Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El legado político de Blair
El legado político de Blair
El legado político de Blair
Libro electrónico354 páginas4 horas

El legado político de Blair

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Cuando Tony Blair ganó las primeras elecciones en 1997, despertó oleadas de entusiasmo dentro y fuera del país; se abría una nueva época en la política británica. Y no sólo consiguió que el Partido Laborista, después de languidecer en la oposición durante casi dos décadas, volviera al poder, sino que ganara tres elecciones consecutivas. Pero, tras diez años de permanencia en Downing Street, ¿cuál es el balance de su paso por el gobierno?, ¿qué herencia política deja a su país y a su futuro sucesor? En este libro, Rosa Massagué, que conoce bien la sociedad y la política británicas tras haber trabajado varios años como corresponsal en Londres, compone un retrato elocuente a través de los diversos episodios y de las decisiones políticas más relevantes que han marcado el mandato del adalid del Nuevo Laborismo.

En estas páginas, la autora analiza desde los primeros momentos en los que su retórica reformista seducía a la población británica su política económica, social y laboral, pasando por la transformación radical del partido hasta hacerlo irreconocible. Massagué hace hincapié en cómo Blair ha logrado modernizar la sociedad británica y, también, en cómo ha emprendido una gran reforma del Estado y ha reestructurado completamente los servicios sociales y la política de ley y orden, adoptando medidas neoliberales más propias del Partido Conservador que de uno situado supuestamente a la izquierda. Pero un hecho marcó de manera indeleble a su gobierno: la guerra de Irak y su apoyo incondicional y sin reservas al presidente Bush en su lucha contra el terrorismo global, lo que le alejó de aquella Europa en la que, tras años de enfrentamiento bajo los mandatos conservadores, parecía que el Reino Unido iba a integrarse definitivamente. Así, el legado final a su sucesor es un país desencantado y desigual y un Partido Laborista en declive.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2012
ISBN9788483197677
El legado político de Blair

Relacionado con El legado político de Blair

Libros electrónicos relacionados

Artículos relacionados

Comentarios para El legado político de Blair

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El legado político de Blair - Rosa Massagué

    Rosa Massagué

    El legado político de Blair

    AUTORES

    ROSA MASSAGUÉ

    ESTUDIÓ PERIODISMO EN LA ESCUELA DE PERIODISMO DE LA IGLESIA, DE BARCELONA. REDACTORA JEFE Y JEFA DE RELACIONES EXTERIORES DE EL PERIÓDICO DE CATALUNYA, ENTRÓ A TRABAJAR EN ESTE DIARIO EN 1978, DÍAS DESPUÉS DE SU FUNDACIÓN. HA SIDO CORRESPONSAL EN LONDRES Y EN ROMA. COMO ENVIADA ESPECIAL HA CUBIERTO DIVERSOS CONFLICTOS COMO EL DE IRLANDA DEL NORTE O LOS BALCANES, CUMBRES INTERNACIONALES Y NUMEROSOS VIAJES PAPALES. HA COLABORADO REGULARMENTE EN VARIAS EMISORAS RADIOFÓNICAS Y DE TELEVISIÓN CATALANAS Y SIGUE HACIÉNDOLO EN TV-3. IMPARTE CLASES DE PERIODISMO INTERNACIONAL EN EL MÁSTER DE PERIODISMO BCNY QUE REALIZAN CONJUNTAMENTE LA UNIVERSIDAD DE BARCELONA Y LA ESCUELA DE PERIODISMO DE LA UNIVERSIDAD DE COLUMBIA (NUEVA YORK).

    CRÉDITOS

    DISEÑO DE CUBIERTA: ESTUDIO PÉREZ-ENCISO

    FOTOGRAFÍA DE CUBIERTA:© PA/CORDON PRESS

    © ROSA MASSAGUÉ, 2007

    © LOS LIBROS DE LA CATARATA, 2007

    FUENCARRAL, 70

    28004 MADRID

    TEL. 91 532 05 04

    FAX 91 532 43 34

    WWW.CATARATA.ORG

    EL LEGADO POLÍTICO DE BLAIR

    ISBN: 978-84-8319-311-2

    ISBN DIGITAL: 978-84-8319-767-7

    DEPÓSITO LEGAL: M-22.047-2007

    ESTE MATERIAL HA SIDO EDITADO PARA SER DISTRIBUIDO. LA INTENCIÓN DE LOS EDITORES ES QUE SEA UTILIZADO LO MÁS AMPLIAMENTE POSIBLE, QUE SEAN ADQUIRIDOS ORIGINALES PARA PERMITIR LA EDICIÓN DE OTROS NUEVOS Y QUE, DE REPRODUCIR PARTES, SE HAGA CONSTAR EL TÍTULO Y LA AUTORÍA.

