Ciudadanía activa y religión: Fuentes pre-políticas de la ética democrática
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Los modelos de ciudadanía que se ofrecen en los espacios públicos de deliberación no están obligados sustraer o privatizar las religiones que profesan los ciudadanos. ¿Cómo integrar las convicciones religiosas en los modelos de ciudadanía? ¿Cuál es el papel de las religiones en una sociedad post-secular? ¿Por qué son importantes las religiones en una ciudadanía activa?
Para responder a estas preguntas Agustín Domingo Moratalla analiza la pluralidad de fuentes morales en el ejercicio de la ciudadanía activa. El nuevo horizonte ético de las sociedades democráticas no puede prescindir de las motivaciones religiosas de los creyentes. Estos no pueden ser considerados ciudadanos de segunda categoría y forzados a realizar explicaciones permanentes de sus propuestas de ciudadanía. La construcción de una ciudadanía activa no sólo requiere discernimiento para aplicar la laicidad positiva en el ámbito de las instituciones políticas, sino para fortalecer las fuentes morales, religiosas o pre-políticas que nutren las tradiciones culturales que conviven en una sociedad abierta.
La educación moral, la tolerancia, la violencia, la cohesión social y el desarrollo sostenible son ámbitos de ciudadanía activa donde la contribución de las religiones es cada vez más decisiva.
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Ciudadanía activa y religión - Agustín Domingo Moratalla
142.
I. CIUDADANÍA ACTIVA Y SOCIEDAD GLOBAL
Capítulo 1
MODELOS DE CIUDADANÍA EN UNA SOCIEDAD GLOBAL
Introducción
Aunque los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 han desplazado el protagonismo que la globalización tenía en la agenda política, ésta sigue desempeñando un papel central, pero desde coordenadas diferentes. Las coordenadas económicas, tecnológicas e informacionales han dejado paso a coordenadas jurídicas, culturales y religiosas. El hecho de que los EEUU ya no inviten a sus aliados a participar en una iniciativa de justicia infinita sino de libertad duradera es un síntoma de que la sociedad global no es tecnológicamente limpia, políticamente transparente y éticamente inocente. Por eso, el ejercicio de la ciudadanía, es decir, la participación socio-política y la pertenencia a una sociedad de dimensiones universales (global), no puede reducirse a sus dimensiones políticas sino que debe integrar dimensiones sociales, culturales y religiosas. Las formas de plantearlo son variadas y en este capítulo comenzaremos con tres objetivos:
a. Describir la génesis del problema de la ciudadanía en el debate socio-político contemporáneo.
b. Analizar la evolución de los diferentes modelos de ciudadanía para rastrear en ellos el valor que conceden a la participación socio-cultural y no sólo socio-política: liberal, social, democrática, republicana, multicultural, diferenciada, intercultural.
c. Invitar a una teoría de la ciudadanía intra-cultural que integre y no excluya factores culturales (y/o religiosos) donde una ética de la persona no sea sustituida por una política de la ciudadanía.
1. El debate sobre la justicia liberal: liberalismo y comunitarismo
Desde 1971 en que apareció la Teoría de la Justicia de John Rawls, en las tradiciones anglosajonas y continentales se ha producido una convergencia que nos permite hablar de una única tradición común en filosofía social y política. Esta convergencia se presta a diferentes enfoques y uno de ellos, directamente relacionado con la recepción de esta obra, ha sido descrito como la controversia entre liberalismo y comunitarismo¹.
Gran parte de la tradición liberal y los defensores de la Teoría de la Justicia de John Rawls afirman que una teoría de la justicia debe ser crítica, universalista e independiente de las prácticas y tradiciones culturales. Debería ser formal y procedimental, es decir, más preocupada por la forma de los principios de justicia y los procedimientos para tomar decisiones justas que por cuestiones de contenido (bienes concretos) o cuestiones circunstanciales relacionadas con las prácticas sociales, históricas o culturales. Con ello, la tradición liberal no se está desentendiendo de un modelo de racionalidad (o de filosofía primera, con los correspondientes presupuestos ontológicos), sino que está aplicando uno de los modelos, el modelo de la racionalidad procedimental y explícitamente moderna.
