La familia soñada: Segundas oportunidades (1)
Por Laurie Paige
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Para un padre adoptivo como era Jeff Aquilon, los trabajadores sociales eran el enemigo. Pero entonces conoció a Caileen, una consejera que parecía preocuparse realmente por los intereses de su familia. Jeff tenía que admitir que había algo en aquella apasionada mujer que también había despertado su interés. Aunque deseaba ayudar a los Aquilon, Caileen no tardó en tener que admitir que, además de preocupación, sentía algo por Jeff que no había sentido desde hacía años...
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La familia soñada - Laurie Paige
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2006 Olivia M. Hall
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La familia soñada, n.º 1668- enero 2018
Título original: Second-Time Lucky
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-776-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
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Capítulo 1
JEFFERSON Aquilon colocaba una caja dentro del armario mientras se preguntaba por centésima vez en la última hora si estaría haciendo lo correcto.
Aunque, a decir verdad, ya era un poco tarde para eso. Todas sus pertenencias habían sido enviadas desde Boise hasta aquella pequeña vivienda unifamiliar estilo rancho cerca de Council, Idaho. Ahora, todos sus esfuerzos giraban en torno a hacer de aquel lugar su hogar.
La preocupación seguía acosándolo, sin embargo. Se había mudado hasta allí por los chicos que tenía a su cargo. Jeremy, su sobrino, había adquirido con dieciocho años las responsabilidades de un hombre a pesar de ser sólo un niño. Tony, de trece años, que casi había olvidado lo que era reír y Krista, de diez años aunque parecía mayor, no tenían relación sanguínea con él, sino que eran los hijastros de su hermano y él era el único pariente vivo que les quedaba.
Sus dos hermanos habían muerto jóvenes. Lincoln, el padre de Jeremy, y el mayor de los hermanos Aquilon, había muerto de un ataque al corazón con treinta y nueve años. Una conmoción para todos.
Seis meses antes, Washington, el hermano mediano, había fallecido en un accidente de carretera. Se había casado con la madre de Tony y Krista cuando éstos eran sólo unos bebés.
Jeff hizo una mueca. Por aquella misma época, él había perdido el pie izquierdo con una mina anti-personas en una patrulla de reconocimiento en Afganistán.
Pero la vida no parecía querer dar tregua a los Aquilon. Dos años atrás, los bienintencionados trabajadores de la Secretaría de Servicios Sociales le habían quitado a los dos pequeños, aduciendo que la caravana de dos habitaciones en la que vivían no era lo suficientemente grande y los niños habían terminado con una familia de acogida.
El padre de acogida los pegó hasta que los niños acudieron a Jeremy en busca de ayuda. Los tres huyeron y se ocultaron en Lost Valley. Los encontró la familia Dalton, que tenía un rancho en la zona.
Jeff apretó los puños mientras soportaba un nuevo ataque de furia. Se obligó a relajarse y desembalar la caja de las herramientas.
Trató de convencerse de que las cosas iban saliendo. Aunque su apellido no había tenido suficiente peso para convencer al juez del juzgado de menores de que los chicos estarían bien a su cargo, el de los Dalton, una familia importante de Idaho, sí, y les estaba muy agradecido por haber acudido en su rescate.
Además, una de las hermanas Dalton, dirigía una fundación benéfica y había convencido a los demás participantes para aportar la cantidad correspondiente al pago inicial del nuevo y moderno hogar tipo rancho, con una habitación para cada niño tal y como habían exigido los Servicios Sociales. Eso unido a lo que había ahorrado trabajando en el ejército, le había permitido el cambio.
Aprovechando la gran demanda de tierras que había en la ciudad de Boise, había vendido su parcela por una enorme cantidad de dinero con la que había comprado veinticuatro hectáreas de terreno colindante con la autopista que dirigía a uno de los destinos vacacionales de la zona más solicitados. Los Dalton le habían ayudado a embalar y cargar sus enseres en un camión alquilado. También habían reparado el viejo granero y lo habían transformado en un taller para instalar su negocio de reciclaje, con el que se ganaba la vida, y sus esculturas, con las que no.
Así que, ahí estaban, su pequeña familia y él, menos de un año después del juicio por la custodia, instalándose en su nuevo hogar. Los niños ya estaban matriculados en su nuevo colegio y el brote de los narcisos daba la bienvenida a la primavera.
