Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

De qué nos enamoramos
De qué nos enamoramos
De qué nos enamoramos
Libro electrónico237 páginas7 horas

De qué nos enamoramos

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Con un estilo cristalino y envolvente, los cuentos de Roman Simić bucean en la vida cotidiana de sus personajes para sacar a la superficie aquello que más les define: dudas, miedos, esperanzas, silencios... Como toda buena literatura, una vez cerrado el libro, sus historias te siguen acompañando y te reconfortan cuando más lo necesitas.

adie como Roman Simić para describir con dolor, rapidez e ironía el paisaje humano de postguerra en ese lugar que hasta hace algunos años llamábamos Yugoslavia. No sólo porque como todo croata ha vivido la guerra en primera persona (es decir, con suficiente lucidez como para después no-narrarla), sino, porque en De qué nos enamoramos ha sabido prescindir de todo odio y mostrarnos el momento en que el hombre se convierte en animal, sujeto extraño ante sí mismo. Y para esto, no sólo ha echado mano a experiencias propias, a personajes que se mueven perversamente entre Zadar y Nuevo Zagreb o a chistes sobre el reconocido arte naiv croata -tan elogiado por el nacionalismo político de los años 90-. Sino, que ha echado mano al estilo. Uno concentrado y ligero, que no se demora en concesiones, y muchas veces deja gran parte de la información debajo, tal y como le gustaba a Hemingway explicar su teoría del iceberg. Uno afilado, como si en un gesto de locura y delante de la madre de nuestra esposa, encajásemos con rabia un cuchillo en el centro de la mesa y después riéramos, riéramos...
IdiomaEspañol
EditorialBaile del Sol
Fecha de lanzamiento1 jun 2015
ISBN9788416320219
De qué nos enamoramos

Relacionado con De qué nos enamoramos

Libros electrónicos relacionados

Ficción literaria para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para De qué nos enamoramos

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    De qué nos enamoramos - Roman Simić

    dispersa

    MARCO PARA EL LEÓN FAMILIAR

    Para M.

    «Maybe this flm is about growing older.»

    Robert Frank, Conversations in Vermont

    FOTOGRAFÍAS

    Varias veces he imaginado que podemos recuperar cualquier recuerdo como si fuera una fotografía que entregamos para revelar después de, digamos, tres veranos. Los lugares y la gente son reconocibles, la foto todavía rememora el color del cielo, el mantel a cuadros, la ropa, sólo que ahora —al sacarla de un sobre de papel plasticado— es invierno u otoño, llueve y nos cuesta intuir por qué el dedo que la tomó apretó el botón precisamente en aquel momento, transformándola, más que en un recuerdo, en un testimonio claro y duradero del olvido.

    Los recuerdos de la infancia que mi hermana y yo pasamos con mis padres, entre mudanzas de una ciudad a otra, los leo en las fotografías de mi padre, sorprendentemente numerosas para ese período irreal de nuestra vida. Son fotografías de pisos en los que vivíamos, de patios, entradas y ventanas que daban o no daban al mar; fotografías de perros y gatos, de parientes diversos, nosotros sus hijos y, por fin, de mi madre.

    La enfermedad de fotografiar e la debilidad para recordar, me escribe en el dorso de una fotografía en blanco y negro Anja, que al cumplir los quince años heredó de nuestro padre esa enfermedad, junto con una antigua cámara Kiev y algunos objetivos. Hace ya una década que Anja está en América y entre viajes y proyectos, varias veces al año, en lugar de cartas me envía fotos de gentes y ciudades que de un modo extraño llenan los espacios en blanco de nuestra memoria común.

    En esta ocasión, liberada del sobre de correo aéreo, se trata de una escena tomada en algún nevado zoológico norteamericano: una fotografía que retrata a un león. Salpicado de copos de nieve, el rostro del león parece sosegado y manso, mientras al fondo, entre las rejas, se divisa el perfil congelado del guarda. El olvido enjaulado; está escrito al dorso. Naturaleza viva con guarda. En invierno. ¡No dejarlo salir!

