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De profesión, cura
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De profesión, cura

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ste libro ameno, sencillo y conmovedor desvela la vida cotidiana, los sufrimientos, las esperanzas y la fe profunda de un simple cura de parroquia. “De profesión, cura” nos da la oportunidad de descubrir el día a día de un sacerdote desde dentro, sin adornos, prejuicios negativos ni idealizaciones ingenuas.

Usando un lenguaje cercano y coloquial, el autor nos lleva de la mano para conocer su historia, su vocación, su sacerdocio, las distintas parroquias en las que ha trabajado y, por supuesto, también a sus parroquianos. Así, de forma entretenida, al hilo de mil anécdotas, personas y vivencias, se esboza una imagen llena de frescura del rico mosaico de la vida parroquial, con su mezcla fascinante de lo humano y lo divino.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 mar 2013
ISBN9781501495915
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    De profesión, cura - Jorge González Guadalix

    A mis parroquianos pasados, presentes y futuros

    PRÓLOGO

    En los países de tradición católica, la figura del sacerdote es tan conocida que no llama la atención. Ha formado parte del entramado básico de la sociedad durante más de mil años y es un personaje tan habitual como los médicos o los panaderos. Sin embargo, la idea que muchas personas tienen de los sacerdotes está idealizada, para bien o para mal, y raramente se ajusta a la realidad. Algunos ven a los sacerdotes como seres angelicales, que apenas han cometido un pecado en su vida y que permanecen en un mundo aparte, al margen de las preocupaciones humanas. Otros reciben de los medios de comunicación un concepto sombrío y cínico del sacerdote, que mezcla hipocresía, frustración, oscurantismo e inhumanidad. Ambas ideas están muy lejos de la realidad.

    De profesión, cura es un libro sincero, escrito en primera persona de manera cercana y coloquial. No busca mostrar una visión angelical del sacerdote, sino que se limita a describir de forma sencilla, real y sin pretensiones la vida y las ocurrencias de un simple cura de parroquia. Por otra parte, esa sencillez es la mejor forma de desmentir la idea deformada del sacerdocio que tantas veces se presenta hoy en películas, periódicos y novelas. Un sacerdote, un cura como el autor de este libro, es simplemente un hombre de Dios. Ambas cosas, hombre y de Dios. Un hombre como los demás, que comparte con todos nosotros debilidades, defectos, miedos, alegrías y esperanzas, pero también un hombre de Dios, que hace que fijemos nuestra mirada en el cielo, que se esfuerza en amar a todos porque en todos encuentra a Jesucristo y que entrega por entero su vida, sin reservarse nada, porque sólo puede dar gratis lo que gratis ha recibido de Dios.

    Es éste un buen libro para que lo lean los seminaristas, y aprendan, conozcan, disfruten y se rían descubriendo la vida real, sin adornos, de un cura de parroquia. Se beneficiarán así de un texto que recoge la experiencia de muchos años, destilada en sustanciosa sabiduría sacerdotal. El autor no idealiza su ministerio, sino que cuenta las cosas como son, sin ocultar rutinas, dificultades y sufrimientos (la historia del cura adúltero es especialmente emotiva en ese sentido), pero también con un amor inmenso por el sacerdocio. Es difícil no emocionarse al leer cosas como ésta: Mil vidas que tuviera, mil vidas para ser cura. Qué suerte tuve Señor, qué suerte ser cura.

    Otros sacerdotes encontrarán en las ocurrencias de D. Jorge muchas semejanzas con sus propias parroquias y en multitud de ocasiones podrían contar algo parecido a lo que relata el autor, pero también hallarán formas distintas de hacer las cosas o ideas en las que quizá nunca habían pensado. Que no duden en copiar todo lo que les parezca bueno, porque en la Iglesia no hay derechos de autor.

    Incluso puede que algún obispo, leyendo estas páginas, añore los días en los que también él bregaba cada día en su parroquia, se fatigaba confesando durante horas, descansaba cuando por fin se acababa la época de las primeras comuniones, conocía por su nombre a todos sus parroquianos y era para ellos, simplemente, el señor cura.