    INTRODUCCIÓN

    Si es cierta la frase de que todas las carreras políticas acaban en fracaso, la de Tony Blair no parece una excepción. Tras unos inicios muy prometedores, en unas circunstancias extraordinariamente favorables, el político laborista ha dilapidado, diez años después, el enorme capital político que disponía en 1997, cuando pisó el umbral de Downing Street por primera vez como primer ministro.

    Blair ha sido un político de libro Guinness. Ha conseguido la mayor victoria electoral para su partido desde los años treinta. Es el primer ministro laborista que ha permanecido más tiempo al frente del Gobierno. El único líder de su partido que ha conseguido ganar tres elecciones sucesivas. El jefe del Gobierno más joven desde lord Liverpool en 1812, en época de las guerras napoleónicas. El artífice de la peor derrota sufrida por el Partido Conservador en más de 150 años y el que puso fin al periodo más largo de Gobierno (18 años) de un partido desde finales del siglo XVIII. Ha sido el primer jefe del Ejecutivo de Londres, desde la partición de Irlanda en 1921, que se ha entrevistado con dirigentes del movimiento republicano, y el primero en hablar ante el Parlamento de Dublín. Y también, si entramos en la esfera privada, ha sido el primero en más de siglo y medio que ha sido padre mientras residía en el 10 de Downing Street. Sin embargo, aquellos récords pueden acabar impresos en la letra pequeña, para uso del trivial pursuit de la historia.

    Hoy por hoy, los récords que le han acompañado en su retirada son haber perdido una guerra y una posguerra, de la que ni se arrepiente ni se siente responsable, y haber sido el primer jefe de Gobierno a quien la policía ha interrogado en dos ocasiones por un escándalo de corrupción vinculado a la financiación del Partido Laborista.

    Entre aquel inicio arrollador y este final decepcionante, el Reino Unido ha vivido una enorme transformación política y social. Este libro intenta examinar el legado que ha dejado Tony Blair a lo largo de sus diez años de permanencia al frente del Gobierno y los trece de liderazgo laborista.

    Sin necesidad de recurrir a la frase atribuida al líder chino Zhou Enlai de que era demasiado pronto para hacer una valoración de la Revolución francesa, debe pasar algún tiempo todavía para conocer el verdadero impacto de algunas de sus políticas, especialmente en temas de educación y asistencia social a los más pequeños, y en sanidad, pero en muchas otras cuestiones ya se puede esbozar un balance, que sin ser definitivo, seguramente se aproxima bastante a la realidad.

    Lo primero que hay que decir de Blair es que ha convertido a un partido derrotado y humillado, que parecía aparcado permanentemente en el inclemente espacio de la oposición, en una potente maquinaria para ganar elecciones. La Tercera Vía que impulsó, en un momento en que por todo el mundo se tambaleaban las viejas divisiones entre derecha e izquierda, dio un nuevo contenido a un partido viejo y agotado hasta convertirlo en un proyecto político que cerró la puerta al pasado y miraba al futuro con una extraordinaria capacidad de sumar adhesiones.

    Desde el Gobierno, la reforma constitucional emprendida ha sido el mayor logro del primer ministro laborista. Y dentro de esta reforma, la solución del largo y violento conflicto de Irlanda del Norte es sin duda su mayor éxito, un éxito por el que Blair trabajó incansablemente durante los diez años de su estancia en Downing Street. La devolución de autonomía a Escocia y Gales y a la ciudad de Londres han sido también otros logros muy destacados, aunque la nueva estructura del Estado deja algunos interrogantes abiertos, en particular sobre el papel de Inglaterra y del Parlamento de Westminster en la nueva realidad. La reforma emprendida de la antediluviana Cámara de los Lores merecería asimismo una nota altísima si no fuera porque ha quedado a medio camino, en una especie de callejón sin una salida clara que su sucesor deberá encontrar. Por el contrario, se ha perdido la magnífica ocasión que el Reino Unido tenía de dotarse por primera vez de un texto constitucional escrito, lo que hace que este país, una de las democracias más antiguas del mundo, sea una verdadera rareza.