A diferencia de otros modelos de racionalidad, como los propios de una herencia platónico-aristotélica donde el razonamiento moral está regulado por una sabiduría prudencial (phronesis), este modelo individualista de razón procedimental moderna es una razón previsora, planificadora y calculadora que tiende a excluir los factores de contenido (tipos de bienes) o circunstanciales (contextos) en la construcción de una teoría de la justicia. A juicio de este procedimentalismo moderno, dejar la acción individual, social y política en manos de la prudencia significaría ceder a elementos emocionales, psicológicos o afectivos, como si los «hábitos del corazón» fueran irracionales, circunstanciales y con ellos no se pudiera construir una verdadera teoría de la justicia. Una auténtica razón moral debería estar basada en la formalidad de las máximas (derechos humanos universales) y no en estados emocionales (significados culturales). Una auténtica teoría de la justicia debería tener un carácter incondicionado y no depender de circunstancias existenciales, históricas o culturales.
Junto a J. Rawls, en el equipo liberal se encuentran pensadores como R. Dworkin, T. Nagel, T. M. Scanlon, Ch. Larmore, B. Ackermann. Frente a estos autores, y en el equipo comunitarista se encuentran M. Sandel, A. MacIntyre, M. Walzer y Ch. Taylor. Estos últimos critican el procedimentalismo e individualismo de la teoría de la justicia liberal porque consideran que ha realizado una abstracción de la vida moral, es decir, se ha fijado únicamente en cuestiones de corrección formal o procedimental para tomar decisiones justas y se ha olvidado de cuestiones de contenido, circunstanciales o históricas. A juicio del equipo comunitario, el equipo liberal no se ha tomado en serio el carácter condicionado e histórico de la razón humana y, por consiguiente, de la libertad. Es más, considera que se ha centrado únicamente en el momento de la decisión y ha dado la espalda a momentos importantes de la vida moral como la motivación, la deliberación, la ponderación o la apropiación de las consecuencias en la aplicación de la justicia. En este sentido se ha producido un reduccionismo metodológico con importantes consecuencias éticas, sociales y políticas. Se ha reducido la racionalidad humana a su dimensión formal y, por consiguiente, se ha construido una teoría de la justicia excesivamente abstracta, elaborada sin contar con las circunstancias personales, sociales e históricas; una teoría de la justicia donde la persona ha sido pensada como átomo que decide en un juego de fuerzas, lo que supone una simplificación de la vida humana porque el protagonista de la justicia termina siendo un esperpéntico yo desvinculado, sin raíces, sin historia, sin emociones, sin tradiciones, sin hábitos del corazón².
2. De la ciudadanía pasiva a la ciudadanía activa
Dos filósofos canadienses, W. Kymlicka y W. Norman, han señalado que el concepto de ciudadanía está íntimamente ligado a dos problemas clave de la filosofía moral y política: la idea de derechos individuales y la noción de vínculo con una comunidad particular. Este interés ha estado alimentado por una serie de acontecimientos políticos como el despertar de la sociedad civil en la Europa del Este, las tensiones generadas por los movimientos migratorios en Europa, la apatía o desafección de los votantes en EEUU, la crisis del Estado del bienestar o el auge de los nacionalismos. Estos fenómenos han ido mostrando que el vigor y la estabilidad de una democracia no dependen sólo de una teoría de la justicia o de una teoría de la democracia, sino de las cualidades y actitudes de los ciudadanos. Así pues:
«... su sentimiento de identidad y su percepción de formas potencialmente conflictivas de identidad nacional, regional, étnica o religiosa; su capacidad de tolerar y trabajar conjuntamente con individuos diferentes; su deseo de participar en el proceso político con el compromiso de promover el bien público y sostener autoridades controlables; su disposición a autolimitarse y ejercer la responsabilidad personal en sus reclamaciones económicas, así como en las decisiones que afectan a su salud y al medio ambiente. Si faltan ciudadanos que posean estas cualidades, las democracias se vuelven difíciles de gobernar e incluso inestables»³.