    Como tantas veces antes, en los álbumes de familia dispersos por la mesa busco entre un montón de fotografías una que pueda servir de respuesta. Al final elijo un retrato de Anja, sacado al estilo de las antiguas películas rusas, encima de un búnker italiano al atardecer, y le pongo: Nos gustaba este sitio los domingos, después del bosque. A la vuelta, una de las casas olía a patatas y pollo asado. Tú te sientas a la derecha y yo a la izquierda de la mesa. La mesa es un caballo tranquilo de aluminio. Sus patas, a diferencia de las nuestras, llegan hasta el suelo. Eso no está en la foto. El empapelado de la pared está hecho de líneas marrones y claras. Canto del jilguero en la jaula. Una fila de mamuschkas en la ventana. Mamá y la tele. Papá en el baño. El olor de la espuma de afeitar de él, el olor de la caricia de ella al acostarnos. La cama: tu lugar está en el medio, el mío junto a la pared. Sombras en el techo. Ruidos de la calle. Tu sueño, ligero y confuso. Tu hermano, R.

    Guardo la foto en un sobre preparado hace ya mucho tiempo y espero a que los recuerdos se calmen; se detengan, se queden tranquilos y congelados como el león de la fotografía de Anja. Quietos como el guarda, como la nieve atrapada en la foto. También pienso en quién guarda a quién, y de qué: ¿el león al guarda o el guarda al león? ¿El recuerdo como guardián del olvido, o el olvido como guardián del recuerdo? Al final pienso en lo que es ese león en realidad, dónde está ahora, de qué se alimenta y de dónde vienen pensamientos como éste.

    Anja y yo, cada uno por nuestro lado, no lo sabemos.

    Nuestras conversaciones a través de fotografías, al igual que el mundo que intentan construir, conllevan un desenlace fatal. Cuando agote la reserva de las palabras de mi padre, callaré, y cada palabra que mi hermana produzca la empujará más hacia el silencio. Así, la conquista del pasado propio, cada vez más lejano, nos llevará a los dos al silencio original, al vacío de una película todavía intacta que desconoce luz, fijador y revelador.

    Aun así, o quizás a pesar de ello, la fotografía que pego con celo verde transparente en el tablero de corcho sobre mi mesa, se convierte en nuestro silencioso león familiar, enigma nevado que me observa desde el desayuno y hace que me acuerde de que también yo olvido y recuerdo, mientras espera pacientemente un desenlace.

    HISTORIA

    Cuando de los ojos cerrados comienzo a desenrollar nuestra historia familiar, las primeras palabras que intentan escapar de mi boca son «pequeña» y «breve»; palabras ante las cuales normalmente nada se aparta. Las historias pequeñas y breves son casi una contradicción en sí mismas, o por lo menos esa ausencia de grandeza y extensión se interpreta como señal inequívoca de deficiencia y mala suerte, como si algo detrás de ellas dijera: «Si hubieran sido felices, probablemente habrían durado más». En las fotografías que acompañan nuestra breve historia —no puedo más que reírme— todo indica precisamente lo contrario. Cumpleaños, excursiones, abrazos, veranos; Anja que sonríe de mil formas distintas, mi padre y yo en cuclillas como jugadores de fútbol y mi madre de pie como un entrenador, perdida en la chaqueta de uniforme de él, mientras sobre su cabeza se entrecruzan en el cielo estelas de aviones que fácilmente podrían confundirse con las tiras de algodón pegadas a la tela azul transparente de una camiseta de deporte, si uno estuviera tan loco como para que se le ocurriera algo así.

    Abro los ojos y vuelvo a reírme, esta vez del mundo inseguro fuera de las fotos.

    Las cosas como las despedidas o la muerte han sido expulsadas a ese mundo como a un purgatorio imaginario, vertedero de residuos desagradables de primeros y últimos planos no deseados.

    En las fotografías que guardamos, éstas no existen.

    Gracias a esa pereza del ojo, nuestra breve historia familiar, conservada en fotos, es feliz y está diseñada para durar por lo menos mil años.

    Y no se trata de un montaje.