    La situación económica bajo Blair ha sido muy favorable, aunque aquí el mérito no es suyo. Lo es de la situación que heredaron cuando el país empezaba a recuperarse de los estragos del thatcherismo, de una coyuntura global positiva pese a los sustos creados por las crisis rusa y asiática, y muy especialmente de Gordon Brown, el canciller del Tesoro a quien Blair cedió todo el poder y la responsabilidad sobre la economía y las finanzas.

    En política exterior, Blair llegó al gobierno con el convencimiento de que había que introducir una dimensión ética a las relaciones internacionales, convencimiento que compartía plenamente con Robin Cook, a quien nombró secretario del Foreign Office. Su intervencionismo moral le movió en cinco ocasiones a enviar soldados británicos a combatir. Pero si las primeras intervenciones respondían plenamente a la doctrina de la injerencia por motivos humanitarios, como fueron los casos de Kosovo y Sierra Leona, el resto se enmarcaba dentro de la lucha contra el terrorismo global.

    Blair ha querido ser el puente que une las dos orillas del Atlántico, el puente entre Europa y Estados Unidos. Ha querido convertir a Washington, con su enorme poderío bajo todos los puntos de vista, a su doctrina ética y multilateral, sólo que EE UU no necesita doctrinas y menos éticas, y menos aún las necesita una Administración como la de George W. Bush, dominada por unos halcones neoconservadores belicosos y con grandes intereses en potentes sectores industriales.

    El apoyo incondicional de Blair a Bush en la guerra unilateral de Irak le ha pasado una enorme factura, dentro y fuera de su país. Fuera, sobre todo en Europa, donde sus aspiraciones de poner al Reino Unido en el corazón de la Unión Europea no se han cumplido, y dentro, por la pérdida de apoyo en una sociedad que tanto había esperado de su primer ministro. Su salida de Downing Street ha coincidido con la representación en un teatro de Londres de una obra de título largo pero explícito: Rendición de cuentas: el procesamiento de Anthony Charles Lynton Blair por el delito de agresión contra Irak. Una audiencia pública, de Richard-Norton Taylor, que se ha convertido en el auténtico debate sobre la guerra de Irak que su protagonista evitó siempre. También ha coincidido con las declaraciones del fiscal general de la Corte Penal Internacional (CPI), Luis Moreno Ocampo, al decir que ve posible que Blair pueda ser algún día procesado, junto al presidente Bush, por delitos cometidos en Irak.

    A su llegada al poder en 1997, Blair prometió liderar uno de los gobiernos reformistas más radicales de la historia británica, y su aspiración era precisamente pasar a la historia como el artífice de un nuevo consenso social basado en la prosperidad económica y en unos servicios públicos reformados. Lo primero se ha conseguido. En lo segundo, si por una parte el Gobierno ha dedicado dotaciones muy importantes para dichos servicios; por otra, sus credenciales socialdemócratas se han ido al traste al aceptar las políticas neoliberales iniciadas por el conservadurismo radical thatcherista, como la semiprivatización de los servicios públicos, y las políticas sociales basadas en el trabajo. Pero no sólo éstas. Blair también les robó a los conservadores la política de mano dura en ley y orden.

    Así, no es de extrañar que William Rees-Mogg, ex director del diario The Times, escribiera en una ocasión que el thatcherismo está a salvo con el Nuevo Laborismo[1] , o que el escritor y periodista Robert Harris festejara el décimo aniversario del liderazgo laborista de Blair diciendo que es el primer primer ministro conservador que preside un Gobierno laborista[2]. O que The Economist asegurara que es un "un tory, de los antiguos […] estupendamente reciclado para la era moderna. El que dirija un Partido Laborista electoralmente triunfante y sustancialmente reconstruido […] es una de las cosas que hace de Blair un político tan extraño y fascinante[3]. O que el comentarista político Peter Riddell considerara al Nuevo Laborismo como el clímax de un acomodo gradual y aumentado a la visión neoliberal de los conservadores"[4].

    La imagen de su sucesor Gordon Brown es más socialdemócrata, es la de un hombre de una tradición laborista mucho más sólida que la de Blair, pero la herencia que recoge está ya muy cerrada y el agotamiento del electorado es manifiesto. El clima que había en la sociedad en los últimos meses de Blair era el de final de régimen, era un clima muy parecido al que se registró en España en los últimos tiempos del Gobierno de Felipe González.