    Para los fieles en general, De profesión, cura supondrá la sorpresa de conocer desde dentro lo que antes sólo habían podido vislumbrar desde fuera: la vida real de sus curas, con sus gozos, sus alegrías, su debilidad humana, la soledad que acecha, la presencia cercana de Dios y una entrega a menudo heroica.

    Así redescubrirán de un modo nuevo la necesidad de rezar por los sacerdotes como hermanos en la fe, como seres humanos con sus debilidades a los que Dios ha encargado una misión que a menudo supera sus fuerzas. Así lo dice el propio autor: Quizás nosotros no seamos los pastores ideales, pero vosotros, feligreses, ¿qué tal os portáis con vuestros curas? Permitidme algunas preguntas. ¿Qué sabéis de nosotros? ¿Conocéis nuestra vida, las preocupaciones, los miedos, los agobios, las soledades? ¿Cuántas veces os habéis quejado de lo que no se hizo bien? ¿Cuántas habéis dado las gracias por algo que mereció la pena?

    Me atrevo a decir que este libro será interesante incluso para los no creyentes: ateos, agnósticos o personas de otras religiones. Más allá de ideas preconcebidas, podrán descubrir a los verdaderos sacerdotes, tan de Dios y a la vez tan humanos. Como verán en las páginas siguientes, es fácil empatizar con la vida de un sacerdote, con sus sentimientos, aburrimientos y emociones tan semejantes a los propios. Y, a la vez, es difícil no admirarse de la presencia continua y palpable de Dios en su vida. Su misma existencia es un signo de la Encarnación de Dios, que quiso hacerse hombre para habitar entre nosotros.

    No quiero extenderme más, porque un buen prólogo no debe cansar a los lectores, sino solamente abrir boca para que disfruten del plato principal. Y este libro apenas precisa aperitivos, porque tiene todos los ingredientes de un plato de éxito. Ha sido escrito con lenguaje sencillo y ameno, está repleto de buen humor, une temas transcendentes con anécdotas y detalles de todos los días, junta lágrimas y risas... Difícilmente podría capturarse mejor ese pequeño mundo maravilloso, repleto de humanidad, pecados, santidad, historias y milagros, que es una parroquia católica. Y en ella, al servicio de Dios y de todos, siempre, el señor cura.

    Bruno Moreno Ramos

    I. EL CURA: casarse con la parroquia

    ––––––––

    1. Hemos tenido un cura

    Los curas no nacemos con sotana y tirilla. Nacemos niños como todos los niños. Tampoco nacen médicos, abogados, funcionarios o titiriteros.

    Servidor nació niño en su pueblo. Y como todos los niños de entonces, creció, corrió por los prados, pasó el día en la calle y se lo pasó chachi piruli. Lo único distinto es que, desde los seis, fue monaguillo. Eso sí, monaguillo de misa en latín y roquete de puntillas.

    Niño y luego mozalbete. Estudios, más amigos, empezar a tontear con las chicas, discoteca el domingo. Mira por donde, un día, y no sabes muy bien cómo, hete aquí que empiezas a ver que no, que no acabas de estar a gusto contigo mismo, que te falta algo. Te encuentras con una pregunta: ¿por qué no sacerdote? Susto, incredulidad, desasosiego... ¿Y por qué no?

    Los años de seminario pasaron felices. Sólo recuerdo una alegría que no me cabía en el pecho. Un día, antes de darte cuenta siquiera, te ves con el obispo frente a ti y escuchas una voz que le dice: la Iglesia pide que ordenes sacerdote a este hermano nuestro.

    El resto, más que una película, es un conjunto de instantáneas: la postración en tierra, la imposición de manos, la oración. La estola que cae desde tu cuello y la casulla que llevarás desde entonces en cada celebración de la eucaristía. Sacerdote para siempre.

    Un sacerdote muy despistado al principio, como es natural. Sobre todo, te impresiona eso de celebrar la misa, a lo cual se van añadiendo los demás sacramentos, los consejos, la predicación. Sacerdote.

    Será el obispo quien te envíe a un destino pastoral. ¿Qué querrá de mí la Iglesia? ¿Enseñanza, formación, cura de almas? Lo que sea, bien estará. 

    A mí me tocó ser cura. Bendito sea Dios.

