La Carga de la Hormiga
Por DEMETRIO VERBARO
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La novela, libremente Inspirada en una historia verdadera, se lleva un cabo en el 2001 en el Espléndido Rincón de Reggio Calabria. El protagonista es Carlo Fante: Treinta años, felizmente casado con Raquel y de padre Ricardo, un dulcísimo niño de cuatro años.
Todo comienza cuando Carlo encuentra trabajo como jardinero en el instituto psiquiátrico "San Gregorio". Carlo se hace amigo de cuatro pacientes especiales: Filippo, Mimi, Bart y Vera. Cada uno de ellos lleva Una carga en el corazón, errores cometidos en el pasado, que llevan un cuestas como un pesado fardo, justo como una hormiga hace cada día de su vida, llevando Una pieza de alimento diez veces más grande que su propio peso . Uno de ellos, Filippo, se Vera libre de su pesada Carga, Bart y Mimí en cambio, tratarán de hacerlo. Carlo se enamora perdidamente de Vera, encontrándose Frente a una difícil elección: el amor infinito por su familia o la desmesurada pasión hacia una mujer enloquecedoramente bella. La elección se conoce hasta el finale de la novela cuya lectura dejará al lettore sin aliento, empujándolo hasta los últimos capítulos, ricos y de pathos Giros de tuerca. Desafío al que este lea libro un no tener este pensamiento: "Nunca habria imaginado que terminaría así". La novela podría ser como definida íntima con un poco de vena scura, llena de Descripciones paisajistas y con un estilo limpio y digeribile.
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La Carga de la Hormiga - DEMETRIO VERBARO
LA CARGA DE LA HORMIGA
PRÓLOGO
Carlo estaba despojando de sus frutos a las robustas ramas de los olivos, golpeándolos vigorosamente con una larga escoba.
Era un trabajo estacional y fatigoso, pero se debía llevar a cabo. Después de todo, tenía una mujer y un hijo de cuatro años qué mantener y si tienes treinta años y una familia a cargo, no puedes, en verdad, permitirte hacerte el exquisito.
Durante la pausa para comer, mientras clavaba el diente a un panino con salami, algo llamó su atención: una interminable procesión de hormigas.
Descendía por el tronco de un olivo y se alargaba por la tierra, cuando de improviso, una hormiga perdió su pesada carga; insólitamente no se separó de la fila para tratar de recuperarla, pero continuó apresuradamente su marcha hacia el hormiguero.
Carlo volvió a pensar en las últimas palabras pronunciadas por su abuelo materno, poco antes de morir:
—He vivido como una hormiga: para arriba y para abajo del campo al hormiguero y viceversa, con la cabeza abajo, bajo el peso de un enorme grano. Mi mente no ha sido tocada por la idea de que pudiera quitarme de las espaldas aquel peso, esa opresora carga que me impedía, si quiera, levantar la mirada al cielo, e irme, simplemente irme. Era una hormiga trabajadora que soñaba abandonar la colonia, adentrarse en el bosque y descubrir la vida. ¡Pero nunca lo hice! Éste es mi legado para ti, un simple consejo: ¡no sigas mi ejemplo! ¡Todos los seres humanos llevan una carga sobre la espalda, descubre el tuyo y libérate pronto! Vete de Reggio Calabria, viaja por el mundo, sigue tus sueños, ¡Prométemelo! —Carlo tenía solamente nueve años, no había comprendido nada de lo que su abuelo le había dicho, no comprendía tampoco que su vida hubiera llegado a su fin, más bien, la muerte, para él, era un concepto desconocido. Comprendía, sin embargo, que aquel viejo delante de él estaba sufriendo. Movido por la compasión, le besó la mano arrugada, tachonada de manchas negras, susurrándole:
—Está bien abuelito, seguiré tu consejo. ¡Te lo prometo!
Su piel y sus vestidos emanaban un hedor nauseabundo, parecía que la descomposición de su cuerpo hubiera comenzado mientras todavía estaba con vida.