    En la segunda mitad del siglo XX, el Reino Unido tuvo dos estadistas de gran talla. Uno fue el laborista Clement Attlee que puso al país en pie después de una guerra ganada en los campos de batalla, pero perdida como potencia mundial. La otra fue Margaret Thatcher, iniciadora de una revolución radical, neoconservadora y ultraliberal que trascendió el pequeño espacio insular para propagarse por todo el mundo. Blair ha disfrutado de muchas de las mismas condiciones que moldearon aquellos ejecutivos, como son un largo periodo en el Gobierno, mayorías amplias, oposición débil y un clima de opinión favorable[5].

    ¿Será Blair el primer gran estadista británico del siglo XXI? ¿Se hablará en el futuro de blairismo como se sigue hablando de thatcherismo? No parece que sea éste el caso, cuando muchos definen su legado no como un conjunto diferenciado de políticas, sino precisamente como la continuación de la revolución conservadora iniciada por la Dama de hierro. No deja de ser significativo que no haya ya entrado en uso el término. "No hay tal cosa como el blairismo, y si lo hubiera, el término describiría más probablemente manipulación y otras artes políticas oscuras que verdaderas políticas", señalaba The Economist[6].

    A lo mejor tenía razón el actor Jeremy Irons cuando aseguraba que a Blair se le recordará sólo por ser el hombre que nos llevó a la guerra de Irak y prohibió la caza del zorro[7]. Pero el modelo tiene imitadores. Hasta los tories han tenido que buscar al suyo y lo han encontrado en un joven David Cameron, un joven que en su primera sesión de control parlamentario como líder conservador se permitió decir de Blair: Él fue el futuro, en una ocasión….

    PRIMERA PARTE

    CAPÍTULO 1. EL HUNDIMIENTO DEL PARTIDO LABORISTA

    1. CASI DOS DÉCADAS EN EL DESIERTO

    En 1979 el electorado británico apeó del poder al Partido Laborista y lo envió a un desierto del que no volvería hasta 18 años después con Tony Blair. La travesía, además de larga, fue muy dura. La organización socialista tuvo que soltar mucho lastre ideológico y entender que la sociedad estaba cambiando a pasos agigantados para presentarse de nuevo ante el electorado con opciones ganadoras.

    El laborismo había tenido un éxito sin precedentes en las primeras elecciones de la posguerra, en 1945, de la mano de Clement Attlee, y una influencia, con la creación pionera del Estado del bienestar, que traspasaría las fronteras del Reino Unido. Después, en los años sesenta y setenta, con Harold Wilson y James Callaghan, los gobiernos laboristas fueron sumando fracasos económicos hasta el extremo de tener que solicitar un préstamo al Fondo Monetario Internacional (1976) y acabar al final con la derrota infligida, tres años después, por una agresiva Margaret Thatcher y un renovado Partido Conservador que encontró en el caos de los servicios públicos en que estaba sumido el país durante el llamado invierno del descontento su mejor arma electoral.

    1.1. LA DOCTRINA

    Históricamente, el ideario laborista contemplaba un fuerte intervencionismo del Estado acompañado de una limitación del papel del mercado; la nacionalización de sectores clave como la minería, la electricidad o los ferrocarriles; el pleno empleo; el igualitarismo social y la instauración del Estado del bienestar que debía proteger a los ciudadanos desde la cuna hasta la tumba mediante un sistema de pensiones, sanidad pública y otros mecanismos de protección, y todo ello con una política fiscal, de gasto público y de control de los tipos de interés en el más puro estilo keynesiano. Este ideario es el que Attlee había convertido en programa y aplicado con éxito desde el Gobierno salido de una guerra ganada, pero que había dejado al país exhausto y necesitado de una revolución que transformara una sociedad con unas enormes diferencias de clase y relanzara la economía.

