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El camino del actor / Vida y encuentros
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El camino del actor / Vida y encuentros
Libro electrónico386 páginas7 horas

El camino del actor / Vida y encuentros

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«Si queréis aprender mi método, observad el trabajo de Misha Chéjov.» Konstantín Stanislavski

Este volumen reúne dos textos autobiográficos de Mijaíl (Michael, en Estados Unidos) Chéjov que cubren su etapa rusa y europea, antes de que se instalara en Estados Unidos. El camino del actor (1928) rememora su infancia y el descubrimiento de su pasión por el teatro, su formación en la Escuela Teatral Suvorin y sus primeros pasos en el Teatro Mali y posteriormente en el Teatro del Arte de Moscú; entra de lleno en su alcoholismo y en sus desequilibrios nerviosos y, sobre todo, en su búsqueda de una nueva forma de actuar que deje atrás los estereotipos naturalistas. Vida y encuentros (1945) se compone de una nutrida serie de recuerdos y anécdotas por los que desfilan personalidades como Stanislavski, Vajtángov, Sulerzhitski, Bieli o Max Reinhardt, de quienes ofrece tanto un retrato personal como una reflexión sobre sus técnicas y procesos creativos. También aquí el empeño por encontrar un nuevo sistema −y una manera de enseñarlo− que permita al actor la «bifurcación de la conciencia», es decir, una forma de observar e interpretar el personaje desde fuera, lejos del recurso stanislavskiano a la «memoria afectiva», ocupa un lugar importantísimo. Tanto uno como otro texto son más que unas memorias: tienen una innegable utilidad en el ámbito de la pedagogía teatral.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 mar 2016
ISBN9788490651865
El camino del actor / Vida y encuentros
Autor

Mijaíl A. Chéjov

<p>Mijaíl Aleksándrovich Chéjov (Michael Chéjov cuando se trasladó a Estados Unidos, donde le convencieron de que cambiarse el nombre sería mejor para su carrera comercial) nació en 1891 en San Petersburgo, hijo del narrador y ensayista Aleksandr P. Chéjov y sobrino del famoso Antón P. Chéjov. Aficionado desde niño al arte dramático, ingresó en 1907 en la Escuela Teatral Suvorin. Profesionalmente debutó en el teatro Mali en 1910 y dos años después, tras una entrevista con Stanislavski, en el Teatro del Arte de Moscú. Entre 1913 y 1917 interpreta numerosos personajes tanto en el Teatro del Arte como en el Estudio creado con sus actores más jóvenes. Tras unos años de crisis, en los que funda su propio estudio-escuela, en 1922 es nombrado director del Segundo Teatro del Arte de Moscú. Con la idea de experimentar con nuevas formas teatrales y técnicas de actuación, en 1928 se instala en Berlín. Empieza aquí un variado periplo, con mayor o menor fortuna, por diversas capitales europeas −además de Berlín, París y Riga, donde dirigirá el Teatro Dramático Ruso− y finalmente viaja en Nueva York, donde es invitado a formar parte del Group Theatre junto con Stella Adler y Harold Clurman. En Inglaterra imparte clases en Darlington Hall, en Devon, donde crea un estudio que en 1939 trasladará a Nueva York con el nombre de Teatro Chéjov. Entre 1942 y 1954 actuó en varias películas de Hollywood. Entre sus escritos cabe mencionar <em>Lecciones para el actor profesional</em> (1941), <em>Sobre la técnica de la actuación</em> (1944), ambos publicados en esta colección, y las dos autobiografías <em>El camino del actor</em> (1928) y<em>Vida y encuentros</em> (1945). Murió en Beverly Hills en 1955.</p>

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    El camino del actor / Vida y encuentros - Mijaíl A. Chéjov

    mijaíl a. chéjov

    El camino del actor

    Vida y encuentros

    Traducción y notas

    Bibicharifa Jakimziánova y Jorge Saura

    Prólogo

    María Knébel

    ALBA

    Introducción

    El legado literario de Mijaíl A. Chéjov –o Michael Chéjov, como se rebautizó tras su establecimiento definitivo en Estados Unidos– es poco conocido en España, a pesar de que en la esfera de la profesión y de la enseñanza teatral se le mencione con bcoastante frecuencia. Esta aparente contradicción ha dado pie a la aparición de algunos mitos y tópicos que tal vez este libro ayude a despejar.

