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El gran derrame
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Libro electrónico197 páginas2 horas

El gran derrame

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Nuestra madre Tierra necesita ayuda, pero ¿a qué precio? Vive la intriga y el misterio de este súper ventas de la colección de intriga jurídica del galardonado escritor a quien la crítica aclama como «uno de los más importantes autores contemporáneos de suspense». Tras un catastrófico derrame de petróleo que amenaza las costas de Santa Bárbara, la novia del abogado Brent Marks inicia acciones legales contra las petroleras. Las victorias iniciales obtenidas en la demanda colectiva dan paso a una declaración abierta de guerra contra el uso de combustibles fósiles. Cuando ella desaparece, se sospecha que ha sido obra de una trama oculta y Brent se debate entre proseguir o desistir del caso.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento20 feb 2018
ISBN9781547517848
El gran derrame

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    El gran derrame - Kenneth Eade

    COLECCIÓN DE INTRIGA JURÍDICA DE BRENT MARKS

    EL GRAN DERRAME

    Kenneth Eade

    Derechos de autor 2016 Kenneth Eade

    ISBN:

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede reproducirse o transmitirse de ninguna manera ni por ningún medio, sea electrónico o mecánico, incluyendo el fotocopiado y la grabación, o por ningún sistema de almacenamiento y recuperación de información, sin contar con el permiso previo otorgado por escrito por el editor. Los críticos podrán citar pasajes breves, en el contexto de la reseña crítica que realicen.

    Este libro es un trabajo de ficción.  Los nombres, personajes, lugares y hechos son producto de la imaginación del autor o están usados de manera ficticia, y cualquier semejanza con personas vivas o muertas, empresas, comercios, lugares o hechos es mera coincidencia. El editor no posee control y no asume responsabilidad alguna por el contenido vertido por el autor o por terceros en páginas o en sitios electrónicos.

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    A las abejas, que me enviaron en una misión para salvar nuestro medioambiente.

    «La tierra proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada hombre, pero no la codicia de cada hombre».

    Mahatma Ghandi

    PRÓLOGO

    Las espectaculares tonalidades anaranjadas y rojo fuego que llenaban el cielo de Santa Bárbara iban transformándose en azul cobalto al tiempo que el sol desaparecía bajo el horizonte. Poco después, solo se divisaban las centelleantes luces del puerto junto con las de las torres de las plataformas petroleras que parecían ser embarcaciones ancladas varias millas océano adentro.

    Las mañanas de primavera en el mes de mayo eran como la mayoría de las mañanas en esa línea de la costa, conocida con el nombre de «Riviera del Pacífico». El sol brillante resplandecía sobre las olas, que iban y venían con suavidad, y acompañaba el movimiento oscilante de las palmeras que se movían con la brisa temprana. Un pelícano solitario se deslizaba en perfecto recorrido paralelo a las resplandecientes aguas, como si su trayectoria hubiera sido programada por el sistema computarizado de gestión de vuelo de un moderno avión. Las gaviotas graznaban mientras hurgaban a lo largo de la orilla.

    El aire estaba pesado por la combinación del rocío matinal con la fina capa de niebla que aún caía sobre el horizonte. Debajo de las olas latía otro ecosistema magníficamente equilibrado, con criaturas que no se veían, excepto para los pescadores del alba que pescaban desde sus embarcaciones al curricán, mientras bebían café y observaban a las manadas de delfines que saltaban desde el agua cuando ellos aceleraban sus motores.

    Después del desayuno, con sus doce añitos, Teddy Néstor había abandonado el campamento familiar para ir a explorar el área de Refugio Beach. Mientras recogía caracolas a lo largo de la orilla salpicada de palmeras se imaginaba que él era un pirata que acababa de desembarcar con su gran barco en la orilla, en busca del oro de Coronado. Teddy se acercó a una zona en la que la suave arena estaba ocupado por rocas y se encaramó a ellas para inspeccionar las pozas de marea. Se inclinó a observar una pequeña poza que contenía erizos marinos y cangrejos ermitaños que se movían a su alrededor, cuando lo asaltó un agrio hedor a sulfuro, tan pero tan fuerte que sintió que se ahogaba. Se dio la vuelta y regresó al campamento para contárselo a su padre. En ese momento, se percató de los pequeños terrones de tierra sucia que el agua había llevado hasta la orilla; eran de un negro sólido. El idílico litoral de Santa Bárbara se encontraba nuevamente amenazado por un enemigo silencioso que acechaba bajo la superficie del agua.

