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Tiempos Complejos. ¿Fin Del Método Científico?
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Tiempos Complejos. ¿Fin Del Método Científico?
Libro electrónico228 páginas3 horas

Tiempos Complejos. ¿Fin Del Método Científico?

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Con la denominada incertidumbre global, la ciencia no escapa a los avatares de las redefiniciones, de los reacomodos, de las interrogantes que permitan de algún modo el poder vislumbrar nuevos horizontes paradigmáticos. En Tiempos Complejos. ¿Fin del método científico? esa inquietud toma fuerza a manera de ensayo, a la hora de la revisión necesaria de lo que es el desarrollo tecno-científico, y lo que se espera de su ingente impacto en la sociedad y en el planeta. Nada de lo que hasta ahora ha formado parte del mundo académico y científico pasa inadvertido en estas páginas, que buscan la reflexión, así como también el azuzar en los lectores renovadas posturas filosóficas, novedosas fronteras del intelecto y la razón, para afrontar con decisión las ingentes tareas que como ciudadanos del mundo tenemos como materia pendiente.

IdiomaEspañol
EditorialEmooby
Fecha de lanzamiento11 mar 2011
ISBN9789898493880
Tiempos Complejos. ¿Fin Del Método Científico?
Autor

Ricardo Gil Otaiza

Escritor venezolano nacido en Mérida (1961). Farmacéutico (ULA). Diplomado Internacional Plantas Medicinales de México (Chapingo, México). Magíster en Educación Superior, Mención Docencia Universitaria (UFT). Magíster en Gerencia Empresarial (UFT). Doctor en Educación, Mención Andragogía (UNIEDPA), Doctor en Ciencias de la Educación (URBE), Postdoctor en Gerencia en las Organizaciones (URBE). Autor de 27 libros. Investigador activo en las áreas de Etnobotánica (Plantas Medicinales), Educación Superior, Gerencia y Complejidad, incluido en el SPI (PPI Nivel II en Ciencias Sociales). Columnista del diario merideño Frontera y de El Universal de Caracas. Profesor Titular de la Universidad de Los Andes (ULA, Mérida, Venezuela) en el área de Farmacognosia. Conferencista. Ha recibido diversos premios y reconocimientos. Ex decano de la Facultad de Farmacia y Bioanálisis de la ULA (2002-2005).Ha publicado: Espacio sin límite (Novela, 1995); Paraíso olvidado (cuentos, 1996); Plantas usuales en la medicina popular venezolana (divulgación, 1997); Corriente profunda (poesía, 1998); El otro lado de la pared (cuentos, 1998); Breve diccionario de plantas medicinales (divulgación, 1999); Una línea indecisa (novela, 1999); La universidad como proyecto de Estado (ensayo, 2000), Manual del vencedor (poesía, 2001); Herbolario tradicional venezolano (divulgación, 2003, 2005 y 2009), Hombre solitario (cuentos, 2003), En el Tintero volúmenes 1 y 2 (ensayos y artículos, 2004), Ser felices por siempre (ensayo-reflexión, 2005), Los libros todavía estaban allí (crítica literaria, 2006), Tulio Febres Cordero (biografía, 2007), Perspectivas de la educación superior en un mundo globalizado (estudio, 2007), El extraño vicio de escribir (crítica literaria, 2008), Cuentos de monte y culebra (antología, 2009), Tulio Febres Cordero. Genio y figura (2010), Breve diccionario del naturismo (divulgación, 2010), Universidad de Los Andes: fundación en tres actos y un epílogo (ensayo, 2010), Trilogía de espectros (Primer Premio de Narrativa de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, 2010), Tiempos complejos. ¿Fin del método científico? (Primer Premio de Ensayo de la Asociación de Profesores de la Universidad de Los Andes, 2010), Jiménez Ure ante la crítica gilotaiziana (ensayos, 2010), Cuentos. Antología Personal (cuentos, 2010), y La impronta intercultural como arquetipo en el mundo de Tulio Febres Cordero (ensayo, 2010).

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    Me gusto el libro aunque desperto dentro de mi una serie de interrogantes provocadas por la libertad y la desaparición del metodo cientifico.