Este protagonismo de la ciudadanía supone un giro con respecto al protagonismo que ya tuvo este problema después de la Segunda Guerra Mundial, cuando se planteaba como el problema de asegurar que cada uno fuera tratado como miembro de una sociedad de iguales. Por entonces, más que un problema ético se trataba de un problema jurídico-político, se buscaba el reconocimiento de unos derechos de ciudadanía; era el clásico planteamiento de T. H. Marshall, quien para su realización exigía un determinado modelo de Estado: el Estado liberal-democrático. A esta ciudadanía se la podía calificar como pasiva porque no exigía participación, actividad y obligación alguna para conseguir el reconocimiento de unos u otros derechos, eran las autoridades estatales quienes los reconocían. Varias décadas después, frente a esta ciudadanía pasiva donde al ciudadano le reconoce el Estado unos derechos, hoy hablamos de una ciudadanía activa donde al ciudadano se le exige una participación, una movilización, una implicación personal y, en definitiva, unas responsabilidades⁴.
Como han señalado Kymlicka y Norman, la crítica a la ciudadanía pasiva se realizó desde una derecha ideológica para la que el Estado del bienestar había promovido la pasividad de las gentes, había creado una cultura de la dependencia y había convertido a los ciudadanos no ya en súbditos, sino en clientes de la tutela burocrática. Para esta derecha ideológica, las democracias occidentales tendían hacia la «ingobernabilidad»⁵; con las contribuciones de una parte de los ciudadanos disfrutaban todos de las mismas prestaciones. El bienestar de todos se construía sobre la responsabilidad y participación desigual de unos pocos. En realidad, el Estado social de la post-guerra se había transformado en un Estado del bienestar sin haberse conformado como un Estado de justicia. El propio Habermas ha señalado que con una ciudadanía pasiva se crean individuos dependientes, se crea un retraimiento a la vida privada y se produce una «clientelización de la ciudadanía»⁶.
3. El valor de la participación en una ciudadanía democrática
Ahora bien, planteada la política en clave de participación no sólo está en juego un modelo de Estado, sea liberal, social, de bienestar, de justicia, sino un modelo de sociedad. En realidad, el problema de la ciudadanía depende más de la preocupación común por el espacio público en el que se genera y realiza la deliberación, o incluso de cierto nivel de realización de las virtudes públicas, que de un determinado modelo de Estado. Lo que el Estado necesita de la ciudadanía no se puede obtener por medio de la coerción sino por medio de la cooperación y el autocontrol en el ejercicio del poder. Entonces aparece la gran pregunta de la moral social y política: ¿dónde aprender las virtudes públicas?, ¿cómo adquirir esa conciencia de lo público? Kymlicka y Norman plantean cuatro posibilidades:
a. La izquierda y la democracia participativa. El problema de la pasividad se resuelve otorgando a los ciudadanos mayor participación, planteando una democratización del Estado del bienestar. En este sentido, el problema de la ciudadanía sólo se resuelve mediante una renovación participacionista de las teorías de la democracia. La izquierda no tendría fácil esta renovación de la ciudadanía en clave de responsabilidad porque ha despreciado durante mucho tiempo la noción de ciudadanía al considerarla una noción burguesa⁷.
b. Republicanismo cívico. Esta tradición cívico-republicana, nacida en fuentes greco-romanas e inspirada en Maquiavelo y Rousseau, considera que la participación política tiene un valor intrínseco y, por consiguiente, no tiene un valor instrumental como piensan los liberales. La dedicación a los asuntos públicos tiene un valor superior al que proporciona una dedicación a los asuntos privados y debe, por consiguiente, ocupar el centro de la vida de las personas.
