿Cuál casa primero? —preguntó ella mientras avanzaban rápidamente por la calle. Eso no sería lo difícil. Lo difícil era alejarse de las familias que las descubrían antes de que pudieran irse. Una mujer anciana empezó a llorar y quería que