Catecismo para tiempos difíciles
Por Jack Tollers
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En cierto sentido, un catecismo no puede sino repetir lo mismo, las viejas verdades de siempre. Pero en otro, en el modo de formular la fe, cada tiempo tiene sus propias exigencias, sus propias dificultades, sus propias urgencias. Por eso nos hemos atrevido a sintetizar lo mejor que pudimos lo de siempre, para ahora, para estos tiempos que nos tocan en suerte. Tiempos difíciles.
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Catecismo para tiempos difíciles - Jack Tollers
Qué creer
Ni bien llegamos a este mundo, comienzan las sorpresas: todos nuestros sentidos se ven asaltados simultáneamente por ruidos, colores, sonidos, perfumes, gustos y diversas superficies, que se muestran ásperas o suaves al tacto.
Al principio, de bebés, no entendemos nada (y por eso lloramos a menudo). Pero, de a poco, empezamos a entender (por ejemplo, que el que no llora, no mama).
Nos dan miedo la oscuridad y los ruidos inesperados.
Lloramos a menudo y nuestra madre nos consuela.
Tratamos de entender qué es todo esto, qué pasa, quiénes somos, dónde estamos, quién es quién.
Y desde entonces, desde nuestros primeros días sobre la tierra, hasta el último antes de morir, estamos tratando de entender.
Se podría decir que la vida de un hombre sobre la tierra está tejida de una enorme sucesión de preguntas, de infinitos interrogantes que se nos plantean hora tras hora, día tras día.
Y cuanto más grande es un hombre, más grandes son sus preguntas y más precisa su formulación: ¿De dónde procedo? ¿Adónde voy? ¿Quién soy yo?
Pero la verdad es que nunca entendemos del todo, nada.
Nunca entendemos nada del todo.
Siempre nos haremos preguntas (y el que ya no se hace preguntas, el que está cansado de interrogarse, de preguntarse por las cosas que son, por las cosas que le pasan, está muerto en vida).
Y eso, referido al aquende, a la vida terrenal, a lo que nos toca en suerte aquí abajo. Por mucho que querramos averiguarlo, por mucho que preguntemos, leamos, busquemos, conversemos, pensemos, siempre habrá mil y un asuntos que no entendemos del todo.
Allí aparece la fe, en esa región, en el país del no-sabemos, no sé—en la parte que no entendemos, allí necesariamente habrá fe, allí, en el país de nuestra ignorancia, de nuestras limitaciones intelectuales, allí donde reina el misterio, allí justamente, por fuerza, necesariamente, tenemos que creer.
Pongo ejemplo: no sé que me pasará cuando me muera, ni después.
Podré averiguar todo lo que quiera, aprenderé lo que han dicho sobre esto los grandes sabios, los artistas, los literatos, los filósofos, los poetas, pero siempre quedará una vasta región en sombras: cosas que no sé, cosas que no puedo ni siquiera adivinar.
Y ahí entra lo que creo.
Mi fe.
Qué no creer
Algunos creen cosas horribles, hay quien cree que después de la muerte, el cuerpo se descompone, se lo comen los gusanos y sanseacabó.
Otros creen que con la muerte nos mudamos a un nuevo mundo fantástico, lleno de placeres y sin ninguna pena. Otros creen en disparates más grandes todavía, como la reencarnación.
Y así sucesivamente, porque los hombres pueden creer lo que quieran, son libres de poner su fe en lo que les venga en gana.
Y así como Chesterton dijo que los incrédulos creen en cualquier cosa, Castellani escribió el Credo del Incrédulo
:
CREO en la Nada Todoproductora d'onde salió el Cielo y la Tierra.
Y en el Homo Sápiens su único Hijo Rey y Señor,
Que fue concebido por Evolución de la Mónera y el Mono.
Nació de Santa Materia
Bregó bajo el negror de la Edad Media.
Fue inquisionado, muerto achicharrado
Cayó en la Miseria,
Inventó la Ciencia
Ha llegado a la era de la Democracia y la Inteligencia.
Y desde allí va a instalar en el mundo el Paraíso Terrestre.
Creo en el libre pensante
La Civilización de la Máquina
La Confraternidad Humana
La Inexistencia del pecado,
El Progreso inevitable
La Rehabilitación de la Carne
Y la Vida Confortable. Amén.
Y esto porque siempre, aún el más agnóstico, aún el más cínico de los hombres, siempre tiene que creer en algo. Y cuanto más estúpido, más estúpidas las cosas en que cree, por ejemplo, en el cambio
, como se cantaba hace unos años atrás:
Yo tengo fe, que todo va a cambiar…
Ahora, Dios sabe eso.
Y también sabe que con la inteligencia que nos dio, si la usáramos mucho y bien, a fuerza de inquisiciones y estudio, después de mucha reflexión, de pensar mal y luego de pensar bien, uno podría llegar a entender, a alcanzar, a las cansadas, a la larga, algunas verdades, algunas conclusiones correctas.
Pero también sabe que no alcanza la vida entera de un hombre para establecer con claridad las grandes respuestas a las grandes preguntas: ¿quién soy yo? ¿de dónde vengo? ¿adónde voy? ¿para qué estoy aquí? ¿qué tengo que hacer? ¿tiene sentido todo esto que veo? ¿puedo averiguarlo? ¿qué hay del otro lado de la muerte?
Porque antes que nada, para tener fe, hay que usar la inteligencia, y hacerse las preguntas inteligentes que todos los hombres, en todos los tiempos, se hicieron.
El testigo
Estamos como los ciegos de nacimiento: ellos oyen hablar de un montón de cosas que no han visto, el color de las rosas, cómo son las olas del mar, cómo se pone el sol en el horizonte, cómo se ve una catarata, qué es un bosque, cómo es un arroyo, cómo