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De Leones a Hombres
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Libro electrónico337 páginas4 horas

De Leones a Hombres

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Durante la guerra de Sierra Leona, en el conflicto armado se produce una historia hasta ahora oculta. Una narración de hechos que quita la pólvora a los fusiles y da a las granadas un sitio en el árbol frutal.
Los niños soldados pierden su condición de guerrilleros para pasar a una etapa adulta, plena y bella, ya que ellos pasan "De Leones a Hombres"

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 jun 2017
ISBN9781370934584
De Leones a Hombres
Autor

Víctor Manuel Martín Requena

Soy Víctor Manuel Martín Requena. Nací en Palma de Mallorca in 1980. Descubrí muy pronto la literatura mediante la poesía, los relatos cortos y la novela. De antemano me gustaría daros las gracias por leerme y hacerme compañía en los mundos que diseño. Mi visión particular te dará un ticket para la fantasía, la fuerza y el amor. Estas virtudes siempre ganan en mis historias. El primer libro que puedes leer es Relatos Cortos de Víctor Manuel Martín Requena, un ebook interactivo en el que descubrirás a un lugar maravilloso en el que navegar como un marinero, correr en un bosque extraño, conquistar un castillo especial, ayudar a un vagabundo y ver la verdadera luz. DISPONIBLE la novela "El Guardián de la Felicidad". Una historia de desembarcos y anclajes en el tiempo con una ciudad como emplazamiento principal, Madrid. Descubre quien ostenta el título de ‹‹EL GUARDIÁN DE LA FELICIDAD››. Profundiza en la razón del robo del tiempo y sus motivaciones. Asiste a las encarnizadas batallas por el crono. Vive el Amor, la Amistad y el Honor. Añado al mundo de la fantasía una nueva obra,"VIDA DE UNA LEYENDA" en la que una "Encrucijada" marca el antes y después en la vida de un niño de Wirple. Las sendas a recorrer lo llevarán a una decisión: ¿Héroe o Villano? Mi pagina web es: http:www.victormanuelmartinrequena.com

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    De Leones a Hombres - Víctor Manuel Martín Requena

    De leones a hombres

    Víctor Manuel Martín Requena

    Copyright © 2017 by Víctor Manuel Martín Requena. All rights reserved. SmashWords Edition

    Copyright © 2017 Víctor Manuel Martín Requena.

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida en cualquier forma o por cual-quier medio electrónico, mecánico o fotocopia grabado ni de otra manera sin el permiso previo y por escrito del autor/editor..

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    www.victormanuelmartinrequena.com (Página web)

    Para orientarme no uso la brújula, para iluminarme no utilizo la luz, para escribir prescindo de la mente, porque me guían tus palabras, me ilumina tu rostro y me inspira mi amor por ti.

    Conduzco un camión de pesadilla en el que el dial sintoniza el llanto de una tragedia que no acaba. Brama el motor con mi cambio de marchas rumbo a un territorio en el que los silbidos no provengan de las balas. El gimoteo de un bebé me obliga a pisar a fondo el acelerador; no es consecuencia de su hambre ni motivo de nostalgia, pero esa rampa de emoción me coloca en los inicios de mi vergüenza.

    1. Príncipe

    Sierra Leona 1991

    La costa rugió con unos leones que nunca cazan en esta mi tierra natal, pese a su denominación. Salté entre los manglares embarrando mi calzado, aunque no me despisté. Perderlo escocía, ya que una correa anudada con su hebilla en la mano de mi padre daba buena cuenta del olvido en las tierras pantanosas. Azucé con un palo cuanta rama me topé, con una imitación de una bayoneta casera. Un rifle de asalto y un puñal atado con trapos convierten el arma en una falsificación de tiempos de Napoleón que peca en lo burdo. Un chillido nervioso de chimpancé me advirtió que mi exploración terminaba, a menos que quisiera un mordisco como recuerdo. Los turistas intoxicaban con sus flashes a los animales, a los que calificaban de «amables» hasta que perdían un dedo o sus pertenencias campaban en las copas de los árboles. El camino a casa reptó cual serpiente en barro por las fuertes lluvias de este mes de mayo. Revisé en un charco mi aspecto. Me cercioré así de que ninguna descarga del látigo que ajusta los pantalones a mi padre cayera sobre mí. Pasarela de modelos sobre un despojo de agua que otorga un premio al único representante del certamen. Tardé más de lo previsto y Efebo me tentó. Admiré mis bucles negros con una longitud desorbitada; el negro fuerte de mis ojos, que desafían incluso al aire; unos labios de un rosa altivo que desconocen el paseo de otros femeninos en ellos, y mi rostro cafetero con gotas de lácteo. El tono de mi piel atraía detractores que perseguían al convocante del mal augurio, o los parlanchines con supuestas dotes mágicas que incluían la rareza como un signo del elegido para la unión de las razas. Por supuesto, huía de ambas distinciones y de sus adeptos. Salí de mi embobamiento con un aprobado que marqué en el reflejo del agua. Un árbol que nació antes que mi tatarabuelo fallecido combó su tronco como arco de entrada para una choza austera, quizá humilde, pero cálida por quienes vivíamos en ella.