    Lo que se sabe en España sobre la vida y la obra de Chéjov pertenece casi en su totalidad al período norteamericano, a los veinte últimos años de su vida, y aun esas dos décadas son escasamente conocidas para el actor o el lector español. Tan solo dos libros –Sobre la técnica de la actuación y Lecciones para el actor profesional– de su extensa producción literaria se han traducido a nuestro idioma. Tan solo una película –Spellbound de Alfred Hitchcock, que se tituló Recuerda en España– es fácilmente asequible de entre las más de veinte que interpretó en Hollywood. Se desconoce casi todo de su período ruso, que es el período de formación, de búsquedas, de lucha contra su propia personalidad, que desemboca en el período de madurez, el norteamericano, donde cristalizan todas las pruebas, las búsquedas espirituales y la observación del trabajo de los más importantes actores y directores europeos de su época.

    Las dos autobiografías que este libro ofrece al lector abarcan ese período tan escasamente conocido del actor, director y pedagogo ruso. La primera, El camino del actor, fue un encargo de la editorial Academia y se publicó en Leningrado en 1928, cuando su autor tenía treinta y siete años y aún no había abandonado la Unión Soviética. La segunda, Vida y encuentros, fue publicada por entregas en la revista The New Review entre 1944 y 1945, a partir de un original escrito en ruso, cuando su autor ya era un prestigioso actor de cine y teatro y había creado varias escuelas en Inglaterra y Estados Unidos. Se detiene en 1935, diez años antes de su publicación, cuando Chéjov se dispone a partir hacia Estados Unidos y no dice nada de los diez años siguientes: da, pues, la impresión de ser una obra inacabada.

    Las dos autobiografías van precedidas en nuestra edición por el prólogo de la edición rusa de 1984, escrito por María Knébel, una prestigiosa directora y pedagoga rusa, discípula directa de Konstantín Stanislavski y que fue también alumna de Chéjov en el Estudio dirigido por él dentro del Teatro de Arte; se trata, por lo tanto, de una gran conocedora de la actividad como actor, director y pedagogo de Mijaíl Chéjov. Tras muchos años de dificultades para que el lector ruso pudiese acceder a su obra, en 1984 se publicó una edición en dos volúmenes que contenía lo más importante de los escritos conservados en el Archivo Central Estatal de Arte y Literatura y en diversos fondos privados; la recopilación contenía documentos pertenecientes tanto a la etapa rusa como a la norteamericana y algunos de ellos se publicaban por primera vez. Cada volumen incluía una introducción de María Knébel y por eso el lector encontrará en ella algunas referencias a materiales que no están en las autobiografías.

    Ambos libros se apartan del modelo característico de la autobiografía, pues su autor da constantemente saltos en el tiempo, mezcla acontecimientos de diferentes épocas y pasa sin transición, a veces en el mismo párrafo, del relato de un hecho a una reflexión personal, a la interpretación de un pensamiento filosófico o a la descripción de un recurso actoral. Ambos libros están escritos con sentido del humor, con una fina ironía con la que Chéjov parece burlarse de todo, incluido él mismo. En muchas ocasiones se relatan acontecimientos grotescos, ridículos por su absurdo desarrollo; no significa eso que él viviera en un mundo absurdo, sino que, al relatar lo que consideraba más relevante de su vida, hacía una selección de acontecimientos, quedándose con los más grotescos; Chéjov se sentía a gusto en lo grotesco: es un fiel reflejo de su personalidad y del comportamiento que observó durante años, que, según sus contemporáneos, era el de un actor genial de pensamiento caótico.

    Todos cuantos conocieron a Chéjov y han dejado testimonio escrito de su relación con él coinciden en que era un actor inimitable e imprevisible, sobre todo durante el período ruso. Cuando actuaba, su ilimitada capacidad de improvisación descubría en cada función ángulos nuevos del personaje y de la obra, pero no entraba en contradicción con la dirección ni con las ideas que transmite el texto. Sin embargo, durante mucho tiempo el propio actor fue incapaz de decir qué recursos o qué procedimientos técnicos empleaba para actuar así. Si le preguntaban por qué un día había hecho una determinada acción que, a pesar de no haber sido ensayada, no contradecía el texto ni la dirección, contestaba: «No lo sé».

    La respuesta era sincera. No se trataba de una pose de artista extravagante ni de una excusa para ocultar un procedimiento técnico que no quería compartir con nadie. Realmente no sabía por qué actuaba así; como mucho decía que se había dejado llevar por un impulso emocional cuya causa le resultaba desconocida. En las autobiografías pueden encontrarse varios ejemplos de situaciones en las que ocurrió algo semejante. Eso es algo que durante años llenó de desasosiego a Chéjov, pues, además de actuar, era profesor de interpretación y no conseguía transmitir de forma satisfactoria su arte a los alumnos.