    2. Ni presbítero, ni sacerdote, ni ministro. Yo, cura

    Es como me gusta presentarme, Hola soy Jorge, cura.

    Las palabras son todo y no son nada. Como las banderas, los escudos, los símbolos... somos humanos y vivimos de palabras, de gestos, de detalles.

    A un servidor se le puede llamar de muchas formas. Depende de quién lo haga, utiliza unas palabras u otras. Por ejemplo, los documentos oficiales nos denominan preferentemente presbíteros, es decir, ancianos, gente que tiene hasta su lugar propio en el templo: el presbiterio. También se nos denomina sacerdotes, que culturalmente es un término que significa a aquel que tiene el oficio de la intermediación entre la humanidad y la divinidad.

    A mí me gusta más eso que dicen en los pueblos del señor cura. Es que la gente sabe muy bien lo que se dice. El señor cura es el que dice la misa, da la catequesis, visita a los enfermos, vive justo al lado de la iglesia y si se le llama siempre responde. El cura es ese a cuya puerta se llama, se pide, se exige y se le disculpan tantas cosas.

    He aprendido a ser cura sobre todo en el pueblo. En el pueblo, yo sé lo que es decir misa, vivir la fiesta, enterrar a los muertos y bautizar a los niños. El cura de pueblo se conoce los bares, pero no vive en ellos. Come con quien surge y, en los días de fiesta, con el ayuntamiento y el médico y... porque es bueno que las fuerzas vivas estén unidas y colaborando para que todo salga adelante.

    El cura de pueblo siempre ha sido considerado entre parte del clero como eso, el cura de pueblo, un escalón más bajo, que no puede celebrar misas de pontifical, pero que se las apaña para que no falten los sacramentos. Ni puede organizar las mejores conferencias, e incluso a veces hasta dice cosas rayanas al menos en lo peligrosillo, pero que tiene una palabra siempre amable y humana para cualquier feligrés.

    El cura tiene carencias en formación, o en algún tipo de formación. No domina los entresijos del derecho canónico, le falla algún detalle de la liturgia que se come alguna vez, pero celebra convencido de que Dios se hace presente, y de que a Dios esas cosas del derecho le lían un poco.

    Cura. Yo, cura. Quisiera ser de verdad cura. Humano, sensible, pecador, esperanzado, alegre, capaz de mirar con ternura a cada persona que pasa a mi lado.

    Me faltan muchas cosas en la parroquia y en mi vida. Me falta fe, me falta caridad (¿recuerdan esa canción?), me sobran miedos al qué dirán, me falta tanto para ser como Jesús. Pero yo, cura. Como de pueblo. Carente de muchas cosas. Limitado en más. Lleno de defectos como tantos. Sin más tesoro que el de decir: quiero creer en ti cada día Señor, quiero que te conozcan, quiero que venga tu reino. Y ten piedad de este pobre pecador.

    3. Cura. ¿Profesión o vocación?

    Me preguntan muchas veces que cómo es posible que me presente diciendo que mi profesión es la de cura, que si no sería mucho más correcto decir que ser cura es mi vocación. Pues sí y no, y me explico.

    El concilio habla de la vocación al presbiterado, es decir, al ministerio sacerdotal. Así es. Uno es sacerdote, presbítero por pura misericordia de Dios que quiso llamarnos a ello. Esa llamada se ha ido madurando y clarificando en el seno de la Iglesia hasta que un día llega la ordenación sacerdotal. Sacerdotes porque Dios así nos ha llamado, sacerdotes porque así lo ha querido la Iglesia.

    Los sacerdotes podemos ejercer funciones muy diversas según lo disponga el obispo. Entre los diocesanos, la mayor parte nos dedicamos plenamente a la cura de almas, es decir, a apacentar a una porción de la grey del Señor, muy generalmente en parroquias. De ahí viene lo de ser cura, presbítero que ejerce de manera especial la cura de almas. Sobre todo los párrocos, a quienes, bajo la autoridad del obispo, se les encomienda, como a pastores propios, la cura de almas de una parte determinada de la diócesis (Ch. D. 30).