    Quizás se pueda explicar esta discrepancia entre el mundo y las imágenes que lo documentan con aquello que Anja, ausente y americana, llama «la afición fotográfica de papá». Según ella, esa ingenuidad particular no es más que la incapacidad del fotógrafo para captar en una instantánea cualquier cosa que no sea, o por lo menos no invoque, uno de los posibles estereotipos de la felicidad. El dorso de una de sus primeras postales ultramarinas, un pez raya degollado y extendido sobre el hielo picado de una pescadería, que se convierte ante los ojos del observador en un trozo de invierno o en la figura de alguna santa germánica acabada de asesinar, decía que sólo los profesionales pueden y quieren sacar fotografías de la tristeza, precisamente como sólo los cirujanos —a diferencia de todos los que alguna vez se han cortado, han tenido un accidente de coche o incluso han matado a alguien— pueden apreciar de verdad la tristeza del cuerpo humano por dentro.

    Para Anja, la afición es peor que la mentira.

    Su única fotografía de nuestro padre lo retrata de espaldas, casi irreconocible. Durante un paseo por la ciudad después del bombardeo. Sus espaldas se pierden en un lateral, hacia las fachadas borrosas, y no le pertenecen a nadie, mucho menos a él. Una de sus manos se levanta hacia la pared y parece separarse y huir del cuerpo.

    Nuestro padre está irreconocible en esa foto, y no sólo porque fue fotografiado de espaldas. Al sacarla, la cámara en las manos de Anja captó ese día el movimiento y la desdicha, mientras que la de él jamás volverá a captar nada. Poco tiempo después dejan de dirigirse la palabra y Anja se marcha a Estados Unidos. Nuestro padre muere. Si hubiera estado cerca, el diagnóstico no pronunciado de Anja podría haber sido: debido a la falta de posibles estereotipos de felicidad. La fotografía de su espalda es también la última fotografía que describe a una familia, la última en la que cualquiera de nosotros es recordado u olvidado por la mirada del otro. Pero también es la única que no entra en los álbumes, simplemente porque no les pertenece. Su león invisible es peligroso porque vive de otras fotografías, otros recuerdos; mata los cambios suaves entre los cumpleaños y las estaciones, nos obliga a olvidar y a dividir nuestra propia vida entre lo que aconteció antes y después, dejando que una mitad invisible se esconda sola y olvidada en un cajón.

    FRAGMENTOS

    Sin saber cuándo ni por qué, decido llevar el diario de esta búsqueda. En realidad tampoco se trata de un diario. Las cosas que anoto se parecen más a una carta dirigida a un destinatario que nunca la va a abrir. Son confusas, pero hay en ellas cierto orden; emplean las palabras de toda la gente, pero conciernen a aquello que nos pertenece sólo a nosotros: son apuntes destinados a alguien familiar. A veces pienso que un día, cuando los termine, podría enviárselos a mi madre. Es muy probable que por eso nunca los acabe. Reunir a una familia dispersa, aunque sea con palabras, a la caza del terrible león de papel, parece patético y hasta ridículo. Sin embargo, eso ocurre. Me echo a reír otra vez, para quitar hierro al asunto. Ya sea por la risa o por algún otro motivo, después de cada frase escrita siento la necesidad de dibujar una enorme señal de advertencia, un erizado punto de exclamación rojo que avise: ¡peligro, mentira! Mentira porque la familia no está en las palabras. Además, el intento de esclarecer cualquier misterio, de leer nuestra propia vida en las vidas de los familiares desemboca obligatoriamente en algún proyecto, una totalidad, un descubrimiento espectacular; algo que no es ni puede ser auténtico. Por otro lado, auténticos podrían ser tan sólo los fragmentos; partes de recuerdos, fotografías; cosas que no significan nada. Se me ocurre que sólo en ese sentido —como fragmentos de nuestras familias— existimos nosotros, hasta el punto en que merece la pena escribir. Así pasan los días. Escribo por la tarde, casi siempre en diferentes lugares. En vez de preocuparme, me alegra esa dejadez: me ayuda a esquivar el peligro de considerar un todo aquello que escribo, de agotarlo o terminarlo. De día, bajo la mirada atenta de mi nuevo guarda nevado, hurgo en los cajones buscando fotografías que muestren algo que hasta ahora se me haya escapado. Todas son así. Sin embargo, me detengo en las que retratan a Anja a partir del día en que se fue a América. Ésas, por supuesto, son las más escasas. Aunque no me había dado cuenta antes, la conclusión no me sorprende. Incluso antes de irse, a Anja no le gustaba salir en fotografías y, para evitarlo, recurría a todo tipo de pretextos, sobre todo al más sencillo según el cual «su lugar estaba detrás de la cámara». Quizás porque exigen que se entregue a la mirada ajena o porque en ellas no puede definir por sí sola el marco de su nueva vida, aunque ésta sea de papel, las fotografías de Anja —las fotografías con Anja— siempre eran casuales, como algo que no debería ni podría darse. Pero precisamente por eso, por tratarse de una casualidad, busco en ellas algo que me la acerque por fin. En la primera que atrae mi atención, Anja aparece en una colina sobre el océano, junto al hombre que fue su marido y la mujer que se convertiría en la amante de ella. Está delgada y flamean al viento su camisa blanca y su sonrisa abierta e insolente. Firman la foto las palabras Aviadora valiente antes de partir. Risa junto al biplano acribillado.