    I

    Brent Marks guardó su portátil en el maletín y lo cerró a presión al tiempo que se levantaba de la mesa de los letrados, en la sala de justicia. Se aproximó a su adversario, Tom Riggins, para estrecharle la mano después de la amigable aunque ardua batalla legal a la que se habían enfrentado; una de tantas que seguirían manteniendo. El juez ya había descendido del estrado, supuestamente para reflexionar sobre las argumentaciones jurídicas que había escuchado de Brent y de Tom, que se habían machacado el uno al otro como dos gladiadores romanos peleando hasta la muerte. Ahora, después del espectáculo, volvían a ser dos colegas, algunas veces en bandos opuestos, otras del mismo lado, replegándose a sus respectivos rincones.

    Brent se conservaba en muy buena forma para ser un hombre que estaba en la cuarentena. En todo momento intentaba comer bien, cosa que era bastante difícil en una ciudad como Santa Bárbara en la que había más restaurantes que tiendas de comestibles y gasolineras juntas. Al mediodía, al verlo salir del emblemático edificio antiguo de adobe, que era el palacio de justicia, junto a los otros abogados que también iban de traje, a él se lo veía diferente aun cuando él también vestía su traje de batalla: uno azul, de dos piezas, de Versace. La mayoría de los letrados iban vestidos en diferentes gamas de gris, difíciles de clasificar, y los trajes colgaban holgadamente de sus cuerpos sin gracia. Bastaba echarle una ojeada a Brent y, casi siempre, las mujeres más jóvenes sentían de inmediato que él era fuerte, galante y apasionado. Las mujeres maduras percibían que era simpático, afectuoso y comprensivo. Ambas estaban en lo cierto.

    Por lo general, una tarde de viernes como esta, Brent se acercaría a su despacho para dejar preparada la lista con los temas pendientes para el lunes por la mañana. A través de las fluctuantes etapas de su vida privada, que variaban desde la compañía de su gata y alguna salida ocasional con su amigo Jack Ruder, que era investigador privado, hasta las relaciones apasionadas aunque pasajeras con mujeres interesantes y de carácter, el siempre tenaz Brent había mantenido la regla inquebrantable de no llevar nunca trabajo a casa, a menos que se tratara de un juicio que estuviese llevando en ese momento. Sin embargo, hoy era diferente. Brent y su nueva novia, Rebecca Bekker, una antigua cliente (Brent también tenía por norma no salir con clientes -actuales) habían planificado tomarse libre el resto de la semana para hacerse una escapada romántica hasta la pintoresca costa de California. Todo eso cambió en cuanto recibió la llamada desesperada de Rebecca.

    —Ha habido otro derrame de petróleo. ¿No se dan cuenta de que están acabando con nuestro océano?

    —¿Rebecca?

    —Disculpa, Brent. Soy voluntaria y tengo que participar en los trabajos de limpieza.

    —¿Cuánto te llevará?

    —No lo sé. Depende de cuántos galones de crudo hayan vertido esta vez esos hijos de su madre. Discúlpame, pero vamos a tener que cancelar nuestros planes para esta semana.

    —Bueno... ¿Puedo ayudarte? con la limpieza, digo.

    —Me encantaría decirte que sí pero hemos tenido que asistir a cursos de formación para hacer esto. No lo puede hacer cualquier persona. Tengo que colgar, Brent; me necesitan.

    Brent se despidió de Rebecca y colgó. Ella era la hija de un cliente suyo que había sido asesinado y que había amasado una cuantiosa fortuna antes de morir. Ello había convertido a Rebecca en una joven adinerada que no necesitaba nada de nada, lo que le permitía dedicarse a su gran pasión: el trabajo humanitario. Podía ser, al mismo tiempo, una activista antiguerra como una acérrima defensora de los derechos de los excombatientes, pero su pasión más encendida era, sin duda, la protección del medio ambiente.