Notó que se le aceleraba el pulso y una extraña emoción lo embargaba. Se detuvo en el proceso de descargar una caja llena de ojivas antiguas que había adquirido recientemente y analizó el sentimiento repentino. La sorpresa lo llevó a sonreír.
Esperanza. Ilusión. La expectación de que todo, por fin, estuviera saliendo bien en su mundo. Claro que su lado desconfiado seguía preguntándose en que planeta estaría ese paraíso.
Entonces le vino a la mente algo que su madre les dijera una vez a él y a sus hermanos mientras los ocultaba de su padre alcohólico y maltratador.
Jeff salió al soleado exterior recordando su determinación a crearse una vida digna. Tras terminar la enseñanza secundaria se había unido al ejército y se había hecho soldado profesional. Sin embargo, las cosas no habían salido según lo planeado.
Un coche enfiló el sendero de entrada hacia la casa sacándolo de sus reflexiones. Conducía una mujer. Dejando a un lado momentáneamente las preocupaciones, salió del taller y se dirigió a la casa. La mujer había aparcado el coche y se acercaba a la puerta de entrada.
Se detuvo en medio del sendero hecho de losetas de un tono rosado flanqueado a ambos lados por flores que habían plantado los chicos, parecía observarlo todo, como si fuera a comprar la casa.
La familiar sensación de desconfianza lo hizo detenerse.
Iba vestida con estilo muy formal, pero había un matiz juvenil, incluso agraciado en la manera en que se detuvo a oler una rosa particularmente aromática.
Jeff supuso que estaba allí por negocios, probablemente algo relacionado con los constructores locales o los diseñadores de interiores que utilizaban los servicios de su empresa dedicada al reciclaje, pero por un instante deseó que estuviera allí por él.
Frunció el ceño ante la extraña sensación y la atribuyó a la fiebre primaveral.
—Hola —dijo en voz alta.
La mujer se irguió y se giró en redondo hacia él. Era mayor de lo que había imaginado en un principio, probablemente de su edad, pensó conforme se acercaba a ella, notando las líneas de expresión que se dibujaban en el rabillo de sus ojos.
—¿Busca a alguien? —preguntó educadamente.
La mujer se quitó las gafas de sol y lo miró. Tenía los ojos de un color verde claro salpicado de motas doradas alrededor de las pupilas. Durante un extraño segundo, sintió como si le estuviera viendo el alma misma… y vio que lo que estaba viendo no la impresionaba.
Caileen Peters consultó su cuaderno.
—¿Jefferson Aquilon? —preguntó, mirando al hombre que se aproximaba a ella con una ligera cojera. Coincidía con la descripción que le habían dado de él.
Excepto que en su informe no constaba que parecía un hombre sacado de una novela de las hermanas Brontë: moreno y meditabundo; desconfiado y cauteloso; interesante como sólo un hombre experimentado y seguro de su lugar en el mundo podía serlo.
Una extraña sensación le recorrió la piel, erizándole el vello.
Al instante, Caileen trató de tranquilizarse, controlar su imaginación y concentrarse en lo que había ido a hacer allí. Alzó las cejas al notar el silencio que se había apoderado de la situación.
—Lo ha encontrado —dijo él con un gesto interrogativo en los ojos y ni rastro de una sonrisa de bienvenida en su anguloso y atractivo rostro.
Medía algo más de un metro noventa, amplios hombros y constitución musculosa. Las líneas de expresión que se dibujaban a ambos lados de sus ojos equilibraban suavemente el ceño de la frente.
Tenía el pelo castaño oscuro, casi negro, al igual que los ojos. Mirarlos era como perderse en un pozo sin fondo. El hombre desprendía una cualidad hermética, como si no permitiera a nadie la entrada en sus pensamientos.
Un año mayor que ella, que tenía cuarenta, era un ex militar que había perdido un pie al estallarle una mina anti-persona en Afganistán. Había tenido problemas con los Servicios Sociales de Boise el año anterior, por lo que dudaba si decirle cuál era el motivo de su visita. A nadie le gustaba que un extraño se inmiscuyera en su vida.
—Juega usted con ventaja —dijo Jeff finalmente—. ¿Va a decirme quién es?
Caileen se presentó.
—Trabajo para el condado. Servicios Sociales —añadió.