    La fórmula no sólo funcionó sino que fue asumida por el Partido Liberal y el Conservador hasta la llegada al poder de la Dama de hierro. Lo que no funcionó fue la capacidad del Partido Laborista para desarrollarla y adaptarla a los nuevos retos sociales. La sociedad de los años sesenta y primeros setenta poco tenía que ver con la de la inmediata posguerra, cuando las cicatrices urbanas dejadas por los bombardeos nazis seguían abiertas, cuando todavía existía el racionamiento y la vida cotidiana de la clase media y baja estaba hecha de continuas privaciones. Las condiciones habían cambiado tanto que el primer ministro conservador Harold Macmillan, lleno de optimismo, se atrevió a pronunciar en 1957, sin riesgo a ser desmentido, la célebre frase: Nunca nos había ido tan bien. Aquellas palabras podían ser el lema de los swinging sixties, los años de Mary Quant, la minifalda, los Beatles y la alegría de vivir, en un país en el que, hasta entonces, el color gris parecía ser el color nacional.

    1.2. EL ‘QUINTO PODER’

    El Partido Laborista había nacido como una emanación de los sindicatos, las poderosas trades union (TUC, en sus siglas en inglés). Insuflaban su ideología al partido, elaboraban su política económica, elegían a sus líderes políticos y, además, eran su gran fuente de financiación. En los años de la posguerra las trades union eran un movimiento que gozaba del respeto de conservadores y laboristas por igual. Su influencia en la vida política era tan determinante que se les llamaba el quinto poder. En realidad, ningún partido podía gobernar de espaldas o en contra de los sindicatos, como constataron a su pesar varios primeros ministros, conservadores y laboristas. Y así fue hasta la recesión de los años setenta originada por la crisis del petróleo y los primeros amagos de la globalización que todavía carecía de este nombre.

    De repente, el partido y los sindicatos empezaron a divergir. En el laborismo había quienes ya pensaban que la propiedad pública de los bienes de producción no era la mejor fórmula para alcanzar la igualdad y la justicia social; que el keynesianismo no podía domar al capitalismo y que el pleno empleo era una quimera. Por tanto, este sector consideraba necesaria una revisión del credo del partido. Al fin y al cabo, otros partidos socialdemócratas ya habían reelaborado su doctrina, entre ellos el alemán, que, en el lejano 1959, en Bad Godesberg, había optado por someterse a la disciplina del mercado. Por el contrario, la izquierda marxista consideraba que el Estado del bienestar de la posguerra había hecho bien poco para avanzar la causa del socialismo; que era simplemente una forma de cubrir los costes sociales del capitalismo y de pacificar y calmar a la clase obrera[8].

    Los sindicatos, que compartían esta visión, alarmados por la imparable amenaza de la pérdida de puestos de trabajo y una inflación galopante, se enrocaron en la doctrina clásica y con su autoridad ideológica, organizativa y financiera consiguieron arrastrar al partido.

    Se enfrentaron a gobiernos suyos, como los de Wilson y Callaghan, con un sinfín de huelgas y la oposición frontal y total a su modernización y a un intento de recortar sus poderes impulsados por el partido. Fueron en gran parte responsables de que ambos perdieran sendas elecciones. Los sindicatos, pese a su retórica revolucionaria, reforzaron la resistencia laborista al cambio, y fue el conservadurismo laborista más que sus objetivos revolucionarios lo que llevó a su derrota en 1970, cuando no consiguió producir un crecimiento económico ni reducir las huelgas[9].

    Las diferencias en este matrimonio mal avenido se agudizaron hasta un punto que resultó ser de no retorno para el partido. En 1976, en la conferencia laborista, en Blackpool, Callaghan había anunciado el fin del keynesianismo: la política de reducción de impuestos y aumento de gasto público ya no existe, declaró. Los sindicatos respondieron con un sinfín de huelgas que paralizaron gran parte de los servicios públicos con el resultado final de una victoria electoral conservadora, la de Margaret Thatcher.

    1.3. EN LA OSCURA OPOSICIÓN

    El poder no sólo desgasta a quien no lo tiene, como diría Giulio Andreotti, sino que puede sumir a un partido en la más absoluta miseria. Y eso es lo que le ocurrió al laborismo a partir de 1979. Cabía pensar que, en vista del desastre, la corriente reformista consiguiera imponerse, pero no fue así. Michael Foot fue elegido líder del partido. Hombre de una gran y aguda inteligencia, pertenecía a la izquierda del partido, concretamente al grupo Tribune, que se identificaba con la revista del mismo nombre, y era el candidato de los sindicatos. Se presentaba como el hombre de compromiso entre la derecha reformista que encabezaba Denis Healey y la extrema izquierda liderada por Tony Benn. Su afiladísimo verbo convertía las sesiones parlamentarias de control en un espectacular y entretenido duelo dialéctico con una arrogante y despreciativa Dama de hierro. Pero Foot, como la realidad se encargó de demostrar, no era el hombre para dirigir el laborismo en aquellas circunstancias en que el neoliberalismo galopaba, y no sólo en el Reino Unido. Bajo su liderazgo el partido sufrió una escisión cuando cuatro pesos pesados del sector reformista conocidos como la banda de los cuatro (Roy Jenkins, Shirley Williams, David Owen y William Rodgers) fundaron el Partido Social Democrático (PSD).

