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Hormigueros, Elefantes y otras Fascinaciones... mi infancia en África
Hormigueros, Elefantes y otras Fascinaciones... mi infancia en África
Hormigueros, Elefantes y otras Fascinaciones... mi infancia en África
Libro electrónico100 páginas1 hora

Hormigueros, Elefantes y otras Fascinaciones... mi infancia en África

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Información de este libro electrónico

Rina Flanagan creció en África, esquivando serpientes, elefantes, bromas de sus tíos y primos, y otras criaturas imaginarias aún más terroríficas, y de alguna forma sobrevivió para contar la historia...
Una lectura rápida y divertida para personas de todas las edades.

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento21 dic 2016
ISBN9781507165744
Hormigueros, Elefantes y otras Fascinaciones... mi infancia en África

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    Hormigueros, Elefantes y otras Fascinaciones... mi infancia en África - Rina Flanagan

    Breve introducción y descargo de responsabilidad

    Estas son, creo, algunas de mis experiencias más interesantes mientras crecía en África... Mi familia y mis mejores amigos podrían reconocer algunas circunstancias, personas, etc. y, si consideran que estas no son al 100 por ciento como ellos las recuerdan, les pido por anticipado su indulgencia. Estos recuerdos son lo más nítidos y detallados que permite el paso del tiempo y la memoria ... y, espero, lo suficientemente interesantes como para resultar atractivos.

    Table of Contents

    Breve introducción y descargo de responsabilidad

    Hormigueros y tetas

    El cerdo Jiri

    La delgada línea entre la vida y la muerte

    El disparo fatal

    Una variada colección de animales

    Klei Lat o el látigo de barro

    Cerveza y arcos de mopani

    La serpiente verde de la vid

    Infierno

    Tradiciones y Chwala

    Matones y puertas abiertas

    Arados de disco y jacarandás

    Tommy Líos y Snippy

    Ensoñaciones y Roger

    Los elefantes y el Chevrolet

    Caídas de la bicicleta y abrillantados magistrales

    Vehículos y babuinos pastores

    Jefison, Soromon y Paul

    Topos y sujetadores fuera de lugar

    Garabatos en la clase de inglés y un can-can

    Hormigueros y tetas

    Dos veces casi perdí una teta... Y esta es una de esas ocasiones.

    Tengo doce años. Llevo mi primer sujetador. Mi hermano mayor lo llama el soporte de granos sobre los hombros. Esos maravillosos inventos de sensuales de conchas de espuma recubiertas de encaje negro que retienen los pechos en un atractivo escote aún quedan a años luz.

    Corro a través de la alta hierba ocre, esquivando piedras y ramas bajas, siguiendo a los perros y a los niños – mi primo y su amigo. Tienen ocho años, y estamos en África. Hemos ido al alto hormiguero con anterioridad, nos hemos encaramado a un viejo árbol muerto situado junto a él, temerosos de que algo grande pudiera salir del considerablemente negro orificio excavado junto al hormiguero. Yo me he quedado de pie sobre la propia rama muerta.

    Esta vez hemos traído a Snippy, Capt’n y Bull, criaturas impacientes, fox terriers, que olfatean y cavan en el túnel situado junto al hormiguero, y que con sus amortiguados ladridos y gimoteos de excitación me hacen recular sobre el viejo árbol, temerosa, pero a la vez entusiasmada y llena de curiosidad. Podría ser un jabalí... o quizás un tejón... o incluso una gran serpiente. Lo que sea que esté ahí abajo podría ser más grande que los perros.

    Al minuto siguiente estoy cayendo estrepitosamente hacia el temor indefinido de más abajo y a continuación me quedo... inexplicablemente...colgando... la dentada punta de la rama a centímetros de mi cara.

    ¡Qué susto! A continuación, las carcajadas y risotadas desenfrenadas e impertinentes de los niños. Se ríen a mandíbula batiente mientras yo intento averiguar por qué aún me mantengo en el aire. Una prudente exploración revela que la mitad de mis ropas todavía está enganchada a lo que queda de esa rama, la parte superior de mi torso y mis pequeñas tetas desnudas y gloriosamente a la vista de mis compañeros que se mueren de la risa.