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Tiempos Complejos. ¿Fin Del Método Científico? - Ricardo Gil Otaiza

Lejos de la improvisación y, al mismo tiempo, en la búsqueda de la verdad, el método como camino que se ensaya es un método que se disuelve en el caminar

Edgar Morin

Me topé con la complejidad en mi continuo trajinar intelectual hace ya varios años. De pronto descubrí que el mundo no es sólo ese cúmulo de circunstancias que muchas veces nos agobian y en otras nos complacen. Hallé un universo inagotable e inabarcable al que, por necesidades propias de la razón, solemos reducir a su mínima expresión. Creemos entonces que ese pedazo, ese trozo, ese granito de arena que logramos aprehender con los sentidos, es la playa, y nos conformamos con ello. Poco a poco fui entendiendo que lo complejo no es nada nuevo en nuestras vidas, ni que estamos descubriendo el agua tibia, ni que los cultivadores de este pensamiento son osados equilibristas que se juegan la vida en su permanente coqueteo con el vacío. Nada de eso. Ellos son intérpretes de una realidad que estaba allí desde siempre, a la espera de que se disiparan las tinieblas.

Mi primer enfrentamiento con la ciencia fue algo muy traumático. Creía ilusamente que bastaba con tomar un trozo de una realidad o de un fenómeno: escudriñarlo, sojuzgarlo, vapulearlo y comprenderlo en su ignota capacidad para recrearme y asombrarme, y eso era suficiente para hacer ciencia. Pensaba que con responder a las interrogantes planteadas desde un comienzo de mi primer acercamiento a lo observado, bastaba para decir con propiedad que era un investigador. Muy pronto me encontré de frente con un inmenso abismo que de alguna manera desfiguraba mi visión y mi intención, y ello me dejó profundamente desconcertado. Muy temprano me vi en medio de un aparato burocrático que decidía por mí, y se arrogaba el derecho a establecer los límites entre la verdad y la mentira, entre lo real y lo abstracto, entre lo humano y lo divino. Me vi, pues, impelido a actuar como un autómata en la consecución de un trabajito que podría servirme a los fines académicos que me había planteado, y, dicho sea de paso, no podía salir de aquel recinto académico sin la buena pro o aquiescencia de un fulano tutor que no sabía ni en dónde estaba parado. Rectifico. Sí sabía perfectamente lo que buscaba: un peón, una mano hacedora que le entregara de por vida motivos para seguir laborando en una institución por la cual no sentía pertenencia alguna (es más, denotaba desprecio en su forma más pedestre), pero le daba un buen estatus económico y social.

Fue entonces cuando tuve el primer y definitivo encontronazo con el denominado método científico. En medio de mi estupor no podía entender cómo mi observación —y si se quiere mi hallazgo—, tenía que estar aprisionado por una camisa de fuerza. Espantado, leía una y mil veces decenas, centenares de pasos, reglas y esquemas (que a veces no comprendía) dentro de los cuales tenía por fuerza de la ciencia que estar enmarcado mi problema de investigación para que todo ese trabajo —mi esfuerzo— fuese tomado con seriedad y parsimonia académica. Sin comprender cómo, y sin tener ni siquiera conciencia de ello, alguien (ya no recuerdo si fue el tutor, el ayudante, el mirón, el soplón, el teólogo o el filósofo) señaló con su dedo índice (que ahora llamo el dedo de Dios) un determinado método, en cuyos postulados cabía, entraba, dormitaba o vegetaba mi humilde aporte a la ciencia.