    Pero hay sacerdotes que tienen encomendados otros cargos pastorales o algún tipo especial de acción: profesores, cargos en la curia, directores de colegio, responsables de medios de comunicación. Servidor es sacerdote por vocación, por llamada del Señor, y de profesión  cura párroco, ya que trabajo en la parroquia y por esa tarea recibo unos emolumentos.

    Otra cosa después es cómo desempeñar el oficio de párroco. Uno puede hacerlo como un mero funcionario: horarios de despacho, misas, catecismo, papeles, o puede vivirlo como una auténtica vocación de servicio a sus hermanos. La cura de almas como vocación es la que te lleva a sentir en tu corazón el latir de cada hermano, a preocuparte por cada uno de tus feligreses en sus necesidades materiales y espirituales, a no dejar de pensar en los más alejados de Dios y comprender que tu tarea consiste en lograr que todos puedan vivir aquí con la dignidad material y espiritual de hijos de Dios, y después de esta vida lleguen a la Jerusalén celestial.

    Sí. Cura. Por vocación de Dios que quiso llamarme al presbiterado. Por misericordia de mi madre la Iglesia y de mi obispo que me confirió la ordenación. Por llamada de mi pastor que me puso al frente de una comunidad como párroco. Hoy desempeño mi tarea con gozo e ilusión.

    ¿A qué te dedicas? Yo médico, profesora, abogada, analista de sistemas, periodista, peón en la construcción, ama de casa, mecánico, taxista... Pues yo cura. Eso sí, por vocación y como vocación.

    4. El cura ideal: ¿moreno y con ojos verdes?

    Pedía yo a un grupo de gente que me describiera lo que debería ser para ellos un buen pastor. Fueron surgiendo características: bueno, amable, cariñoso, simpático, cercano a la gente, preocupado por los pobres. Servidor, incapaz de ser serio, añadió: moreno y con ojos verdes.

    A mí esas características me valen. Son fantásticas. Para un cura, un alcalde, un maestro, un registrador de la propiedad y el tendero de la esquina. Pero al pastor hay que pedirle más. Algo más específico. Hay que pedirle tres cosas que son la clave en el ministerio pastoral de la Iglesia.

    1. Que anuncie la Palabra de Dios a todos con fidelidad. Que lea la Escritura a los fieles y se la explique. Que hable de Cristo, de María, de la redención, de la gracia, del origen y el destino del hombre según las Escrituras. Que se preocupe por la formación de niños, jóvenes y adultos. Que explique el evangelio según la doctrina de la Iglesia. Que explique a sus fieles qué es bueno, qué es malo, cómo conducirse por la vida.

    2. Que rece y celebre los sacramentos. Un pastor que celebra la Eucaristía y la Penitencia. Que reza con la gente. Que bautiza, casa y entierra. Que visita a los enfermos y les regala el sacramento de la Unción.

    3. Que haga comunidad y familia. Que se sienta muy unido a la Iglesia universal y diocesana. Que construya comunidades cristianas vivas. Que manifieste con su vida la preocupación especial por los pobres y desfavorecidos. Que haga de su parroquia, su comunidad, su parcela, un lugar de fraternidad.

    Si además es simpático, amable, tiene buen tipo y es moreno y de ojos verdes, miel sobre hojuelas.

    5. Ser cura es casarse con la parroquia

    Cuando me encuentro con un sacerdote, con un diácono recién destinado a una parroquia, la primera palabra que le digo es que la parroquia no es un trabajo o una oficina donde uno puede colocar horarios, días de descanso, puentes o condiciones. La parroquia es para el cura como su esposa, se casa con ella. Me permito hasta acudir al ritual del matrimonio para aclarar qué es eso: me entrego a ti, parroquia, y prometo serte fiel en la prosperidad y en la adversidad, en la salud y en la enfermedad, y así amarte y respetarte todos los días de mi vida. Sí, digo bien, todos los días de mi vida, porque también es labor del sacerdote orar por las que fueron sus parroquias.