    No resisto la idea de que precisamente en esa foto se parece, más que nunca, a mamá.

    Como suele suceder cuando me acuerdo de eso, la historia de nuestra madre es larga, complicada y casi imposible de contar. Ni siquiera lo intento. En cierta forma, Anja es una imagen en negativo de mamá. Donde una es blanda, la otra es dura; mientras una posa para la cámara, la otra la esquiva… El calor inconstante de nuestra madre parece representar todo lo que se haría constante y frío en Anja.

    Se me ocurre que, transformada en electricidad, la cantidad de rabia y amor necesarios para unir a dos personas de esa forma podría iluminar ciudades.

    Se me ocurre que lo mismo, por su enorme estupidez, podrían hacer simplificaciones como ésa.

    Lo que sí es cierto: las fotografías de mi madre no desvelan el secreto de su atractivo. Aunque captan la belleza, ignoran el contraste entre cálido y frío. Supongo que es porque las fotografías no se lo han robado, como el alma en las creencias indias, sino que su calor se mantiene totalmente entero, privado, nuestro. No sé si eso es bueno o malo. La dependencia del calor maternal en nuestras vidas siempre se ha manifestado al mismo tiempo como suerte y desgracia, como algo que a la vez nos une y nos expulsa al otro lado del océano, a la escritura o la desesperación.

    Contemplo el rostro del león y me pregunto con qué se podría retratar lo que existe entre mis padres, Anja y yo, entre todos nosotros mientras esperamos en el trasbordador de Preko a Zadar que la presión de un dedo fortuito nos pare en el tiempo.

    ¿Qué sería capaz —me pregunto al contemplarlo— de describir y enmarcar la fuerza con la que los padres nos atan a sus vidas, la fuerza que vive, se revuelve y perdura en nosotros durante años, para luego volver a transformarse en la misma del principio, con la que intentamos atar a otros a nuestra existencia?

    Las fotografías, al igual que los recuerdos, aquí callan.

    Esperar que nos revelen las razones de lo que sea, del caos cotidiano de causas y efectos, del espacio que dentro de nosotros se llena y vacía de fuerza, debilidad, agradecimiento, dolor, traición, amor…, sería lo mismo que esperar que del océano de fotografías de turistas japoneses, aunque sea dentro de cien años, surja bañada en espuma sensacionalista y se explique por sí misma la naturaleza de nuestra guerra o del Renacimiento italiano.

    Su historia es incompleta.

    Para completar su propia vida, Anja necesita las fotografías de nuestro padre y mis palabras —sus sonidos, olores y sensaciones— como prueba de que alguna vez ha existido fuera de ella misma. Necesita los recuerdos del mundo antes de la desintegración, de cómo era cuando uno todavía se podía fiar de las fotos.

    El diario de la búsqueda no cuenta qué necesito yo de Anja.

    El diario de la búsqueda cuenta que es tarde, que es tiempo de huir y que habría que dormir.