    Sin embargo, también se puede encontrar en las autobiografías el origen de la respuesta a las preguntas que durante años permanecieron sin responder. Chéjov era una persona que se observaba mucho a sí misma, tanto que en una etapa de su vida llegó a obsesionarse con el estudio de sus propios procesos mentales. Pero el estudio de sí mismo también le llevó a descubrir relaciones e influencias mutuas entre la creación de imágenes mentales abstractas y estados emocionales, entre sonidos y emociones, entre colores y sonidos, relaciones que con el tiempo se convertirían en el fundamento de un sistema de entrenamiento actoral muy diferente al de su maestro Stanislavski. Fue la observación de sí mismo lo que permitió a Chéjov elaborar su sistema de interpretación.

    Dos personas ejercieron una gran influencia en Chéjov a la hora de encontrar respuesta a sus preguntas: el novelista Andréi Bieli y el filósofo Rudolf Steiner. De ambos escribe ampliamente el actor y pedagogo y de ambos se percibe el influjo que tuvieron sobre el pensamiento y la metodología chejoviana.

    Si el lector compara estas autobiografías con los libros sobre técnica actoral escritos por Chéjov, observará que hay una clara relación entre ellos. La técnica interpretativa descrita por el actor y profesor de interpretación representa la culminación de un proceso, la madurez a la que se llega tras un prolongado período de tormentosa búsqueda, de experimentos que solo en una pequeña parte han surtido efecto.

    Nada más queda por señalar, salvo desear al lector que disfrute del relato que Mijaíl Chéjov hace de su propia vida.

    Jorge Saura

    Acerca de Mijaíl Chéjov y su legado artístico

    El lector tiene ante sí el legado artístico del gran actor ruso Mijaíl Aleksándrovich Chéjov. Para ser más exactos, aquella parte que ha quedado registrada en libros, cartas, ensayos, artículos y conferencias¹.

    Lamentablemente la obra íntegra de un actor existe únicamente mientras está vivo. Los recuerdos de los que vieron a Chéjov en escena son más ricos y tienen más fuerza que las páginas escritas por su mano. En aquellos que experimentaron la conmoción del encuentro con el Chéjov actor, cuando lean sus libros y artículos, surgirá inevitablemente el amargo pensamiento acerca de cuán frágil y casi imposible de reconstruir es eso que llamamos el milagro del arte actoral.

    Chéjov empuñaba la pluma cuando quería explicar lo que era el proceso creativo. Él (lo mismo que Stanislavski) confiaba en que es posible descifrar los misterios del arte, y por consiguiente, transmitirlos del maestro al discípulo, generación tras generación. También creía (siguiendo así una de las más importantes tradiciones de la cultura rusa) que el artista, ya sea escritor o actor, debe ser completamente sincero: en la vida, en el escenario, en su libro. Y, en este sentido, las páginas del legado de Chéjov, recopiladas y sistematizadas por primera vez, son únicas, de un singular valor.

    Probablemente los lectores de diferentes generaciones tendrán una percepción diferente de las páginas del legado de Chéjov. Para mí Chéjov fue mi primer maestro en el arte teatral, me ofreció la posibilidad de observar de cerca el complejo proceso de su propia obra; y yo, naturalmente, veo muchas cosas detrás del texto de sus manuscritos.

    Yo conocía bien a Chéjov como persona; el encuentro con él fue una de esas impresiones de la adolescencia que dejan huella para siempre en el espíritu. Y aunque Chéjov pasó la segunda mitad de su vida lejos de nosotros, en el extranjero, me atrevo a pensar que me resulta comprensible su carácter, comprensible la «almendra» de su personalidad. Esto también ayuda a ver muchas cosas detrás de las palabras de sus cartas, manuscritos, libros.

    Reconozco que me inquietaba la idea de entrar en contacto con la parte del archivo de Chéjov correspondiente a su vida en el extranjero y que fue entregada a Moscú después de su muerte. ¿En qué se había convertido la persona, el artista que tan bien conocía yo antes? Después de nuestro último encuentro había vivido en un país lejano más de veinticinco años... Sin embargo cualquier página de sus cartas confirmaba que es el mismo Mijaíl Aleksándrovich Chéjov.