    El cura, ya sabéis lo que para mí significa esa palabra, nunca puede ser un funcionario que reparte sacramentos, organiza catequesis y mantiene horarios de misas y despacho. Cuando toma posesión de una parroquia su objetivo lo constituyen todas y cada una de las personas puestas a su cuidado. Un sacerdote no descansará hasta que consiga que todos puedan vivir con dignidad de seres humanos en este mundo y alcanzar después la vida eterna. Los feligreses son esos a los que se nos ha encomendado llevar a Cristo, son aquellos con los que queremos compartir la vida en la salud y en la enfermedad, en la prosperidad y en la adversidad.

    Uno no se ordena sacerdote y acepta lo que se llamaba la cura de almas para decir misa de diez, atender el despacho una horita, unas primeras comuniones y poco más. No merece la pena ser sacerdote de Jesucristo de diez a doce y de seis a ocho, seis días por semana y mis vacaciones garantizadas. Para eso no.

    Es cierto que todos necesitamos algún día más descansado aunque sólo sea para salir un poco y darse una vuelta por la Puerta del Sol. Es cierto que nos hacen falta días de descanso. No es menos acertado que algún horario hay que poner. Pero una cosa es organizarse y otra muy distinta convertirnos en funcionarios.

    Cura es el que piensa cómo llevar a todos a Cristo. El que compra el pan en la panadería del barrio, el diario en el kiosco y hace la compra en la tienda de la esquina. El que está en la parroquia horas y horas por si alguien tiene la ocurrencia de pasar por ahí aunque sea en un despiste. Un funcionario nunca, aunque tengamos que hacer papeles, rellenar impresos y poner horarios por pura organización.

    Mi actual compañero llegó a la parroquia en febrero. El primer día nos dimos una vueltecita por el barrio y recuerdo que le dije esto mismo: nos hemos casado con esta gente. Y no podemos cruzarnos de brazos mientras haya una persona que no pueda vivir con dignidad o que no conozca a Cristo. Con todos estos tenemos que llegar al cielo. Así que... ¡a trabajar, hermano!

    P.D. Una cosa es lo que escribo, el ideal, y otra lo que hago algunas veces. Porque servidor sabe cuál es su vida, pero uno es pecador, y hay momentos en que cuesta tanto...

    6. Esos curas que nos precedieron

    Siempre he tenido un cariño especial a esos sacerdotes que me precedieron en mis parroquias. Esto lo fui descubriendo en mis tiempos de párroco rural, cuando escuchaba esas viejas historias de los sacerdotes que pasaron por los pueblos dejando su vida y su ministerio a favor de sus feligreses.

    Hoy quiero hablar de ellos porque ayer mismo tuve la alegría de conocer a dos sobrinos de D. Lucio, un buen cura que atendió Navalafuente –uno de mis pueblos- en los años sesenta. Qué maravillosa sorpresa, y qué diálogo tan intenso que nos fue haciendo brillar los ojos.

    - Nosotros tuvimos un tío sacerdote, fue párroco en Cabanillas.

    - ¿Cómo se llamaba?

    - D. Lucio.

    - Anda, párroco en Cabanillas y en Navalafuente, antecesor mío. Claro que he oído hablar mucho de él. Murió en un accidente, ¿verdad?

    Hay una cosa que yo llamo agradecimiento eclesial. Y pienso que para cualquier sacerdote, cualquier hermano en el sacerdocio, sus familiares, y más aún si estuvieron en la parroquia, son sus hermanos.

    Las parroquias se van formando a base de dedicación y sacrificio de años. Ser cura rural en los años sesenta era algo así como marchar de Madrid, meterte en un pueblito casi sin futuro y ahí hablar a la gente de Dios. Pueblos que apenas tenían cien o doscientos habitantes, mal comunicados, pero necesitados del amor de Dios y de un pastor que diera la vida por sus ovejas.

    Dejadme colocar algunos nombres. No sabéis quiénes son. Yo os digo que fueron curas de pueblo, de vida escondida y oscura, que jamás ostentaron ningún cargo ni fueron públicamente reconocidos, que no supieron qué era un puesto de privilegio o una buena parroquia, que muchos años los vivieron ahí, aunque la misericordia de Dios les permitió volver en su madurez a la capital para pasar sus últimos años de una forma más cómoda. Curas que dejaron su juventud, sus ilusiones, su energía de recién ordenados, en esas pequeñas parroquias rurales que supieron de su alegría, de su ilusión y también de sus soledades. Pero que hoy son recordados con tantísimo cariño.