    No os quedéis ahí. ¡Venid y ayudadme a bajar!. Pero no lo hacen, así que, con considerables esfuerzos, abochornada y con las fuerzas que ahora alimenta mi creciente exasperación, me arrastro lo suficientemente hacia arriba con una mano y tiro de la ropa enganchada con la otra. Hace calor, estoy sudando y los pequeños y molestos mosquitos que zumban en torno a nuestros ojos y oídos en busca de humedad me empiezan a picar el pecho descubierto. Finalmente me libero y desciendo, donde con las dos manos ya disponibles puedo reorganizar lo que queda de mi blusa y sujetador en jirones. El sujetador de algodón amarillo y blanco, talla 75, se ha rasgado en dos en la parte delantera, pero la de la espalda aún está absurdamente sujeta por los ganchos. La gran margarita de algodón, antes un precioso detalle decorativo en medio de la parte delantera, ahora cuelga tristemente, marchita, de un descosido.

    Una larga línea carmesí en un trazado de líneas rojas ligeramente más suaves, que combinan estupendamente con la seca y bifurcada rama, asciende casi verticalmente desde mitad del estómago hacia el pecho derecho, y se detiene amenazadoramente cerca del pezón.

    ¡Horror! Mi mente de doce años se llena de temores de cáncer, deformaciones y ostracismo... pero ahora un temor mucho más acechante es mi madre. Esto no le gustará. Conseguir ese sujetador había requerido que le diera la paliza largo y tendido. Además, ahora tengo algo que puede necesitar atención médica. La última vez que eso había sucedido fue porque había estado fastidiando al perro de la familia (un cruce de pastor alemán), esquivando el alcance de sus afiladas mandíbulas hasta que me pilló, realmente no de forma agresiva, más como un afortunado pequeño mordisco en la parte posterior de mi cadera que se alejaba y que atravesó la piel dejando que emergiera una diminuta protuberancia de grasa subyacente. Había necesitado un punto y la inyección del tétano, insignificancias en comparación con la reacción de mi madre. Ahora estoy convencida de que se trataba de preocupación maternal, pero en aquel momento pareció más un estallido de furia salvaje. Las madres, a veces, pueden confundirnos.

    Los niños se quedan momentáneamente en silencio a la vista de un poco de sangre, pero mientras recorro desconsolada el camino de regreso a casa, la seriedad desaparece. Pronto recuerdan el espectáculo de aquellos pechos desnudos y la vuelta a casa a menudo queda interrumpida por sus risitas. Llegamos a la casa y, por supuesto, tan pronto como el primer adulto se encuentra a una distancia que le permita oír nuestros gritos, los niños tienen que difundir la noticia con toda la alegría y entusiasmo de sus ocho años. No tengo oportunidad de llamar aparte tranquilamente a mi madre y tratar la situación con discreción. Me lleva volando a la cocina y me aplica un punzante desinfectante mientras me regaña por mi falta de cuidado, y a continuación anuncia a los adultos de la familia que casi me desgarro un pecho al caerme de un árbol. ¿Por qué cuando las personas están enfadadas (la preocupación y el temor materno de nuevo) siempre exageran? Por supuesto, mi tío la conoce de toda la vida y puede detectar por su tono y forma de hablar que realmente no es nada tan serio. Pero ahora, con su anuncio resonando una y otra vez en mi cabeza, vuelve mi temor a las deformaciones y, cuando considero que la situación se ha calmado un poco, examino discretamente la ‘herida’ en el espejo y me pregunto sobre cicatrices y cáncer y otras aterradoras posibilidades.

    Mi tío se burla de mí sin piedad. Siempre lo ha hecho. Cuando le visitamos desde la ciudad siempre me saluda con un ¡Buenas tardes, Rina! cuando me levanto a las 6 de la mañana y los demás de la familia se me han adelantado apenas cinco minutos. Bueno, quizás algo más. Ahora tiene algo nuevo. Me ha apodado ‘Pezón triple’, aunque mi pezón no tiene ningún problema y tiene solo un gemelo, y mantiene este apodo durante años, para mencionarlo ocasionalmente delante de toda la familia. ¡Tíos!

    Por tanto, estoy razonablemente intacta, aunque examino la pequeña cicatriz durante bastante tiempo tras el incidente, hasta que surgen otros intereses. Y a la edad de doce años decido firmemente dejar de subirme a los árboles.

    El

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