    Deseo compartir con el lector mis conocimientos sobre Chéjov para que así los conocimientos de los demás sobre él sean más completos, para que lo sencillo no se convierta en elemental, y lo complejo invite a la investigación.

    Desgraciadamente en el legado literario de Chéjov apenas ha quedado reflejado lo creado por él en el escenario. Escribe poco sobre sus papeles y parece hacerlo de mala gana. En el libro El camino del actor hay unas páginas sobre Hamlet escritas apasionadamente, pero imaginarse por medio de ellas cómo interpretaba Chéjov ese papel es casi imposible. De lo que menos se ocupa es del análisis del personaje o de la descripción del espectáculo. En el libro fija alguna de las etapas fundamentales de su vida espiritual, del camino seguido por sus principios morales. El papel como creación artística se queda al margen. Es una paradoja, pero Chéjov habla de forma mucho más minuciosa de dos personajes que, a fin de cuentas, nunca llegó a interpretar. El significado del «sueño artístico», cuál es su sentido moral, espiritual y artístico, es algo que podrá comprender el lector tras conocer el Diario sobre Don Quijote y las páginas del libro Sobre la técnica de la actuación dedicadas al papel del rey Lear. Pero todo esto, repito, son solo «ensoñaciones», solo una preparación para la encarnación del papel.

    Mientras tanto, la influencia del Chéjov actor fue un fenómeno que hasta ahora nadie puede explicar en su totalidad. He tenido ocasión de hablar de él con muchos actores y directores eminentes. Todos repetían lo mismo: se trata de un prodigio que nadie puede explicar. Einsenstein² decía que habría dado muchas cosas por comprender el secreto de ese poderoso talento. Ilinski³ eligió la palabra «inconcebible». Shtrauj⁴ contaba que muchas veces iba a ver las funciones interpretadas por Chéjov para «espiar» el secreto de su arte, pero ni una sola vez consiguió mantener la posición de un observador racional. Chéjov le derribaba de esa posición y le convertía en un dócil niño que reía y lloraba bajo la voluntad del actor-hechicero.

    En las memorias y testimonios de cuantos actuaron con Chéjov se pueden encontrar informaciones contradictorias, incluso sobre el color de sus ojos, pues parecían diferentes en diferentes papeles. ¿Qué era aquello? ¿Un don de la encarnación? ¿La inaudita fuerza del contagio actoral? Creo que las dos cosas.

    Chéjov sumía en el desconcierto no solo a sus compañeros de trabajo, sino también a los críticos. Sobre sus interpretaciones existen no pocas opiniones, frecuentemente entusiastas, pero ¡qué contradictorias son esas opiniones! La actual generación de teatrólogos no tiene y no puede tener una idea exacta, por ejemplo, del Hamlet de Chéjov; a duras penas se perfila algo de común en el torrente de valoraciones y descripciones radicalmente contrapuestas.

    Llama la atención que en el aspecto externo de Chéjov no había nada que revelase su genial don actoral. De pequeña estatura, muy flaco, de nariz chata, no había nada que saltase a la vista, incluso frente a las exigencias específicas de expresividad actoral hechas en el Teatro del Arte. Tenía una voz apagada y un ligero seseo.

    Oí del propio Stanislavski cómo fue admitido Chéjov en el Teatro del Arte. A mi pregunta de qué fue lo que más se grabó en su memoria del primer encuentro con Chéjov, Stanislavski se quedó pensativo y luego dijo: «Me dio lástima. Había en sus ojos algo de bondadoso y desamparado». Recordé estas palabras punto por punto, porque también fue similar mi primera impresión de él. Sin embargo, por respeto a Olga Knípper y a la memoria de Antón Chéjov, Stanislavski aceptó escuchar al adolescente.

    Chéjov recitó ante Stanislavski el monólogo de Marmeládov de Crimen y castigo y un fragmento de El zar Fiódor. Chéjov escribió unas breves líneas acerca de cómo concluyó esa visita: «Stanislavski me dijo algunas palabras afables y me hizo saber que estaba admitido en el Teatro del Arte». Se puede pensar que fue solamente por respeto a la petición de Olga Leonárdovna. Sé, sin embargo, que Stanislavski, después de haber escuchado al joven actor, al encontrarse con Nemiróvich-Dánchenko, le dijo: «Misha Chéjov, el sobrino de Antón Pávlovich, es un genio». Esto fue en 1912.