Su aliento fétido pasó sobre la cara de Carlo, como si le caminara una tarántula:
—¡Bravo nietecito mío! ¡Bravísimo!
La boca severa se abrió en un intento de sonrisa, los ojos se colorearon de alegría, mientras los cansados párpados descendían lentamente sobre ellos, oscureciéndoles siempre.
La mamá de Carlo se inclinó hacia su niño, le acarició el cándido rostro, lo observó con dos ojos doloridos de reflejos opacos y le murmuró ardor:
—Te quiero mucho, eres un niño especial y estoy orgullosa de ti. — Inmediatamente después, sollozó sumisamente, tratando de contener las lágrimas.
CAPÍTULO I
El sol estriado de violeta estaba bajo, pero no se había ocultado del todo y sus últimos leves rayos entraban oblicuos desde la ventana, cuando uno de ellos cayó justo sobre el contrato laboral que Carlo estaba por firmar, iluminándolo tenuemente.
Escribió con mano trémula Carlo Fante y, en ese mismo instante, se convirtió en jardinero del instituto psiquiátrico San Gregorio.
El San Gregorio era un ex manicomio. Permaneció cerrado por alrededor de diez años, luego de la ley 180 de 1978 de Franco Bosaglia.
Gracias a la obra y los esfuerzos del señor Ernesto Cameroni, un rico psiquiatra y filántropo, reabrió las puertas en 1988, volviéndose una suerte de comunidad que hospedaba a chicos con problemas mentales, con problemas de dependencia y patologías similares.
En la época en que Carlo obtuvo el trabajo, es decir en el 2001, el Instituto hospedaba y ayudaba además a un centenar de personas.
Carlo dobló el contrato y lo metió con cuidado en la bolsa interna de su única chaqueta.
Luego de salir de la oficina, se detuvo a mirar la luna que estaba por aparecer, inundando el horizonte de un brillo púrpura, mientras las lámparas arrojaban luces doradas entre las grietas de edificios desmoronándose.
Se encaminó a casa con andar suelto y con el corazón colmado de alegría. Ni siquiera una abeja que le zumbaba alrededor y un niño que le cortó el paso con su patineta lograron quitarle la sonrisa que llevaba impresa en el rostro. Se sentía en aquel particular estado de ánimo por el que cada cosa que en otra situación le habría parecido normal o incluso fastidiosa, esa tarde le parecía bellísima.
Se sentía demasiado extasiado que sintió la necesidad física de sentarse en una banquita, levantar los ojos al cielo y observar las estrellas encenderse una tras otra.
Mientras miraba brillar las constelaciones, pasaron delante de sus ojos los momentos duros de su vida, sobre todo muchos y mal pagados trabajos que había hecho: electricista, albañil, pintor, jardinero, despachador de gasolinera. Pero ahora había terminado, a la edad e treinta años, finalmente, había logrado firmar un contrato por tiempo indeterminado.
Su mirada se había colocado sobre la luna plateada, que parecía bronceada. Carlo emitió un profundo suspiro y su expresión alegre se transformó en angustiada, volviendo a pensar en el modo en que había obtenido el puesto: ‘Lo obtuve solo gracias a una influyente recomendación. Pero ¿qué importa? Aquí en Reggio Calabria, como en todo el resto del mundo, sin recomendaciones no se sale adelante.
Además, tengo una familia para mantener. La moral y los golpes de la vida batallan entre sí. Son como el día y la noche, cuando hay uno, no puede haber el otro. La moral está hecha solo para quien tiene tanto dinero como ninguna necesidad primaria. ¡Al diablo la moral! Estamos a finales del 2001, encontrar trabajo por medios honestos es casi imposible.’
Descartó estos pensamientos negativos y corrió a casa para festejar junto a su mujer.
Raquel le había preparado una cena a la luz de las velas con su plato preferido: lasaña hecha a mano, inundada de un mar de salsa bechamel y salchichas.