    Miró testificando en el acto la ausencia de manchas, para lo que me estiró de la camiseta blanca y los pantalones caquis; levantó la punta de los zapatos raídos con un delator, la hierba con que los limpió de barro. El tejado de paja, la pared de igual consistencia que la madera, porque la mezcla de barro, caña y el secado al sol no impedían un derrumbe por un golpe fuerte o un viento inflamado. Un cabeceo en dirección al suelo mostró respeto a mi padre, que me ordenó:

    −Amiri, siéntate calladito, que vamos a comer.

    La hora del papeo, un festival de silencios roto por los sorbos de mi interlocutor, al que nadie osa reprochar su forma de deglutir, ya que él ordena, manda y controla.

    Mi hermana y mi madre asentían con su mirada puesta en mí rogándome una tregua, porque en los últimos años discutía la autoridad con preguntas que no tienen más respuesta que la violencia. Servidos los platos, comíamos arroz con trigo, la carne no tenía cabida en nuestra mesa. La presencia que atemorizaba eructó como despedida y tras una inspección segura de su marcha la conversación salió de los labios de mi madre.

    −Gracias, hijo, por no contestar. Tu padre cumple una misión difícil y le cuesta borrar de su cabeza los horrores de la guerra. Teme por nosotros, por eso es estricto contigo. Una palabra tuya a un soldado del gobierno los enfurecería. Ya has visto en tu amigo Daren como pagan una protesta.

    Reponerme del golpe de mi amigo me costó, lo acallaron cercenándole la lengua, una barbarie propia de otros tiempos, pero que ocurría como la salida del sol, cada día. La falta de habla de Daren me contagió ante el recordatorio de mi madre. Salí corriendo en pos de la voz que comprendía, la naturaleza. Solo, encaramado en un árbol, oteé igual que un halcón, no en busca de una presa, sino de una respuesta. Atroz, la guerra cobraba el impuesto de la vida sin distinción en nuestra población. Impuse la imagen del soldado y de nuevo recobré en mi cabeza la pintura al óleo de mi padre. Su nombre, Makonnen Kodtxo Dodji.

    Tanta nomenclatura no representa ningún problema en África, y la imposición del nombre representa una tarea de suma importancia.

    En Ade, el tío abuelo de mi padre, recayó la responsabilidad de procurarle un nombre que lo hiciera progresar en la vida y fuera adecuado. A tenor de lo vivido hasta ahora, no podía discernir en si erró o acertó. El significado de su denominación viene como sigue: Dodji, por ser el primero de los niños que acarreó una época de dificultades para la familia; Kodtxo le pertenecía por nacer el lunes, por las tradiciones Fon, Mina y Ashanti, y el usado como principal, Makonnen, era «rey». El mío incompleto es Amiri Koku. Koku porque mi madre dio a luz un miércoles.

    El significado del que falta lo retraso para no adelantarme en la historia, y el nombre «verdadero» lo oculto. El símbolo de letras que representa mi yo más puro, la sonorización del abecedario que compone mi auténtico ser, es un secreto. En África a este se le conoce como «el nombre del Fâ», mi geomancia, mi representación espiritual, el hilo que me une al ser. Mi mismo ente. Nunca nadie delatará su alma para que la usen a voluntad, por eso no te llaman por este nombre ni lo conocen más que tus padres.