    Gracias. Gracias a vosotros, amigos, hermanos: Salvador, Manuel, Juan Manuel, Máximo, Lucio, Ramón, Esteban, Ignacio, Teodoro, Manolo, Lorenzo, Mario, Pedro Pablo. Gracias por ese tesoro de fe que recogí un día e intenté mantener y acrecentar. Sois un ejemplo. Hoy, al recordar a Don Lucio, he querido mandaros un abrazo. A vosotros, los que estáis en el cielo, os recordaré en el altar. Y a los que andáis por esos mundos: parroquias, enseñanza, misiones, desde aquí, mis mejores deseos.

    7. Lavatorio de pies

    De mi vida de sacerdote, hay una cosa que me impresiona cada vez de forma especial. Es ese lavatorio de los pies que voy a vivir de nuevo esta tarde en la pobreza de esta parroquia nuestra, pequeña, simple, y encima rodeada hoy de excavadoras y casetas de obra.

    Hubo años en los que se rivalizaba en dar un mayor sentido a este gesto. Y años en los que se sustituía por muchas cosas, no todas desde luego equivocadas.

    Yo sigo reivindicando este gesto. Primero, porque uno descubre en ese lavar los pies de los discípulos, la última enseñanza de Jesús. O estamos a los pies de los hermanos, o aquí nadie ha entendido nada. Es gesto completamente emotivo y profundo ver al sacerdote, y que sea el párroco, no por jerarquía sino por simbolismo, el que se pone a los pies de los demás para recordarse y recordar el misterio de la entrega de la vida hasta colocarla al completo servicio de todos los demás.

    Es un gesto que también impacta en los que se dejan lavar los pies. Con lo orgullosos que somos, qué difícil es reconocer que necesito que alguien me ayude. Lavarse los pies es decir que tengo necesidad de que alguien me ayude, me cuide, me atienda, me mime. Un gesto realmente clave, emotivo, grandioso, solemne.

    Esta tarde, otra vez lavaré los pies a mis fieles. Como cada Jueves Santo, pediré a Jesús que haga en mí que el gesto del lavatorio sea algo más que un rito anual. Lo que sé es que cada vez que lo repito acabo emocionado y acabamos emocionados todos. Bendito sea Dios que nos permite vivirlo cada año y nos permite recordar que si no servimos al hermano, no hemos entendido nada.

    8. Rafa se va al seminario

    Sólo se ve la parte de las renuncias. Así que cura, por tanto no a las mujeres. Fraile, ¿no?, pues a renunciar a los bienes y a aguantar lo que mande el jefe, y mujeres tampoco, claro. Pues vaya plan.

    Hombre, es que, entendido así, efectivamente vaya plan. Es como si al preguntarse por un futuro matrimonio, a alguien le decimos: pues ya sabes, se acabaron las juergas, a aguantar a la prójima o al prójimo toda la vida y si no te va bien, te jorobas.

    El otro día, estuve hablando con Rafa. Veintidós años. En septiembre entra en el seminario de Madrid. Entre otras cosas, me preguntaba por el celibato y por la dificultad de vivir solo.

    Yo lo que le planteaba es que no se fije en las renuncias, sino en el proyecto. Que piense en la labor que podrá hacer como sacerdote. Que se ilusione con los niños y los jóvenes a los que va a animar en su camino. Que empiece a gustar lo que será ofrecer los sacramentos a la gente. Yo quiero que Rafa se sienta motivado para ser el bálsamo de los pobres, el consuelo de los tristes, alguien para ofrecer el amor de Dios a las personas.

    A partir de ahí las consecuencias son claras. Te va a importar tanto esto, que te va a dar igual ganar mucho que poco –y ganarás poco-. Te va a importar tanto la gente, que serás libre para acudir allí donde tu obispo te pida por mayor servicio a las personas y a la Iglesia. Vas a gozar tanto con tu ministerio, con tu servicio, que entenderás que debes ser libre del todo para acudir a todos.

    Seguí: "No te agobies ni por el dinero, ni por el celibato, ni por

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