Los rubios cabellos de Raquel centellaban reflejos tan vivos, que la misma luz de las velas parecía languidecer.
Luego de haberse agasajado con la delicia preparada por la mujer, Carlo giró sobre sí:
—Amor mío, ¡es delicioso! ¡Qué día tan perfecto: el contrato, una cena romántica, la lasaña! ¿Se podría ser más feliz?
Raquel apoyó delicadamente el índice sobre los labios del marido, invitándole dulcemente al silencio.
Desde fuera llegaban distintos sonidos del crepúsculo, sobre todo se escuchaba el canto de un búho que parecía querer convencer a la luna de aparecer pronto sobre las colinas; las cigarras comenzaban a entonar su letanía, perturbadas por el reclamo amoroso de un par de gatos en brama; dos polillas revolotearon como pálidos espectros, golpeándose contra la lámpara encendida, con sus alas transparentes como encaje.
Cuando Raquel susurró:
— ¡Esto es para ti! —La flamilla de la vela parpadeó hasta casi apagarse.
Carlo jugueteaba con un pequeño paquete colorado entre sus manos: ¡Gracias tesoro! Simpática la tarjeta de regalo con las simias que comen bananas.
En cuanto lo abrió, se quedó con la boca abierta, intentando mirar incrédulo una prueba de embarazo.
— ¡Sorpresa! ¡Estoy en dulce espera! —Gritó su mujer, levantando y sacudiendo las manos.
Carlo asumió una expresión perpleja:
—Pero no es posible... ¡usamos todas las precauciones!
Raquel le respondió con la malicia de una adolescente sorprendida por beber alcohol.
— ¡En cambio es muy posible! ¡Solo basta con dejar de tomar la píldora!
La belleza de la situación se aclaró delante de los ojos de Carlo.
—Amor mío, ¡tendremos otro hijo! ¡Es en verdad maravilloso! Si esto fuera un sueño, ¡no quisiera despertarme nunca! ¡Te amo tantísimo!
Fueron a la habitación de Ricardo para darle el beso de buenas noches.
Su primogénito estaba acurrucado de lado, asumiendo una posición fetal. Tenía casi cuatro años, pero todavía dormía con el pulgar en la boca, a manera de chupete.
Se acostaron en el tapete de Winnie the Pooh y se quedaron toda la noche imaginando si su segundo hijo sería hombre o mujer, a quién de los dos se parecería más, discutieron sobre qué nombre darle, sobre las escuelas a las que iría, sobre el deporte que practicaría, hasta que Carlo se quedó dormido.
Raquel sentía el pecho de él tocarle la espalda, su respiración calentarle el cuello, sus fuertes manos apretarla delicadamente los frágiles dedos y de pronto se sintió protegida; miró a su hijo Ricardo dormir con beatitud y pronto un sentido de felicidad le permeó el alma, dándole escalofrío por todo el cuerpo.
¡Qué bello eres! Te amo Carlo. Le murmuró, estando atenta de no despertarlo.
Raquel volvió a pensar en el día en que lo vio por primera vez, hacía casi seis años antes.
En un reluciente día de finales de agosto.
Silueteado en un cielo purísimo y sin nubes, el sol diseminaba estelas de oro sobre un mar azul ligeramente encrespado.
Raquel estaba disfrutando de los últimos días de mar, tratando de broncearse lo más posible, amaba la piel de oliva.
Mientras cambiaba de posición, deseosa de poner la espalda al sol, vio a Carlo.
Un mechón de cabellos negros que escondía una incipiente calvicie era la primera cosa que resaltaba de su rostro con una fuerte mandíbula, pero mirando con más atención se notaban también dos pómulos prominentes.
Su piel era tensa y traslúcida y tenía un tinte blanquecino, sobre la cual resaltaban dos ojos negros como un par de escarabajos.
Raquel se quedó cautivada por sus ojos oscuros y profundos.
Carlo estaba jugando tranquilamente soccer junto a tres amigos, pero cuando notó que aquella bella muchacha lo observaba con insistencia, comenzó a pavonearse, reír, gritar, hacer acrobacias con el balón, tratando de demostrar su físico atlético.