Más tarde supe que no toda investigación tenía el mismo peso científico. Es decir, de manera artificiosa, alguien había impuesto falsos límites entre lo cuantificable y lo no cuantificable. Mientras lo primero era lo correcto porque daba respuestas perfectamente cotejables y replicables por pares científicos aquí o en la otra orilla, lo segundo era marginal, etéreo, insondable a través de la lupa objetiva (¿?) del método. En otras palabras, en el mundo científico había dos tipos de investigadores: los verdaderos, o aquellos que con un sistema de hipótesis, de variables y de herramientas estadísticas, desvelaban de manera seria y objetiva cualquier fenómeno de orden natural, y los falsos, o aquellos que sin utilizar las herramientas que nos había proporcionado el plácido y cómodo mundo positivista, intentaban (pobrecitos esos ilusos) desvelar lo insondable, lo inasible, lo etéreo, lo difuso, lo incomprensible, es decir, lo complejo del mundo. Lógicamente, desde un comienzo quise anotarme en el primer grupo, no fuese a sucederme que me execraran por estar entre los investigadores malditos que ahondaban en el ser humano y en sus vastas posibilidades.

Lo cuantitativo y lo cualitativo se me presentaron de pronto como una enorme incertidumbre. ¿Cuál es el camino correcto? Claro, a todas éstas, el tiempo había inexorablemente pasado: ya no era el tímido y dócil profesor que aceptaba disciplinado las razones (que no eran tales, sino meras convenciones) calladamente de sus superiores. Ese germen (no hallo otro calificativo) se me había introducido en la conciencia y comenzaba a perturbarme las decisiones. Sin saberlo… ¡me estaba rebelando! A medida que iba indagando en los fenómenos de orden natural (mi área de competencia natural) y en lo social (mi área de competencia genética), comprendía que entre ambos circuitos había un hiato, un abismo, una zona infranqueable que impedía la convergencia de ambas posiciones. Dentro de mí, algo innato me llevaba a rechazar cualquier tipo de división artificiosa, pueril e ilógica que llevara a desvincular cosas que son antagónicas y a la vez complementarias.

Afortunadamente, los años recientes no han sido desperdiciados en la búsqueda de nuevas rutas para el quehacer científico y humano en general. Lentamente, una nueva conciencia ha ido emergiendo desde la profundidad de la mente humana, y todo ello ha generado una especie de rebelión contra las tradicionales visiones del mundo y sus realidades. Todo está siendo objeto de revisión, nada es asumido a ciegas, los dogmas comienzan a ser vistos como cegueras que obnubilan los sentidos. La ciencia y la religión no han escapado a todos estos acontecimientos. Si bien las distintas religiones mantienen a ultranza sus viejos postulados que les aseguran todavía preeminencia y servilismo de parte de cientos de miles de seguidores en todo el planeta1, la ciencia no ha tenido igual suerte. Con la llegada de nuevas posturas existenciales y de nuevas visiones del mundo (paradigmas), la ciencia ha sufrido serios embates tendentes a conferirle mayor apertura y la necesaria desacralización. Hoy, lo cuantitativo y lo cualitativo, aunque siguen estando enfrentados desde los puntos de vista filosófico, epistemológico, metodológico y teleológico, no son caminos contrapuestos en la conquista del conocimiento y del saber, sino complementarios, por lo menos para una buena parte de los científicos en todo el mundo. No obstante, es una discusión que debe seguir dándose en los ámbitos académicos y científicos, sin descuidar, por supuesto, aspectos esenciales como el ser humano, el entorno ecológico y el planetario.

Esa misma búsqueda que hoy compartimos muchos seres en distintas latitudes me ha llevado a reflexionar en torno a la ciencia, pero más detenidamente en lo que respecta al método. Considero que no podemos continuar siendo esclavos de recetas que muy poco nos dicen de los fenómenos complejos que hoy nos abrigan. Es más, cuanto más estudio decenas y decenas de autores, de metodólogos, de expertos, de científicos naturales y sociales, más me percato de que la diversidad de métodos existentes no son sino desesperadas búsquedas de puntos de encuentro entre el Deber Ser y el Real Ser investigativo. En otras palabras, la diversidad de métodos que podemos hallar en manuales y en textos de metodología, hace que cada vez se diluya más el método en pos del hacer científico. El fin —que en nuestro caso es el conocimiento y la sabiduría que se deriva de nuestras indagaciones—, no puede estar supeditado al medio (al método) porque ello desvirtúa en gran medida la percepción inicial de los fenómenos.