—¿Qué quiere? —preguntó él, acentuando el frunce del ceño.
—«Una nueva vida no estaría mal». Me han asignado su caso.
—Creí entender que ya teníamos asignado un trabajador social.
—No en este condado. He hablado con su consejera en Boise y con Lyric Dalton aquí, lo que me lleva a pensar que tengo una idea bastante clara de la situación.
—¿De veras?
El tono empleado fue bastante cínico, envuelto en una capa de sarcasmo y suspicacia. Exactamente igual que el resto de sus casos en el primer encuentro, aunque más intenso.
La trabajadora social de Boise, la señora Greyling, no era más que una mujer amargada y tediosa que debería haberse jubilado mucho antes de quemarse con su trabajo como lo había hecho. Había apoyado la idea de apartar a los niños de aquel hombre terminando finalmente humillada cuando éstos huyeron del hogar de acogida que ella había recomendado.
Caileen sonrió al hombre que había tomado a los huérfanos a su cargo. Que los niños hubieran mostrado el deseo de irse con él jugaba en su favor y Lyric le había asegurado que era una persona muy cariñosa. La actitud que le estaba mostrando en ese momento no influiría en su opinión. Sólo el tiempo podría hacerlo y tenía mucho tiempo para conocerlo a él y a su familia.
—Me alegro de que su casa esté terminada —dijo ella, concentrándose en el silencioso hombre—. Los niños se han adaptado muy bien al colegio según todos los informes.
—Veo que ya se ha ocupado de ver qué tal lo están haciendo ellos y ahora piensa hacer lo mismo conmigo —dijo él.
—Sí. Tengo que ver la casa, si no le importa —dijo ella sin borrar la sonrisa.
—¿Serviría de algo que me importara? —su inesperada sonrisa estaba cargada de ironía, pero embellecía su rostro.
—No si quiere quedarse con los niños —dijo ella sin intención de evadir el asunto.
—Dejemos una cosa clara desde el principio —dijo él, avanzando un paso hacia ella—. Ya se ha jugado con esos niños suficiente. El juez dijo que podían vivir conmigo y aquí se quedarán.
—Yo también creo que sería lo mejor —dijo ella con la voz más serena que pudo conseguir.
Inspiró profundamente. El aroma a tomillo silvestre la inundó, así como el olor a jabón y loción de afeitado. Un aroma puramente varonil que le recordó tiempos pasados, cuando era joven y estaba enamorada.
Caileen inspiró fatigosamente y se obligó a volver al presente.
—¿Se encuentra bien? —preguntó él, entornando los ojos color chocolate mientras la estudiaba.
—Sí, sí, por supuesto.
Caileen tomó nota de las flores, el césped pulcramente cortado a ambos lados de la entrada y las rocas que habían utilizado para separar cada espacio. Más allá del césped, la tierra estaba cubierta de grava y mantillo para un fácil mantenimiento y que exigía poco agua.
Sabía por lo que había leído en los informes que era escultor aparte de experto en reciclaje. Sintiendo la necesidad de encontrar un terreno neutral, preguntó:
—¿Lo ha hecho usted? —señaló hacia una fuente decorativa cubierta de brillantes piezas cerámicas que sostenían dos esculturas hechas de hilo de cobre.
Jeff le siguió la mirada y asintió.
La hermosa composición artística estaba colocada en el centro de un círculo cubierto de grava. En un acogedor rincón bajo la arboleda formada por un grupo de plateados abedules, había colocado un bonito banco de madera. Y como perfecto telón de fondo, el cielo azul salpicado de esponjosas nubes blancas.
Caileen se imaginó sentada allí en una tarde de verano esperando a que salieran las estrellas.
—¿Podemos pasar dentro? —sugirió entonces, olvidando la ridícula idea.
Él asintió y la condujo hacia la puerta de entrada. Tras abrirla, le hizo un gesto para que entrara. Ésta avanzó hacia el interior de la modesta vivienda y se detuvo en seco. La preciosa y acogedora decoración del salón, el calor que desprendía, la pillaron desprevenida.
Jeff apoyó las manos en los hombros de ella para sujetarla después de chocar con ella. A través de su oscuro traje de chaqueta, sintió un hormigueo en la piel, muy consciente de la cercanía de aquel cuerpo, y se obligó a separarse, a alejarse de su perturbadora masculinidad.