    Recuerdo cuando mi padre lo deslizó en mi oído, con una bocanada que capté yo y que el aire ni siquiera detectó. Una conversación posterior se coló en mis oídos de nuevo:

    −Jamás repitas en voz alta este nombre ni lo ofrezcas a quien quiera saberlo, porque el que te pregunte por él no busca un bien, ya que puede llamarte por cualquiera de los demás. Pueden atarte como un cordero a una existencia doblegada. Les cederías tu alma para sus juegos. Mi amiri, [1] solo en las ceremonias animistas con el cerrojo de las cortinas estás a salvo, no lo escribas para que no quede testimonio y guárdalo en tu corazón.

    Un recuerdo cariñoso de los pocos que atesoré, su pronunciación de «mi amiri».

    Golpearon unas piedras la base del árbol. Me hizo bajar de su estructura la llamada y desconectar de mi salto a la niñez. Con diez años me tenía por mayor, mal asunto. El lanzador era Daren.

    −Amigo. ¿Qué pasa?

    Verde, pastosa o blanca cremosa su cara en clara muestra de auxilio y socorro. Observé los moretones, el labio sin la sequedad acostumbrada y unas más que esclarecedoras gotas de sangre en su camiseta verde. No entendía de primeros auxilios, pero sí de amistad. Lo abracé con un consuelo que, aunque nimio, agradeció. Propuse la solución:

    −Makena te curará.

    No pasaba inadvertida la atracción de Daren por mi hermana, que al igual que su nombre, rebosaba de felicidad. Un paisaje de trenzas que ocupan hasta la media espalda, manos delicadas y finas como el trigo, con un rostro que abre la ventana al mundo con unos preciosos ojos negros y unos labios diminutos. En cuanto reparó en nosotros, Makena acudió a Daren empujándome sin disimulo. ¿Quizá las heridas del cuerpo enternecían su corazón? Un linimento de hojas con una receta de mi madre cambió el rostro de mi amigo, que por el escozor abrió los ojos, pero no tanto como cuando mi hermana le prestó atención. La pérdida de su lengua lo privó de llamarla Alika (la más bella), pese a que nunca engrosó su lista de nombres. No pasaba una sola jornada de sol y luna en que no reiterara aquel cumplido, pese a que le mostraba indiferencia. Si por un casual encontrábamos un juguete de niña extraviado (nunca robamos), pronto se lo entregaba a Makena diciéndole: «Para su verdadera dueña, además la de mi corazón». La respuesta, un desfile de la espalda de mi hermana alejándose con la muñeca mientras reía. Dos sombrillas, el uno junto al otro, parca en palabras ella e interrogándola él con una mirada afectuosa. ¿Por qué tantas molestias?

    Limpió con esmero la herida, desinfectó un inicio peligroso de pus y vendó los labios de Daren con los suyos. Un bofetón a mis predicciones, porque lo instaba siempre a que abandonara. Makena corrió después para dejarnos con preguntas y una solución, ella le correspondía. Señalé la marca del paso de una contingencia nada amistosa, ahora recubierta de verde hierba y marrón tierra.

    −¿Vinieron por ti para que delataras a tu padre?

    Cabeceó a mi pregunta afirmando mi suposición.

    −¿Y…?

    Ahondé en la hostilidad porque un frenético «no» me reveló lo inoportuno de mi pregunta. Escarbó en la tierra con profundos surcos dibujando un mural de horror ante la amenaza que caía sobre él. Pintó en la arena uniformes con metralletas y su nombre acribillado por impactos de bala. La próxima vez lo matarían. Pugné con las lágrimas, pero caí. Llorando, le prometí:

    −Buscaré una solución.

    Un vistazo a los claros del cielo nos aconsejó volver a nuestras casas, porque no podíamos añadirle «seguras», ya no. El manglar pobló sus aguas de ranas en un coro de monarcas a los que las chicas besaban para encontrar a su pareja, por lo menos en ese cuento. La unificación de sentimientos de Daren y Makena me alegró, pero aun así la ortiga de los celos me arañó. Volví cual antílope despreocupado por el rey. Antes de franquear la puerta, olisqueé el tufo de la violencia. Apoyado sobre las cañas en un precario equilibrio, Makonnen aferraba una botella con un color sucio, cuasi de barro. La ingesta de la bebida lo nivelaba a un monstruo por los actos que cometía. No oí el llanto de mi hermana, pero vi a mi madre doblegada como un perro apaleado. Planté mi voz con una súplica. Pensé en que a la bestia sedienta de sangre se la complacía con más, por lo que expuse:

    −Padre. A Daren lo golpearon para que descubra a su padre. Él soportó la paliza, pero en la próxima visita lo matarán si no les cuenta dónde se esconde. Ayúdalo, por favor.