    El programa laborista para las elecciones de 1983 titulado Una nueva esperanza para Gran Bretaña proponía entre otras políticas: la renacionalización de las industrias que Thatcher estaba privatizando, la nacionalización de la banca y de las grandes industrias que seguían siendo privadas, la retirada del Reino Unido de la entonces llamada Comunidad Económica Europea (CEE), la abolición de la Cámara de los Lores y el desarme nuclear unilateral. Gerald Kaufman, un diputado laborista que había sido ministro en los años setenta, calificó el programa de: La nota de suicido más larga de la historia. El resultado fue un nuevo fracaso electoral con una mayoría conservadora de 144 escaños y el relevo de Foot. Y... la entrada en el Parlamento de un joven diputado de 30 años llamado Tony Blair.

    1.4. LOS PRIMEROS INTENTOS DE REFORMA

    A Foot le sucedió al frente del partido Neil Kinnock, un hombre que procedía de la izquierda menos radical del laborismo. Su voluntad de cambio era manifiesta pero, en los primeros años de su liderazgo, mientras el thatcherismo campaba a sus anchas, tuvo que enfrentarse a una extrema izquierda que se había endurecido agrupada en torno a una corriente trotskista llamada Militant Tendency (Tendencia Militante), y a un combativo sector sindical dispuesto a cualquier cosa antes que morir a manos del neoliberalismo rampante.

    El Sindicato Nacional de Mineros (NUM, en sus siglas en inglés) era uno de los baluartes de la extrema izquierda. Su líder, Arthur Scargill, lanzó a su gente a una huelga nacional, en 1984, convocada sin una consulta previa y con el uso de piquetes masivos y de los llamados piquetes voladores para evitar el cierre de pozos que quería imponer el Gobierno conservador. La huelga degeneró en múltiples escenas de violencia y no evitó el cierre de las minas. Más bien fue el canto del cisne de un sindicato que siempre se había demostrado muy combativo.

    Kinnock, que procedía de una zona minera en Gales, era hijo de minero y representaba en el Parlamento a una circunscripción minera, compartía los objetivos de la huelga pero no podía aprobar los métodos impuestos por la dirección del sindicato. Su postura le reportó serias dificultades en la conferencia anual del partido. Por el contrario, un año después consiguió desarmar a la Militant Tendency, que había convertido el Ayuntamiento de Liverpool en su feudo. En la conferencia del partido de aquel año pronunció un discurso con el que consiguió aislar a la extrema izquierda y explicar la urgente necesidad de abandonar los maximalismos de los sectores más radicales: Os voy a decir lo que ocurre con las promesas imposibles. Se empieza con resoluciones difíciles de alcanzar. Luego se adoban hasta convertirlas en un dogma rígido, un código al que vivir pegado durante años, anticuado, fuera de lugar, irrelevante con respecto a las necesidades reales, y se acaba en el caos grotesco de una Ayuntamiento laborista, contratando un servicio de taxis para ir de un lado a otro de una ciudad entregando cartas de despido a sus propios trabajadores.

    Como escribe Sampson: "La identidad del viejo laborismo se estaba desmoronando. El núcleo de la antigua clase obrera estaba menguando mientras muchos de sus seguidores de las clases medias e intelectuales habían desertado hacia el nuevo Partido Social Democrático. Resultaba difícil localizar el alma del partido cuando el marxismo y el socialismo estaban desacreditados. Por toda Europa los partidos socialistas estaban perdiendo el norte y se dividían"[10].

    En Francia, por ejemplo, François Mitterrand, que llegó a la presidencia de la República en 1981 con un programa que contemplaba planificación económica y nacionalizaciones, tuvo que abandonarlo dos años después y el Partido Socialista inició un viraje a la derecha. En otros países europeos

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1