Nos encontramos, pues, a mi manera de ver, en un importante punto de inflexión del desarrollo científico, en el que el método como herramienta, como instrumento del quehacer investigativo, está siendo fuertemente cuestionado, y a ello van mis reflexiones a manera de ensayo que en las siguientes páginas presento. No intento demostrar una tesis, ni siquiera formular una teoría; sólo busco referentes a mi propia inquietud intelectual frente a una actividad que forma parte de mi vida, pero que tal y como está concebida, no me satisface plenamente. Me rehúso a ser una máquina formuladora de hipótesis, o un ciego consumidor y repetidor de recetas (inventadas por otros) que traban la fluidez de los procesos y castran nuestra inventiva e imaginación creadoras.

¿Un mundo complejo o complicado?

EL mundo es una caja de sorpresas y jamás podrá el ser humano comprenderlo en su exacta dimensión, por el simple —y a la vez complejo— hecho de cambiar, de transformarse, de hacerse de un rostro distinto con las épocas y con sus circunstancias. Los hombres y las mujeres de hoy, hijos del pensamiento kantiano, somos testigos de un salto cualitativo importante: el cambio de la visión del mundo. Como queda dicho, entramos en el paradigma de la complejidad que nos involucra de manera total con todos los aspectos (grandes y pequeños, simples y complejos, terrenos y abstractos) que configuran la esencia del vivir.

Desde el ámbito científico-académico, el cambio de paradigma trae consigo importantes implicaciones que podrían dar un giro de 180 grados a lo que hasta ahora ha sido el conocimiento científico. Si bien un paradigma no desaparece por completo para dar paso a uno nuevo, sino que constituye niveles superpuestos que se realimentan de manera constante y uno no tendría sentido sin la preeminencia del otro, la complejidad resulta una respuesta significativa a fenómenos que coexisten en nuestra realidad, pero que no pueden ser explicados por las vías tradicionales. Es así como la inmanencia se da la mano con la existencia, a tal punto de rebatir viejos postulados que le ganaron a sus hacedores el juicio del colectivo y de sus pares.

El paradigma de la complejidad permite un extraordinario espectro de posibilidades intelectuales y personales. Su comprensión hace posible abordar los procesos académicos con una visión holgada, en la cual participe la necesaria interconexión de los fenómenos naturales y sociales con el hombre y su entorno. A partir de este paradigma (no tan nuevo, ya que muchos personajes importantes de épocas alejadas vivieron y actuaron bajo tales premisas), el proceso de enseñanza-aprendizaje, así como la investigación se erigen en una oportunidad valiosa para involucrar al estudiante y al investigador de manera activa y coherente en una realidad fenomenológica que hace de las partes constituyentes fundamentales un todo, pero ese todo es al mismo tiempo las partes. Ya los fenómenos no son vistos como la sumatoria de unos compartimientos desconectadas, independientes, estancos, sino como procesos integrales e integrados en cuya comprensión intervienen factores, elementos, vasos comunicantes con la realidad física y con el universo.

Bajo la égida del paradigma de la complejidad, lo físico no está divorciado de lo sensorial, de lo abstracto y de lo irreal. Todo lo contrario: la realidad física es producto de la interconexión de diversidad de planos en multiplicidad de dimensiones, y por eso el pretender explicar cada fenómeno con respuestas unívocas, simples y sesgadas, no es más que una ilusión que nos castra en lo humano y en lo divino. La persona es un ente pluridimensional, plurifactorial, que deberá estar en capacidad de moverse con fluidez como una pieza de ajedrez en ese gran tablero que constituye la existencia.

Si bien el paradigma newtoniano-cartesiano-kantiano es la base desde la cual se ha construido el gran andamiaje de la ciencia moderna (positivista), la emersión de la complejidad desde sus mismas entrañas constituye una muestra fehaciente que explica el porqué de su intento simplista por desmontar el mundo y sus hechos para tratar de explicarlos y ser asertivos. Esa ha sido una fantasía que lo ha conducido a un abismo de inconsistencias y de errores fatales. La ciencia, tal y como está concebida, no ha podido dar respuestas a importantes interrogantes que han emergido de la mente de los hombres de ayer y de hoy. No todo puede ser

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