    Contrario a lo que esperé, suscité un estado de ánimo eufórico:

    −Bien, bien, organizaré los preparativos de bienvenida a esos lacayos del gobierno. Mañana invita a casa a tu amigo y que nos explique qué día vendrán. Los estaremos esperando.

    Dio por terminada la conversación moviendo la mano que prensó el líquido que lo demonizaba. Aflojó la sentadilla sobre mi madre permitiendo que se guareciera en las sombras de las cañas y el barro. Ella escondió su rostro de mí y de una reprimenda mayor en caso de que hubiera aparecido una línea de rabia en su rostro o de dolor; ambos trazos enfurecían a mi padre. Calmado el río de aguas turbulentas, me fui para no avivarlas. Investigué cada ciénaga y bosque de los alrededores hasta que una voz ubicada en el territorio de las lechuzas me avisó de su localización. Makena, aterida de frío, respaldada por ramas de escasas hojas, dejó un hueco para mi ascenso al árbol. Trepé un largo trecho casi hasta la copa, porque conocía aquellas excursiones de miedo de mi hermana. La insté a descender un poco para que la rama soportara nuestro peso además de proporcionarnos abrigo. Vaciló en la bajada asiendo el tronco como un abrazo de niño en manos de un extraño, pero llegó al punto indicado. La abracé contra mí avivando el fuego de nuestros cuerpos en otra noche al raso.

    2. Amiri

    La orden de ejecución colocada bajo el pantano, los dedos prensados en amargo jugo de tierra líquida, mi mente opinó que cometía un error. Daren acudió puntual a la hora del gallo, el sol puntilleó su marcha silenciosa pese a sus fuertes pisotones. No extrañó a nadie que sorbiera en exceso hasta el punto de truncar el gorgorito de los pájaros a un patíbulo de muelas, lengua y saliva en un zafarrancho de combate. El cuenco limpio, la mirada instando a las preguntas del monarca de casa. Makonnen, con una orden seca, sin rastro de agua débil, mandó:

    −Fuera, chicas, reunión privada. Amiri, quédate.

    Mi labor de intérprete al rescate de mi padre. No conocía el lenguaje de signos ni leía los labios, cual pergaminos reveladores; lo entendía por el uso, la costumbre, la repetición de sus gestos, la modulación de sus cejas y el análisis de su rostro. Si me encallaba en alguna palabra, Daren la escribía. La salida limpia de las mujeres del hogar no impidió el cruce de dos rayos, los ojos de mi hermana a mi amigo y viceversa. Solicité en secreto guardar el candado de su idilio, pero una tos irrumpió mi deseo.

    −Presta atención, niño. ¿Cuándo suelen venir por ti los soldados?

    El interpelado mostró índice y anular, sumó a los dedos un refriegue a los ojos. Descifré la información:

    −A las dos de la madrugada, padre.

    Rascó su garganta como un cuchillo por su abultada nuez y hundió la mano izquierda en sus rizos.

    −¿Cuántos uniformados? ¿Alguno alejado con medallas en el pecho o el hombro?

    La irritación del cuello pasó igual que una ventisca a los ojos de Daren, pues ablandó el cepo a sus recuerdos de palizas, sobre todo de la que cortó su habla. Lágrimas cual puños torcían su recorrido para caer en la paja seca de nuestro suelo. Frenó el embalse con los pulgares. Mostró la mano entera, una pausa. Señaló su hombro y el índice apuntaló el techo de nuestra vivienda. Makonnen esperó mi dictamen.

    −Cinco soldados y un alto cargo.

    Lució la cubierta de la piraña, el arsenal de incisivos en una satisfacción conocida, mi padre listo para atacar. Crujió los nudillos con aspereza y la rigidez de los músculos detonó las venas, pero lo que confirmó su fuerza residía en la mirada, un vacío de miedo, un manglar de autoconfianza. Esperé un organigrama o un análisis concienzudo, nada ocurrió. Mi padre se levantó, dio una palmadita suave sobre la cabeza de Daren y le mostró la puerta a modo de despedida. Dirigí mis pies al mismo punto que mi amigo, pero me detuvo con un freno de respeto; el puño cerrado tocó mi pecho sin opresión, un ligero toque, la seda de una roca sobre un cuerpo de niño.