    En 1918, cuando ingresé en el Estudio Chéjov, su director era considerado ya un actor famoso. Por aquel entonces había interpretado a sus magníficos –y ¡totalmente diferentes!– ancianos: al pescador Cobus (El naufragio del Esperanza de Herman Heijermans⁵), al artesano juguetero Caleb (El grillo del hogar de Charles Dickens), al criado Fribe (La fiesta de la paz de Gerhard Hauptmann⁶).

    En estos personajes asombraba a todos la autenticidad del envejecimiento interno del joven actor; ese don único no podía dejar de admirarnos no solo a nosotros, jóvenes alumnos del Estudio, sino también a los mejores actores del Teatro del Arte, a los veteranos y maestros.

    Chéjov tenía veintidós años cuando interpretó a Cobus. En este papel envejecía literalmente a ojos vistas. Creo que fue este insólito proceso de envejecimiento escénico lo que le apasionó. Él siempre tendía a unificar la verdad con algo casi irreal. Al comienzo de la función su Cobus ya tenía unos ochenta años, pero hacia el final parecía a punto de desplomarse por la vejez y la debilidad. Sofia Guiatsítova⁷ recuerda que en una ocasión le dijo a Chéjov: «No hay ancianos así; tu Cobus tiene ya doscientos años, o puede que incluso más»… Pero Chéjov no se limitaba a interpretar a un anciano decrépito: creaba, si así puede decirse, la imagen de la vejez. Actuaba con una fuerza estridente, una extraordinaria facilidad y, como confesaba él mismo, alegremente. Ésta es una confesión típica de él. Espero que, a partir del contexto de todo el legado de Chéjov, el lector llegue a comprender por qué he puesto en cursiva la palabra alegremente.

    En El grillo del hogar Caleb irradiaba realmente bondad y ternura. La bondad era el rasgo principal de su carácter; ésta se manifestaba en una permanente inclinación hacia su hija ciega. A su manera, Caleb la protegía de la vida. Creaba para ella un mundo ilusorio y en él a sí mismo, fuerte y feliz. Los espectadores veían claramente qué ingenuos eran aquellos esfuerzos, qué frágil era lo que con tan sólida fe construía para su hija el anciano padre indigente. Pero la fe de Caleb no era ingenua, porque estaba impregnada de enormes reservas de sabiduría, y al final triunfaba. La interpretación de Chéjov estaba lejos del sentimentalismo. Actuaba dentro del género del «cuento navideño», pero la fuerza de la transformación actoral estaba cargada de coraje.

    En los primeros papeles de Chéjov ya se daba lo que Stanislavski llamaba «caracterización vivida», que no se conseguía por medio del maquillaje, sino mediante una «almendra» del papel profundamente asimilada. Sus famosos ancianos tenían solo una cosa en común: con ellos los espectadores o se reían hasta que se les saltaban las lágrimas, o lloraban.

    Chéjov interpretó durante mucho tiempo a Frazer en La inundación, de Johann Berger. Este papel le proporcionó un sorprendente éxito. En mi libro Toda la vida he descrito con detalle algunas de las variantes de este personaje, una de las mejores creaciones de Chéjov. Añadiré a esto algunos detalles importantes que supe del propio intérprete y por el relato de Evgueni B. Vajtángov⁸.

    El comienzo de los ensayos de La inundación coincidió con una alteración nerviosa de Chéjov: unas veces se apoderaba de él un temor infundado, otras una ilimitada inquietud por su madre. A veces se comportaba de manera bastante extraña. Sobre esto ya se difundían rumores por los círculos teatrales, lo cual ensombrecía aún más el humor de Chéjov. Pero los ensayos de La inundación transcurrieron con normalidad. Stanislavski asistió al ensayo general. Entre bastidores Vajtángov vio a Chéjov ya maquillado, mortalmente pálido y tembloroso. Articulando a duras penas las palabras, dijo: «Zhenia, no te enfades, pero no sé cómo interpretar a Frazer». En ese momento se oyó desde el escenario la réplica tras la cual debía aparecer Frazer. Vajtángov nos decía que jamás había experimentado una cólera tan grande. Precisamente en cólera se convirtió: así se disipó su perplejidad. El mismo Chéjov recordaba que los ojos de Vajtángov se volvieron terroríficos. Este combate casi silencioso terminó en el momento en que Vajtángov hizo que Chéjov se girase de cara al escenario y le arrojó allí con fuerza. Tras un silencio que duró un segundo, oyó la primera réplica de Frazer y se quedó inmóvil: Chéjov-Frazer empezó a hablar con un claro acento judío. «¿A qué viene ese acento de repente?», preguntó Vajtángov a Chéjov en el entreacto. «No sé, Zhénechka⁹», respondió Chéjov, ya sosegado y feliz. En realidad en los ensayos no se había hablado de semejante caracterización. «Eso es el inconsciente», replicó Stanislavski. Chéjov y Vajtángov estuvieron deliberando mucho tiempo sobre lo ocurrido.