    EL ROSTRO

    Al final, los milagros son posibles. Aunque lo evito cuanto puedo, esta mañana estoy con mi madre en el cementerio. Gravilla y cipreses, el sol que allana la paz de los senderos entre las tumbas; nadie diría que también aquí se esconde un león. Sin embargo, aquí está. Me lo descubren una begonia y una foto del abuelo sobre el fondo negro de mármol. La begonia es una flor, la causa, algo así como el motivo de la visita. A petición de mi madre la he traído desde la casa donde vive la abuela, dejando que el calor de agosto me la imprima con sudor en la camisa, y la he colocado por fin entre dos pitas y algunas flores cultivadas sobre la tumba. La foto es otra cosa. De forma oval y tamaño de un palmo, muestra al abuelo como un hombre barbudo y cuarentón, serio y bronceado en su uniforme caqui de jefe de máquinas.

    Aunque la foto es mucho más antigua, mañana cumplirá cinco años en la tumba.

    Pese a que mi madre lo reconoce, el hombre que veo no es el abuelo que recuerdo antes de morir y en el entierro.

    La costumbre de darles a los muertos una cara diferente de la que se llevaron consigo a la tumba —me gustaría añadirle a Anja con esta postal de mármol— es algo así como sacar fotografías de la memoria, un deseo de reunir en un rincón todo lo que el difunto era o lo que quisiéramos que fuera. Incluso sin intención, esas fotografías acaban por revelar una vida mucho más amplia de la que ha terminado con ellas, ya que retratan todo lo que en otras circunstancias sería invisible: el deseo, la esperanza y los sueños —de los fotógrafos— de la gente que las coloca en las tumbas y a través de ellas se cuenta una historia sobre sí mismos y sobre la vida como debía haber sido.

    En lugar de nuestros muertos, retratan a sus vivos: a los que quedamos atrás.

    Por eso en el rostro del abuelo de la foto no hay miedo ni egoísmo. Su rostro de cuarentón, hemos reconocido de una vez por todas, desconoce la desdicha y el alcohol, los veinte años de mar y los diez de guerras; los últimos de los cuales pasó encerrado en su cuarto, sin abandonarlo salvo para ir al retrete o dejar que el perro saliera al corredor y cerrar la puerta tras él. El rostro del abuelo en uniforme de marinero no ve la televisión, no maldice, no es huraño y no va desapareciendo poco a poco en la cama y las sábanas, hasta que un día lo olvidemos allí por completo. En su ignorancia, inconsciente del futuro que se avecina, es un rostro bello que no acusa. Y no sólo eso. Más que nada, más que cualquier otro papel que pudiera asumir, el rostro del abuelo en esa fotografía es para nosotros una nueva historia de la familia, aquella que creemos porque nos la hemos contado.

    Al acordarme de otras historias y otros leones que Anja y yo escuchábamos y en los que creíamos de manera distinta, sonrío por un momento también a este abuelo como si fuera un conocido.

    Una de las leyendas con las que crecimos y cuyo tono de cuento de hadas oficial nos encantaba especialmente y, al parecer, nos unía con irrompibles lazos familiares a la Gran Historia Universal, cuenta: después de largos días de bombardeos aliados, cuando la ciudad ya estaba casi destruida y habían huido de ella los últimos ustachas y alemanes, la gente que se quedó rompió los rostros de todos los leones venecianos en Zadar.

    Bajo uno de ellos, el gran león alado que vigilaba la puerta de la ciudad a la entrada del pequeño puerto de Foša, se conocieron la abuela y el abuelo. El abuelo era entonces un joven comunista y la abuela una italiana que de puro milagro no terminó en el Sansego, el vapor por el cual ese otoño se encendían cirios a ambos lados del Adriático y que transportaba a los italianos exiliados de Zadar a las islas, e incluso hasta Italia, a Trieste.

    El momento en que se vieron por primera vez, cuenta la historia, fue cuando el abuelo, encaramado en la puerta de la ciudad con la ayuda de las cuerdas y de los brazos musculosos de sus paisanos, acababa de destrozar con un martillo de su abuelo los rasgos del león colocado allí en 1543 por el maestro Michele Sanmicheli, y miraba como éstos caían sobre la muchedumbre, entre la cual —por otro milagro que la historia no registrará— se encontraba nuestra abuela.

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1