c. Teóricos de la sociedad civil. Se agrupan aquí algunos pensadores comunitaristas para quienes la responsabilidad se aprende participando en el entramado de asociaciones que dan forma a la vida de los pueblos. No es al amparo del Estado, donde el ciudadano actúa por coerción, coacción o convención moral, sino en el entramado de asociaciones donde el ciudadano actúa voluntariamente por convicción, por convencimiento, por una obligación verdaderamente asumida, donde se adquieren la civilidad y la disciplina personal necesaria que requiere el ethos o vida democrática.
d. Teorías de la virtud liberal. No faltan quienes afirman que las grandes reflexiones sobre la virtud cívica se encuentran en la tradición liberal. En este sentido, la capacidad para cuestionar la autoridad y la voluntad de involucrarse en las discusiones públicas son dos virtudes sin las que no habría una vida democrática. Virtudes que se deberían aprender en el marco de las instituciones educativas de la sociedad, empezando por la familia, continuando por todo el entramado socio-educativo y terminando por las asambleas públicas o parlamentos. Mientras que en otros momentos de la historia de la ética era una cuestión derivada de la reflexión sobre la democracia o la justicia (un ciudadano es alguien que tiene derechos democráticos y plantea exigencias de justicia), ahora aspira a desempeñar un papel culturalmente relevante y significativo⁸.
La apuesta por estrategias cívicas ya no supone una apuesta simple por cualquier tipo de participación, sino por una participación social diferenciada y significativa. El ejercicio de la ciudadanía activa implica una noción de participación socio-política que desborda la participación instrumental del liberalismo moderno. La participación se convierte en significativa cuando el ciudadano incrementa el valor de las prácticas democráticas y éstas fortalecen el conjunto de los valores sociales. Con la participación significativa, los bienes individuales se reordenan y modulan según bienes compartidos, es decir, según un proyecto de bien común; la justicia procedimental puede convertirse en justicia social y las responsabilidades cívicas en los espacios públicos se transforman en prácticas de cohesión, solidaridad y responsabilidad social. Una participación y organización social con la que se desarrolla lo que algunos analistas han llamado ciudadanía corporativa.
4. De la ciudadanía democrática a la ciudadanía diferenciada
Uno de los desafíos más importantes para los teóricos de la ciudadanía es el fenómeno de la inmigración. No se trata de un fenómeno nuevo pero sí con dimensiones globales porque la desaparición de las fronteras también cuestiona el modelo liberal, racionalista y estrictamente moderno de ciudadanía. Hasta ahora, cuando hablábamos de ciudadanía nos referíamos a una ciudadanía con papeles, nacional o estatal, delimitada institucionalmente por las fronteras que establece un régimen político en un territorio, con unas lenguas determinadas o culturas comunes. Aunque la sociedad del conocimiento y la economía globalizada sean trans-fronterizas, las fronteras siguen existiendo. No son únicamente fronteras físicas, hay también fronteras de muchos tipos: económicas, sociales, políticas y culturales. Ante esta situación, ¿cómo entender la integración?, ¿qué modelo de ciudadanía: cosmopolita o patriótica?
La ciudadanía no es simplemente un estatus legal definido por un conjunto de derechos y responsabilidades. Es la expresión de la pertenencia a una comunidad socio-política que comparte unas señas de identidad común. En ella no todos los grupos sociales están igualmente integrados, ni hay un único criterio estandarizado de integración; muchos se sienten excluidos de esta identidad compartida no sólo por razones socioeconómicas, sino por razones socioculturales. Unas razones que pueden girar en torno a una religión, etnia, costumbres, color de piel, sexo o lengua diferente. La integración de estos grupos sólo sería posible si se adopta lo que Iris Marion Joung ha llamado «ciudadanía