    Lo ocurrido con Frazer era importante para Chéjov. En general, todo lo que le pasaba en el escenario le llevaba a la más profunda fe en la fuerza del inconsciente. Constantemente reflexionaba sobre esto, esperaba que surgiera en él aquello sin lo que no podía llegar a crear el personaje. Cuando su inconsciente estaba en silencio se hundía en un profundo estado depresivo. Frecuentemente se quejaba diciendo que Stanislavski y Vajtángov lo tenían más fácil, pues estaban dotados de capacidad para reflexionar, mientras que él debía esperar a que algo le viniera a la imaginación. Podía parecer que de ese modo él se incluía entre los actores que trabajan «por intuición». ¡No era así! Simplemente él intentaba conocer su naturaleza creativa y, después de conocerla, llegó a creer firmemente en determinadas leyes de la creación. La idea de Stanislavski «del consciente al inconsciente» se convirtió en la base de las convicciones de Chéjov y marcó a lo largo de muchos años el rumbo de sus propias búsquedas.

    En 1920 Mijaíl Chéjov estaba ensayando al mismo tiempo dos personajes muy diferentes: Jlestakov en El inspector de Gógol y Erik XIV en la obra del mismo título de Strindberg. A pesar de estar tan ocupado, no había abandonado su Estudio. Nos quería, compartía sinceramente con nosotros todas sus dudas y alegrías, a veces nos llevaba consigo a los ensayos de Erik XIV. No podía invitarnos al Teatro del Arte, esto no se permitía. Pero en el Estudio aparecía unas veces lleno de un personaje, otras de otro. De pronto se volvía risueño, travieso. Adivinábamos que había encontrado algo en Jlestakov. Y al día siguiente estaba nervioso, irritado, se metía injustamente con alguien, después se disculpaba impetuosamente y lo obsequiaba con tal bondad y tal cariño que era imposible aceptar sin lágrimas las disculpas. Así era Chéjov, así era también el desdichado Erik.

    No he conocido ningún actor que tan despiadadamente consumiese sus fuerzas tanto en los ensayos como en las funciones. En realidad, Chéjov mantenía con esa energía al auditorio en estado de permanente tensión. En Erik XIV esto se notaba desde la primera aparición del rey, que era una aparición completamente increíble por su atrevimiento. Primero se oía una fuerte carcajada, luego desde el balconcillo superior caían macetas con plantas, almohadones, un montón de almohadones. Y después de la pausa, en un silencio total, entraba precipitadamente el rey. Estaba mortalmente pálido, sus ojos sin fondo parecían negros. La locura de este desgraciado soberano se hacía evidente poco a poco. Pero Chéjov no representaba el cuadro clínico de la locura, sino la vida de un espíritu humano vivo. A veces autoritario, a veces cariñoso, tierno, impotente, desamparado, a veces iluminado por la fuerza del amor, a veces cobarde, este Erik encerraba en sí tantas características contradictorias que, al parecer, sucumbía bajo semejante peso.

    En 1921 Chéjov abandonó su Estudio y sus discípulos se dispersaron en diversas direcciones. Yo acabé en el Teatro del Arte de Moscú y llegué a ver el estreno de El inspector. Observaba a mi profesor en unas circunstancias tan excepcionales como felices; Stanislavski había trabajado con él sobre este personaje de Gógol. La principal impresión que producía la interpretación de Chéjov era de una ligereza, una levedad casi irreales. Pero tras ella se hallaba un enorme trabajo, invisible para los espectadores. A decir verdad, hay trabajos y trabajos. Este trabajo, lo reitero, para él era la felicidad. El propio Stanislavski se quedaba estupefacto ante los hallazgos de Chéjov, que cogía al vuelo las sugerencias del director, las desarrollaba con una asombrosa osadía e inmediatamente las plasmaba. En aquel Jlestakov estaban hipertrofiados los sentidos más elementales: el hambre, la superficialidad, el enamoramiento irreflexivo, y, en general, estaba hipertrofiado el de su mediocridad. Sobre el escenario se encontraba un Mequetrefe, si es que se puede escribir esta palabra como un nombre propio.