    Rebecca era todo lo contrario a lo que se podía esperar de una joven niña rica. Tan magnánima como atractiva, sus grandes y tiernos ojos oscuros podían despertar una atracción irresistible en cualquier hombre. Aquellos que habían intentado descorrer el velo de su halo de belleza con la intención de enamorarla y así también llegar a su bolsillo, por lo general, se habían desilusionado al constatar su buen juicio y la agudeza mental de sus veinticuatro años. Eso no le había sucedido con Brent y tampoco a él con ella.

    Brent se sentía alicaído porque inevitablemente habría que cambiar los planes de viaje pero también estaba perturbado por este otro ataque a la costa de Santa Bárbara. Los riesgos derivados de la perforación marina ya habían venido causando estragos al medio ambiente a lo largo de todo el siglo XX, y ahora, incluso ante la evidencia de que el dejar de usar combustibles fósiles y reducir la huella de carbono tampoco bastaría para evitar la inminente catástrofe ambiental que pondría fin a todos los desastres, las compañías petroleras continuaban compitiendo por realizar más perforaciones marinas, construir más gasoductos y llevar a cabo más fracturación hidráulica. El último derrame que había tenido lugar en Santa Bárbara había sido en 1969 y habían muerto miles de aves y animales marinos. La posibilidad de que hubiera otro derrame así era inconcebible.

    Deberían prohibir las perforaciones marinas y punto.

    Brent sabía que Rebecca no solo compartiría sus pensamientos sino que también querría hacer algo al respecto, y él tenía que estar preparado para cuando llegara el momento. Con los planes de viaje frustrados, Brent se dirigió hacia su casa.

    El hogar de Brent era un chalet de dos plantas encaramado en una ladera, con ventanales de doble cristal y vistas panorámicas al Puerto de Santa Bárbara. Lo que generalmente era una cálida bienvenida al hogar, hoy se veía teñido de ansiedad. Ni bien abrió la puerta principal, su gata Calico comenzó a maullar, pero al percibir el malestar de Brent se hizo a un lado, como si se hubiera encontrado frente a un perro guardián rabioso. Ello no le impidió, como era su costumbre por las tardes, salir corriendo hacia la cocina a mendigar por su cena.

    Brent apoyó el portátil, colgó la chaqueta y fue hacia la cocina a hacer lo que se esperaba de él. La gata se escabulló feliz entre sus piernas y ronroneó mientras él le preparaba la cena. Brent sabía que no tendría noticias de Rebecca hasta después de la puesta del sol, o quizás aun todavía más tarde, así que volvió a mentalizarse en «modo trabajo» para llenar el vacío. Brent se había acostumbrado a la compañía de Rebecca. En menos de un año, su vida de soltero se había transformado en una vida compartida. Este día iba a ser muy solitario.

    II

    Las aguas de Refugio State Beach, que normalmente eran de un azul turquesa resplandeciente, estaban ahora turbias y eran de un negro brillante, y la costa de arena se había llenado de charcas fétidas y pegajosas con brea maloliente solidificada. Cuando Rebecca llegó al lugar, cargando una pala, la asaltaron inmediatamente un cúmulo de olores desagradables, desde huevos podridos hasta el olor que se siente cuando uno está repostando el coche. 

    Al llegar a la orilla se presentó como una de las voluntarias y miró a su alrededor buscando a la persona a cargo. Había docenas de individuos recogiendo la sustancia viscosa y depositándola en cubos de color naranja; algunos vestían ropa de calle y otros equipos de protección. Una mujer que llevaba una gorra con visera amarilla transparente y vestía un mono de trabajo, le hizo gestos con las manos. 

    —¿Eres Rebecca?

    —Sí.

    La mujer le estrechó la mano.

    —Soy Verónica Struthers, la coordinadora de los voluntarios. Ya has pasado por el segundo nivel de formación, ¿no es así?

    —Así es.

    —Bien, entonces

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