Hasta que maliciosamente hizo rodar el balón junto a la toalla de la bella rubia.
— ¡Alto! ¡Voy yo! —Gritó perentoriamente a sus amigos.
Raquel le dio el balón, Carlo lo tomó, sus dedos se tocaron, sus ojos se enamoraron, sus corazones se guiñaron.
—Gracias. —Susurró Carlo.
Aquel día, muchas veces el balón rodó junto a la toalla de Raquel, hasta que Carlo obtuvo una cita.
Un golpe de tos de Ricardo distanció a Raquel de sus recuerdos.
Miró la luna llena fuera de la ventana, cerró los ojos, inhaló y exhaló; sintió la mente tranquila y el espíritu sereno.
—Entonces ¿esta es la verdadera felicidad? —Pensó, mientras también ella se estaba durmiendo.
CAPÍTULO 2
Era un típico lunes otoñal, una sutil pero insistente llovizna empujaba las hojas rojas, naranja y amarillas contra la ventana del bar Da Saverio
.
El aire de aquella mañana de octubre era helado pero agradable, Carlo aspiró un par de bocanadas entre un sorbo de café humeante y otro.
Durante el trayecto, la lluvia había escaseado, hasta cesar por completo.
A pesar de su forma de ser relajada, llegó a su primer día de trabajo con media hora de anticipo.
Era la primera vez que veía el San Gregorio
y se quedó de pronto embobado.
El macizo portón de la entrada era tan alto, que se debía reclinar la cabeza para observarlo en toda su entereza. Sus barras lisas y gruesas eran de hierro forjado negro y terminaban con puntas agudas, similares a muchas hojas de espada.
El muro, cuya altura de tres metros, incrementada por un alambre de púas enredado de tal manera que ni un raquítico gato habría podido atravesarle, cercaba al hospital psiquiátrico por todo su perímetro.
Advirtió pronto la sensación de encontrarse en una prisión, pero en cuanto pasó el umbral, el escenario se transformó y la tétrica oscuridad inicial dejó espacio a una valla verde, coloreada por miles de flores, que se extendía de tal amplitud que le hacía imposible distinguir el final.
Árboles de todo tipo se erguían en filas ordenadas, una calle adoquinada conducía hacia un quieto laguito, un bosque exuberante y grande se cernía a los pies de la colina.
El edificio principal era alto solamente tres pisos, pero se extendía notablemente en amplitud. Estaba desprovisto de balcones y las ventanas del segundo y tercer piso estaban cerradas de sólidas barandillas.
—Hola, bienvenido al equipo. Permita que me presente, soy Enrico Cameroni, Director del Instituto. —Carlo se encontraba de frente a un hombre de edad media, de porte elegante y de modos gentiles; se apretaron la mano y se intercambiaron cumplidos—. Vale, sígame Señor Fante, le serviré de guía.
El director Cameroni tenía un paso veloz, en momentos repentino, como quien pensaba más cosas al mismo tiempo; caminaba a un ritmo frenético y nervioso, de quien no logra deshacerse del stress acumulado en el día laboral, que para él parecía durar veinticuatro horas.
Carlo se dio cuenta inmediatamente que el director tenía el extraño hábito de poner al inicio de todas las frases: ¡Vale!
, también cuando esta palabra contrastaba con el sentido del resto de la frase, pero trató de contener la risa y evitó hacerle preguntas sobre esta forma de hablar graciosa.
‘No soy un lameculos, pero no quiero tampoco ir contra mi jefe, haré simplemente como si nada’ se dijo Carlo, tratando de estar atento a las palabras del Señor Cameroni.
El director gesticulaba e indicaba entusiasta la estructura de su instituto.
Vale, el hospital psiquiátrico hospeda a tres grupos de pacientes. El primer grupo ocupa la zona norte, ésta donde nos encontramos ahora, y es llamada por los doctores