    El grado de hambre de Jlestakov era tal que también se les hacía la boca agua a quienes le miraban desde la sala cuando él, de pie junto a la ventana, intentaba escupir a alguno de los transeúntes. La escenografía de Yúon nos convencía de que Jlestakov vivía en una buhardilla con tanta fuerza como la que tenía Chéjov-Jlestakov cuando intentaba «hacer llegar» su escupitajo hasta los que le parecían bien alimentados. El lenguaje de Chéjov-Jlestakov era realmente inconcebible: las palabras le salían volando con la mayor espontaneidad, acompañadas de acciones y ocurrencias totalmente improvisadas. Literalmente era un torrente.

    Recuerdo que una vez llegó al patio de butacas Vladímir I. Nemiróvich-Dánchenko¹⁰ con un librito de Gógol en las manos y se pasó toda la función comprobando el texto con el libro. Le había parecido que Chéjov interpretaba el personaje improvisando sus propias palabras. Quedó claro, sin embargo, que no solo no había «palabras propias», sino que respetaba con exactitud la puntuación, tenía en cuenta las comas y toda la complejidad del vocabulario de Gógol. Vladímir Ivánovich, hombre extremadamente sensible a la palabra y el estilo del autor, fue a ver a Chéjov entre bastidores y le elogió. Chéjov estaba feliz con esta alabanza. «Engañar» a Nemiróvich-Dánchenko no era tan fácil, pero observando a Chéjov podía engañarse incluso un experto. Sus improvisaciones en este papel eran incontables. Todos los que vieron a Jlestakov hablan de constantes hallazgos.

    Nosotros, los actores jóvenes, participábamos en el quinto acto, en la escena de masas de los invitados. Yo veía el comienzo de la función desde los escalones del paraíso, luego en el entreacto me maquillaba rápidamente y veía las restantes escenas entre bastidores; tenía que taparme con fuerza la boca para no reír con los espectadores y, a veces, incluso con los actores, que tampoco podían aguantar. Una vez Moskvín¹¹, que era un gran improvisador y aficionado a las bromas, estalló en carcajadas cuando Jlestakov, hablando de la sandía que había comido, dibujó en el aire un gigantesco y perfecto cuadrado.

    Después de la función dijo a Chéjov:

    –Misha¹², no se puede bromear de ese modo. ¿Se imagina que Stanislavski hubiese estado entre el público? ¡Por culpa de usted me he echado a reír en un momento inoportuno!

    Chéjov pidió perdón y, a modo de justificación, dijo:

    –¡Es que Gógol también habla de una sandía extraordinaria, pues Jlestakov asegura que ha pagado por ella setecientos rublos! ¿Qué aspecto debería tener una sandía así?

    La característica más interesante de las improvisaciones de Chéjov era que nunca cambiaba el texto ni el movimiento escénico establecido. No podía sentarse en una silla que no estuviese destinada a él y, si lo hacía, la desocupaba a tiempo. A veces, efectivamente, hacía salir a sus oponentes de la rigurosa partitura escénica, pero siempre lo hacía con algo inesperado y con brillantez en las adaptaciones. Sus improvisaciones no conducían al caos, sino que incitaban a los demás a crear con la misma libertad. La fuerza de su talento elevaba a Chéjov por encima del conjunto. Y esto ocurría cuando en el elenco del Teatro del Arte de Moscú existían personalidades como Leonídov¹³, Moskvín, Knípper...

    Gracias al Jlestakov de Chéjov puedo decir que tuve la suerte de presenciar cómo hay que interpretar a Gógol. Su intérprete consiguió descifrar a tan arduo autor. Nosotros fuimos afortunados testigos de aquello.

    Chéjov se encontró con Shakespeare en el escenario por dos veces. La primera vez fue con Malvolio en La duodécima noche. Por cierto, fue una sustitución, pues en el primer reparto Malvolio era interpretado por Nikolái Kolin. Es característico de Chéjov haber conservado todo el movimiento escénico que Stanislavski había hallado para Kolin. No obstante, hasta la llegada de Chéjov no entró la tragicomedia en el espectáculo, configurando la verdadera dimensión del género cómico en la obra de Shakespeare. El Malvolio de Chéjov era cómico, feo y lírico. Stanislavski consideraba que lo grotesco es la forma escénica más compleja y difícil, que exige no solo una extrema agudeza externa, sino también una vivencia de extrema fuerza. En Malvolio Chéjov se manifestó como un actor dotado del virtuosismo tanto de una como de otra. En algunas críticas sobre este personaje se subraya precisamente la agudeza del dibujo externo. Pero, sin ninguna duda, Chéjov vivió el papel de Malvolio, es decir, lo vivía en cada función. Presenta un singular interés el camino por el que se dirigía a la autenticidad del sentimiento, precisamente en este papel de extrema caracterización.