    −Príncipe, te llegó la hora de proteger el feudo. Te iniciaré en la guerra. Porque quieres salvar a tu amigo, ¿o no?

    Incluía en mis juegos el disparo de tronco, la emboscada de puñal de piedra o la retirada ante la lluvia de hojas de Daren. Un pacto hacia la madurez. Acepté.

    −No permitiré que le hagan daño.

    La respuesta colocó a mi padre en el orgullo de un hijo que no temía a las armas reales, al fuego de la pólvora o al tufo de la muerte. Cuán equivocado estaba. Preparó un hatillo de ropa vieja, cinco cantimploras repletas de agua y apresó una gran cantidad de arroz con salsa de quimbombó para nuestra cena en cuencos cerrados con hojas. Los tonos cobre del sol casi tocaban la superficie al salir de casa.

    Un niño sale de casa, un soldado vuelve.

    El equipaje finalizaba con la vestimenta de la muerte, una culata de madera, hierro cromado de tono negro, una cruz nada cristiana envuelta en un círculo y un accionador, el apéndice extra para el juez de la no vida. Un Kalashnikov. Makonnen, en una postura de felino acechante, pasó el arma por encima de la hierba, una siega sin pólvora. El dorso de su mano indicó una parada en mitad de la hierba alta, la tierra escarpada y las palmeras.

    −Amiri, observa bien.

    La locuacidad de mi padre no conseguía resultados en el mercado, pero imponía el respeto. Supe ante su primer disparo que igual que el rey de la selva, él nació con la batalla incrustada en la sangre. Amartilló los dientes y el rifle al tiempo. Planeó la bala mientras miró a la diana. Un rastro de corteza junto a savia mostró el acierto. Pensé que el daño gratuito a la naturaleza no acarreaba nada bueno. Avanzó con las rodillas excavando; alisó el pecho contra la tierra, cavó con los codos y pronunció las sílabas desde el arma. Las onomatopeyas de nuestros juegos infantiles en nada calcaban al sonido real de una bala. No oí el pim, pum, ni el bang, bang. Irguió su postura, caminó hasta mí con el destello de la iniciación. Depositó el Kalashnikov en mis manos tras poner el seguro. Repitió la maniobra frente a mí una docena de veces diciendo:

    −Seguro puesto frente a mí, quita la protección para todos los demás.

    Una lección prendió de sus labios como una misiva que nunca olvidé, «Confía solo en tu sombra de día, porque de noche juega sin ser vista». Temblé al soportar la carga de un montón de hierro peligroso y demasiado pesado para mí. Intuí que mi flaqueza empeoraría mi salud, por lo que con granos de sal presos en mis ojos sostuve el rifle de asalto. El retroceso provocó que la culata mal colocada en mi pecho me golpeara y caí como un alfeñique. Igual que un muelle, volví a mi posición inicial encajando con la axila y el hombro el arma de fuego. Miré cual rapaz la imposición vertical y horizontal de la mirilla. Disparé, sangró la palmera. Un total de dieciocho detonaciones colé a la productora de semillas con un sencillo parabién de mi padre:

    −Bien, Amiri.

    Facilitó la luna una pausa, un espacio ideal para cenar. Comimos el arroz con sendas paladas de las manos. Un intercambio generoso en la noche, que antes ni osé presagiarlo. Quitó la carga de las balas para intercambiarla por un puñal. Una hoja de tallo largo, bordes afilados en ambos sentidos, sierra estrecha en su base y un mango de cuero. El maestro endureció una liza con el viento con sendos mandobles, que no manotazos, porque el metal raspó el elemento con una velocidad a la que no atendí. Un corte a mi flequillo, el tajo minúsculo a mi frente, una perla de sangre en descenso cual lluvia me avivó los reflejos. Esquivé el segundo intento y golpeó con el puño del enorme cuchillo en mi barriga. Una entrega sutil al depositario. Ató con una cuerda fina mi mano a la espada pequeña. Tal como vi dancé con el esfuerzo de mis brazos, tracé diagonales, verticales, horizontales y ángulos tan obtusos que la geometría discurrió junto a mí. Desanudó la segunda lección con un aprobado en su boca que no reprodujo, aunque lo vi en la pizarra de sus ojos. Moduló la voz en un cántico de fauna, silbó la lechuza de la boca de mi padre. Si participara en un concurso, ganaría. Giré en todas direcciones, busqué al animal sin éxito. Makonnen repitió el sonido, con lo que quedé convencido de la autoría. De los tupidos entramados de hierba salieron hombres armados, desorganizados, sin puntas de lanza visibles. Anduvieron en mitad de la noche rumbo a nosotros con las armas ajustadas por bandoleras y cinchos repletos de munición, además de una funda para los puñales. Mi padre mantuvo el aire en el pecho en una inspiración alargada, una práctica de buceo en tierra, un sinsentido. Los ojos reducidos a tinta de sospecha, las manos abiertas cual garras, el dorso ampliado por la acción anterior. Una exhibición de poder frente a congéneres, porque ellos mostraron sonrisas contrarias a las del lobo. Amistosos frotes de barbilla me tranquilizaron, amigos.