    Por aquellos años Chéjov buscaba una caracterización que le ayudase a penetrar en el personaje. Se acordaba de lo que se decía de cómo se le reveló a Stanislavski el personaje del doctor Stockmann¹⁴: en el momento en que encontró un gesto especial de la mano. Chéjov observaba la maestría en la caracterización de actores como Moskvín y Leonídov. En el personaje de Malvolio buscaba con empeño la posición de la cabeza, los movimientos del cuello. La cabeza de su Malvolio estaba echada orgullosamente hacia atrás, y el cuello parecía que se hubiese encajado entre unos hombros estrechitos y estirados hacia arriba. Tras encontrar estas particularidades, podríamos decir que puramente físicas del personaje, Chéjov fue más lejos. Descubrió la manera de hablar, el timbre de la voz, la plástica general. Es difícil olvidar la forma en que esta figurilla se movía presumidamente, expresando en cada rasgo el desprecio por quienes estaban por debajo de su rango. Malvolio reía a carcajadas y brincaba de alegría al creer que había conquistado a Olivia, y sollozaba de frenética aflicción cuando a su deplorable cabecita se le ocurría la idea de que le habían engañado. El contraste entre los matices actorales era fenomenal. Los espectadores se desternillaban de risa, reían hasta el agotamiento. Pero cuando Malvolio aparecía ofendido y ultrajado, la risa cesaba en la sala. Surgía una ola de cálida compasión por este hombre raro y deforme que, sin embargo, sabía amar profunda y sinceramente.

    ¿Con qué medios llegó Chéjov a esa verdad en el carácter y a esa capacidad de influir sobre el espectador tan poco habitual? Por la época en que comenzó a trabajar sobre La duodécima noche, las búsquedas personales de Chéjov en la esfera de la psicotécnica profundizaron de manera extraordinaria. Estaba poseído por el objetivo de encontrar la relación entre el contenido interno del papel y la manifestación demostrativa y física del ser humano. A este proceso, sobre el que Chéjov reflexionaba entonces, lo llamaría más tarde búsqueda del «centro imaginario». Tomó como punto de partida el concepto de caracterización que le había sido desvelado en el Teatro del Arte y fue más lejos, demostrando que el conocimiento de la psicotécnica no tiene límites.

    El segundo papel shakespeariano fue Hamlet, creado por él en 1924. Hamlet fue montada en unas condiciones de extrema complejidad para Chéjov. Como director del teatro, escogió la tragedia de Shakespeare para enriquecer el repertorio del Segundo Teatro del Arte de Moscú¹⁵ sin el menor propósito de interpretar él mismo a Hamlet. Pero no encontró en la compañía ningún actor para este dificilísimo papel y se encargó él mismo de su interpretación. Casi nadie creía que pudiese interpretar a Hamlet. Incluso él mismo, al imaginar muy vivamente a su Hamlet, dudaba si conseguiría fundirse con este personaje.

    El asunto se complicaba aún más por el hecho de que Chéjov, que seguía buscando su propio camino hacia una verdad orgánica en el comportamiento, incluyó a otros en estas búsquedas.

    Aquí debo hacer un aparte. En el Estudio Chéjov nosotros ya hacíamos el «ejercicio de las pelotas», que ahora forma parte del proceso de ensayos. (En El camino del actor Chéjov habla brevemente de esto.) El método era sencillo: para que durante el período de ensayos el texto «no se asiente sobre los músculos de la lengua» (expresión de Stanislavski), los actores, sin hacer uso de la palabra, se lanzaban pelotas, poniendo en cada lanzamiento determinado mensaje volitivo. De esta manera se buscaba la naturaleza de las relaciones, la diversidad de los ritmos. Recuerdo que Chéjov analizó con nosotros un fragmento de La duodécima noche. Cada uno debía determinar el carácter de su relación con los compañeros y el carácter de su tarea. Luego Chéjov nos pidió que lleváramos unas pelotas a clase. Él nos leía en voz alta el

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