    El punto clave entre noche y madrugada copó la conversación de los recién llegados, que con los ojos detenidos en mi padre esperaron la huella en el terreno, las pisadas que tocar, los flancos por cubrir y la señal para avanzar. Aquellos hombres nada distinguidos con camisetas embarradas, pantalones caquis con franjas negras y botas marrones pernoctaron con el odio suscrito hacia los invasores. Cada ojo una línea de rabia, un acento de furia a la que adiviné que ni la exterminación de los soldados bastaría. Uno de los nuevos amigos de mi padre, porque si bien coexistía el respeto entre ellos no percibí un reconocimiento rápido sino gradual de su posición como líder, caminó con los incisivos cual murciélago o vampiro (obviad al monstruo porque no lo conocí en películas en aquella época) hacia mí. Melena larga con rastas a la altura de la nuca, dilatadores de pequeños platos en las orejas, hojas de oro colgando de sus orejas y el colmillo antediluviano de un caimán. Su físico llamó aún más mi atención; una cojera disimulada intentaba quitar el desnivel entre sus piernas, los brazos anchos en los bíceps y unos ojos con venas rojas en un estallido de fuego que no se apaga. No achiqué mi vista ni retrocedí, mi arrojo lo aprobaron los restantes compañeros:

    −Sirhan, no atemorizas al chaval, pierdes cualidades.

    El alegato de los demás lo recibió el denominado con una aprobación que lo espoleó a una reacción. ¿Buena o mala? El astuto lobo, pues su nombre se refiere al animal, tendió su mano con un brillo en la mirada bien distinto del de su oro. Makonnen reclamó a los congregados a un vistazo a la tierra, surcó con el cuchillo tres franjas verticales, a dos les añadió una horizontal y la tercera quedó libre de ella. Dibujó uno de los símbolos del «más» en el este y el otro lo dejó al oeste, la señal del «menos» la difuminó en norte y sur. Una emboscada en toda regla, aunque el despeje de la incógnita en cuanto a su llegada desde cualquiera de los hemisferios trastocó a todos, con especial resignación acató el hermano mayor del perro la no localización del enemigo.

    Formé equipo con Sirhan, mi padre y un hombre de avanzada edad al que situé con nietos en vez de en una batalla, por la posición de sus brazos en el rifle, al que acogía en el regazo como un niño. Un salto cualitativo de mentalidad, pues con el solo hecho de combatir me aupé yo mismo a adulto. El rey tuvo palabras para mí:

    −Amiri, permanece quieto, contra el suelo, igual que una piedra. Controla la respiración, porque si escuchan otra cosa que no sea la noche, dispararán.

    Se habían establecido en el oeste otros tres compañeros de este particular frente armado que al igual que yo respondieron a mis indicaciones sin oírlas. Los soldados aparecieron por el camino principal, descuidados, sin la protección de la oscuridad, con colores chillones y la refulgencia de placas identificadoras sin cubrir. La casa de Daren desocupada al completo devolvió los gritos, «Daren, venimos a por ti; sal, pequeño, o abrimos fuego». La exigencia cambió a cruenta, «¡Destriparemos a tus hermanos, violaremos a tu madre y hermanas! ¡Ven aquí de inmediato!». Movilizaron las tropas cual dosel, todos frente a la puerta. ¡Sorpresa, pringados! Vacía. Los puntos cardinales de los lados fusilaron a la soldadesca que vino del norte. Vi la desfragmentación de una mandíbula, el orificio de hoguera en la frente, los charcos de ciénaga roja en el pecho y las quemaduras en la ropa coloreada con el aditivo escarlata. Malherido uno de ellos, el equipado con medallas y una gorra ahora usada de torniquete, los disparos que en principio

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